—Naturalmente, la realidad es que yo soy el cónsul legalmente elegido y que el mando me corresponde por derecho, y el Senado de Roma me otorgó un
imperium
proconsular mientras dure la guerra contra Mitrídates del Ponto. ¡Tengo derecho a ello! He elegido las legiones que van conmigo. Os he elegido a vosotros. Hombres que habéis estado conmigo a las duras y a las maduras, campaña tras campaña. ¿Cómo no iba a elegiros? Os conozco y me conocéis. No os tengo afecto, aunque creo que Cayo Mario sí que se lo tiene a sus soldados. Y espero que no me tengáis afecto, aunque creo que los soldados de Cayo Mario sí le tienen afecto. Pero es que yo nunca he creído que sea necesario tenerse afecto para hacer lo que hay que hacer. ¿Por qué iba yo a teneros afecto? ¡Sois una pandilla de canallas malolientes de todos los tugurios y cloacas de dentro y fuera de Roma! ¡Pero, por los dioses, cómo os respeto! ¡Os he pedido una y otra vez esforzaros al máximo y, por los dioses, nunca me habéis defraudado!
Alguien comenzó a aclamarlo y al poco todo eran vítores. Salvo de un reducido grupo que estaba justo delante de la tribuna: los tribunos de los soldados, magistrados electos que mandaban las legiones del cónsul. Los del año anterior, entre los que se contaban Lúculo y Hortensio, habían servido a gusto con Sila, pero los de aquel año le detestaban y le consideraban un jefe severo y exigente. Sin quitarles ojo, Sila dejó que sus soldados siguieran vitoreándole.
—¡Así que, aquí, todos estábamos dispuestos a ir a combatir a Mitrídates cruzando el mar hasta Grecia y Asia Menor! No a hollar las cosechas de nuestra querida Italia ni a violar mujeres itálicas. ¡Ah, qué campaña habría sido! ¿Sabéis el oro que tiene Mitrídates? ¡Montañas de oro! ¡Más de setenta reductos sólo en Armenia Menor llenos hasta arriba de oro! Un oro que habría sido nuestro. ¡Ah, no quiero decir que Roma no se hubiera llevado su parte… y más! ¡Hay tanto oro que habríamos podido bañarnos en él! ¡Roma… y nosotros! Y no hablemos de las fantásticas mujeres asiáticas. Esclavas para todos. Lo mejor para un soldado.
Se encogió de hombros y abrió los brazos con la palma de la mano hacia arriba.
—Pero no va a ser así, soldados. Nos ha relevado de esa tarea la Asamblea plebeya. Un organismo del que ningún romano se espera que le diga quién tiene que combatir y quién debe ostentar el mando. Pero es legal, me dicen. ¡Pero no puedo por menos de preguntarme si será legal fastidiar al primer cónsul en el año de su cargo! Yo estoy al servicio de Roma; igual que vosotros. Pero más vale que os despidáis de vuestros sueños de oro y mujeres exóticas. Cuando Cayo Mario vaya a Oriente a combatir con Mitrídates del Ponto, lo hará a la cabeza de sus legiones. No va a querer llevar las mías.
Sila descendió de la tribuna, cruzó ante las filas de los veinticuatro tribunos sin dirigirles una mirada y se metió en la tienda, dejando que Lúculo ordenase romper filas.
—Has estado magistral —dijo Lúculo al entrar en la tienda del general—. No tienes fama de orador y yo diría que no respetas las reglas de la retórica, pero sabes cómo hacer entender las cosas, Lucio Cornelio.
—Gracias, Lucio Licinio —contestó Sila animado, quitándose la coraza y los
pteryges
—. Yo también lo creo así.
—¿Y ahora qué?
—Esperaré a que me releven oficialmente del mando.
—¿Vas a hacerlo de verdad, Lucio Cornelio?
—¿El qué?
—Marchar sobre Roma.
—¡Querido Lucio Licinio! —exclamó Sila, abriendo mucho los ojos—. ¿Cómo se te ocurre hacerme semejante pregunta?
—Eso no es una respuesta —replicó Lúculo.
—Será la única que tengas —añadió Sila.
El golpe les vino dos días más tarde. Los ex pretores Quinto Calidio y Publio Claudio llegaron a Capua con una carta oficialmente sellada de Publio Sulpicio Rufo, el nuevo amo de Roma.
—No me la deis en privado —dijo Sila—, entregádmela en presencia del ejército.
De nuevo ordenó a Lúculo que formase a las legiones y una vez más subió a la tribuna, esta vez acompañado de los dos ex pretores.
—Soldados, éstos son Quinto Calidio y Publio Claudio, que han venido de Roma —dijo Sila como quien no quiere la cosa—, creo que para entregarme un documento oficial, y a vosotros pongo por testigos.
Calidio, hombre que se tomaba las cosas muy a pecho, hizo un gesto grandilocuente para hacer ver que Sila reconocía el sello lacrado antes de romperlo. Luego inició la lectura.
—Del
concilium plebis
del pueblo de Roma a Lucio Cornelio Sila. Por orden de este organismo quedas relevado del mando de la guerra contra el rey Mitrídates del Ponto. Desmovilizarás el ejército para volver a…
No pudo seguir. Una piedra magistralmente apuntada fue a darle en la sien, y lo hizo caer. Casi inmediatamente otra, también muy bien dirigida, alcanzaba a Claudio, que se tambaleó, mientras Sila permanecía indiferente a tres pasos y seguían lloviendo piedras hasta que Claudio también cayó.
Dejaron de llover piedras. Sila se arrodilló junto a los caídos para examinarlos y se puso en pie.
—Han muerto —dijo con un profundo suspiro—. ¡Bien, soldados, esto es la gota que rebasa el vaso! Mucho me temo que para la Asamblea plebeya seamos ahora
personae non gratae
. Hemos matado a los enviados oficiales de la plebe. Lo cual —continuó diciendo en tono normal— nos deja dos opciones: quedarnos aquí y aguardar el juicio por traición, o ir a Roma y demostrar a la plebe lo que los soldados leales al pueblo de Roma piensan de una ley y unas ordenanzas que juzgan tan intolerables como anticonstitucionales. Yo, en cualquier caso, me marcho a Roma llevándome estos dos cadáveres. Se los entregaré personalmente a la plebe en el Foro, ante ese firme guardián de los derechos del pueblo, Publio Sulpicio Rufo. ¡Todo esto es obra suya! ¡No de Roma!
Hizo una pausa para respirar.
—Para ir al Foro no necesito que me acompañen. ¡Pero si hay alguien a quien le apetezca darse un paseo hasta Roma conmigo, aceptaré muy complacido su compañía! Así, cuando cruce el límite sagrado de la ciudad tendré la seguridad de que tengo compañeros en el Campo de Marte que esperan mi regreso. De lo contrario correría la misma suerte que el hijo de mi colega consular Quinto Pompeyo Rufo.
Le seguirían, naturalmente.
—Pero los tribunos de los soldados no te seguirán —dijo Lúculo a Sila en la tienda de mando—. No han tenido suficiente sentido común para hablar contigo en persona y han delegado en mí. Dicen que no pueden aprobar la marcha del ejército sobre Roma, que Roma es una ciudad sin protección militar porque los únicos ejércitos que hay en Italia son romanos, y que, con excepción de un ejército preparado para celebrar un triunfo, ninguna fuerza romana se acantona cerca de Roma. Por consiguiente, dicen, marchas con un ejército sobre tu país, y tu país no tiene fuerzas para defenderse. Condenan tu iniciativa y tratarán de convencer a los soldados para que cambien de idea y no te secunden.
—Deséales suerte —respondió Sila, preparándose a levantar el campamento—. Pueden quedarse aquí llorando porque un ejército marcha sobre Roma indefensa. De todos modos, creo que los encerraré. Para garantizar su seguridad —los fríos ojos claros se posaron en Lúculo—. ¿Y tú, Lucio Licinio, estás conmigo?
—Lo estoy, Lucio Cornelio. Hasta la muerte. El pueblo ha usurpado los derechos y deberes del Senado y ya no existe la Roma de nuestros antepasados. Por lo tanto, yo no veo que sea delito marchar sobre una Roma que no me gustaría que heredasen los hijos que aún no me han nacido.
—¡Ah, muy bien dicho! —exclamó Sila, ciñéndose la espada y calándose el sombrero—. Pues comencemos a hacer historia.
—¡Tienes razón! —exclamó Lúculo, deteniéndose. Es hacer historia, porque ningún ejército ha marchado jamás sobre Roma.
—A ningún ejército romano lo habían provocado de esta manera —comentó Sila.
Cinco legiones de soldados romanos emprendieron la marcha por la Via Latina hacia Roma, con Sila y su legado a caballo a la cabeza, y en retaguardia, una calesa tirada por mulas con los cadáveres de Calidio y Claudio. Habían enviado un correo al galope a Quinto Pompeyo Rufo en Cumae, y cuando Sila alcanzó Teanum Sidicinum, allí estaba Pompeyo Rufo esperándole.
—¡Ah, esto no me gusta! —dijo el segundo cónsul, cariacontecido—. ¡No puede gustarme! ¡Marchas sobre Roma que es una ciudad indefensa!
—Marchamos sobre Roma —dijo Sila, midiendo las palabras—. Pierde cuidado, Quinto Pompeyo, que no será necesario invadir ninguna ciudad indefensa. Me limito a traer el ejército para que me acompañe en el viaje. Nunca se ha aplicado una disciplina más severa, y a más de doscientos cincuenta centuriones se les ha ordenado que no quiero que se recoja de los campos ni un solo nabo. La tropa lleva comida para un mes y comprende la situación.
—No necesitamos que nos acompañe el ejército.
—¿Qué harían dos cónsules sin una escolta adecuada?
—Tenemos los lictores.
—Es muy interesante. Los lictores decidieron acompañarnos, mientras que los tribunos de los soldados decidieron no hacerlo —dijo Sila—. Está claro que los cargos electos suscitan en la gente una actitud muy distinta respecto a quien manda en Roma.
—¿Por qué estás tan contento? —inquirió Pompeyo Rufo, desesperado.
—Pues no lo sé —contestó Sila, ocultando su exasperación con un fingido gesto de sorpresa. Convenía dorar la píldora a su sentimental y vacilante colega—. Si estoy contento por algún motivo, supongo que es porque ya estoy harto de las tonterías del Foro, de gentes que se creen que conocen mejor que nadie el
mos maiorum
y quieren destruir lo que nuestros antepasados construyeron con tanto cuidado y tesón. Yo lo único que quiero es una Roma tal como ellos la concibieron, patrocinada y dirigida por el Senado con preminencia sobre los demás organismos. Un lugar en el que los que acceden al cargo de tribunos de la plebe se avengan a un control y no se desboquen. Llega un momento, Quinto Pompeyo, en que uno no puede quedarse parado viendo cómo otros lo cambian todo en detrimento de Roma. Hombres como Saturnino y Sulpicio, pero sobre todo, hombres como Cayo Mario.
—Cayo Mario luchará —dijo Pompeyo Rufo, cabizbajo.
—¿Con qué? No hay ninguna legión próxima a Roma hasta Alba Fucentia. Oh, imagino que Cayo Mario tratará de llamar a las tropas de Cinna, porque le tiene en el bolsillo; estoy seguro. Pero se lo impedirán dos cosas, Quinto Pompeyo. Una, la natural tendencia de los demás en Roma a creer que no voy a llevar el ejército a la ciudad; pensarán que es una patraña inventada y no se lo creerán. Segundo, el hecho de que Cayo Mario es un
privatus
y no tiene cargo ni
imperium
. Si llama a las tropas de Cinna, tendrá que hacerlo como quien pide un favor a un amigo, y no como cónsul o procónsul. Y dudo mucho de que Sulpicio avale semejante iniciativa de Mario. Porque será precisamente Sulpicio quien pensará que mi acción es una estratagema.
El segundo cónsul miraba a su colega con gesto afligido. ¡Muy buenas palabras! ¡Mucha lógica! Palabras que le daban a entender sin género de duda que Lucio Cornelio Sila pretendía invadir Roma.
En dos ocasiones durante la marcha —una en Aquinum y otra en Ferentinum— el ejército de Sila se encontró con enviados que les salían al encuentro. La noticia de que Sila marchaba sobre Roma había volado con la rapidez del águila. Y esas dos veces, los enviados conminaron a Sila a deponer el mando en nombre del pueblo y ordenar a su ejército el regreso a Capua. Sila se negó en ambas ocasiones, y la segunda añadió:
—Decid a Cayo Mario, a Publio Sulpicio y a lo que quede del Senado, que me veré con ellos en el Campo de Marte.
Oferta que los enviados no se creyeron, ni Sila pretendía cumplir.
Luego, en Tusculum se encontró con el
praetor urbanus
Marco Junio Bruto, que le aguardaba en medio de la Via Latina, acompafiado de otro pretor como apoyo moral. Sus doce lictores —media docena por cada uno de ellos— formaban un grupo compacto a un lado de la carretera, tratando de ocultar que los
fasces
que portaban incluían las hachas.
—Lucio Cornelio Sila, me envía el Senado y el pueblo de Roma para impedir que tu ejército dé un paso más —dijo Bruto—. Tus legiones están en pie de guerra, no en camino de celebrar un triunfo, y te prohíbo que continúen.
Sila, sin replicar palabra, permaneció imperturbable en su mula. A los dos pretores los apartaron sin contemplaciones del medio de la vía, uniéndolos a sus amedrentados lictores, y prosiguió la marcha hacia Roma. En el punto en que la Via Latina confluía con la primera de las carreteras
diverticulum
que circunvalaban la ciudad, Sila hizo alto y dividió sus fuerzas; si alguien se había creído el cuento de que el ejército se acantonaría en el Campo de Marte, tenía ahora que rendirse a la evidencia de que Sila estaba dispuesto a invadir Roma.
—Quinto Pompeyo, toma la cuarta legión y dirígete a la puerta Collina —dijo Sila, pensando si su colega tendría suficiente arrojo para llevar a cabo la empresa—. No es para entrar en la ciudad —añadió con voz suave—, no tienes por qué preocuparte. Tu cometido es impedir que nadie llegue con legiones por la Via Valeria. Acampa a las fuerzas y espera a que yo te avise. Si ves avanzar tropas por la Via Valeria, envíame aviso a la puerta Esquilina, que allí estaré. Luego se volvió hacia Lúculo.
—Lucio Licinio, toma la primera y la tercera legión y a paso ligero, porque tienes un buen recorrido, cruzas el Tíber por el puente Mulviano y atraviesas el campo Vaticanus hasta el Transtiberino. Ocupas todo el distrito y guarneces los puentes, los de la isla del Tiber, el Aemilius y el viejo puente Sublicius de madera.
—¿El Mulviano, no?
—Por la Via Flamini no llegará ninguna legión, Lucio Licinio —replicó Sila con fiero gesto de alegría—. He recibido carta de Pompeyo Estrabón diciéndome que deplora los actos anticonstitucionales de Publio Sulpicio y que le complace que Cayo Mario no asuma el mando de la guerra contra Mitrídates.
Aguardó en el cruce hasta que consideró que Pompeyo Rufo y Lúculo estaban lo bastante lejos y luego hizo dar media vuelta a sus dos legiones —la segunda, más una no numerada por no ser uná legión consular— y las dirigió hacia la puerta Esquilina. En la intersección de la Via Latina con la Via Appia, en el camino de circunvalación, las murallas Servianas de la ciudad quedaban demasiado lejos para saber si había vigías, pero cuando avanzaba hacia la derecha por la vía que discurría entre apretadas filas de tumbas de la necrópolis romana, las murallas estaban ya mucho más cerca, y la tropa pudo ver que las almenas estaban atiborradas de curiosos que habían acudido a ver el espectáculo, entre gritos de incredulidad.