La corona de hierba (115 page)

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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

BOOK: La corona de hierba
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Sulpicio se volvió, señalando con el dedo a Sila, que estaba frente a la multitud en lo alto de la escalinata del Senado, mirándole.

—¡Ahí tenéis al primer cónsul! ¡Elegido primer cónsul por sus iguales, no por vosotros! ¿Cuánto tiempo hace que no se convoca a la tercera clase para que emita el voto en las elecciones consulares?

Dándose cuenta, al parecer, que corría peligro de apartarse del tema, Sulpicio hizo una pausa y volvió a él.

—Al primer cónsul se le concedió el mando de una guerra tan vital para el futuro de Roma, que si esa guerra no la dirige el mejor hombre de Roma, quizá Roma deje de existir. ¿Quién ha otorgado el mando de la guerra contra el rey Mitrídates del Ponto al primer cónsul? ¡Pues el Senado y sus amos ocultos del
Ordo equester
! ¡Imponiendo su voluntad, como siempre! ¡Poniendo en peligro a Roma por el hecho de ver a un patricio noble con las galas de general! Porque ¿quién es este Lucio Cornelio Sila? ¿Qué guerras ha ganado? ¿Le conocéis vosotros, pueblo soberano? ¡Lucio Cornelio Sila está donde está gracias a que se abrió camino a la sombra de Cayo Mario! ¡Todo lo que ha conseguido lo ha hecho a la sombra de Cayo Mario! ¡Dice que ha ganado la guerra contra los itálicos! ¡Cuando todos sabemos que fue Cayo Mario quien les dio los primeros y más fuertes golpes… De no haber sido por Cayo Mario, Sila no habría logrado la victoria!

—¡Cómo se atreve! —musitó Craso el Censor—. ¡Fuiste tú y sólo tú, Lucio Cornelio, ganador de la corona de hierba, quien hizo hincar la rodilla en tierra a los itálicos!

Hizo una profunda inspiración para gritárselo a Sulpicio, pero no dijo nada al notar que Sila le agarraba del brazo.

—¡Déjalo, Publio Licinio! Si empezamos a dar gritos se revolverán contra nosotros y nos harán pedazos. Quiero resolver este asunto de un modo legal y sin violencias —dijo Sila.

—¿Puede este Lucio Cornelio Sila dirigirse a vosotros, pueblo soberano? ¡Claro que no, él es un patricio! —seguía diciendo Sulpicio, llevando el agua a su molino—. ¡Demasiada alcurnia para rebajarse a hablar con vosotros! ¡Para conceder a este ilustre patricio el mando de la guerra contra Mitrídates, el Senado y el
Ordo equester
pasaron por encima de un hombre más cualificado y valioso! ¡Han prescindido nada menos que de Cayo Mario! ¡Diciendo que estaba enfermo, que era viejo! ¡Pero yo os pregunto, pueblo soberano, ¿a quién habéis visto cada día de estos dos años paseando por la ciudad para recuperarse esforzadamente? ¿Haciendo ejercicio y con mejor aspecto cada día? ¡A Cayo Mario! ¡Que será viejo, pero ya no está enfermo! ¡Cayo Mario! ¡Que será viejo, pero es el primer hombre de Roma!

Volvían a estallar las aclamaciones, pero no por Sulpicio. La multitud se abrió para dejar paso a Cayo Mario, que descendía a la hondonada a buen paso y solo. Ya no necesitaba apoyarse en el muchacho.

—¡Pueblo soberano de Roma, yo os pido que aprobéis una cuarta ley de mi programa legislativo! —gritó Sulpicio, sonriendo a Cayo Mario—. ¡Propongo que se despoje del mando de la guerra contra el rey Mitrídates del Ponto a ese altanero patricio que es Lucio Cornelio Sila y se le dé a vuestro Cayo Mario!

Sila no quiso escuchar más. Pidió a Escévola, pontífice máximo, y a
Merula
,
flamen dialis
, que le acompañasen y se dirigió a su casa. Cómodamente sentado en su despacho, Sila los miró a los dos.

—Bien, ¿qué hacemos? —dijo.

—¿Por qué nos lo preguntas a Lucio
Merula
y a mí? —replicó Escévola.

—Porque sois los máximos representantes religiosos de Roma —respondió Sila— y conocéis la ley. Encontradme un medio para prolongar la campaña de Sulpicio en el Foro hasta que la multitud se canse de ello y… de él.

—Algo suave —dijo
Merula
, pensativo.

—Suave como piel de cachorro —añadió Sila, cogiendo una copa de vino con agua—. Si hubiera que plantearle batalla en el Foro, ganaría él. No es como Saturnino; es mucho más listo. Optando por la violencia, no tenemos nada que hacer. He contado un poco por encima la escolta que ha reunido y no faltarán muchos para los cuatro mil hombres. Y están armados. Dejan ver garrotes, pero imagino que llevarán espada. No podemos hacerles frente con una fuerza civil para darles una lección en un espacio tan reducido como el Foro. — Sila se detuvo e hizo una mueca como si hubiese degustado algo amargo, y sus ojos fríos y claros miraron al infinito—. ¡Si no tuviera más remedio, pontífice máximo,
flamen dialis
, pondría al Pelión encima del monte Osa para evitar que nos arrebatasen nuestros justos privilegios! ¡Incluido mi propio cargo! Pero primero veamos si podemos vencer a Sulpicio con su propia arma: el pueblo.

—Entonces —dijo Escévola— lo único que hay que hacer es declarar
feriae
todos los días de asamblea a partir de hoy hasta cuando quieras.

—¡Ah, es una buena idea! —dijo
Merula
con el rostro iluminado.

—¿Es legal? —inquirió Sila, ceñudo.

—Desde luego. Los cónsules, el pontífice máximo y los colegios de pontífices tienen potestad para decretar días de descanso y ocio durante los cuales no pueden convocarse asambleas.

—Pues esta misma tarde colocad en los
rostra
y en la Regia el anuncio de
feriae
, y que los heraldos proclamen días de descanso y ocio de aquí a los idus de diciembre —dijo Sila con siniestra sonrisa—. A él le vence el cargo de tribuno de la plebe tres días antes. En cuanto deje el cargo le mandaré procesar por traición e incitación a la violencia.

—Tendrás que juzgarle sin levantar revuelo —dijo Escévola con un estremecimiento.

—¡Ah, por Júpiter, Quinto Mucio! ¿Cómo va a poder hacerse sin levantar revuelo? —inquirió Sila—. Le detendré y le juzgaré, y se acabó. Si no puede encandilar a la multitud con
boni
tas palabras, estará desamparado. Le drogaré.

Dos pares de ojos sorprendidos se clavaron en el rostro de Sila; cuando decía cosas como ésas, de drogar a una persona, era cuando más raro resultaba y menos le entendían.

Sila convocó al Senado a la mañana siguiente y anunció que los cónsules y los pontífices habían decretado un periodo de
feriae
durante el cual no podían convocarse asambleas en el Foro, recibiendo una salva de moderadas exclamaciones de aprobación, dado que no estaba presente Cayo Mario para oponerse.

Catulo César salió de la Cámara en compañía de Sila.

—¿Cómo ha osado Cayo Mario poner en peligro el Estado, simplemente por hacerse con un mando para el que no es apto? —inquirió Catulo César.

—Porque está viejo, tiene miedo, y su cabeza ya no es lo que era; y quiere ser cónsul de Roma siete veces —respondió Sila en tono cansino.

Escévola, pontífice máximo, que había salido antes que Sila y Catulo César, regresó corriendo.

—¡Sulpicio —gritó— no hace caso de la proclamación de días feriados; dice que es un ardid del Senado y que seguirá convocando la asamblea!

—Me imaginaba que haría eso —dijo Sila sin inmutarse.

—Entonces, ¿de qué nos ha servido? —inquirió Escévola indignado.

—Nos permite declarar inválidas las leyes que promulgue o proponga durante el período de
feriae
—contestó Sila—. Así de simple.

—Si promulga la ley de expulsión del Senado de los que tengan deudas —dijo Catulo César—, no podremos declarar inválidas sus leyes, porque no habrá senadores suficientes para obtener quorum; lo que significa que el Senado habrá dejado de existir como fuerza política.

—Pues sugiero que nos reunamos con Tito Pomponio, Cayo Opio y otros banqueros y acordemos la cancelación de las deudas senatoriales… oficiosamente, desde luego.

—¡No podemos! —gimoteó Escévola—. ¡Los acreedores senatoriales reclaman su dinero, y no hay dinero! ¡Ningún senador ha pedido dinero prestado a personas respetables como Pomponio y Opio, porque sería de dominio público y los censores se enterarían!

—Pues entonces acuso a Cayo Mario de traición y confisco el dinero de sus fincas —dijo Sila con gesto temible.

—¡Oh, Lucio Cornelio, no puedes hacerlo! —gimotéo Escévola—. ¡El pueblo soberano nos haría trizas!

—¡Pues abriré mi arca de guerra y pagaré las deudas del Senado con eso! —dijo Sila entre dientes.

—¡No puedes, Lucio Cornelio!

—Estoy empezando a cansarme de oír que no puedo —dijo Sila—. ¿Qué queréis, que me deje vencer por Sulpicio y una panda de idiotas que se creen que va a cancelar sus deudas? ¡No pienso dejarme! ¡El Pelión sobre el Osa, Quinto Mucio! ¡Haré lo que haga falta!

—Un fondo —dijo Catulo César—. Los que no tengan deudas pueden constituir un fondo para salvar a los que corran peligro de expulsión.

—Para hacer eso debemos mirar las cosas con perspectiva —dijo Escévola cariacontecido—. Tardaríamos un mes por lo menos. Yo no tengo deudas, Quinto Lutacio, ni tú, imagino; ni Lucio Cornelio. Pero ¿de dónde sacamos el dinero? Yo no lo tengo. ¿Vosotros lo tenéis? ¿Podéis reunir más de mil sestercios sin vender propiedades?

—Yo si, pero sólo esa cantidad —dijo Catulo César.

—Yo no puedo —dijo Sila.

—Creo que debemos constituir un fondo —dijo Escévola—, pero habrá que vender propiedades. Lo que significa que no nos dará tiempo. Habrá que expulsar a los senadores que tengan deudas. Pero en cuanto las liquiden, los censores pueden restituirles en el cargo.

—No pensarás que Sulpicio va a consentirlo, ¿verdad? inquirió Sila—. Porque seguirá legislando.

—¡Oh, espero tener la ocasión de echar mano a Sulpicio en una noche oscura! —dijo Catulo César con gesto de odio—. ¿Cómo se atreve a hacer esto en estas circunstancias en que ni siquiera podemos financiar una guerra que tenemos que ganar?

—Porque Publio Sulpicio es listo y obstinado —dijo Sila—. Y sospecho que Cayo Mario le ha inducido a ello.

—Lo pagarán —dijo Catulo César.

—Ten cuidado, Quinto Lutacio, no te lo hagan pagar ellos a ti —dijo Sila—. De todos modos, nos temen. Y con razón.

Tenían que transcurrir diecisiete días desde el primer
contio
en que se discutía una ley y la reunión asamblearia en que se votaba la aprobación de la ley; Publio Sulpicio Rufo continuó celebrando asambleas mientras pasaban los días y el momento de su ratificación se iba aproximando de manera inexorable.

La víspera de la asamblea en que las dos leyes de Sulpicio iban a ser sometidas a votación, Quinto Pompeyo Rufo hijo y sus amigos, hijos de senadores y caballeros de la primera clase, decidieron parar los pies a Sulpicio con el único método posible: la fuerza. Sin que lo supieran sus padres ni los magistrados curules, Pompeyo Rufo hijo y unos cuantos reunieron más de mil jóvenes de edades comprendidas entre diecisiete y treinta años; iban todos armados con coraza y habían estado hasta hacía poco participando en la guerra contra los itálicos. Mientras Sulpicio dirigía la asamblea para aplicar los últimos retoques a sus dos primeras leyes, un millar de jóvenes de la primera clase bien armados entraron en el Foro y atacaron sin contemplaciones a los que asistían a la reunión de Sulpicio.

Aquella acción cogió totalmente desprevenido a Sila; en cuestión de segundos, él, con su colega Quinto Pompeyo Rufo y otros senadores, que observaban a Sulpicio desde lo alto de la escalinata del Senado, vieron cómo en el bajo Foro se organizaba una batalla campal. Allí estaba el joven Quinto Pompeyo haciendo estragos con una espada; Sila oyó al padre gritar angustiado a su lado y le sujetó con tal fuerza por el brazo que le impidió moverse.

—Déjalo, Quinto Pompeyo. No hay nada que hacer —dijo Sila tajante—. Ni siquiera podrías llegar hasta él.

Desgraciadamente, la muchedumbre era tan nutrida que rebasaba con creces la hondonada de votaciones. Pompeyo Rufo hijo, que no era ningún general, había desplegado a su tropa por grupos en vez de formando cuña; de haberlo hecho así habría podido abrirse paso, pero, dada su maniobra, los que formaron un bloque fueron la guardia de Sulpicio.

Luchando valientemente, el joven Pompeyo Rufo consiguió aproximarse al borde de la hondonada, a un lado de los
rostra
; queriendo llegar hasta Sulpicio, una vez encaramado en la tribuna no se percató de un fornido cincuentón que sin duda había bregado en los combates de gladiadores toda su vida. El joven cayó de la tribuna y fue a parar en medio de la guardia de Sulpicio, que le apaleó hasta la muerte.

Sila oyó el grito del padre, y sintió de pronto que varios senadores le arrastraban de allí, pues la guardia, ya vencidos los grupos de jóvenes nobles, se dirigía hacia la escalinata del Senado. Se zafó como una anguila del tropel de los aterrados senadores, dejándose caer de la plataforma del Senado en medio de aquel tumulto y abandonando la
toga praetexta
; con un rápido movimiento se apoderó de la
chlamys
de un liberto griego que se hallaba en medio de la refriega, se la echó sobre la llamativa cabeza y se fingió liberto griego como única solución para escabullirse. Y al amparo de la columnata de la basílica Porcia, donde los enloquecidos mercaderes trataban de desmontar sus tenderetes, se abrió camino hasta el clivus Argentarius. Ya la multitud disminuía y no había lucha; siguió cuesta arriba y cruzó la puerta Fontinalis. Sabía perfectamente a dónde iba. A ver al inductor de todo aquello. A ver a Cayo Mario, que quería el mando de una guerra y ser elegido cónsul por séptima vez.

Tiró la
chlamys
y, cubierto tan sólo con la túnica, llamó a la puerta de Cayo Mario.

—Quiero ver a Cayo Mario —dijo al portero con el mismo tono que si hubiera llegado revestido con los atavíos del cargo.

El portero le franqueó la entrada, sin atreverse a negarla a quien tan bien conocía.

Pero fue Julia quien salió, no Cayo Mario.

—¡Oh, Lucio Cornelio, qué cosa tan terrible! Trae vino —añadió, volviéndose hacia un criado.

—Quiero ver a Cayo Mario —dijo Sila entre dientes.

—No es posible, Lucio Cornelio; está durmiendo.

—¡Pues despiértale, Julia, porque si no lo haré yo!

Ella se volvió de nuevo hacia un criado.

—Haz el favor de decir a Strofantes que despierte a Cayo Mario y que le diga que ha venido Lucio Cornelio para hablar de algo urgente.

—¿Es que se ha vuelto loco de remate? —exclamó Sila, cogiendo la jarra de agua. Tenía mucha sed para beber vino.

—¡No sé a qué te refieres! —replicó Julia, a la defensiva.

—¡Vamos, vamos, Julia! ¡Eres la esposa del gran hombre, y nadie mejor que tú para conocerle! —dijo Sila, sarcástico—. ¡Ha organizado una serie de acontecimientos que piensa que le servirán para obtener el mando en la guerra contra Mitrídates, ha fomentado el movimiento subversivo de un hombre que está decidido a pisotear el
mos maiorum
y ha destrozado el Foro, causando la muerte del hijo del cónsul Pompeyo, además de varios centenares de muertos!

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