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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

La corona de hierba (69 page)

BOOK: La corona de hierba
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—Se me antoja extraño —confesó Escauro.

—A menos —terció Sexto César— que estén en connivencia con otros pueblos itálicos.

Pero nadie podía creerlo, Mario incluido. La reunión se cerró sin que hubiesen llegado a ninguna conclusión, salvo que sería prudente estar vigilantes respecto a Italia, ¡pero no sólo con un par de pretores itinerantes! Servio Sulpicio Galba, el pretor delegado para investigar «la cuestión itálica» al sur de Roma, había escrito diciendo que regresaba, y la Cámara consideró que sería mejor esperar a que volviese para decidir qué debía hacerse. ¿Una guerra con Italia? Quizá, pero aún no.

—Sé que en vida de Marco Livio yo era el primero en estar convencido de que teníamos la guerra con Italia en puertas —dijo Mario a Escauro una vez terminada la sesión—, pero ahora que él no está, ¡no lo creo en absoluto! Me pregunto si no sería por influencia suya; sinceramente, no lo sé. ¿Es una aventura a la que van solos los marsos? ¡Tiene que serlo! Sin embargo, Quinto Popedio nunca me había parecido un loco.

—De acuerdo en todo lo que has dicho, Cayo Mario —dijo Escauro—. ¡Ah!, ¿por qué no leería ese documento cuando Escato aún estaba en Roma? Los dioses están jugando con nosotros; lo noto en los huesos.

El hecho de que el año estuviese a punto de concluir hacia sin duda que las mentes senatoriales no pensasen más que en asuntos de Roma; nadie quería adoptar decisiones con los dos cónsules casi al término de su gestión, y los dos entrantes estaban pulsando todavía las alianzas entre los miembros de la Cámara.

Por eso durante el mes de diciembre los únicos asuntos que se trataban en el Senado y en el Foro eran los internos; y los incidentes más triviales, por ser los más patentes y esencialmente romanos, relegaron a un segundo plano la declaración de guerra de los marsos. Uno de los incidentes más triviales fue la vacante sacerdotal creada por la muerte de Marco Livio Druso. Aún después de tantos años, Ahenobarbo, pontífice máximo, seguía pensando que debía concedérsele el puesto que dejaba Druso, por lo que en seguida propuso el nombre de su hijo mayor, Cneo, prometido hacía poco a Cornelia Cinna, la hija mayor del patricio Lucio Cornelio Cinna. El pontificado, desde luego, era privativo de la clase plebeya, que era a la que había pertenecido Druso. Cuando todos los nombres estuvieron recogidos, la lista de candidatos parecía una lista honorífica de plebeyos e incluía a Metelo Pío el Meneitos, otro que vivía en perenne resentimiento ya que el puesto de su padre había sido para Cayo Aurelio Cota por elección. Luego, en el último momento, Escauro, príncipe del Senado, dejó pasmados a todos incluyendo un nombre patricio: Mamerco Emilio Lépido Liviano, hermano de Druso.

—¡No es legal por dos motivos! —gruñó Ahenobarbo, pontífice máximo—. Primero porque es patricio, y segundo porque es un Emilio, y tú ya eres pontífice, Marco Emilio, con lo cual no puede haber otro Emilio.

—¡Tonterías! —replicó Escauro, rotundo—. No le nomino en tanto que Emilio adoptado, sino como hermano de sangre del sacerdote fallecido. Es un Livio Druso, e insisto en que se le incluya.

El Colegio de Pontífices acordó finalmente que, en tales circunstancias, Mamerco debía ser considerado un Livio Druso y dejar que su nombre figurase en la lista de candidatos. Y se evidenció la preferencia de los electores por Druso, porque Mamerco consiguió votos de las diecisiete tribus y obtuvo así el puesto sacerdotal de su hermano.

Más grave —o eso pareció por entonces— fue la conducta de Quinto Vario Severo Hybrida Sucronensis. Cuando el nuevo colegio de tribunos de la plebe asumió el cargo el décimo día de diciembre, Quinto Vario presentó una moción para que se inscribiera en las tablillas una ley obligando a juzgar por traición a todos los que habían apoyado la emancipación de los itálicos. Sus nueve colegas, no obstante, se apresuraron a vetar semejante propuesta. Pero Vario siguió el ejemplo de Saturnino, llenó el «aprisco» asambleario de matones y mercenarios y logró intimidar a sus colegas para que retirasen el veto, logrando igualmente intimidar a la oposición, y así el día de año nuevo se creó un tribunal extraordinario para juzgar la traición, que todo Roma comenzó a denominar la comisión variana, con potestad exclusiva para juzgar a quienes hubiesen apoyado la emancipación de Italia. Pero los términos de imputación eran tan vagos y relativos, que cualquiera quedaba expuesto al riesgo de comparecer ante el jurado formado exclusivamente por caballeros.

—Lo utilizará para perseguir a sus enemigos y a los de Filipo y Cepio —dijo abiertamente Escauro, príncipe del Senado—. ¡Ya veréis! ¡Es la ley más lamentable aprobada con manipulación!

Vario corroboró que Escauro tenía razón al elegir a su primera víctima, el estirado, formal y ultraconservador pretor de cinco años antes Lucio Aurelio Cota. Hermanastro de Aurelia por parte de padre, y nunca ferviente partidario de la emancipación, Cota había contemporizado con la idea, junto con otros muchos senadores, en la época en que Druso tan enconadamente había bregado en la Cámara por la legislación; uno de los principales motivos de su cambio de ánimo era el odio que tenía a Filipo y a Cepio. Y haber cometido el error de cortar tajantemente a Quinto Vario.

Este Cota, el mayor de su generación, era la víctima idónea de la comisión variana, pues no era de categoría tan alta como los consulares ni tan baja como los
pedarii
. Si Vario lograba que le condenasen, el tribunal se convertiría en un instrumento de terror para el Senado. El primer día del juicio, Cota vio claramente lo que le esperaba, pues el jurado estaba lleno de gente que odiaba al Senado y el presidente —el poderosísimo caballero plutócrata Tito Pomponio— prestó poca atención a las alegaciones de la defensa.

—Mi padre se equivoca —dijo el joven Tito Pomponio, que estaba entre la multitud congregada para ver actuar a la comisión variana.

Su auditor era otro miembro del pequeño clan de acólitos legales de Escévola el Augur: Marco Tulio Cicerón, cuatro años más joven y cuarenta años mayor en cuanto a inteligencia, si no sentido común.

—¿Qué quieres decir? —inquirió Cicerón, que se había inclinado por la amistad de Tito Pomponio tras la muerte del hijo de Sila.

Aquello había sido la primera tragedia en la vida de Cicerón, y meses después del suceso aún iba de luto y echaba de menos a su querido amigo.

—Esa obsesión de mi padre por entrar en el Senado —contestó el joven Tito Pomponio entristecido— le reconcome, Marco Tulio. No hay cosa que haga que no esté orientada a su ingreso en el Senado. Incluido el señuelo de Quinto Vario nombrándole presidente del tribunal. Naturalmente, la anulación de las leyes de Marco Livio Druso ha permitido prescindir de la composición senatorial del jurado y Quinto Vario se aprovecha de ello para encandilarle, prometiéndole que si hace lo que él diga será miembro del Senado en cuanto se elijan los nuevos censores.

—Tu padre tiene negocios —objetó Cicerón— y tendrá que dejarlos en cuanto sea senador, con excepción de la propiedad de las tierras.

—¡Oh, claro que lo hará! —contestó amargamente el joven Tito Pomponio—. ¡Yo, que aún no tengo veinte años, soy quien se ocupa de casi todas las gestiones de la empresa, y me lo agradece bien poco! ¡En realidad le avergüenza ser un hombre de negocios!

—¿Y qué tiene eso que ver con que tu padre esté equivocado? —inquirió Cicerón.

—¡Pues todo, zopenco! —dijo el joven Tito—. ¡Quiere entrar en el Senado! Pero es un error, porque él es caballero y uno de los más influyentes de Roma. Y yo no veo que sea nada malo ser uno de los caballeros más importantes de Roma. Tiene el Caballo Publico (que yo heredaré) y todos le piden consejo, tiene gran poder en la Asamblea y es asesor de los tribunos del Tesoro. ¿Qué más quiere? ¡Ser senador! ¡Ser uno de esos tontos de la grada trasera que no tienen derecho a la palabra, y que ni siquiera saben hablar!

—Quieres decir que es un arribista social —comentó Cicerón—. Bueno, no lo veo tan mal. También yo lo soy.

—¡Marco Tulio, mi padre ya está socialmente en la cúspide! Por nacimiento y por su fortuna. Los Pomponios están estrechamente emparentados desde muchas generaciones con los Cecilios de la rama Pio, y no se puede pedir más sin ser patricio. Entiendo que tú seas un arribista social, Marco Tulio —prosiguió el joven Tito, retoño de la más alta nobleza caballeresca, sin pensar que sus palabras podían herir—; cuando entres en el Senado serás un hombre nuevo, y si llegas al consulado ennoblecerás a tu familia. Lo que significa que tendrás que granjearte las simpatías de todos los hombres relevantes que puedas, plebeyos y patricios; mientras que para mi padre, convertirse en senador
pedarius
, en realidad, es dar un paso atrás.

—Entrar en el Senado no es un paso atrás —replicó Cicerón, al quite.

Aquellos días, las palabras del joven Tito eran por demás zahirientes, pues Cicerón había comprendido que en cuanto decía que era de Arpinum, automáticamente se le ofendía con el mismo desprecio reservado al más famoso natural de su mismo lugar de nacimiento: Cayo Mario. Si Cayo Mario era un itálico que no hablaba griego, ¿qué otra cosa podía ser Marco Tulio Cicerón que una versión más culta de Cayo Mario? Los Tulio Cicerones nunca habían sentido gran simpatía por los Marios, pese a algún matrimonio habido entre los dos clanes, pero desde su llegada a Roma el joven Marco Tulio Cicerón odiaba a Cayo Mario. Y odiaba a su pueblo natal.

—En fin —añadió Tito Pomponio hijo—, cuando sea
Paterfamilias
me contentaré con mi categoría de caballero. ¡Y será inútil que me propongan el Senado, por mucho que me lo supliquen los censores! ¡Te juro, Marco Tulio, que jamás entraré en el Senado!

Entretanto, la desesperación de Lucio Cota era más que evidente. No fue ninguna sorpresa que al día siguiente, al reunirse el tribunal, se supiese que había optado por el destierro voluntario en lugar de arriesgarse al inevitable veredicto de DAMNO. Semejante estratagema le permitía recoger la mayor parte de sus riquezas y llevárselas, pues, de haber esperado a ser convicto, el tribunal se las habría confiscado y el exilio le habría resultado más duro al carecer de subsistencias.

Era un momento desfavorable para liquidar valores; mientras el Senado no acababa de dar crédito a lo que se avecinaba y los
Comitia
estaban enfrascados en las actividades legislativas de Quinto Vario, el mundo de los negocios se olía algo y había adoptado las medidas pertinentes. Desapareció el efectivo, las acciones cayeron y las pequeñas empresas convocaron consejos de administración urgentes. Los fabricantes e importadores de artículos de lujo examinaron la perspectiva de que se dictasen leyes suntuarias estrictas en caso de guerra y elaboraron estrategias para cambiar sus mercancías habituales por artículos básicos.

No hubo nada que pudiese hacer que el Senado se convenciera de que la declaración de guerra de los marsos iba en serio. No se tenían noticias de ningún ejército en marcha ni de preparativos bélicos en toda Italia. Lo único preocupante, quizá, era que Servio Sulpicio Galba, el pretor delegado para investigar la situación en el sur de la península, no acababa de llegar a Roma. Y no se había vuelto a saber de él.

La comisión variana tomó ímpetu y condenó al exilio a Lucio Calpurnio Bestia, confiscándole sus propiedades, igual que a Lucio Memio, que fue a Delos. A mediados de enero tuvo que comparecer Antonio Orator, pero hizo tan magnífico discurso de defensa, entre vítores de la multitud del Foro, que el jurado optó, prudentemente, por declararle inocente. Fastidiado por tal contrariedad, Quinto Vario, en represalia, acusó de traición a Marco Emilio Escauro, príncipe del Senado.

Escauro se personó inesperadamente a responder a la acusación, revestido de su
toga praetexta
y decididamente irradiando el halo de su
dignitas
y
auctoritas
y escuchó impasible la lectura que hizo Vario (que se hacía cargo en persona de todas las acusaciones) de la lista de sus maldades en relación con los itálicos. Cuando terminó de hablar, Escauro lanzó un bufido y se volvió, no de cara al jurado, sino a la multitud.

—¿Habéis oído,
Quirites
? —bramó—. ¡Un arribista mestizo de Sucro, en Hispania, acusa a Escauro, príncipe del Senado, de traición! ¡Escauro niega la acusación! ¿A quién creéis?

—¡A Escauro, a Escauro, a Escauro! —respondió la multitud.

A continuación deliberó el jurado y, finalmente, se levantó de sus asientos para pasear en hombros a Escauro por el bajo Foro.

—¡Será loco…! —dijo después Mario a Escauro—. ¿Es que realmente pensaba que te podría declarar culpable de traición? ¿Lo creerían los caballeros?

—Después de haberlo hecho con el pobre Publio Rutilio, me imagino que piensan que pueden declarar culpable a cualquiera que se les ponga por delante —dijo Escauro arreglándose la toga, que se le había trastocado un poco durante su paseo a hombros.

—Vario debería haber comenzado su campaña contra los consulares más importantes empezando por mí no por ti —comentó Mario—. No sé cómo no aprendió la lección cuando absolvieron a Marco Antonio. ¡Espero que ahora la haya aprendido! Seguro que suspende los juicios unas semanas para proseguirlos después con víctimas de menor entidad. Bestia no importa, todos saben que era un buitre, y el pobre Lucio Cota carecía de influencias. Sí, los Aurelios Cota son poderosos, pero no les gusta Lucio, sino los hijos que su tío Marco Cota crió con Rutilia. — Mario hizo una pausa y parpadeó exageradamente—. Claro que el principal inconveniente de Vario estriba en que no es romano. Tú lo eres, yo lo soy, pero él no. Y no lo entiende.

—Ni Filipo ni Cepio —añadió Escauro con desdén, negándose a morder el anzuelo.

El mes que Silo y Mutilo habían considerado para llevar a cabo la movilización fue más que suficiente. Sin embargo, al concluir el plazo ningún ejército itálico se puso en marcha. Por dos motivos. Uno, Mutilo lo entendía; pero el otro le ponía al borde de la desesperación. Las negociaciones con los dirigentes de Etruria y Umbría eran más lentas que la marcha de un caracol, y nadie del consejo de guerra ni del consejo aliado quería iniciar las hostilidades sin estar bien seguros de los resultados que iban a obtenerse. Mutilo lo entendía. Pero se daba además una curiosa reticencia a ser los primeros en tomar la iniciativa bélica, no por miedo, sino por un respeto secular hacia Roma, y eso Mutilo lo deploraba.

—Aguardemos a que Roma tome la iniciativa —dijo Silo en el consejo de guerra.

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