—¡El censo por cabezas queda excluido, como siempre! —gritó Cepio.
—¡El censo por cabezas —replicó Mario con sorna— será quien probablemente lleve el peso de la lucha, Quinto Servilio!
—Ya que hablamos de asuntos financieros —añadió Lucio Julio César, haciendo caso omiso del enfrentamiento—, mejor será que deleguemos a algunos de los senadores de más prestigio para que se encarguen del equipamiento de las legiones, sobre todo corazas y armas. Normalmente es el
praefectus fabrum
quien se ocupa de ello, pero en este momento no sabemos con certeza cómo vamos a distribuir las legiones, ni cuántas vamos a necesitar. Yo creo que es preciso que el Senado se encargue provisionalmente del equipamiento del ejército. Tenemos cuatro legiones veteranas bien armadas en Capua y dos legiones más en proceso de reclutamiento e instrucción. Todas estaban destinadas al servicio en las provincias, pero eso queda ahora descartado. Las provincias tendrán que contentarse de momento con las tropas que tengan.
—¡Lucio Julio —terció Cepio—, eso es absurdo! Con la simple evidencia de dos incidentes en dos ciudades estamos decretando el restablecimiento del
tributum
, hablando de poner quince legiones en pie de guerra, delegando senadores para que organicen la compra de miles y miles de mallas, espadas, etcétera, enviando gobernadores a provincias que oficialmente no denominamos provincias… ¡Acabarás proponiendo que se recluten a todos los varones de menos de treinta y cinco años que sean ciudadanos romanos o latinos!
—Efectivamente —contestó cordial Lucio César—. No obstante, querido Quinto Servilio, no tienes por qué preocuparte…, tú superas con creces los treinta y cinco. En años, al menos —añadió tras una pausa.
—A mí me parece —dijo Catulo César, altanero— que Quinto Servilio puede, ¡y digo puede!, haber dicho algo razonable. Creo que sin duda podríamos contentarnos con las tropas que tenemos actualmente, preparando más sobre la marcha…,
sólo
conforme se materialicen las pruebas de insurrección generalizada, si se materializan.
—¡Cuando se necesiten las tropas, Quinto Lutacio, tienen que estar listas y equipadas para el combate! —insistió Escauro—. ¡Deben estar entrenadas! —repitió, volviendo la vista hacia el que estaba a su derecha—. Cayo Mario, ¿cuánto se tarda en convertir a un recluta en un buen soldado?
—Para poderle enviar al campo de batalla…, cien días. Y en ese plazo nadie es buen soldado, Marco Emilio. Hace falta participar en una batalla para serlo —contestó Mario.
—¿Puede hacerse en menos de cien días?
—Puede…, si se dispone de buenos reclutas y de centuriones instructores fuera de lo normal.
—Pues mejor será que encontremos centuriones fuera de lo normal para la instrucción —comentó Escauro, taciturno.
—Sugiero que volvamos al tema que nos ocupa —dijo con firmeza Lucio César—. Estábamos hablando de un
praefectus fabrum
senatorial que se encargue del equipamiento y armamento de las legiones que aún no poseemos. En mi opinión, deberíamos proponer varios nombres para el cargo y que el elegido designe a su propio equipo. Sugiero que propongamos hombres que, por un motivo u otro, no sean aptos para el combate. Nombres, por favor.
Se eligió para el cargo a Lucio Calpurnio Piso Cesonino, hijo del primer legado Cayo Casio, muerto en Burdigala en la emboscada de los germanos. Víctima de una extraña enfermedad que en verano afectaba a los niños, Piso tenía la pierna izquierda atrofiada y no era apto para el servicio militar. Casado con la hija de Publio Rutilio Rufo, ahora exiliado en Esmirna, Piso era un hombre inteligente que había sufrido mucho por la muerte prematura de su padre, en particular en el aspecto económico. Al saber que le encomendaban la procuraduría de todos los ejércitos y que podía designar a sus colaboradores, sus ojos se iluminaron. ¡Si no era capaz de rendir un buen servicio a Roma al tiempo que llenaba su bolsa vacía, era digno de quedar para siempre en el anonimato! Permaneció sentado y sonriente, pensando que podría llevar a cabo las dos cosas.
—Pasemos ahora al mando y las disposiciones —dijo Lucio César, que ya comenzaba a cansarse, aunque no pensaba dar por concluida la sesión hasta dejar zanjado este último tema.
—¿Cuál es la mejor manera de organizarnos? —inquirió.
Por derecho, habría debido dirigir aquella pregunta a Cayo Mario, pero él no era un admirador de Mario; además, pensaba que por el infarto y por su edad, Mario ya no era el de antes. Mario ya había tenido una intervención y había dicho lo que tenía que decir. Los ojos de Lucio César se fueron fijando en los rostros de los que ocupaban las gradas de ambos lados, pensativo. Después de preguntar cuál era la mejor manera de organizarse, añadió rápidamente otra pregunta para que la contestara Mario.
—Lucio Cornelio, de sobrenombre Sila, me gustaría oír tu opinión —dijo el primer cónsul, marcando claramente las palabras, ya que el pretor urbano era también un Lucio Cornelio, por sobrenombre Cinna.
A Sila le sorprendió la interpelación, pero no por eso vaciló en contestar.
—Si nuestros enemigos son los ocho pueblos que enviaron esa delegación, existen posibilidades de que nos ataquen en dos frentes: por el este, a lo largo de la Via Salaria y la Via Valeria con sus dos ramales, y por el sur, donde la influencia samnita cubre toda la zona del Adriático hasta el Toscano en la bahía del Crater. Empecemos por el sur. Si los pulleses, los lucanos y los venusinos se unen a los samnitas, los hirpinos y los frentanos, el sur se convierte por sí solo en amplísimo campo de operaciones. Al segundo teatro de operaciones podemos asignarle dos nombres: frente norte, referido a las tierras al norte y al este de Roma, o frente central, en el sentido de los territorios al norte y al este de Roma. Los marsos, los pelignos, los marrucini, los vestinos y los picentinos son los pueblos que ocupan este frente central o norte. Habréis notado que, de momento, no he incluido Etruria, Umbría ni el Picenum norte.
Sila respiró hondo y se apresuró a continuar con la exposición que bullía en su mente.
—En el sur, nuestros enemigos harán todo lo posible por aislarnos de Brundisium, Tarentum y Rhegium, y en el centro o norte, procurarán aislarnos de la Galia itálica, desde luego en la Via Flaminia y posiblemente en la Via Cassia. Si lo consiguen, nuestro único acceso a la Galia itálica será por la Vía Aurelia y por la Via Emilia Scauri hasta Dertona y de allí hasta Placentia.
—Baja al centro de la Cámara, Lucio Cornelio, de sobrenombre Sila —interrumpió Lucio César.
Sila bajó de la grada, dirigiendo una leve mirada a Mario; no le hacía gracia estar plagiando su análisis del viejo maestro. El que lo hiciera respondía a complejos motivos, una mezcla de amargo resentimiento porque el hijo de Mario estuviera vivo, y rencor porque al regresar de Cilicia nadie del Senado, Mario incluido, le hubiese instado a hacer un informe de su actuación en Oriente; aparte de la plena seguridad de que si hablaba bien en la Cámara llegaría muy lejos y rápido. Lo siento, Cayo Mario, pensó. No quiero perjudicarte, pero pienso hacerlo siempre que sea preciso.
—Yo creo —continuó desde el centro de la Cámara— que necesitamos a los dos cónsules en el campo de batalla, como ha sugerido Lucio Julio. Uno de ellos tendría que ir al sur de Capua, que nos es vital; porque si perdemos Capua perdemos los mejores dispositivos de entrenamiento y una ciudad muy experimentada en la provisión de instrucción militar y reclutamiento. Tendría que haber, desde luego, un encargado consular de la instrucción y el reclutamiento en la misma Capua, aparte del cónsul con mando en ese frente. El cónsul que vaya al sur tendrá que hacer frente a lo que los samnitas y sus aliados le organicen. Lo que los samnitas tratarán de hacer es dirigírse al Oeste, a través de sus viejas guaridas en torno a Acerae y Nola, hacia los puertos de la orilla sur de la bahía del Crater, Stabiae, Salemum, Surrentum, Pompeii y Herculaneum. Si alguno, o todos, caen en sus manos, dispondrán de puertos en el mar Toscano mucho mejores que los del Adriático al norte de Brundisium. Y nos habrán aislado del extremo sur.
Sila no era un gran orador, sus estudios de retórica habían sido escasos y en el ejercicio de su cargo como senador siempre había estado en una guerra u otra, pero aquello no consistía en disertar con buena oratoria, sino en exponer las cosas claramente.
—El frente central o norte es más difícil. Hemos de suponer que todas las tierras entre el norte de Picenum y Apulia, incluidas las tierras altas de los Apeninos, son territorio enemigo. Aquí son los propios Apeninos el gran obstáculo. Si logramos conservar Etruria y Umbría podremos dar buena cuenta del enemigo desde un principio, pero si no lo logramos, Etruria y Umbría pasarán al enemigo y perderemos las rutas de comunicación con la Galia itálica. Al frente de ese teatro de operaciones debe haber un cónsul.
—Pero tendremos que tener un comandante supremo —dijo Escauro.
—No podemos, príncipe del Senado. Nuestras tierras separan esos dos teatros que he descrito —dijo Sila con firmeza—. El Lacio es alargado y se interna en el norte de Campania, con lo que posiblemente sólo la mitad de Campania nos permanecerá fiel. Dudo mucho que el sur de Campania nos sea leal si los insurgentes ganan alguna batalla, porque está plagada de samnitas e hirpinos. Fijaos en lo que ha sucedido en Nola. Al este del Lacio, los Apeninos son impracticables, y tenemos además las lagunas Pontinas. Un solo comandante tendría que ir y venir constantemente de una región a otra, muy alejadas, y no podría hacerlo con suficiente rapidez para hacerse cargo de la situación. ¡Habrá que luchar en dos frentes! Si no tres. Posiblemente el sur pueda llevarse como una sola campaña, pues los Apeninos son muy bajos en el punto de confluencia de Samnio, Apulia y Campania. Sin embargo, el frente norte o central es muy probable que acabe dividido en dos frentes, el norte y el central; y ello debido a que allí se dan las máximas alturas de los Apeninos. Las tierras de los marsos, los pelignos y posiblemente los marrucini constituyen un teatro de operaciones distinto a las de los picentinos y vestinos. Yo no veo el modo de contener a los itálicos presentándoles batalla únicamente en el centro. Probablemente tendremos que enviar un ejército a las zonas rebeldes de Picenum a través de Umbría y el norte de Picenum para que descienda a la vertiente adriática. Entretanto, tendremos que atacar al este de Roma en tierras de marsos y pelignos.
Sila tuvo irremisiblemente que hacer una pausa, por mucho coraje que le causara su debilidad. ¿Qué pensaría Cayo Mario? Si no estaba de acuerdo con su exposición, en su mano estaba manifestarlo. Al oírle tomar la palabra, se puso tenso.
—Por favor, continúa, Lucio Cornelio —decía el viejo maestro—. Hasta ahora yo no lo habría hecho mejor.
Sus ojos claros lanzaron un destello y una tenue sonrisa se dibujó en las comisuras de los labios, para esfumarse inmediatamente.
—Creo que eso es todo —dijo, encogiéndose de hombros—. Tened en cuenta que es aplicable a una insurrección en la que participan ocho pueblos itálicos por lo menos. Sin embargo, yo diría que los que sean enviados al teatro de operaciones norte-central en particular deben contar con numerosos clientes en la zona. Si, por ejemplo, Cneo Pompeyo Estrabón tuviese que maniobrar en Picenum, dispone allí de una fuerte base de poder en sus miles de clientes. Lo mismo podría decirse de Quinto Pompeyo Rufo, aunque en menor escala. En Etruria, Cayo Mario es un gran terrateniente que cuenta también con miles de clientes; como también los Cecilios Metelos. En Umbría, Quinto Servilio Cepio es único. Si esos hombres estuviesen en relación con el teatro de operaciones norte o central sería una buena ayuda.
Sila hizo una inclinación de cabeza al sedente Lucio Julio César y regresó a su puesto entre murmullos de admiración (al menos eso pensó él). Le habían preguntado su opinión antes que a nadie en la Cámara, y eso había sido una buena oportunidad para dar una zancada hacia la fama. ¡Increíble! ¿Sería posible que, por fin, hubiese llegado su hora?
—Debemos dar las gracias a Lucio Cornelio Sila por tan magnífica exposición —dijo Lucio César, sonriendo a Sila de un modo que prometía futuros favoritismos—. Por mi parte, estoy de acuerdo con él. Pero ¿qué dice la Cámara? ¿Hay alguien que piense otra cosa?
Por lo visto nadie pensaba distinto.
Escauro, príncipe del Senado, lanzó un bronco carraspeo.
—Tienes que tomar tus disposiciones, Lucio Julio —dijo—. Si los padres conscriptos no tienen inconveniente, sólo quiero manifestar que preferiría quedarme en Roma.
—Creo que harás falta en Roma, estando ausentes los dos cónsules —contestó afable Lucio César—. El portavoz de la Cámara será de gran utilidad a nuestro pretor urbano, Lucio Cornelio, de sobrenombre Cinna. Publio Rutilio Lupo —añadió, mirando de lado a su colega Lupo—, ¿estarías dispuesto a aceptar la carga del mando al norte y centro de Roma? Como primer cónsul, considero que es esencial que yo tome el mando en Capua.
—Asumiré la carga con gran placer, Lucio Julio —contestó Lupo sin caber en sí de gozo.
—Entonces, si la Cámara no hace objeciones, yo tomaré el mando en Campania. Como jefe legado, elijo a Lucio Cornelio, de sobrenombre Sila. Para el mando en la propia Capua y dirigir todas las actividades pertinentes, nombro al consular Quinto Lutacio Catulo César. Mis otros legados serán Publio Licinio Craso, Tito Didio y Servio Sulpicio Galba —dijo Lucio César—. Colega, Publio Rutilio Lupo, ¿a quiénes eliges tú?
—A Cneo Pompeyo Estrabón, Sexto Julio César, Quinto Servilio Cepio y Lucio Porcio Cátón Uciniano —contestó Lupo con voz fuerte.
Se hizo un silencio que duró un instante que a todos les pareció interminable. ¡Alguien debe romperlo!, pensó Sila abriendo la boca sin proponérselo.
—¿Y Cayo Mario? —inquirió ásperamente.
—Tengo que confesar —dijo Lucio César parpadeando— que no elegí a Cayo Mario pensando en lo que dijiste, Lucio Sila; creí que era natural que mi colega Publio Rutilio quisiera llevarlo con él.
—¡Pues no lo quiero! —replicó Lupo—. ¡Ni voy a consentir que me lo endoséis! Que se quede en Roma con los demás de su edad e incapacidad. Está demasiado viejo y enfermo para ir a la guerra.
En aquel momento, Sexto Julio César se puso en pie.
—¿Puedo hablar, primer cónsul? —dijo.
—Te lo ruego, Sexto Julio.
—No soy viejo —dijo Sexto Julio César con voz ronca—, pero estoy enfermo, como bien sabe la Cámara por mi respiración sibilante. En mi juventud adquirí experiencia militar más que suficiente, sobre todo con Cayo Mario en Africa y en las Galias contra los germanos. También serví en Arausio, donde mi enfermedad decididamente me salvó la vida. De todos modos, con el invierno a las puertas, no serviré de mucho en la campaña de los Apeninos. Soy más viejo y mi pecho es débil. Desde luego cumpliré con mi deber, pues soy romano de una gran familia. Pero he advertido que en todo lo que se ha hablado, nadie ha mencionado la caballería, y necesitaremos caballería. Quisiera pedir a la Cámara que me excusase de servir como comandante en el campo de batalla entre montañas y me autorice a organizar el dispositivo de transportes y a pasar los meses más fríos reuniendo una fuerza de caballería en Numidia, la Galia transalpina y Tracia. Puedo también enrolar para la infantería a ciudadanos romanos que residen en el extranjero. Es una tarea para la que estoy capacitado y cuando regrese reasumiré el mando en el campo de batalla que os dignéis indicar. — Efectuó un carraspeo y comenzó a notársele la respiración sibilante—. Requiero a la Cámara a que considere a Cayo Mario como sustituto en mi cargo de legado.