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Authors: Max Barry

Tags: #Humor

La Corporación (8 page)

BOOK: La Corporación
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—Primero tuvimos que recortar la publicidad superflua —dice la ejecutiva—, luego recortamos la publicidad por completo. Después de eso nuestras actividades se quedaron en estudios de mercado y relaciones públicas. Pero últimamente no hacemos ni eso.

—¿Entonces qué hacéis?

—Nada. No tenemos presupuesto.

—¿Nada en absoluto?

—No desde junio —la directiva le guiña un ojo—. No se lo digas a nadie. De momento, nadie se ha dado cuenta.

—Vaya —dice Holly.

—Antes nos tenían más tiesos que una vela. Tres veces al mes nos advertían sobre los gastos. Pero ahora todo el mundo se siente sumamente positivo y la moral está por las nubes.

—¿Pero qué hacéis todo el día?

—Trabajamos. Trabajamos más que nunca. Todos los días encontramos formas nuevas de reducir los gastos. Ayer, por ejemplo, bloqueamos las ventanas de la oficina.

—¿Tenéis ventanas? —grita Holly—
Teníamos
. Ahora están tapadas con cartones.

—¿Por qué habéis hecho eso?

—Gestión de Infraestructuras factura por las ventanas. Cubriéndolas, reducimos nuestros gastos generales en un ocho por ciento. Y apenas acabamos de empezar. Hoy vamos a desprendernos de las mesas y las sillas. Hemos pensado que ya no las necesitamos, puesto que no hacemos nada de marketing. Y es mejor para el feng shui. Pondremos los ordenadores sobre la moqueta.

—¿Para qué usáis los ordenadores?

Los ojos de la directora de Comunicaciones se abren de par en par.

—Buena idea. Así es como pensamos en el Departamento de Marketing.

Holly deja de hacer ejercicio.

—Si no hacéis nada en Marketing, ¿no os preocupa que puedan eliminar el departamento?

—¿Con tan pocos gastos? ¿Qué empresa iba a trabajar para ellos por menos de eso?

La ejecutiva ríe. Su coleta oscila.

Jones pasa su tarjeta de identificación por el lector del ascensor y presiona el botón número 2, que es la planta que corresponde a Dirección General. Es la cuarta semana que Jones lleva trabajando en Zephyr Holdings, pero ya ha oído hablar de la segunda planta. Nadie puede afirmar haber estado allí personalmente, pero todos conocen a alguien que sí ha estado. Si Jones se creyera todas las historias que le han contado, cuando se abriesen las puertas del ascensor debería ver verdes prados, ciervos retozando y vírgenes desnudas ofreciendo uvas a los ejecutivos reclinados en sus cojines. En lo que se refiere a la primera planta, es decir, el enorme ático y oficina donde Daniel Klausman compone los mensajes de voz para toda la plantilla y disfruta de visiones estratégicas… bueno, eso es ya otra cosa. Nadie pretende haber estado allí.

El botón de la segunda planta se enciende y luego se apaga. Jones lo intenta de nuevo y vuelve a pasar su tarjeta de identificación por el lector del ascensor. Sin embargo, el ascensor no parece dispuesto a hacerle caso. Al otro lado del vestíbulo, a través de las puertas correderas de la puerta principal, ve entrar a Gretel Monadnock. Jones la llama:

—Eh, Gretel. ¿Por qué no funciona el ascensor?

—Um…

Gretel deja el bolso encima del enorme mostrador color naranja, mira el enorme ramo de flores y se pasa la mano por el pelo. Jones siente un brote de simpatía por Gretel, que probablemente sería considerada guapa de no estar sentada al lado de Eve Jantiss.

—Imagino que no tienes el nivel de autorización de seguridad necesario.

—¿Cómo puedo conseguirlo?

—¿Adónde quieres ir?

—A la segunda planta.

Gretel parece sorprendida.

—¿Para qué quieres ir allí?

—Quiero hablar con Dirección General.

Las puertas del vestíbulo se abren de nuevo. Esta vez es Freddy quien entra, después de haberse fumado su cigarrillo.

—¿Cómo puedo solicitar una cita con alguien de Dirección General?

Gretel mira a Freddy, dubitativa. Freddy le responde:

—Habla en serio.

—Um… ¿Puedo responderte luego? Nadie me había hecho antes esa pregunta.

—Bromeas.

—No, no bromea —responde Freddy—. Se supone que debes solicitarlo a través de tu director, Jones. Tú no puedes presentarte así como así en Dirección General.

—Es ridículo —responde Jones llevándose las manos a la cintura—. Lo único que quiero saber es a qué se dedica la empresa —Jones ve la mesa de centro para los visitantes, repleta de catálogos de marketing e informes anuales—. ¡Ajá!

—Ya está contento —le dice Freddy a Gretel—. Una cosa Gretel: ¿Le pasa algo a Eve esta mañana?

—Eve no me tiene al tanto de sus movimientos.

—Oh.

—¿Jones? —dice Gretel alargando la mano hacia Jones, que está pasando por su lado con un puñado de informes semanales.

—Los devolveré, te lo prometo.

Gretel niega con la cabeza.

—No es eso… Yo también me he preguntado a qué se dedica Zephyr y… bueno, se supone que no debes mantener contacto con las personas que han dejado la empresa, pero… he estado anotando sus nombres —Gretel parece sentirse avergonzada—. Es que nadie habla nunca de ellos y creo que… alguien debería acordarse de esas personas. Por eso, anoto sus nombres. Tengo los nombres de todas las personas que han trabajado aquí los últimos tres años.

—¡Vaya! —responde Jones sin saber qué puede hacer con esa información—. Eso es… todo un gesto por tu parte.

—Es verdaderamente
morboso
—dice Freddy en el ascensor—. ¿Qué clase de persona anota los nombres de los empleados que han sido despedidos? Es como una lista de muertos.

Jones hojea los informes anuales.

—Oferta diversificada de producto, cadena de distribución integrada verticalmente, mercados seleccionados… todo esto no me dice nada.

—Estamos en la Corporación Zephyr. No creo que fabriquemos nada directamente. Sencillamente nos limitamos a controlar otras empresas.

—Mmm —responde Jones, nada convencido. Pasa la página y ve la fotografía de unos sonrientes empleados bajo las palabras: «No es un trabajo, sino un estilo de vida».

—¿Dónde aparece la foto de Daniel Klausman?

—A él no le gusta hacerse fotografías.

—¿Ninguna?

Freddy se encoge de hombros.

—No le gusta encontrarse con la gente cara a cara. Lo que no significa que no pueda hacer su trabajo.

—¿Sabes qué aspecto tiene?

—¿Quién? ¿Yo? No. Pero algunas personas sí lo han visto.

Oye, mira —dice señalando el panel de botones—. Han quitado el departamento de Informática.

Jones se da cuenta de que en lugar del número diecinueve hay un agujero redondo.

—¿Quitan incluso el botón?

—Por seguridad, imagino.

Jones le mira.

—Chimpancés —añade Freddy—. Acuérdate de los chimpancés.

—Yo no quiero ser el nuevo chimpancé —responde Jones cerrando el informe anual—. Quiero saber qué narices ocurre.

Elizabeth se sienta en la taza del inodoro y mira la puerta. No hay nada de interesante en ella, por eso la mira. Ha tenido una mañana horrorosa: tiene el estómago revuelto y ha vomitado. Sin embargo, no son esos hechos individuales el origen de su preocupación, sino pensar que pueden ser síntomas de algo. Es la tercera mañana que se siente mareada.

La idea ha ido creciendo en un remoto rincón de su cerebro ya desde hace un tiempo. Ahora se tiene que enfrentar a ella, a ese diminuto y escurridizo cigoto de conocimiento. Elizabeth articula con los labios, sin voz: «Estoy embarazada». Las palabras tienen un sabor extraño. Hay un invasor en su útero.

Ella sabe quién es el padre. Cierra los ojos y se lleva la mano a la frente. Sí, Elizabeth es de las que se enamora de sus clientes, pero no tiene la costumbre de irse a la cama con ellos. Le interesan las relaciones, no los amoríos de una sola noche. Sólo que… era el último día del cuatrimestre y estaban ultimando los detalles mientras comían una pizza y bebían vino que habían robado de Marketing. Ya estaba enamorada de él antes de que comenzara a hablar de una «segunda ronda» de formación. Era el coordinador de desarrollo de plantilla de Auditoría y Previsión y sostuvo su pluma en alto sobre la línea punteada mientras decía con una sonrisa:

—Sellado con un beso.

Si hubiese firmado primero, no habría habido ningún problema porque habría dejado de encontrarlo tan atractivo. Se habrían estrechado la mano o puede que se hubiesen besado en la mejilla, nada más. Pero la pluma estaba a escasos centímetros del papel, su adrenalina se había disparado, el vino le aturdía la mente y… le besó, besó a aquel hombre que, en aquel momento, era un cliente, pero que no tardó en ser transferido a Ventas de Formación para convertirse en colega suyo, y Roger le devolvió el beso y tuvieron sexo sobre su mesa, con la falda arremangada hasta la cintura mientras los formularios de pedidos se arrugaban bajo sus nalgas. No utilizaron protección alguna, lo que ahora parecía de lo más estúpido… pero Elizabeth no siente deseos de analizar ese tema en profundidad. Ella es soltera, tiene treinta y seis años y estaba gozando del sexo por primera vez en dos años; no es de extrañar que una parte pequeña y secreta de ella —una parte que tiene muy poco que ver con vender paquetes de formación— imponga un veto ejecutivo al tema del condón, se salte las normas y provoque que la decisión, al igual que el propio Roger, se colara sin la ponderación necesaria.

Hacia el final, Elizabeth le dijo a gritos que le quería, a lo que él respondió:

—Sí, yo también quiero.

Aquello debería haber bastado para indicarle que el asunto terminaría mal. Pero Elizabeth lo ignoró porque ella sí le quería, al menos durante un rato, incluso cuando terminaron de hacer el amor, mientras él se subía los pantalones y evitaba su mirada.

—No debemos decírselo a nadie —dijo Roger—. Yo no soy de ese tipo de hombres.

—¿A qué tipo de hombres te refieres?

Sin embargo, ya estaba garabateando su firma en la orden de pedido y eso hizo que el amor que sentía empezara a desaparecer, a desvanecerse, al igual que una parte esencial de Roger. Ahora se daba cuenta de que una parte no lo bastante esencial.

—Ya sabes. Los hombres que hacen ese tipo de cosas.

—¿Qué cosas?

Le entregó la orden de pedido.

—Follar con las agentes comerciales.

Fue igual que darle una patada. Ella había pensado que diría «tener aventuras». Había pensado que diría «perder el control». Elizabeth se concentró en arreglarse la falda y dejar que el pelo le cayese en la cara.

—No te pongas así —dijo Roger—. Venga. Ha estado bien.

El traslado de Roger a Ventas de Formación pocas semanas después no tuvo nada que ver con ella; Elizabeth es consciente de eso. Roger no la está persiguiendo con intención de enmendar la situación. Al principio se lo preguntó, pero luego Roger se presentó en el departamento y Sydney dijo:

—Te presento a Elizabeth.

Y Roger frunció el ceño. Lo hizo muy ligeramente, apenas dibujó una arruga, pero dejó muy claro cuál era su actitud. Ella ahogó un saludo más efusivo y añadió una cicatriz más a su colección. No importaba. Elizabeth tenía muchas cicatrices ya. Su trabajo consiste en ser rechazada. Roger era sencillamente el primer rechazo del día. Si quería comportarse como un estúpido, ningún problema. En ese momento, por supuesto, ella tampoco sabía lo muy estúpido que iba a ser, pero aun así no era eso lo que le estaba quitando el sueño. Hace falta más que un ex amante petulante para inquietar a Elizabeth.

Como por ejemplo un embarazo. Sentada en el inodoro, Elizabeth aprieta los puños hasta convertirlos en bolas. Roger no ha resultado ser una venta limpia; viene con un complemento. Elizabeth sabe muy bien que habrá consecuencias si lleva adelante el embarazo. La Corporación Zephyr no es muy amiga de los niños. Tampoco de las agentes comerciales embarazadas. Sus cuentas serán reasignadas. Será excluida de planes futuros. Perderá a los clientes que tanto ama. Su tema se tratará en Dirección General: «¿Te has enterado? Elizabeth se ha quedado embarazada. Es una lástima. Era una buena agente comercial».

—¿Te he hablado de mi plan? —dice Freddy quitándose la chaqueta. Hace ademán de colgarla, pero se detiene y se queda mirando a Jones.

—¿Qué pasa?

—No quiero ser quisquilloso, pero has utilizado mi percha.

—¿
Tu
percha?

—No es que sea nada importante para mí —dice Freddy sin poder evitar que algunas arrugas de ansiedad aparezcan en su rostro—. Es sólo que es la percha que he usado desde que estoy aquí.

—Bueno, si no es nada importante para ti… —responde Jones sintiéndose perverso.

Las manos de Freddy se crispan sobre el cuello de la chaqueta.

—De acuerdo. Cambiaré mi chaqueta de percha.

—Gracias —responde Freddy aliviado—. Es curioso, pero uno termina sintiéndose, no vinculado, pero sí acostumbrado a estas pequeñas cosas.

Jones encuentra la idea de involucrarse emocionalmente con una percha sumamente perturbadora. Espera no convertirse jamás en una persona que establezca vínculos sentimentales con los objetos inanimados de su lugar de trabajo.

Freddy se mete en su cubículo y se sienta.

—Bueno, volviendo a mi plan. La semana pasada rellené una solicitud por discapacidad.

—¿Discapacidad? ¿Qué discapacidad?

—Estupidez.

—¡Estupidez!

—Piensa por un momento. Si he nacido estúpido, ¿acaso es culpa mía? No lo creo. Soy una persona honesta y trabajadora que intenta hacerlo lo mejor posible. La empresa no puede despedir a los discapacitados, ¿verdad que no?

—¡Guau! Eso es muy inteligente de tu parte.

—Gracias —responde Freddy sonriendo—. Lo único que tienes que saber es cómo trabajarte a la empresa.

Jones se sienta. Está muy interesado en averiguar cómo trabaja la empresa, pero algo le pasa al ordenador.

—Freddy, ¿puedes conectarte a la red?

—No.

—¡Vaya! Es una lata.

Freddy se levanta.

—El día que despidieron a Wendell, Elizabeth intentó enviarle un correo electrónico y se lo devolvió.

—¿Y?

—Es justo lo que hacen antes de despedirte. Te cancelan tu cuenta de correo. No te permiten… —las manos de Freddy se agitan en el aire—. Hace unos años hubo un incidente. Un tío de Relaciones Públicas se enteró de que lo iban a despedir, así que fue a su mesa y envió un correo electrónico con un vídeo del jefe haciendo una mamada a toda la empresa.

Freddy observa la expresión de Jones.

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