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Authors: Lesley Downer

Tags: #Drama, Histórico

La cortesana y el samurai (8 page)

BOOK: La cortesana y el samurai
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Ansiosos por tener contentos a los soldados, los de Ezo iban y venían preparando comida.

Yozo se acuclilló sobre las rústicas esteras, acunando un cuenco de sopa en las manos. Se trataba de un caldo espeso, de un olor que no le resultaba familiar, grasiento y un poco rancio, con espinas de pescado flotando en él. Arrugó la nariz, tomó un sorbo y se tranquilizó al comprobar que estaba caliente y llenaba. Para entonces sus compañeros hablaban con voces roncas y dejaban escapar sonoras carcajadas.

—¿Os acordáis de aquella vez que tomamos al asalto la posada de Ikedaya? —decía una voz—. Rajé a dieciséis bastardos sureños. Los conté.

—Eso no es nada —chillaba otro, dando un puñetazo en el suelo—. Yo conté veinte.

—Me gustaría volver a sentir la espada hendiendo el hueso —rezongó un tercero, un hombre moreno, con nariz ancha y una cara carnosa de campesino.

—Mañana, con un poco de suerte —dijo el primero—, cuando lleguemos al Fuerte Estrella.

Una mujer apilaba troncos en el fuego. Al principio Yozo pensó que sonreía, pero luego advirtió que llevaba un dibujo tatuado alrededor de la boca, como un bigote. Por debajo del guirigay, oyó un tarareo. Una de las mujeres había echado mano de un instrumento, lo tañía y cantaba suavemente.

A través del humo, a la tenue luz, Yozo pudo ver al comandante Yamaguchi. Estaba sentado, muy tieso, en una plataforma elevada, en un extremo de la estancia, hablando con un par de sus lugartenientes. Aquel gran jefe militar componía la visión más extraña en aquella choza de campesinos, comportándose tan orgullosamente como si estuviera en el palacio de un rey.

Yozo dirigió una mirada a Kitaro. También él observaba al comandante en jefe con una expresión de desconcierto, como si, al igual que Yozo, se preguntara qué estaban haciendo allí, en los confines de la Tierra, en una tierra apropiada sólo para salvajes.

Hacia primera hora de la tarde del día siguiente, Yozo continuaba su penosa marcha, demasiado helado para hablar, tratando de no perder de vista al comandante en jefe, que avanzaba a zancadas en vanguardia. Atravesaban un bosque, y los altos pinos y el silencioso paisaje blanco hicieron pensar a Yozo en las grandes catedrales de Europa. Nunca había visto edificios de una magnificencia comparable, ni que se elevaran a semejantes alturas.

Dejó vagar su mente evocando aquel vapor de ruedas, el Avalon, que lo transportó desde Rotterdam a Harwich y a la más poderosa nación de la Tierra. Desde allí tomó el tren a Londres y caminó por sus calles, impresionado por los aparatosos edificios de piedra, con su aura de riqueza e historia, por las plazas públicas y los lugares de culto, tan altos que llegó a dolerle el cuello de mirar a lo alto, a las techumbres puntiagudas que se adelgazaban sobre el cielo.

Pero ahora que estaba en el Japón no echaba de menos los grandes monumentos, sino las visiones cotidianas: los hermosos cabriolés, los hombres con brillantes sombreros de copa y las mujeres con vestidos en forma de campana de iglesia, las calles modestas con casas de ladrillo, el ferrocarril metropolitano, que discurre por una madriguera, en la profundidad de la tierra, como un topo; el silbato ensordecedor de los trenes, la asfixiante carbonilla que impregnaba el aire y las espesas, frías y húmedas nieblas —«puré de guisantes», como las llamaban— que cubrían la ciudad en invierno.

Y por encima de todo estaban las mujeres, desfilando por el Haymarket, con sus sonrisas, sus caras pintadas y sus bustos prominentes. Con sus ojos azules, pelo amarillo y tez rosada, eran muy distintas de las damas del Yoshiwara, pero, como ellas, le habían dado la bienvenida y brindado comodidad. Lo que daría por volver allí alguna vez, pensó.

De repente se encontró pisando los talones del hombre que tenía delante. El comandante en jefe se detuvo en un claro, se encaminó a una roca, saltó sobre ella y sacó un catalejo. Permaneció mirando a través de él, luego se volvió e hizo unas imperiosas señas para que sus hombres se acercaran.

Devuelto con brusquedad al presente, Yozo desplegó su propio catalejo y lo enfocó. Habían alcanzado lo más alto del paso, y por debajo de ellos, hasta donde alcanzaba la vista, se abría una planicie reluciente de nieve y hielo, con colinas en la distancia y la cúpula decreciente del cielo por encima. A un lado discurría una red de calles que entrecruzaban la nieve, salpicadas de casas, y a lo lejos se extendía el océano, gris como el plomo. Habían atravesado la península. Debajo mismo de ellos, pequeña pero de perfiles agudos, como grabada en la deslumbrante blancura, destacaba una estrella de cinco puntas: el fuerte. Yozo vio el humo que se elevaba de él y el destello del hielo en su foso. Se oyó un grito.

—¡El Fuerte Estrella.

Otros hicieron suyo el clamor.

—¡El Fuerte Estrella! ¡Banzai.

Los dedos de los pies y las manos de Yozo eran como ramas de hielo, pero apenas se daba cuenta. Rápidamente, él y sus compañeros atestaron el claro, a gatas bajo los árboles o buscando rocas a las que subirse. El comandante en jefe se mantenía erguido y orgulloso sobre un gran saliente, muy erguido. Llevaba las botas de estilo occidental incrustadas con tierra y nieve, y su capote estaba sucio. Su brillante cabello negro le colgaba en mechones rebeldes alrededor del rostro cuando bajó la mirada para observar a sus tropas.

—¡Hombres de la milicia de Kioto! —gritó con una voz que resonaba en medio del silencio—. Voluntarios, patriotas. —Extendió el brazo en dirección a la llanura—. El Fuerte Estrella, una estrella de cinco puntas, como la estrella de la Alianza del Norte. Nos pertenece, es nuestro, ¡es nuestro destino.

»Los traidores del Sur han expulsado a nuestro señor del castillo de Edo y lo han obligado a exiliarse. Han asesinado a nuestras familias, destruido nuestras tierras y tomado nuestros castillos. Pero ahora la marea está iniciando su reflujo. Ésta es nuestra oportunidad.

»Todos sabemos que el Fuerte Estrella se considera inexpugnable. Pero los hombres de la guarnición han cambiado de bando recientemente y no desean morir por una causa en la que no creen. En cuanto a nosotros, somos grandes guerreros. Combatimos por nuestro señor y no tenemos miedo de la muerte.

»El general Otori y el ejército regular avanzan por el paso, al otro lado de la colina. Atacarán el fuerte desde el norte y tomarán el puente que conduce al sur. Nosotros nos mantendremos bien ocultos y juntos al amparo de la oscuridad. Una vez que nos hayamos apoderado del fuerte, Hakodate será nuestra, y nuestra flota fondeará en la bahía. ¡Hoy el Fuerte Estrella, mañana toda la isla de Ezo! ¡Larga vida al shogun! ¡Banzai.

Los soldados lanzaron una aclamación tan fuerte que montones de nieve se desprendieron de las ramas de los árboles.

Yozo se rió a carcajadas. Estaba listo para marchar, dispuesto a tomar el fusil en sus manos, a sentir el retroceso del arma y el corte de su espada hendiendo la carne. Incluso Kitaro estaba radiante y lanzaba vítores a voz en cuello.

Los hombres descendían en tropel colina abajo, como una manada de lobos, y luego se dispersaron y avanzaron en silencio por la llanura. Estaba anocheciendo y la nieve amortiguaba sus pasos.

Manteniéndose juntos, Yozo y Kitaro se abrían paso por la nieve, ocultándose tras los árboles, con las bocas de los fusiles cubiertas y la munición seca. Un par de veces uno u otro calculaba mal la profundidad de una acumulación de nieve y quedaba hundido hasta la barbilla. Al llegar el crepúsculo, vieron enfrente de ellos, a no mucha distancia, unas enormes almenas de granito surgiendo del manto blanco, y las sombras de los emplazamientos de los cañones a lo largo de los muros. Yozo tenía la boca seca. Su corazón latía con fuerza y sentía un nudo en el estómago. El momento había llegado.

Sonó un silbato, como el chillido de un murciélago, y Yozo miró en derredor. Unas figuras imprecisas hacían gestos perentorios. A gatas, pegados al suelo, se arrastraron acercándose más y más a las almenas, como manchas negras en la nieve. El aliento de Yozo se convirtió en rápidos y superficiales jadeos. Se dijo que debía permanecer alerta, tranquilo y concentrado.

En grupos de dos y tres, los hombres se situaron al borde del foso, esforzándose en no ser vistos. Se habían formado montones de nieve al pie de las murallas y el foso estaba cubierto de hielo.

El puente ya estaba limpio de nieve. Ligero y sin alzarse del suelo, como un gato montés, Yozo se arrastró en silencio sobre las placas de hielo, y otros hombres lo siguieron pegados a sus talones. Podía ver a los centinelas, con sus capotes militares y sus sandalias de paja montando guardia en las grandes puertas, y el vaho que desprendían cada vez que alentaban en medio del aire helado. Su porte dejaba a las claras que se sentían incómodos con su atuendo extranjero. Yozo sacó la daga, agarró a uno de ellos por el cuello y deslizó la hoja por su garganta. La sangre caliente salpicó, empapando la mano de Yozo. Cuando el otro centinela se disponía a avanzar, Yozo saltó por encima del cuerpo del primer hombre y hundió la daga en el estómago del segundo.

Junto con Kitaro, arrastró a los centinelas fuera del camino, mientras las figuras silenciosas de los demás pasaban a toda prisa. Luego las puertas chirriaron al abrirse y las tropas se precipitaron al interior, con el comandante Yamaguchi al frente, repartiendo mandobles. Yozo captó una mirada de sus ojos, como los de un lobo en la oscuridad, clavándolos a un lado y a otro, captándolo todo.

Una vez en el interior, Yozo pudo comprobar que el Fuerte Estrella era diferente de todos los castillos en los que había estado. Constaba de numerosas dependencias que formaban un laberinto. Pasando de un edificio al siguiente y utilizándolos para cubrirse, los hombres avanzaban con rapidez hacia la enorme construcción de madera, con tejados escalonados, sepultada bajo una gruesa capa de nieve, con una atalaya que asomaba en lo alto. Bajo las almenas brillaban carámbanos como lanzas. El viento azotaba con ráfagas de nieve que relucían en la oscuridad y espolvoreaban a hombres y edificios.

De repente se produjo una explosión ensordecedora, y Yozo se arrojó al suelo, agarrando a Kitaro, que aún estaba de pie, y arrastrándolo consigo. Al cabo de un momento levantó la cabeza y miró alrededor. Se produjo otra explosión, y Yozo comprendió que procedía de fuera de la fortaleza. Siguió una nueva detonación y luego otra, y después repiquetearon los disparos. Se proyectaron fogonazos en el cielo, reflejándose en las nubes y resaltando la silueta de la gran fortaleza.

—Nuestros hombres. El general Otori —murmuró Yozo, y Kitaro asintió.

Yozo pudo oír a su compañero exhalar un suspiro de alivio. Un estallido pareció partir el cielo, y por un momento el dispar ejército del comandante en jefe, seiscientos desesperados, quedó iluminado mientras avanzaba corriendo hacia el fuerte, con los fusiles en suspendan. Una campana de alarma repicaba alocadamente. Una andanada de disparos salió del interior del edificio.

—¡Cubridnos! —aulló el comandante en jefe.

Yozo se encaramó a un árbol en las inmediaciones del fuerte y se acomodó en la horquilla formada por unas ramas. Buscó la munición en su macuto y cargó su SniderEnfield. Vio luces moverse dentro del fuerte, apuntó a las ventanas y abrió fuego. Recargó y efectuó disparo tras disparo mientras el comandante en jefe y la milicia arremetían contra la puerta, chillando como una manada de animales salvajes.

Esquivó algo que pasó silbando junto a su oreja. Una bala. Otra se estrelló contra el tronco. Yozo se arrastró y, saltando y dando volteretas, se dejó caer en un montón de nieve. Unas figuras negras se le acercaron a toda prisa, con sus espadas relampagueantes. Yozo se puso en pie, tomó su fusil por el cañón y lo blandió. Se produjo una ráfaga de aire y un crujido cuando la culata entró en contacto con un cráneo. Otro hombre se dirigía corriendo hacia él, profiriendo un grito de guerra. Yozo se echó el fusil al hombro y se llevó la mano a la empuñadura de la espada. La extrajo de la vaina con un solo movimiento y rebanó la garganta de su adversario. Mientras éste caía, él se apartó de un salto de su camino.

Unos pasos amortiguados se dirigían hacia él por detrás. Se dio la vuelta, esquivó el golpe y luego se lanzó sobre su atacante. Rodaron ambos por la nieve, dándose de puñetazos y arañándose. Finalmente, Yozo retorció el brazo del hombre, apretándoselo a la espalda, lo sujetó en el suelo con la rodilla y presionó su rostro contra la nieve.

—¿Por qué luchas a favor de los traidores.

El hombre se debatía desesperadamente. Yozo lo mantenía tumbado cuando oyó un redoble de tambores. Levantó la vista. La luz de muchos faroles destellaba entre los árboles. Un sonido, distante al principio, fue creciendo y creciendo en intensidad. Miles de pies calzados con sandalias de paja caminaban pesadamente por el puente del norte y por el foso helado, entre los grandes muros de granito, y cruzaban las puertas, penetrando en el Fuerte Estrella. Percibió algo blanco que se agitaba por encima de los árboles. Era la estrella de cinco puntas de la Alianza del Norte.

Los supervivientes de la guarnición salieron dando traspiés del castillo, con los uniformes hechos jirones y ensangrentados, y con las manos sobre la cabeza.

Yozo dejó libre a su adversario.

—Levántate —le dijo con rudeza.

El hombre se puso de rodillas, jadeando convulsivamente. Era un joven flaco, de no más de dieciséis años, con acné y dientes salidos.

—Pagaréis por esto —gruñó.

—Vete a casa con tus padres —dijo Yozo en tono cansado—. Y da las gracias de seguir con vida.

Aquella noche lo celebraron. En el castillo, el general Otori fue el centro de atención y elogió a sus hombres por su bravura.

El comandante en jefe permaneció fuera, con la milicia. Reunidos en torno a fogatas, los hombres comieron y bebieron, y luego se levantaron uno tras otro y ejecutaron lentas y majestuosas danzas no. Más tarde, cuando se hubo consumido suficiente ron y vino de arroz, entonaron canciones nostálgicas sobre su añoranza del hogar y de las esposas y amantes que habían dejado atrás.

«Ah, llévame a casa, a casa en el país del Norte, llévame a casa», cantaba uno. Los demás se balanceaban y hacían coro suavemente.

Al menos aquellos hombres sabían dónde estaba su hogar, aunque había bastantes probabilidades de que ya no existiera, pensaba Yozo. A muchos les habían quemado sus casas, y sus esposas e hijos estaban muertos. Pero él... Su familia también estaba muerta, lo sabía con certeza. Había viajado tanto, permanecido ausente por tan largo tiempo, que el Kaiyo Maru se había convertido en su único hogar.

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