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Authors: Lesley Downer

Tags: #Drama, Histórico

La cortesana y el samurai (11 page)

BOOK: La cortesana y el samurai
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Cuando sus ojos se acostumbraron a la oscuridad, Hana miró alrededor desesperadamente. Tenía que haber alguna forma de escapar, pero no había ninguna: sólo estanterías con montones de sábanas y almohadas, y pilas de cajas y baúles rotos, que se distinguían gracias a un hilillo de luz que se filtraba entre las macizas puertas. Derrumbada contra un arcón cerrado, lloró de rabia, furia y terror.

Mientras la raya de luz se desplazaba con atroz lentitud a lo largo del suelo, se contorsionó y se revolvió, pero las cuerdas estaban firmemente anudadas en torno a sus muñecas y tobillos. Por último, retorciéndose, consiguió sentarse y se apartó los largos mechones de cabello que le habían caído sobre el rostro. Estaba magullada y cubierta de polvo, tenía las uñas rotas y los dedos destrozados y sangrantes.

Llorando, repasó los acontecimientos del día anterior y trató de averiguar el momento en que debía haber comprendido lo que sucedía. Vio el rostro afanoso de Fuyu y su dura mirada, y oyó su tono persuasivo cuando hablaba con la anciana. «Estoy segura de que podremos llegar a un acuerdo», dijo. Un acuerdo... Estas palabras le produjeron un escalofrío. Fuyu no podía haber hecho algo tan terrible... Seguro que no podía haberla vendido... Este pensamiento tomaba forma como un monstruo en la oscuridad, presionando sobre Hana, aplastándola con su presencia.

Si eso fuera cierto, pensó, estaba condenada. Su única esperanza era ahora mostrarse dócil. Quizá entonces aquella gente aflojaría su vigilancia y eso le brindaría una oportunidad para escapar.

Había soñado despierta muchas veces con el Yoshiwara, y ahora estaba allí, pero se trataba de un lugar espantoso, enteramente distinto del que se representara en su imaginación. Recordaba cómo solía estudiar detenidamente las páginas de El calendario del ciruelo, viéndose a sí misma caminando por las Cinco Calles. Los personajes de la historia se parecían a viejas amigas: la dulce Ocho, la deslumbrante geisha Yonehachi y el apuesto seductor Tanjiro, al que ambas deseaban. Hana había leído el libro tan a menudo que podía recitar pasajes enteros.

Atrapada entre sus ancianos suegros y un marido al que no conocía y que siempre estaba ausente, escapaba a su mundo de fantasía, llenando su mente con relatos acerca de la fabulosa ciudad amurallada donde nunca se hacía de noche. Incluso había empaquetado el libro en su fardo y lo llevaba consigo.

Pero en el fondo de su mente siempre supo que una muchacha samurái como ella nunca podría ser Ocho ni Yonehachi, excepto en las páginas de una novela de amor. Todo fue bien mientras no pasó de una ensoñación. Pero ahora estaba allí y comprendió lo necia que había sido.

Cuando el frío se deslizó desde el duro suelo hasta el interior de sus huesos, Hana se aovilló y apretó las rodillas contra el mentón, sacudida por escalofríos, demasiado helada para seguir pensando.

No tenía idea de las horas transcurridas cuando oyó el lento rechinar de un cerrojo y el crujido de la puerta al abrirse. Había estado rezando para que alguien la soltara, pero ahora temía ver quién podía trasponer aquella puerta. Cuando un rayo de pálida luz inundó la estancia, incidiendo en las estanterías, en los polvorientos arcones y en las cajas amontonadas, Hana se encogió, echándose hacia atrás, temerosa de oír unos pesados pasos de hombre. Pero en lugar de eso oyó el golpeteo de unos zuecos de madera y percibió un olor a sándalo y ámbar gris.

—No hay por qué tener ese aspecto tan triste. —La voz de Tama resultaba espantosamente alta en medio del silencio—. No sé por qué han sido tan suaves contigo. A las que se escapan suelen pegarles hasta casi matarlas.

Enmarcada en un cuadrado de luz, Tama permaneció con la vista fija en Hana, con su gran boca abierta en un bostezo, sus palabras despedían vaho en el aire helado. Vestía un quimono liso de algodón, de color índigo, con un grueso cuello, como una criada. Costaba trabajo imaginar que aquella joven de complexión gruesa era la misma que la colorida visión que Hana había contemplado la noche anterior.

—No soy una fugitiva —replicó Hana con voz entrecortada—. No les pertenezco.

Tama dejó escapar una carcajada como un resoplido.

—Vosotras, las casadas, sois muy ingenuas. —Se agachó y empezó a soltar los nudos que sujetaban a Hana—. Pues claro que les perteneces. ¿O crees que tu marido va a presentarse de repente y a saldar tu deuda.

En cuanto el último nudo quedó deshecho, Hana se desperezó y se frotó los miembros helados. Así que Fuyu la había vendido. Unas lágrimas cálidas llenaron sus ojos y le resbalaron por la mejillas.

—¿Y para qué armas semejante jaleo? —preguntó Tama, al tiempo que tomaba un edredón de un rincón y la envolvía en él—. Aquí nos damos la buena vida. Trabaja con ahínco y vivirás bien. Incluso podrías marcharte si tan ansiosa estás por irte. Limítate a portarte bien y la tiíta y el padre serán para ti como una tiíta y un padre de verdad. Serás su niña favorita, ¿sabes.

—Crespón de seda —dijo Tama, levantando la manga de un quimono para mostrar el diseño—. Período Tenmei. Lleva generaciones en esta casa.

Era una prenda exquisita, de un tono azul intenso, con un forro carmesí que destellaba en los puños y alrededor de los bajos. Las faldas estaban bordadas con ramas de ciruelo salpicadas de flores, tan realistas que se hubiera dicho que estaban vivas, y unos caracteres dorados formaban volutas en la espalda y en las mangas.

Hana sintió el peso del vestido y la suavidad de la tela. Había oído que las cortesanas lucían quimonos espléndidos, pero nunca había visto sedas y satenes como aquéllos. Su propia familia estaba lejos de poseer una fortuna, y también sus suegros llevaban una existencia modesta. Aparte de su querido traje de novia, de seda roja, nunca se había puesto otras prendas que no fueran quimonos de algodón de confección casera.

—¿Lo ves? —dijo Tama—. Aquí vivimos bien.

Habían transcurrido cinco días, y desde entonces no había ocurrido nada terrible. Hana no volvió a ver a los dos ancianos, la mujer y el hombre. Envuelta en edredones, pasó aquellos días recuperándose de su suplicio. Incluso le devolvieron su fardo, que ahora permanecía seguro en un rincón. Cuando la dejaron sola un momento, comprobó que el contenido —los quimonos, los cosméticos y el precioso libro— permanecían intactos.

Pero no había olvidado que sólo unos pocos días antes aún era la esposa de un samurái que recorría las estancias de una casa silenciosa; ni podía olvidar tampoco los horrores que presenció cuando atravesó la ciudad en su huida: las calles desoladas y las casas en ruinas, los muros resquebrajados y las puertas abiertas de par en par, los almacenes saqueados y las mujeres demacradas que acechaban, custodiando su territorio como perros salvajes. Una y otra vez se le aparecían en sus sueños las calles desiertas, y despertaba ahogando un grito y cubierta de sudor, escuchando pasos que martilleaban tras ella y viendo los hambrientos rostros de las mujeres surgir de entre las ruinas.

A menudo soñaba con sus padres y con su querida abuela, su piel como el pergamino y sus muñecas huesudas. Pensó que si ellos hubieran sabido dónde estaba ahora, se habrían horrorizado. Pero entonces las lágrimas acudían a sus ojos, al recordar que todos estaban muertos, y también sus suegros. La única persona que aún podía quedar con vida era su marido, pero estaba lejos.

Evocó a la mujer ante la que pasó en el pasillo, la mujer de voz chillona que dijo que los barcos habían zarpado. Ella era el único vínculo de Hana con el mundo distante donde unos hombres luchaban y morían, y donde se hallaba su esposo.

Pero conforme pasaban los días los recuerdos se esfumaban, hasta que comenzaron a parecer sueños. Quizá, después de todo, la vida en el Yoshiwara no era tan atroz. Hasta el momento, al menos, a Hana se le había pedido que se limitara a observar y aprender.

Tama, como ahora sabía Hana, era la cortesana estrella de la casa. Disponía de un conjunto de tres habitaciones: un gabinete, una sala de recepción y el dormitorio donde Hana dormía con ella y con algunas de sus doncellas y asistentas. La estancia mayor, la de recepción, estaba espléndidamente amueblada, con una hornacina que contenía un jarrón con ramas de ciruelo, y con un rollo colgado encima en el que figuraba la pintura de una grulla. Junto a la hornacina había anaqueles con libros e instrumentos musicales apoyados a lo largo de la pared. También había una bandeja honda, de laca, de las que servían para que los huéspedes depositaran los abrigos, un perchero para quimonos y un biombo de seis hojas cubiertas de pan de oro.

De la pared colgaba un tablero con unas palabras inscritas con pincel: «El pino y el crisantemo son eternos.» Hana sabía lo que significaba la frase: del mismo modo que el pino y el crisantemo florecían en invierno, cuando otras flores ya habían muerto, los encantos de una cortesana duraban para siempre. Sólo que eso no era cierto, pensó ella. Hasta la fea anciana debió haber sido hermosa en otro tiempo.

Hana descubrió que «tiíta» era como todo el mundo llamaba a la anciana, y que ella también debía llamarla así, aunque eso no significaba en absoluto que hubiera vínculos de parentesco. La tiíta era la administradora de la casa y nada escapaba a su escrutinio.

En el dormitorio de Tama los lechos eran tan gruesos y se amontonaban hasta tan arriba, que casi tocaban el entretejido de bambú del techo. Había altos espejos rectangulares sobre tarimas y, desparramados por el suelo, envases de cremas, pinturas y polvos junto con lámparas, una cómoda y un brasero con una tetera hirviendo en él. A lo largo de la pared y en percheros colgaban quimonos bordados con dibujos espléndidos, resplandecientes de oro y plata, llenando la habitación con su colorido semejante al de las joyas. Algunos estaban tendidos sobre quemadores de incienso. Hana no había visto en toda su vida objetos tan hermosos.

Al comienzo, miraba alrededor, con los ojos muy abiertos, y sentía placer, pero poco a poco la opulencia empezó a producirle incomodidad. No parecía justo estar rodeada de lujo mientras puertas afuera había tanta penuria y tanto sufrimiento.

Una vez Hana logró echar un vistazo fuera de los aposentos de Tama, y tuvo una fugaz visión de las puertas cerradas de otras habitaciones que se sucedían a lo largo del pasillo. Por la noche oía el parloteo y las risas cuando los hombres eran conducidos al interior. De vez en cuando captaba el sonido de una pipa golpeada con impaciencia sobre una escupidera de bambú por un cliente que aguardaba la llegada de Tama. De madrugada, a Hana la despertaban gruñidos y gemidos de placer que llegaban a través de las delgadas paredes de papel. Los que profería Tama eran particularmente ruidosos. Aun así, Hana trataba de dormir, pero en ocasiones, y a su pesar, los suspiros de placer la excitaban.

Por lo que Hana pudo ver, Tama atendía a cuatro o cinco clientes cada noche, yendo de una habitación a otra. A veces permanecía dentro una o dos horas, y en ocasiones menos. Luego regresaba y su aspecto era perfectamente sereno, se alisaba el cabello y se ajustaba el quimono mientras bostezaba.

—Éste es mi hogar —le dijo Tama a Hana una mañana, mientras se hallaban arrodilladas en la sala de recepción, calentándose las manos en el brasero.

A su alrededor todo era ajetreo, mientras las criadas barrían febrilmente y restregaban con escobas a lo largo de la parte superior de los dinteles de madera labrada y en los rincones del techo.

—Vine de niña —prosiguió Tama—. Siendo mis padres pobres y yo guapa, era razonable que me vendieran. Aún los visito de vez en cuando y les doy dinero. Ahora les va bien. Tienen una casa grande, con techo de paja, y cosechan tanto arroz que pueden venderlo y obtener un beneficio. Mis hermanos y hermanas se han casado bien, y todo gracias a mí. Así que ya ves, he sido una buena hija, he cumplido con mi deber para con ellos. Recuerdo el jaleo que armé cuando vine por primera vez, lo mismo que hiciste tú, pero ¿crees realmente que lamento haber dejado aquel lugar? ¿Crees que preferiría vivir en las montañas y remover el suelo con un azadón? Ahora ya sería una vieja.

Hana abrió la boca para protestar, arguyendo que su caso era diferente, que ella era una samurái y no una campesina; pero recordó que todo había cambiado. Su familia había muerto y su marido se había ido a la guerra.

—Desde el momento en que la tiíta me vio, supo que yo era especial. La gente me dijo que fue la cortesana más competente que ha conocido el barrio. Me instruyó en tradiciones y costumbres, y en cómo danzar y tañer el shamisen. También fui castigada, más severamente que tú, mucho más. Tuve que subirme al tejado de la casa en pleno invierno y quedarme allí durante horas, cantando a pleno pulmón. También me pegaron cuando traté de escapar. Una vez me tiraron por las escaleras con tal fuerza que me rompí un brazo. Pero tú también serás castigada si han de darte una lección. Lleva tiempo comprender cómo hacemos las cosas aquí, pero yo lo conseguí y tú también lo conseguirás.

—¿Es que no lo ves? —replicó Hana—. Hay una guerra, ¡por eso estoy aquí! Los hombres combaten y mueren, y también las mujeres. ¿Cómo puedes hablar de algo tan trivial como vuestras costumbres y vuestras danzas cuando todo se está viniendo abajo.

Tama sonrió ostensiblemente y le dio unos golpecitos en el brazo.

—Mi querida niña, lo único que importa aquí es si tenemos clientes o no. La paz es mejor que la guerra, pero ahora el Norte está perdiendo y vienen clientes sureños a montones. ¿Has oído hablar del Mundo Flotante? Somos nosotras; no somos más que la vegetación de un estanque. No importa de qué clase sea el agua; nosotras flotamos. La única diferencia que representa la guerra es que contamos con otra clase de mujeres: mujeres de calidad, como tú, y eso es bueno para el negocio. ¿Qué diferencia crees que significa para mí quién gane o quién pierda? ¡Ninguna.

Al otro lado de la sala de recepción, unas jóvenes, arrodilladas, jugaban a las cartas y parloteaban como una bandada de pájaros.

—Mis ayudantes —dijo Tama, haciendo un gesto en aquella dirección, con una mano de dedos largos.

Hana reconoció a algunas. Mientras ella yacía envuelta en edredones, entraban y salían corriendo, gritando y riendo con la mayor despreocupación. Por la noche parecían aves del paraíso, con sus quimonos de colores brillantes, con bajos guateados, dispuestos uno encima de otro. Ahora, durante el día, sin huéspedes alrededor, se envolvían en ropas cálidas, forradas.

Hana las escuchaba hablar en la jerga cantarina del Yoshiwara, con sus pintorescos giros. Era un lenguaje hecho de sobreentendidos, artificioso, sonoro, destinado a engatusar a un hombre, muy distinto del tono formal propio de la esposa de un samurái. Se preguntaba quiénes eran aquellas muchachas, de dónde procedían y por qué estaban allí. Algunas eran poco agraciadas, con bocas grandes y mofletes, mientras que otras tenían un aspecto más refinado, pero el acento, al hablar, igualaba todas sus diferencias. Bien instruidas y bien preparadas, sabían cómo acicalarse y coquetear. Sus orígenes se habían borrado por completo: ahora eran chicas del Yoshiwara.

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