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Authors: Lesley Downer

Tags: #Drama, Histórico

La cortesana y el samurai (13 page)

BOOK: La cortesana y el samurai
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—Harías mejor si llevaras ese amuleto —murmuró.

Hana le alargó la peineta curva que le había dado Otsuné y sintió cómo se la insertaba firmemente en la parte posterior del peinado. Luego la criada tomó un bastoncillo de pasta de cártamo, humedeció un pincelito en él y pintó un pétalo rojo en el centro del labio inferior de Hana, dejándole el superior blanco.

Todas se volvieron: las ayudantes, con el torso desnudo y los quimonos recogidos en torno a la cintura; Otsuné, con el peine en la boca y los hierros de rizar en la mano; y Tama, que estaba atándose debidamente su obi. Incluso la menuda geisha anciana dejó de tañer el shamisen y levantó la mirada.

—¡Encantadora, una preciosidad! —murmuraron.

Hana dio unos pasos inseguros. Ni siquiera el día de su boda la habían agobiado con una indumentaria tan pesada. Se volvió torpemente, atreviéndose apenas a mirarse en el espejo. Cuando lo hizo, emitió un grito ahogado. Se había convertido en una muñeca pintada. No era ella en absoluto. Y sin embargo lo era. Se había transformado en una xilografía de sí misma; no en una persona, sino en una imagen pintada.

Detrás de la máscara seguía siendo Hana, se dijo orgullosamente. Pero a pesar de todo, no podía dejar de sentirse encantada. Era casi como si hubiera mudado de piel y hubiera dejado atrás su antiguo ser, como una mariposa que emerge de una crisálida. Ya no era Hana; no lo era de ninguna manera. Era una persona nueva.

—Encontraremos un nombre para ti —dijo Tama, como si leyera su pensamiento—. Hablaré con la tiíta sobre eso. Ahora, camina. Recógete las faldas con la mano izquierda y anda. De acá para allá.

Hana agarró el pesado tejido y dio unos pasos descalza, tratando de no tropezar con sus faldas. La incómoda cola y el gran lazo del obi la desequilibraban. No estaba acostumbrada a arrastrar tanto peso. Dio un traspié y estuvo a punto de caerse.

—Aparta con los pies las faldas —dijo Tama—; apártalas de tu camino. No pasa nada porque muestres los tobillos.

Tama también había sido transformada, y se había vuelto la misteriosa criatura que Hana vio la primera vez que se encontró con ella. Llevaba el pelo dividido en dos alas resplandecientes sobre las que descansaba una corona sujeta con horquillas doradas y de carey, como los rayos del sol, decorada con flores y follaje de seda, con adornos colgantes de madreperlas y sartas de coral tirantes por el peso de unas flores de pan de oro. El arco formado por su magnífico obi de brocado, atado ostentosamente por delante, casi ocultaba sus gruesos quimonos guateados.

—Esto es todo cuanto tienes que hacer esta noche —dijo Tama—. Camina y luego te sientas. Concéntrate en hacerlo todo lo bien que puedas. No hables. Limítate a observar y a escuchar.

Se acercaba el anochecer, la hora del trasiego. En la distancia se dejó oír el tañido grave de una campana, un sonido melancólico que se propagó por las colinas de la ciudad. Como si se tratara de una respuesta, empezaron a sonar campanas pequeñas, algunas muy lejanas, y otras como si estuvieran al alcance de la mano. El tañido de una era tan fuerte que parecía proceder de la propia casa.

Tama se levantó con gesto solemne. Con su alto peinado y las horquillas brillando como un halo, tenía más de ser divino que de mujer. Se necesitaría un hombre valiente para tratar de desanudar su obi, pensó Hana.

—Quedarán sorprendidos —anunció Tama en tono de superioridad, alzó las cejas, echó una mirada al espejo y asintió satisfecha.

—No vienes con nosotras, ¿verdad, hermana mayor? —preguntaron en un clamor las ayudantes.

—Pues claro que sí —respondió Tama, sonriendo lo suficiente como para mostrar el destello de la laca negra de su dentadura—. Esta noche vienen para hacer un trato.

Las ayudantes se arremolinaron en torno a ella, y luego formaron de dos en dos y por orden de estatura. La pequeña Chidori tenía aspecto alicaído. Junto con Namiji, la otra ayudante niña, debía ir detrás.

Kawanoto, la ayudante de grandes ojos inocentes, tomó de la mano a Hana y la situó a su lado, en cabeza de la fila. Las ocho eran como muñecas, con quimonos rojos a juego, rostros blancos y coronas de flores en el pelo. Las mayores llevaban mangas que les colgaban hasta la cintura, para señalar su condición de adultas, mientras que las más jóvenes vestían quimonos con mangas que les llegaban casi hasta el suelo.

—Éste es mi sitio —dijo una voz malhumorada.

La muchacha que habló tenía unos dieciséis años, la misma edad que Kawanoto. Su rostro estaba pintado más blanco, sus ojos eran más negros, sus labios más rojos y llevaba el pelo recogido más alto que ninguna otra. Lucía el mismo quimono que las demás, pero el suyo estaba menos sujeto, revelando un vislumbre de pecho, también pintado de blanco, y el lazo de su obi oscilaba de modo invitador.

—No sé por qué tengo que ir —se quejó—. Ya tengo una reserva para esta noche.

—Vas porque lo digo yo, Kawayu —replicó Tama.

Se abrió la puerta que daba al pasillo, y penetró en la habitación una oleada de música y canto, a la vez que aparecía un rostro semejante a una máscara, acompañado de un remolino de perfume.

—¡Tiíta.

Todas, incluida Tama, cayeron de rodillas y apretaron sus rostros contra el suelo. Recordando el almacén, Hana dirigió una mirada temerosa a la anciana.

La tiíta vestía un elegante quimono azul pálido, y llevaba una brillante peluca negra. Se mantenía erguida, como si en su mente siguiera siendo la orgullosa belleza de otros tiempos, pero su espeso maquillaje blanco resaltaba atrozmente cada arruga. Sus ojos bordeados de negro se hundían en las mejillas, y la pintura escarlata de sus labios se extendía por las arrugas que los bordeaban. Caminó directamente hacia Hana.

—De pie —ordenó.

Le introdujo la mano en los quimonos y luego le arregló el pelo. A continuación hizo girar a Hana, y su mano dio con el amuleto colocado en la parte posterior del peinado. Hana se quedó inmóvil, temerosa de que se lo quitara, pero la tiíta compuso una sonrisa cómplice.

—Esperemos un poco con ésta —dijo. Tama hizo una reverencia y asintió—. A ver qué ofertas conseguimos. Podemos tener algo bueno aquí. —La tiíta se inclinó hacia Hana—. Ven —dijo en tono amable—. Ya es hora de que el mundo te vea.

Mientras desfilaban hacia el corredor, el sonido de la música, las voces y las risas creció hasta que la casa vibró con él. Las criadas las condujeron pasillo tras pasillo, sosteniendo faroles y velas para apartar las sombras. La oscuridad lamía los bordes de la mancha de luz a medida que las puertas se descorrían y las mujeres se deslizaban afuera, moviéndose como sonámbulas arrastradas por la música. El frufrú de los quimonos y la mezcla de perfumes llenaban el corredor. Hana, descalza, iba dando puntapiés a sus faldas, procurando no tropezar con ellas, de modo que apenas se daba cuenta de adónde se dirigían.

Bajaron una escalera, con gran rumor de pisadas, y rodearon una galería. Luego Hana sintió una corriente de aire frío y percibió el olor a polvo, a asados y a humo de leña: los olores de la calle. Levantó la vista y comprobó que estaban cerca de la entrada. Se detuvieron frente a una puerta. En algún lugar cercano tañían los shamisen, una voz joven y clara cantaba una balada y repiqueteaban unos palillos de madera como en un teatro kabuki cuando la representación está a punto de empezar.

Entonces se oyó un grito, la puerta se descorrió y brotó la luz, tan brillante que Hana se cubrió los ojos.

Kawanoto la hizo avanzar empujándola por la cintura. Hana dio un traspié y se sumergió en aquel resplandor, sintiendo que el aire helado formaba remolinos en torno a ella, al tiempo que Kawanoto la forzaba a ponerse de rodillas. Oyó la respiración y sintió la calidez y los perfumes de los cuerpos femeninos que se aglomeraban a su alrededor. Hubo un momento de silencio y luego se alzó un clamor, como el que saluda a un actor cuando sube al escenario.

Hana levantó los ojos y ahogó una exclamación. No estaba en ningún escenario, sino en una gran jaula con barrotes de madera en el frente, como las jaulas que había visto cuando llegó al Yoshiwara. Entonces estaba fuera, mirando a las que las ocupaban. Ahora estaba dentro. Era una de ellas.

El clamor se apagó y una voz de hombre exclamó.

—¡Una chica nueva! ¡Una belleza! ¡Eh, cariño, mira para acá.

Otra voz interrumpió a la anterior.

—Es mía. Eh, chica nueva, ¿cómo te llamas.

Un coro de voces preguntaba.

—Chica nueva, ¿cómo te llamas.

Al otro lado de los barrotes la oscuridad estaba viva. Tenía ojos, algunos grandes, otros pequeños, unos redondos, otros almendrados, pero todos, todos, mirándola, mirándola a ella. Hana distinguió entre sombras las figuras de los hombres, algunos con las narices pegadas a los barrotes, otros merodeando detrás, deteniéndose para observar. Horrorizada, retrocedió, satisfecha de verse rodeada por las demás mujeres, y se llevó la mano al amuleto que escondía en la parte posterior del peinado. Ahora sabía para qué era.

Como figuras de cera, espléndidas con sus sedas, oro y plata, las mujeres se arrodillaron, silenciosas y tranquilas, mientras los hombres paseaban, formaban corros y observaban. Algunos permanecían quietos, con las narices pegadas a los barrotes, tratando de atraer la atención de las jóvenes, mientras que otros no paraban quietos.

Tama estaba en la parte posterior de la jaula, mirando a la audiencia, junto con un par de mujeres tan lujosamente ataviadas como ella. Cuando Hana se volvió para verla, tomó una pipa y se puso a fumar, tan fría y relajada como si estuviera en sus aposentos privados. De vez en cuando formaba un anillo de humo, como si no fuera consciente de los hombres que se hallaban a unos pasos de ella, alargaban las manos y se quedaban como embobados mirándola.

Extrajo un rollo de la manga, lo desenrolló y paseó despacio la vista por él como si fuera la carta de un admirador que la adoraba, sonriendo de vez en cuando, entrecerrando los ojos y pasándose la lengua por los labios. Luego se volvió y susurró algo a una compañera, inclinó graciosamente la cabeza y escondió el rostro tras la manga, como si sofocara unas carcajadas.

Dirigió una mirada furtiva hacia los hombres e inclinó la cabeza muy ligeramente. Un murmullo se elevó de la concurrencia cuando ella se volvió con gesto lánguido y dio una calada a la pipa.

Hana observaba, cautivada. Tama era como el titiritero que controlaba la muchedumbre, obligándola a hacer lo que ella quería.

El tiempo pasaba lentamente, y las ayudantes empezaron a cuchichear entre risitas tontas.

—Ooh, míralo; es apuesto.

—Es Jiro. ¿No lo conoces? Siempre está aquí.

—Repudiado por su padre, ¿no? ¿Desheredado.

—Se ha quedado sin dinero. No merece la pena que gastes tus encantos con él.

—Qué chaqueta tan pasada de moda, y qué color tan espantoso. No tiene ni idea. ¡Valiente paleto.

—No me gusta nada. Espero que no me solicite.

Un par de ayudantes se adelantó al frente de la jaula y se dedicó a acicalarse. Otras hacían señas a los hombres y les guiñaban el ojo. Kawagishi, con su cara infantil y una ancha sonrisa, y la esbelta Kawanagi, siempre juntas, se leían una a otra las palmas de las manos.

—Sólo los pobres solían venir a mirarnos —susurró Kawanoto a Hana—. Era cuanto se podían permitir: mirar. Los ricos ya sabían lo que querían. Pero hoy día, con todos estos parroquianos nuevos, es una buena manera de conseguir clientes. Nunca sabe una quién puede estar mirándola.

—Kawanoto-sama, Kawanoto-sama —se dejó oír una voz. Un joven se había abierto paso hasta los barrotes. Kawanoto se deslizó hasta el frente de la jaula y apretó el rostro cerca del suyo. Él asintió y desapareció.

Kawayu, la malhumorada y muy pintada muchacha, se acercó sigilosamente a los barrotes. Arqueó la espalda, meneó la cabeza y pestañeó, pero nadie le prestó la menor atención. En lugar de ello, alguien dijo a gritos.

—Eh, la nueva, ¿cómo te llamas? ¡Dinos cómo te llamas.

Kawayu dirigió a Hana una mirada venenosa. Hana le sonrió con expresión serena e inclinó la cabeza con exagerada cortesía. Después de todo, aquella muchacha no podía causarle ningún daño.

De pronto, todo el mundo la miraba. Los hombres se habían dedicado a parlotear y a arrastrar los pies, pero ahora se hizo el más absoluto silencio al otro lado de los barrotes.

Abrumada por la timidez, Hana se llevó las manos a la boca y, mientras lo hacía, la manga de su quimono se deslizó y dejó al descubierto el brazo. De la multitud escapó un murmullo que denotaba avidez. Se apresuró a llevarse de nuevo las manos al regazo y se ajustó la manga. Un joven la contemplaba a través de los barrotes. Sus ojos se encontraron y él arrastró los pies y bajó la mirada, sonrojándose hasta que la coronilla de su cabeza rasurada tomó el color de la púrpura.

Tratando de no atraer más atención hacia su persona, Hana se apartó de los ojos escrutadores. Le llegó un murmullo de la aglomeración que tenía detrás. Bajó la mirada a sus manos, que mantenía en el regazo, deseando desaparecer. Pero el murmullo creció: un suspiro trémulo, un prolongado gemido de deseo, que se propagó como una ola entre los reunidos. De pronto se percató de lo que podían ver: su nuca y los tres puntos sin pintar, que descubrían la carne. Las palabras de la anciana criada relampaguearon en su mente: «Su forma les hace pensar en...»  Bajo la pintura blanca su rostro enrojeció hasta el punto de que todos pudieron ver que las orejas le ardían.

Alzó la cabeza y se ajustó el cuello, consciente de que Tama la observaba. Tama asintió y una sonrisa cruzó su rostro. Su expresión era exultante.

11

Cuando la campana dio la hora, Tama y sus compañeras se pusieron en pie. Las criadas se apresuraron a asentar los cuellos de las cortesanas, arreglar los pliegues de tela, ajustar los enormes lazos de sus obis y enderezar sus horquillas. Flotaba una voz aguda procedente de la puerta abierta de la jaula. Hana se sobresaltó. Era el tono aflautado que había oído la noche de su llegada, y que dijo que los barcos habían zarpado. Llevaba esperando desde entonces una oportunidad de encontrar a esa mujer.

Olvidándose de todo, se deslizó entre las muchachas. Kawanoto estaba inmediatamente detrás de ella y le tiraba de la manga, mientras Hana captaba de una ojeada un revuelo de dobladillos guateados que salían por la puerta principal de la casa.

—Tenemos que volver —decía Kawanoto ansiosamente, detrás de ella—. Los clientes estarán esperando.

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