Read La cortesana y el samurai Online

Authors: Lesley Downer

Tags: #Drama, Histórico

La cortesana y el samurai (31 page)

BOOK: La cortesana y el samurai
2.1Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

»Yo no quería abandonarlo. Deseaba morir junto con los demás y le rogué que enviara a otro, pero él me dirigió aquella mirada suya. “Haz lo que digo o te rajo ahora mismo..

Hana aún podía oír el grito feroz de su marido y ver a los criados corriendo como pollitos para obedecer sus órdenes. Recordaba que ella también solía echar a correr.

—Para abandonar el fuerte aguardé hasta que se produjo un alto en el combate. Mientras me alejaba volví la vista atrás. Él me observaba desde la puerta, para asegurarse de que me iba. Atravesé la ciudad en dirección al puerto, y desde allí pasé a tierra firme. Luego anduve. Fue un largo camino, señora, el enemigo estaba por todas partes. En ocasiones tuve que luchar con él, pero siempre me recordaba que tenía órdenes y una tarea que cumplir.

—¿Y mi marido.

—Cuando llegué a Edo oí que el enemigo atacó al amanecer, se aproximó al fuerte y lo bombardeó. Al final nuestros mandos se rindieron y fueron arrestados y traídos hasta aquí en jaulas. Yo traté de averiguar qué le ocurrió al señor. Sabía que jamás permitiría que lo cogieran vivo, pero recé para que hubiera escapado. Sin embargo, aquí he conocido a hombres que lo vieron caer.

—Pudo haber sido herido, no muerto —murmuró Hana.

—Pero no está aquí, señora, y nadie lo ha visto ni sabe dónde está.

—¿Y qué sucedió con su cuerpo? ¿No debería ser trasladado aquí para sepultarlo.

—Usted no comprende cuántos hombres murieron, señora. Si el señor murió en Ezo, allí es donde está enterrado. Yo elevo a diario plegarias por su espíritu. —La miró como si la viera por primera vez—. Señora, permítame que la ayude —dijo con voz reposada—. La guerra ha terminado, usted es el último miembro de la familia de mi señor y yo quiero hacer cuanto pueda. Permítame sacarla de aquí.

Hana negó con la cabeza.

—Es demasiado tarde para eso. Pero debo pedirte algo. —Se inclinó hacia delante y bajó la voz—. Aquí nunca hablamos del pasado. Mi marido murió siendo un rebelde al emperador, y esto está lleno de sureños. Por favor, te lo ruego, guarda mi secreto. No le digas a nadie quién soy. Mi seguridad depende de eso.

Ichimura asintió.

—Yo serví a su marido, señora, y la serviré a usted. No la traicionaré.

Hana se echó atrás cuando entró una pareja de criados. Les encargó que llevaran a Ichimura a las cocinas y se llevó las dos cajas arriba, a sus habitaciones.

Atravesó de puntillas el gabinete, dirigió una mirada de soslayo a Saburo para cerciorarse de que seguía roncando, se metió en su dormitorio, despidió a las criadas y corrió la puerta. Inspiró profundamente, con manos temblorosas levantó la tapa de la caja que contenía el rollo, y procedió a desenrollarlo.

Leyó la primera palabra: «Saludos.» Era la caligrafía de su marido. Aunque de origen campesino, se comportaba como el más arrogante de los samuráis, y también leía y escribía como uno de ellos. Se le llenaron los ojos de lágrimas. Transcurrió un rato antes de que pudiera centrar la atención en las pinceladas.

«Mi reverenciado padre —escribía—. El fin se acerca, pero seguiremos luchando para defender el nombre y el honor del shogun aunque nuestras muertes resulten vanas. Es el curso correcto y adecuado de los acontecimientos. Ten la seguridad de que no permitiré que la vergüenza caiga sobre ti ni sobre el nombre de la familia.

»Te mando con la presente algunos recuerdos. Cuando vuelva la paz, colócalos en nuestra tumba familiar, en Kano. Mi destino es pudrirme en esta tierra norteña, pero deseo que estos recuerdos reposen junto con mis antepasados. Son mis últimas disposiciones. Piensa en mí como en alguien que ya ha muerto..

Al pie, su marido firmaba y había estampado su sello con una desvaída tinta roja. Secándose las lágrimas, desencajó la tapa de la caja de hojalata. De ella emanó un áspero olor de pomada. Dentro había un trozo de papel de morera, cuidadosamente doblado, que contenía un mechón de cabello negro veteado de gris; largo, lustroso y atado con una cinta. Su cabello, su olor. Hana lo sostuvo en la mano, recordando su peso cuando yacía sobre ella, el olor a sal y a sake de su aliento. El mechón de cabello estaba depositado en la palma de su mano como una cosa muerta, fría y pesada. Cuando lo devolvió a la caja había aceite en sus dedos.

Debajo del mechón, envuelta en otro papel doblado, había una fotografía. La imagen, gris y blanca, parecía desvanecerse a la luz de las velas, incluso fijando la vista en ella. Un hombre maduro, de la edad del padre de Hana. Le resultaban familiares la frente despejada, la mandíbula fuerte y la boca poderosa, la mirada feroz y el lustroso cabello peinado hacia atrás, resaltando el rostro anguloso. Observó el pliegue del entrecejo y las arrugas junto a la boca. Era una cara airada, una cara que la asustaba.

La primera vez que vio aquella cara fue el día de su boda. Aquella noche se fijó tímidamente en los grandes dedos de los pies de su marido y en las anchas uñas planas en que terminaban, mientras él le abría las túnicas, capa a capa. Trató de no retroceder ante el tosco tacto de sus manos y el olor de su cuerpo maduro. «Déjame mirarte, mi bella esposa; deja que mis ojos se recreen viéndote», murmuró. Luego la montó. Recordaba la aspereza de su respiración y de su piel, cálida y sudorosa, resbalando sobre la suya.

Y ahora estaba muerto. Había preparado aquella caja con sus propias manos, sabiendo que aquélla era su última acción en la tierra. Pero no fueron su padre ni su hermano quienes la abrieron, y ni siquiera su madre, sino su mujer; su mujer, que lo había traicionado yaciendo con otros hombres, y sintió aversión hacia él en su corazón.

Se produjo un ruido fuera, en el gabinete. La tiíta había acudido a vigilar a Saburo. Frenéticamente, Hana lo devolvió todo a la caja, guardó ésta en un cajón y amontonó unos quimonos encima. Ya la examinaría más tarde, cuando todos se hubieran marchado.

28

Yozo descorrió la puerta de la casa de Otsuné, salió, cerró tras de sí y miró con cautela a un lado y a otro del callejón. Entre las piedras y a lo largo de los muros de las destartaladas casas crecían hierbajos, un gallo cacareaba y un perro medio calvo se rascaba en una mancha de sol. No había nadie cuando salió, y gozó del silencio matinal, del aire fresco en sus pulmones y de la tierra y las piedras bajo sus pies.

Era su segundo día en el Yoshiwara y había conseguido convencer a Otsuné y a Marlin de que le dejaran salir, asintiendo cuando le recordaban que era un hombre en busca y captura, y que si cometía alguna estupidez los pondría en peligro también a ellos. Estaba ansioso por empezar a trabajar en un plan para rescatar a Enomoto, y era forzoso que allí hubiera camaradas, soldados del Norte instalados en aquel lugar sin ley.

Salió al gran bulevar y contempló los opulentos edificios, con sus entradas cubiertas por cortinas, elegantes paredes de madera, salas separadas del exterior con celosías y balcones con mujeres yendo y viniendo. No había visto semejante magnificencia desde que había paseado por las calles de Europa. Los daimyos probablemente vivían en palacios tan espléndidos como aquéllos, pensó, pero permanecían ocultos tras altos muros y puertas cerradas, como era común en el Japón... excepto aquí, en el Yoshiwara, donde las riquezas se exhibían para que todo el mundo las viera. El lugar rebosaba dinero... Dinero sureño.

Estaba amaneciendo, pero la calle no estaba vacía del todo. En el exterior de algunos de los burdeles más pequeños, se congregaban los mendigos que se dedicaban a revolver los montones de sobras. Yozo sintió una picazón en la nuca y miró en derredor. En las sombras al otro lado de la calle, un grupo de hombres tatuados, con moños aceitados, lo miraba con el ceño fruncido. Guardaespaldas, supuso, que custodiaban a sus jefes mientras éstos se dedicaban al placer. Para ellos la ciudad era territorio enemigo. Yozo miró atrás, desafiante; al fin y al cabo, tenía tanto derecho como ellos a estar allí.

Estaba escrutando a los barrenderos, preguntándose si alguno de ellos se atrevería a demostrar que era un soldado del Norte, cuando le llegó una bocanada de algo familiar: el acre y dulzón olor del humo del opio. Lo había perseguido por doquier, desde las atestadas callejuelas de Batavia, en Java, hasta los burdeles de Pigalle. Ahora lo devolvía a las calles de Londres, París y Amsterdam, donde jóvenes lánguidos mascaban bolas de la potente resina marrón y las damas bebían láudano para calmar sus nervios. Él pensaba que el Japón era otro mundo, pero el Yoshiwara, al parecer, no lo era. La droga inductora de sueños que se consumía en Europa, China y las Indias Orientales Holandesas también podía obtenerse aquí: unos hombres se estaban regalando con la primera pipa del día.

La seductora fragancia lo impulsó a soñar, a evocar los días en que, siendo joven, vagaba alrededor de la casa de su profesor, consumiéndose con una furia creciente ante las noticias sobre las guerras del opio, cuando Gran Bretaña obligó a China a legalizar esa sustancia y a abrir sus puertos al comercio británico, de modo que la Compañía de las Indias Orientales pudiera venderlo allí. La segunda guerra del opio había concluido apenas dos años antes de que Yozo partiera hacia Occidente, en 1860 según el calendario occidental.

Aquel mismo año los británicos destruyeron el Palacio de Verano del emperador, en Pekín. Yozo recordaba que discutía las noticias con sus amigos, todos jóvenes estudiantes apasionados, los cuales comprendían que su país también podía ser vulnerable; que el Japón podía ser invadido, sus edificios destruidos y su forma de vida subvertida. Yozo sabía que ésa era una de las razones principales por las que él y sus catorce compañeros fueron enviados a Occidente: para encargar barcos de guerra y conocer el rumbo que llevaba aquella parte del mundo. De esta manera el Japón tendría mejores oportunidades de batir a los occidentales en su propio juego. Y al final sus compatriotas jugaron sus cartas mejor que los chinos, mucho mejor, y lograron mantener a raya a los extranjeros, al menos por un tiempo.

Un hombre de complexión gruesa se dirigió resoplando hacia Yozo, con el estómago bamboleándose por encima de la faja.

—Va a salir de un momento a otro —dijo, jadeando.

—¿Quién? —preguntó Yozo, pero el hombre ya se alejaba pesadamente por la calle y gritaba a las mujeres asomadas a los balcones de los burdeles.

Se descorrieron unas cortinas y la gente empezó a salir de las casas, bostezando. Unas muchachas con rostros anhelantes pintados de blanco, que las hacían parecer como si llevaran máscaras, viejas feas de rostro contraído, niños reidores y jóvenes malhumorados brotaron por doquier, envolviendo a Yozo en una masa de cuerpos perfumados. Con gran repiqueteo de zuecos, la multitud se trasladó al bulevar, a través de una puerta cubierta con tejas y coronada por un frontón, y por una calle lateral, para luego congregarse frente a la casa más palaciega de todas. En las cortinas de la puerta principal se leían las palabras: RINCÓN TAMAYA. Yozo frunció el ceño al reconocer el nombre. Era el lugar donde Hana le dijo que acudiera en busca de un empleo. Él creía haberla apartado de su mente, pero acabó allí a pesar suyo.

Dispuesto frente a la entrada había un enorme palanquín lacado, con sus aplicaciones de oro brillando al sol. Un batallón de sirvientes, porteadores y guardaespaldas permanecía a la espera, ataviados con libreas de seda, sacando pecho orgullosamente. Las criadas, con quimonos de color índigo, salían a toda prisa de la casa y formaban dos largas filas, flanqueando el recorrido desde la puerta hasta el palanquín.

Yozo se situó detrás de la multitud mientras ésta se apretujaba y arrastraba los pies, dándose codazos, tratando de ver mejor.

—De un momento a otro —murmuró una joven a otra, al lado de Yozo.

—Quizá se fije en mí.

—En ti no, en mí. No me he vestido así para nada. Me reservará, ¡estoy segura.

Se produjo una súbita perturbación en el extremo de la multitud, y ésta retrocedió tan bruscamente que Yozo se vio aplastado contra una pared. Oyó jadeos y chillidos y luego gritos airados por encima de las voces penetrantes de las mujeres.

—Vosotros... ¡apartaos! ¿Qué creéis que estáis haciendo.

—El jefe saldrá de un momento a otro. ¡Dejadle salir de aquí.

—Eh —gritó una voz ruda, con marcado acento sureño—. ¿No eres tú uno de esos cobardes que luchaban en el Norte.

Yozo comprendió que un compañero norteño tenía dificultades, y se abrió paso entre los cuerpos, apartando a la gente a empujones y codazos, tratando de ver qué ocurría.

De pie, con la espalda contra la puerta lateral del Rincón Tamaya, había una figura alta y huesuda, mirando fieramente a su alrededor. Tenía el aspecto de un vagabundo, flaco y desgreñado, con una cicatriz en un lado de la cara y un par de espadas que sobresalían manifiestamente de su faja. Los guardaespaldas se abrían paso hacia él, pero cuando se le acercaban, se echaron atrás y se quedaron con las piernas abiertas y los bastones en la mano, observando al hombre con suspicacia. Ellos eran los auténticos cobardes, pensó Yozo.

—¡Circula! —gritó uno, que se dispuso a descargar un bastonazo sobre el hombre, pero éste agarró el palo, se lo quitó de las manos al guardia y lo arrojó desdeñosamente a la calle.

—¿Qué estás haciendo en el Rincón Tamaya? —preguntó a gritos otro, amagando un golpe—. ¡Eres un ladrón, un ladrón cobarde.

La multitud observaba, silenciosa y atemorizada. Entonces una mujer chilló: «¡Dejadlo en paz!» Se alzaron voces, indecisas al comienzo, luego más fuertes y al final todos gritaban: «¡Dejadlo en paz! ¡No ha hecho nada malo! Él es uno solo y vosotros sois diez. ¡Dejadlo estar!.

Un zueco voló desde la multitud y golpeó a un guardaespaldas en la espalda. El matón dio media vuelta amenazadoramente, luego se volvió y descargó un golpe con su bastón en el antebrazo del hombre.

La expresión del hombre se ensombreció.

—Conque cobarde... —dijo con voz tranquila y con la mano en la empuñadura de su espada—. Ahora veremos quién es el cobarde.

Pero antes de que pudiera sacar la espada, los guardaespaldas saltaron sobre él y lo empujaron contra la pared. Uno le dio un puñetazo en el estómago y otro le retorció el brazo en la espalda, gritándole obscenidades a la cara.

Yozo pudo comprender, por la mata de pelo, que pertenecía a la milicia de Kioto, mandada por el comandante en jefe. Pero aun así era un compañero norteño. Apartó a la gente y se sumó a la refriega. Propinó un fuerte puñetazo en la oreja del matón que estaba sujetando al norteño, luego se volvió cuando otro guardaespaldas se le acercaba y le hundió el puño en el carnoso estómago, dejándolo sin respiración. Cuando su corpulento oponente se dobló sobre sí mismo, Yozo se lanzó sobre un tercero, golpeándolo hasta derribarlo, con tal violencia que le arrancó la manga de su chaqueta de seda. A continuación la emprendió a golpes con el canto del pie y derribó a un cuarto guardaespaldas. El soldado norteño también luchaba como un demonio, y había dado cuenta de un par más de guardaespaldas.

BOOK: La cortesana y el samurai
2.1Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Ella Minnow Pea by Mark Dunn
Bound: The Inland Slave by Charisma, Kelsey
4.Little Victim by R. T. Raichev
The Killer Next Door by Alex Marwood
Protecting His Wolfe by Melissa Keir
She is My Sister by Joannie Kay
Three by Jay Posey
Sin No More by Stefan Lear
Cabin Fever by Elle Casey