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Authors: Lesley Downer

Tags: #Drama, Histórico

La cortesana y el samurai (29 page)

BOOK: La cortesana y el samurai
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Otsuné estrechó su mano.

—Ya sé lo que querías preguntarme. —Miró a los dos hombres, se inclinó para acercarse a Hana y bajó la voz—. De ese hombre del que todo el mundo habla... La gente dice que es un monstruo, pero es sólo un hombre; más rico que los demás, pero con los mismos apetitos. Asegúrate de que dispone de grandes cantidades de comida y bebida y todo irá bien. Vuelve mañana y cuéntame cómo fue.

Yozo miraba a una y a otra. No tenía idea de qué hablaban, pero de repente Hana pareció perseguida, como una criatura salvaje cogida en una trampa.

—No tienes que hacer nada que no quieras —le dijo Yozo—. Ahora estamos aquí Marlin y yo. Podemos protegerte.

Marlin se sentó.

—Por supuesto. No permitiremos que nadie te haga daño —declaró con su profunda voz de bajo.

—Tengo que hacer lo que se me ha dicho —replicó Hana tristemente—. Vosotros, hombres, estabais en el ejército. Teníais que obedecer las órdenes, tanto si queríais como si no. Lo mismo me pasa a mí. —Yozo sintió de nuevo el contacto de sus dedos en su mano—. Pero gracias —añadió. Entonces se inclinó, despidiéndose.

Se detuvo en el umbral, graciosa con su chaqueta haori y el cabello caracoleando suelto sobre la espalda, deslizó los pies descalzos en los zuecos y descorrió la puerta. Por un momento, la bañó la luz del sol. Luego, el zumbido de los insectos llenó la habitación y ella se fue.

—Es una belleza —dijo Yozo, sacudiendo la cabeza y sonriendo con aire triste.

Marlin pasó un brazo en torno a Otsuné. Ella miró a Yozo como para comprobar si le extrañaba aquella muestra de afecto, y luego se inclinó contra Marlin, volviendo el rostro para mirarlo.

—Yo tengo aquí mismo toda la belleza que podría desear—dijo Marlin, sonriendo a Otsuné.

25

Sosteniendo la sombrilla encima de la cabeza con una mano y levantándose las faldas con la otra, Hana apresuraba el paso por el gran bulevar. Aquella mañana habían aparecido cortinas rojas en las puertas de las casas y florecido faroles asimismo rojos a lo largo de los aleros, con la inscripción «Saburosuké Kashima». Adondequiera que mirase Hana, veía los desagradables caracteres pintados, y lo que presagiaban le aceleraba los latidos del corazón.

Cada paso que daba la acercaba al momento en que conocería a aquel Saburo. Trató de recordar el consejo de Otsuné, pero sólo podía pensar en los sucesos de aquella mañana. Nunca había visto a un hombre tratar a una mujer como Marlin trataba a Otsuné, con aquel afecto y aquella ternura. Y luego estaba Yozo. Se sorprendió sonriendo al pensar en él. Podía decir que era valiente, pero también amable; con un aspecto casi familiar, pero sumamente extraño en la manera de comportarse.

Recordaba cómo cambió su rostro cuando Otsuné le afeitó la barba y le cortó el pelo. La suya era una cara viril, musculosa y curtida, con una frente despejada y ojos inteligentes; la cara de un hombre en el que se podía confiar. Sus palabras resonaban en su mente: «Podemos protegerte.» Para su marido fue una sierva; para sus clientes, nada más que un juguete. Nadie, antes, se había ofrecido a protegerla.

Pero también dijo que las mujeres del Yoshiwara vendían sus cuerpos al enemigo. Este pensamiento le produjo un escalofrío que le recorrió la espalda. Era cierto. Había dormido con el enemigo, y aún seguía haciéndolo. Incluso se había permitido preocuparse por Masaharu. ¿Cabía mayor traición.

El sol de tarde caía con todo su rigor, y saturaban el aire los olores de las flores, del pescado a la parrilla y de las aguas residuales, con tal intensidad que se sofocó. Frente a una casa, la calle estaba atestada de hombres que miraban a las muchachas que acababan de ocupar la jaula. Hana se coló entre la multitud, estremeciéndose al rozarse con un cuerpo sudoroso tras otro. Acechando entre los clientes de hermosos atavíos, había hombres de cara delgada, con ojos hambrientos, lo más probable soldados norteños, como Yozo. Luego se dio de frente con una pareja de personajes corpulentos, de cuello grueso, que se abrían paso y que sin duda iban en busca de fugitivos. Sintió una punzada de temor, como un puño de hierro en el estómago, y se apresuró para dejarlos atrás.

Una figura seca como un palo, vestida con un rutilante quimono negro, salió del Rincón Tamaya, mirando a ambos lados de la calle. Era la tiíta, con su cara pintada de blanco contraída por la rabia. La pequeña Chidori corrió al encuentro de Hana, con sus mofletes brillantes de sudor bajo el pesado maquillaje, y la agarró por la manga.

—Date prisa, hermana mayor, date prisa —la urgía, jadeando.

De las cocinas llegaban los golpes de los cocineros machacando pescado para hacer pasteles y refinando arroz.

—¡Vaya ocasión para retrasarte! —dijo entre dientes la tiíta cuando Hana se inclinó ante ella y le pidió excusas—. Sabes perfectamente que hoy es un día importante. Ve dentro y prepárate. Saburo estará en La Casa de Té del Crisantemo de un momento a otro.

Como el resto del Yoshiwara, Edo-cho 1 estaba engalanado con banderolas y faroles. Las muchachas correteaban por doquier, dando grititos de excitación; las geishas se apresuraban seguidas por sus sirvientes, que acarreaban sus shamisen; los bufones practicaban sus números, y los mozos salían a todo correr de los restaurantes portando en equilibrio bandejas de comida apiladas una sobre otra. Las mujeres se habían puesto vestidos que superaban en magnificencia a los habituales. Todas, Hana lo sabía, esperaban atraer la atención de Saburo cuando paseara por el Yoshiwara. Pero mientras que las más jóvenes, que no habían conocido a Saburo, hervían de emoción, las mayores parecían extrañamente deprimidas.

Hana atravesaba las cortinas de la puerta del Rincón Tamaya, cuando la tiíta se volvió.

—Oh, lo olvidaba —dijo como de pasada—. Hay algo que debía decirte. ¿Recuerdas a la tal Fuyu? Ha estado aquí preguntando por ti.

Hana suspiró. Fuyu debía de tener una carta de Oharu y Gensuké, y se la había llevado personalmente, segura de recibir una generosa propina. Por esta razón la tiíta había evitado su mirada.

—¿Dónde está.

—Como no estabas, ha dicho que volverá mañana.

Hana se sentó pesadamente en el escalón.

—¿No... dejó nada para mí? —preguntó, a punto de llorar.

—No —respondió la tiíta, empujándola para que se pusiera de pie—. Vino alguien con ella... Un hombre.

Hana se liberó de la mano de la tiíta, que le aferraba el brazo.

—¿Qué clase de hombre? —inquirió con impaciencia.

—No parecía tener dinero —replicó la tiíta arrugando la nariz en un gesto de desdén.

—Pero ¿era joven? ¿Era viejo.

Si era viejo y cojo tenía que tratarse de Gensuké.

El lunar de la barbilla de la tiíta tembló.

—No puedo decirlo. No presté mucha atención. Creo que joven y desharrapado. No era la clase de persona que queremos tener por aquí.

Joven... O sea, que no era Gensuké. Una aterradora posibilidad empezó a abrirse paso en la mente de Hana. Había dado por supuesto que su marido estaba muerto, y en su deseo de averiguar qué había sido de Oharu y de Gensuké, dio su dirección a Fuyu. A Fuyu entre todo el mundo. Pero suponiendo que su marido no hubiese muerto, al acudir Fuyu a la casa y encontrarlo allí, él habría insistido para que Fuyu lo condujera directamente al Yoshiwara. Poseído por uno de sus terribles accesos de furia, se llevaría a rastras a Hana a casa, la conduciría a la leñera y la decapitaría.

Temblando de terror, se apoyó con la mano en la pared para no perder el equilibrio.

—¿Cuándo... cuándo han venido? —susurró.

—Hace un rato. No pierdas el tiempo. Tenemos que subir.

Hana se levantó y caminó torpemente urgida por la tiíta, que la condujo, a través de los suelos abrillantados, a su habitación. Allí las criadas estaban ocupadas disponiendo su ropa de cama y el baúl para los vestidos de los huéspedes, alisando los rollos que colgaban de las paredes y dando los últimos toques a los arreglos florales.

Hana pensó que su única oportunidad era encontrar a alguien que la protegiera, alguien lo bastante poderoso como para que ni siquiera su marido osara oponérsele. Por un momento pensó en Yozo, pero luego meneó la cabeza. Ni Masaharu era lo suficientemente poderoso y, en cualquier caso, ella no era tan necia como para imaginar que él querría hacer algo que pudiera comprometer su carrera.

Pero había alguien que podría protegerla, alguien rico y poderoso que no debía nada a nadie y de quien todo el mundo decía que siempre lograba lo que deseaba: Saburosuké Kashima. Quizá el famoso Saburo resultara ser su salvación.

26

En su habitación, Hana se estaba aplicando ella misma el maquillaje, en menor cantidad de lo habitual. En lugar de una máscara opaca y blanca extendió una capa pálida y diáfana a través de la cual resultaban claramente visibles sus delicadas facciones. Sus criadas le habían hecho un peinado altísimo, con una elegante corona de corales, tachonado con unas pocas horquillas doradas y de carey. Incluso sus quimonos eran menos elaborados de lo usual; un tanto delgados, más apropiados para una noche cálida que para la plenitud del otoño. El quimono de encima era de un delicado color melocotón. La ostentación se reservaba para el obi, de magnífico brocado bordado con leones y peonías.

Cuando se miró al espejo, la Hana que conocía había desaparecido. Se había convertido en Hanaogi, una belleza fascinadora que presidía una inmensa charada en la que los hombres podían hacer lo que quisieran, confiados en que no habría consecuencias.

Se sorprendió deseando que Yozo pudiera verla ahora, cuando estaba en el esplendor de su hermosura. Evocó su rostro, recordando la forma en que la miraba... y entonces sacudió la cabeza y frunció el ceño ante su propia estupidez.

Su gabinete había sido abrillantado, espolvoreado y adornado con colgaduras y ornamentos que desprendían lujo y sensualidad. El aire era rico en fragancias de áloe, sándalo, canela y almizcle, y al fondo de la habitación había tres cojines de damasco frente a un biombo de seis bastidores dorados. Un cojín era para Hana, otro para Kawanoto, su ayudante favorita, que iba a ser la animadora del festejo, y el tercero para el honorable invitado. Al lado de cada uno había una tabaquera lacada. Se habían dispuesto instrumentos musicales apoyados en las paredes, quimonos exquisitamente bordados colgaban de sus percheros especiales, obis pesados a causa de sus hilos de oro estaban destacadamente desplegados, y un rollo pintado que pendía en la hornacina representaba una cigüeña contra el sol naciente. El lujo superaba con mucho el que hubiera podido hallarse alguna vez en el palacio de un daimyo.

Cuando se aproximaba la hora de la llegada de Saburo, la tiíta entró apresuradamente y miró a Hana de arriba abajo, le enderezó el cuello del quimono y, con un dedo deformado, le ajustó la corona del cabello. Las criadas entraban en tropel llevando bandejas de comida: verduras sabiamente cocidas, una cría de calamar entera, fuentes de delgados fideos blancos y pequeñas berenjenas adobadas en sake, botellas de vino de ciruela y un gran cuenco de cristal lleno de agua, en la que nadaban unos pececitos transparentes.

—Boquerones —informó la tiíta inclinándose con orgullo—. Los hemos traído especialmente de Kyushu. Desde luego que no salieron baratos. —Chasqueó los labios como si ya se imaginara la elevada cantidad de dinero que cargaría a su huésped por aquel festín—. Saburosama tiene gustos muy exigentes.

Hana aspiró profundamente y se obligó a permanecer calmada. Necesitaba encandilar a Saburo para asegurarse de que se convertiría en su patrón, pero para lograrlo tendría que dormir con él. A eso no podría escapar.

Tama le había dado algún consejo cuando era nueva en el barrio: «Anima al cliente a beber todo lo posible; luego, cuando te retires a la cama, deja que se abra camino inmediatamente. Luego, haz que repita. Recuerda que debes apretar las nalgas y mover las caderas a derecha e izquierda. Esto estrechará la Puerta de Jade y a él le hará alcanzar la satisfacción rápidamente. Quedará agotado y caerá dormido, y así tú podrás dormir también..

Hasta aquella noche sólo se había acostado con clientes que le gustaban, y nunca había necesitado adoptar el consejo de Tama. Aquella noche sería la adecuada para ponerlo en práctica.

Con una punzada de pánico oyó que unos zuecos se aproximaban al Rincón Tamaya, primero suavemente y luego con más fuerza, arrastrándose y taconeando como si una hilera de personas estuviera bailando en un gran desfile. Cuando los cánticos y los aplausos arreciaron, Hana se deslizó fuera de la habitación y pasó a una cámara lateral. A través de las delgadas puertas de papel identificó la charla, con voces agudas, de las geishas y el arrastrar de pies por el tatami al penetrar la gente en tropel.

Cerró los ojos, pero para su horror le vinieron a la mente las palabras de Yozo, como un mantra: «Podemos protegerte.» Furiosa consigo misma, y con él por confundirla, apretó los puños y se obligó a concentrarse.

La tiíta la miraba para asegurarse de que estaba lista, luego descorrió la puerta con decisión, y Hana avanzó hacia la luz. Vio su habitación y a quienes estaban en ella congelados, como iluminados por un relámpago: el bufón con su túnica beige, con un pañuelo en la cabeza, los dedos de los pies recatadamente doblados hacia dentro, imitando a una cortesana; las geishas sonrientes, con sus dientes negros, abanicándose; y en el fondo de la estancia, junto a Kawanoto, una voluminosa presencia: el hombre que pagaría todos aquellos festejos.

Hana se levantó las faldas y descubrió su pie descalzo, bien consciente del efecto que producía cuando, asomando bajo el revuelo de seda y brocado, invitaba a imaginar la mujer que se escondía dentro. Haciendo oscilar la cola, se deslizó por la habitación y ocupó su lugar, arrodillada frente a su huésped. Alzó una taza de sake, bebió y luego, a través de sus pestañas, miró furtivamente a Saburo.

Era gordo, gordo en exceso; una bola de hombre... Pero los ricos tendían a estar gordos, se dijo. También era viejo, pero eso tampoco era infrecuente. Llevaba vestidos caros, y la mole de su persona la envolvía una túnica de la más fina seda púrpura y negra, con un poema bellamente caligrafiado en oro y que discurría por mangas y cuello. Pero la prenda estaba manchada de sake y se veían señales de sudor en el pecho y bajo los brazos. Su voluminoso y redondo cuerpo lo coronaba una cabecita asimismo redonda, como una mandarina en equilibrio sobre un pastel de arroz del tamaño de una calabaza, con ojos saltones rodeados de pliegues de piel. En conjunto, semejaba un enorme sapo.

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