La cortesana y el samurai (30 page)

Read La cortesana y el samurai Online

Authors: Lesley Downer

Tags: #Drama, Histórico

BOOK: La cortesana y el samurai
2.48Mb size Format: txt, pdf, ePub

Hana lo miró de arriba abajo. Se trataba, estaba claro, de un hombre acostumbrado a hacer su voluntad, pero ella sabía que acostarse con él inmediatamente sería una jugada equivocada. La mejor estrategia consistiría en hacerle esperar, avivar su deseo y hacerlo arder al menos hasta la tercera visita de rigor, a fin de que, cuando acabara por conseguir lo que quería, quedara embelesado. Pero tampoco podía darle largas indefinidamente. Un hombre como él tenía poder para protegerla de su marido, y por eso necesitaba mantenerlo bajo su hechizo.

Se arregló las faldas y miró a Saburo recatadamente. Era habitual mantener un duelo con un cliente, jugar con él al gato y al ratón. Recordando las lecciones de Tama, se volvió, apartándose un poco de él, e inclinó la cabeza de tal modo que él pudiera echar un vistazo a la parte sin pintar de su nuca.

—Así que usted es Saburo-sama —dijo Hana en tono suave—. Nos ha tenido olvidados por mucho tiempo, y eso es imperdonable. Y ahora reaparece y me reserva a mí entre todas, cuando ni siquiera me conoce.

—Tama, nuestra hermana mayor, se moría de amor por usted, ¿lo sabía? —dijo Kawanoto con voz aflautada, interviniendo en la conversación y abriendo mucho los ojos, con expresión de inocencia—. No ha podido pegar ojo desde que usted se fue. Pero ahora, después de llorar y lamentarse durante meses, le ha encontrado una nueva favorita. Sin embargo, supongo que usted encontró también a alguien en Osaka de quien se ha preocupado más que de nosotras.

—Eso no es verdad —replicó Saburo, con una risita tonta y con sus feas mejillas enrojeciendo—. ¿Cómo podría yo ocuparme de alguien que no fuerais vosotras, las del Rincón de Tamaya? —Su rostro se arrugó en una sonrisa, que reveló la ausencia de varios dientes—. En el momento que oí hablar de la famosa Hanaogi, regresé a toda prisa de Osaka. Y realmente eres tan bella como todo el mundo dice. En realidad, aún más.

El baile había comenzado. Un conjunto de geishas interpretaba una melodía obsesiva con los shamisen, los tamboriles y la flauta, mientras una de ellas cantaba con trinos. Luego, un par de geishas ejecutó una danza, gesticulando con sus abanicos, mientras el bufón hacía gestos remilgados imitando a una cortesana. Dirigía miradas al huésped, pero Saburo tenía la vista fija en Hana, a través de sus ojos entrecerrados.

—¿Más sake? —le ofreció Hana, llenando su taza.

Quería asegurarse de que al menos aquella noche no habría manoseos. Saburo cogió su taza, la vació de un trago y luego llamó con una seña a uno de sus ayudantes, un individuo de ojos penetrantes que permanecía arrodillado a un lado de la habitación. El hombre se adelantó, deslizándose sobre las rodillas y llevando varias piezas de un hermoso damasco rojo que depositó frente a Hana.

—¿Qué le hace pensar que estoy en venta? —preguntó, fingiéndose ofendida, mientras volvía a llenarle la taza de sake.

Ella se cuidaba de beber lo menos posible.

—Hanaogi nunca entrega su corazón a nadie —parloteó Kawanoto—. Las demás tenemos favoritos, pero ella nunca los tiene. Los hombres dicen que su corazón es de hielo y que nadie puede derretirlo. Cualquier hombre que venga al barrio anhela convertirse en su patrón, pero ella no acepta a ninguno.

—Yo no soy cualquier hombre —gruñó Saburo.

Su rostro tomó un color rojo oscuro y sus ojos y su boca quedaron reducidos a unas estrechas ranuras. Miraba de nuevo a Hana, como si estuviera imaginando qué había bajo sus muchos quimonos.

Se produjo una agitación fuera de la estancia. La puerta se descorrió y la tiíta se arrastró al interior, apoyada en manos y rodillas, y con la cara pegada al tatami. Luego, levantó la cabeza. A la luz de las velas su rostro era una máscara blanca, y el aceite hacía brillar su peluca.

—¡Carpa del río Yodo! —graznó.

Una criada desfiló llevando en alto una tabla de trinchar, de madera de ciprés, sobre la que había una carpa entera. Había sido cortada en rodajas de un rosa pálido, atadas con cinta roja, y dispuestas sobre la raspa. Se habían hecho los cortes con la rapidez de un relámpago, pues la cabeza, que permanecía unida al cuerpo, aún se estremecía con vida. Toda la presentación se disponía sobre un lecho de rábanos blancos y algas verde oscuro, en un arreglo tan hábil que parecía como si el pescado nadara en el mar. El bufón y las geishas dejaron escapar un murmullo de admiración cuando la criada colocó la tabla en la mesa, frente a Saburo. Éste se pasó la lengua por los labios.

—¿Dónde está el cocinero? —rugió—. ¿Por qué no la cortó ante nuestros ojos? Hubiera sido un espectáculo.

El ayudante puso una taza de sake en los labios de la carpa, la agitó y vertió en su boca unas gotas. Saburo miraba con atención mientras la garganta del pescado sufría convulsiones a medida que tragaba, y luego se echó a reír, sujetándose el estómago y balanceándose de un lado a otro. Los ayudantes, el bufón y las geishas lo miraron nerviosos por un momento, y luego se unieron a las risas. Finalmente se volvió hacia Hana, se limpió los ojos y se la quedó mirando. Su rostro se había vuelto pétreo.

—Tú puedes jugar a todos los juegos que quieras, hermosa —dijo—, pero al final serás mía. Bailarás a mi son.

Un escalofrío recorrió la espalda de Hana.

—Por lo que veo es usted un hombre que sabe lo que quiere. —Hizo un gesto hacia el cuenco de cristal en el que se movían los peces—. Incluso boquerones. No es la temporada, ¿verdad.

—No lo es. Pero sí en Kyushu.

Kawanoto capturó unos pocos de aquellos pececitos que nadaban con rapidez y los puso en un pequeño cuenco. Vertió sobre ellos salsa de soja y los pescados se revolvieron, convirtiendo la salsa en espuma. Hana tomó un par de palillos, pero antes de que tuviera tiempo de ofrecerle un pescado a Saburo, él agarró el cuenco con ambas manos, se lo llevó a la boca y se tragó todo su contenido. Apretó los labios y mantuvo los pescados en la boca, hinchando los carrillos. Hana casi podía oír cómo se debatían los pescados, golpeándose contra los dientes, la lengua y los carrillos. Luego los engulló, con los ojos desorbitados, se apretó su prominente estómago y sonrió estúpidamente.

—¡Qué sensación! —gruñó—. Se están retorciendo. ¡Puedo sentir cómo se retuercen.

Se produjo un largo silencio, luego el bufón y los ayudantes prorrumpieron en carcajadas, y las geishas rieron entre dientes. Al final todos aplaudieron y Hana sonrió y se sumó a los aplausos.

La piel de Saburo se cubrió con una intensa tonalidad castaña que acabó por extenderse por toda su cabeza calva. Muy despacio, como un gran árbol en un bosque de un valle angosto, se venció hacia un lado, emitió un prolongado suspiro y empezó a roncar.

Hana aguardó un rato hasta asegurarse de que realmente dormía, observando su abultado estómago subir y bajar. Se puso en pie lentamente y, sintiéndose todavía un poco nerviosa, se arrastró fuera de la habitación. Al menos no tendría que preocuparse de divertir a Saburo aquella noche.

27

El barrio estaba silencioso cuando Hana salió a la calle. Las llamas de los faroles de papel a lo largo de los aleros y frente a las puertas se habían extinguido, y cuando levantó la vista pudo ver cientos de estrellas titilando en el oscuro firmamento. Había tenido mucha fortuna al escapar, pensó.

Con el rabillo del ojo captó un movimiento en la oscuridad. Había alguien allí. Se dio media vuelta.

Incluso en la oscuridad pudo ver que no se trataba de un cliente. Era demasiado joven y presentaba el aspecto hambriento y medio enloquecido de un fugitivo del Norte. Hana se retiró a las sombras. El hombre era corpulento, mucho más que ella, llevaba un grueso bastón y un fardo, y despedía un tufo a ropa sucia.

Se inclinó bruscamente, como un soldado.

—Discúlpeme —dijo con una voz clara y alta—. Estoy buscando a la cortesana Hanaogi.

Hana miró en derredor, aliviada por haberse quitado sus túnicas y soltado el cabello.

—¿Qué quiere de ella? —preguntó.

—Traigo un mensaje.

—Entre, pregunte por la tiíta y déselo a ella.

Él negó con la cabeza.

—Tengo órdenes de entregárselo a Hanaogi personalmente.

Confusa, Hana lo miró con más atención. Hablaba a la suave manera del centro del Japón, que acentuaba las erres y pronunciaba las vocales llanas. Comprendió que era de Kano, como ella y su marido. Pero no era precisamente ese acento lo que le resultaba familiar; había algo en su manera de moverse, con las piernas separadas como si se dispusiera para un ataque. Su rostro era descarnado, y medio oculta por una gruesa capa de barba cerdosa, tenía bajo la oreja una lívida cicatriz. Pero ella estaba segura de que había visto antes su nariz aplastada y su frente abultada.

Entonces llegó el recuerdo. Fue el día en que su marido partió. Hana vio fuera de la casa un grupo de jóvenes con chaquetas azules, de pie junto a la puerta. Su marido gritó una orden, y uno de ellos se adelantó. Hana levantó la vista y, por un momento, cruzó la mirada con un joven alto, de huesos grandes, ferozmente ceñudo y con un pelo que sobresalía como maleza en torno a su cráneo. Para regocijo de Hana, se sonrojó hasta los lóbulos de las orejas. Su marido empujó al joven hacia donde estaba su suegro, quien se apoyaba en su espada como un veterano curtido en las batallas.

«Mi leal lugarteniente —dijo su marido, palmeándolo en la espalda con tal fuerza que lo hizo tambalearse y adelantarse un par de pasos—. No es una belleza, pero es un buen espadachín y también puede aguantar la bebida. Confío en él para todo..

Tragó saliva con dificultad, tratando de evitar que su voz temblara.

—¿Ichimura.

—Señora. —Se inclinó, y el reconocimiento se reflejó también en sus ojos.

Tras ellos, en la casa, unas puertas se cerraron de golpe y varias personas empezaron a bajar las escaleras ruidosamente. Era un grupo de geishas a las que acompañaban los clientes que no podían permitirse pernoctar. Cuando salieron en tropel a la calle, uno de los huéspedes cayó, se quedó a cuatro patas, maldijo sonoramente y provocó que las geishas prorrumpieran en agudas carcajadas. Luego desaparecieron al doblar la esquina del gran bulevar, cantando alegremente.

Ichimura bajó la mirada como si se horrorizara de encontrar a la esposa de su jefe en semejante lugar.

—Todos han muerto, Ichimura —murmuró Hana, con voz temblorosa, cuando los cánticos se apagaban en la distancia.

—Lo sé —dijo Ichimura—. Fui a su casa.

Hana inspiró ruidosamente y evocó las estancias a oscuras, vacías incluso de cojines, los paneles cerrados, los rescoldos brillando en el hogar. Se recordó a sí misma corriendo desesperadamente, luchando por abrir aquel panel mientras oía a su espalda los golpes y los gritos, y cómo huyó por la arboleda hacia el río, dejando a Oharu y a Gensuké para que se defendieran por su cuenta.

—Nada es igual que antes, señora. La casa no parece estar bien cuidada. —Se detuvo y se limpió los ojos con la manga—. Los criados me dijeron lo que había sucedido. Había allí una muchacha y un anciano lisiado.

—¡Oharu y Gensuké! ¿No les hicieron daño.

Pensar en ellos infundió en Hana un sentimiento de consuelo.

—Yo debía entregar mi mensaje al padre del señor —dijo Ichimura frunciendo el ceño—. Me informaron de lo sucedido en Kano, y me dijeron que los sureños también vinieron por usted y que se vio obligada a huir. Desde entonces no sabían de usted. Creían que también había muerto, de modo que desistí de mi propósito y me fui a la ciudad. —Miró en derredor y bajó la voz—. Ahora hemos formado un movimiento de resistencia, señora. Vamos a expulsar a los sureños y a devolver al shogun al lugar que le pertenece. Algunos de mis camaradas se dirigieron a Edo y me llevaron con ellos. Estuve preguntando por si usted seguía con vida, pero me quedé sin dinero. Fue hace unos días.

—Y fuiste a una casa de empeños y conociste a...

—A una mujer llamada Fuyu. Me dijo que mi descripción de usted coincidía en gran medida con la fugitiva a la que había encontrado el invierno pasado, y que haría algunas averiguaciones.

De modo que por eso Fuyu fue en su busca y la engañó para que revelara la dirección de su casa. Probablemente ni siquiera entregó la carta, dedujo Hana con una punzada de ira, y Oharu y Gensuké seguirían sin saber si estaba viva.

—Cuando volví, Fuyu me dijo que la había localizado, y me trajo directamente aquí. No pensaba que realmente pudiera ser usted, señora..., pero descubrí que sí lo era.

A la luz de las estrellas, Hana pudo ver temblar la mandíbula de Ichimura.

—¿Y mi marido? —susurró—. ¿Mi marido.

—Lo siento, señora —dijo Ichimura, tragando saliva.

Hana lo tomó por el brazo.

—Ven adentro —le invitó amablemente—. En las cocinas te darán comida y tabaco.

Cuando Ichimura se soltó las sandalias y se frotó los pies, Hana recordó que Saburo estaba en su gabinete, durmiendo. La lujosa sala de recepción de la casa estaba vacía, y prefirió guiar por allí a Ichimura. Él se arrodilló en la estancia, con su techo pintado, entre las tabaqueras de laca, las colgaduras, los rollos y las velas ardiendo, y mantuvo la espalda erguida, como un soldado, a pesar de sus vestidos raídos. Cuando ella lo vio por última vez era un individuo musculoso, de cara ancha, pero ahora sus mejillas estaban chupadas y en torno a sus ojos se habían formado unos círculos negros. Dejó su fardo en el suelo y se puso a deshacer el nudo.

El bulto contenía dos cajas, una de madera, el estuche de un rollo, y otra de metal, con una tapa que encajaba a presión, del tipo que podría usar un soldado para transportar provisiones. El joven se inclinó y le tendió ambas cajas, sosteniéndolas reverentemente con ambas manos. Hana no esperaba que fueran tan ligeras, y se las colocó delante.

—Por favor, dime. Mi marido.

Ichimura se sentó sobre los talones y fijó la mirada en el suelo. Cuando la levantó, su expresión era ceñuda. Habló lentamente.

—Le diré lo que sé, señora. Luchamos durante meses, pero la superioridad numérica del enemigo era abrumadora, y el quinto mes supimos que estábamos vencidos. Hacía un calor insoportable. Debía haber llovido, pero en Ezo no hay estación de las lluvias. Los hombres se quedaban donde caían muertos. Había demasiados para enterrarlos, y los heridos volvían a combatir en cuanto los vendaban.

»El señor se mantenía en vanguardia, encabezando cada batalla, pero ya no hablaba mucho. Por las noches se encerraba en sus aposentos. Un día me mandó llamar. Era el quinto día del quinto mes. Tenía con él estas cajas. Me dijo: “Ichimura, ve a Edo y entrégaselas a mi padre. Si ha muerto, dáselas a mis hermanos. Si ellos también han muerto, a mi madre. Y si ella falta, a mi esposa..

Other books

Royal Heist by Lynda La Plante
Lucy, Fallen by Yolanda Olson
Australia Felix by Henry Handel Richardson
Letters to Penthouse XIV by Penthouse International
The Oasis by Mary McCarthy
Hellburner by C. J. Cherryh