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Authors: Lesley Downer

Tags: #Drama, Histórico

La cortesana y el samurai (34 page)

BOOK: La cortesana y el samurai
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Aunque mi cuerpo pueda corromperse en la isla de Ezo, mi espíritu protege a mi señor en Oriente.

Por alguna razón, la imagen no había bastado para convencerlo de que el comandante en jefe era realmente el marido de Hana. Pero ahora, al ver el poema, supo que era cierto: eran una y la misma persona.

—No estoy siquiera segura de que haya muerto —susurró ella, enrollando el papel y devolviéndolo a la caja—. Ichimura abandonó Ezo antes de la última batalla, y no lo vio caer. Siempre he tenido el temor, acechando en el fondo de mi mente, de que, después de todo, pudiera no haber muerto, y que regresaría y me encontraría.

Mientras hablaba, Yozo se dio cuenta de que él era la única persona del mundo que sabía con seguridad lo que le había sucedido a su marido.

—También yo tengo un secreto —dijo con voz ronca, pero mientras hablaba comprendió que no podía decirle que él disparó a su propio oficial al mando, que él había matado al comandante en jefe. Con independencia de lo que ella sintiera por su marido, resultaba demasiado atroz confesar un crimen—. Yo... yo participé en la última batalla. Estaba allí y lo vi caer. —Meneó la cabeza—. No me pidas que te diga más. Está muerto, créeme. Sé que está muerto.

Ella lo abrazó y él sepultó su rostro en su cabello.

—No hablemos nunca más de esto —dijo ella—. Ya pasó. Ahora estamos aquí, juntos.

32

Hana estaba en la puerta del Rincón Tamaya, inclinándose ante el último de sus clientes cuando éste doblaba la esquina del bulevar; luego regresó a sus habitaciones, con el cerebro zumbándole todavía tras la conversación que había mantenido con Yozo el día anterior.

Hubiera querido preguntarle muchas cosas: para empezar, cómo murió su marido y qué fue de su cadáver; pero sabía que nunca sería capaz. Había visto el dolor en el rostro de Yozo: estaba claro que apenas podía soportar pensar en la guerra. Pensó que debía estarle agradecida por haberle dicho cuanto sabía.

Ella ignoraba incluso hasta qué punto Yozo había conocido a su marido; sólo que estuvo presente cuando murió. Debieron de luchar hombro con hombro. Pero de lo único que podía estar segura era de que su marido había muerto. Se había quitado un peso de encima ahora que Yozo conocía su secreto. Ya no estaba sola, y ya había dejado de temer a su marido. Con la ayuda de Yozo encontraría una forma de escapar y regresarían juntos a su casa, con Oharu y Gensuké.

Debía hallar una manera de introducir subrepticiamente a Yozo en su dormitorio aquella noche, se dijo, y quizá esconderlo en el armario de los futones. Esta idea la hizo reír en voz alta. Sabía que él era orgulloso en exceso, y que nunca accedería a algo tan indigno.

Mientras las criadas se ajetreaban retirando los platos y doblando los futones, se dirigió al altar, encendió las velas y el incienso, y dispuso nuevas ofrendas. Oyó pasos y miró con impaciencia, pensando que Yozo llegaba para su visita matinal; pero se sintió decepcionada cuando advirtió que no se trataba de su paso rápido sino de unos pies que se arrastraban. Arrebujándose en su túnica, corrió hacia la sala de recepción.

Al cabo de un momento se dejó oír fuera una tos, y la tiíta entró renqueando, envuelta en una nube de humo de tabaco. Hana la miró sorprendida. La anciana llevaba una sencilla túnica de algodón, como si se hubiera vestido a toda prisa. Iba sin maquillaje alguno ni peluca. Su mirada brillaba de una manera extraña. Se acercó a la hornacina y alisó el rollo, estudió la bandeja con los accesorios para la ceremonia del té, cambió de lugar los batidores y las cucharas de bambú, se arrodilló junto a la tabaquera y empezó a llenar de nuevo su pipa.

—¿Cuánto tiempo llevas con nosotros, querida? —inquirió con su voz ronca de vieja—. Más de medio año, ¿verdad? He llegado a quererte tanto como si fueras mi propia hija.

Tomando el hervidor del brasero, Hana llenó la tetera y asintió cortésmente, preguntándose adónde quería ir a parar la tiíta. Mostrarse tan amistosa no era lo suyo.

—Desde el momento en que te vi supe que lo harías bien. Realmente has devuelto la vida al Yoshiwara. Casi presenta el esplendor de sus mejores tiempos, cuando yo era la cortesana estrella, celebrada en todo el país. No es el mismo esplendor, claro, pero casi. Y el Rincón Tamaya es su casa más famosa, gracias a ti. Ninguna otra casa puede enorgullecerse de una cortesana que iguale tus encantos. Tienes reservas para meses. Estamos muy satisfechos, querida.

Se inclinó. En su rostro Hana podía distinguir la fina osamenta bajo la arruinada piel, e imaginarse la bella mujer que fue en otro tiempo.

La tiíta no daba la menor muestra de estar a punto de marcharse. Llamó a las criadas y les dirigió una reprimenda, luego mandó a Kawanoto a coger un menú de un vendedor ambulante, sin dejar en ningún momento de dar caladas a su pipa. Luego bebió un sorbo del té que Hana le ofreció. Si no se iba pronto, pensó Hana con desesperación, pasaría la mañana y, con ella, la oportunidad de que Yozo la visitara aquel día.

La tiíta dio una larga calada a la pipa, expulsó una nube de humo y volvió a sentarse sobre los talones.

—Quería darte la noticia en cuanto se fueran tus clientes. Sabía que te ibas a emocionar ante tan extraordinaria suerte. Pero la mereces. Tú más que nadie.

Hana se enderezó, mirándola con suspicacia. La tiíta siempre iba derecha al asunto, de modo que fuera lo que fuese lo que iba a decir, no podía ser algo bueno.

—Debo decir que veré con tristeza tu partida.

A Hana se le cortó la respiración. ¿Qué quería decir la tiíta? ¿Podía ser que estuviera planeando cancelar la deuda de Hana y darle la libertad? Nunca hubiera soñado que hiciera tal cosa. No, se trataba de algo más.

—Me consta que tú también nos echarás de menos —prosiguió la tiíta—. Por supuesto, necesitarás hacer el equipaje y estar lista, pero queda mucho tiempo para hacer los arreglos y ofrecerte una buena despedida.

Hana pensó que alguien debía haber ofrecido comprar su libertad, pero en tal caso, ¿por qué la tiíta no se limitaba a presentarse y anunciarlo, en lugar de mostrarse tan evasiva.

—Será una ocasión maravillosa. Saburo cerrará el Yoshiwara esa noche y dará la mayor fiesta de la que se haya oído hablar.

Hana se la quedó mirando, sin comprender.

—¿Saburo....

—Sí. Has pescado el pez más gordo del país, el único tras el que andaban todas las chicas. Todos estos años ha sido un conquistador. Siempre dijo que buscaba a la mujer perfecta, y ahora, al parecer, la ha encontrado por fin. A mí no me sorprende, figúrate, con tu talento y tu aspecto. Va a organizar una gran fiesta para ti cuando regrese de Osaka.

—¿Quiere decir... que Saburo ha hecho una oferta y usted viene a preguntarme si estoy de acuerdo.

Paralizada por el horror, Hana apenas podía articular palabra.

—Mi querida muchacha, tienes que moverte rápidamente si quieres hacer negocio aquí. Si no hubiéramos aceptado en seguida, él podría muy bien haber buscado en otra parte. Es el hombre más deseable que haya pasado por el Yoshiwara. Recuerda que el padre y yo no queremos sino tu bien. Sólo eres una chica joven, y no tienes ni idea de cómo es el mundo.

Por un momento, Hana quedó estupefacta. Luego las palabras le brotaron antes de que pudiera detenerlas.

—¿Quiere decir que me han vendido a Saburo? Pero... pero ustedes no pueden hacer eso.

La sonrisa de la tiíta se heló. Tenía aquel destello en la mirada que recordaba a Hana que por más atractiva y famosa que pudiera considerarse, seguía siendo meramente su posesión.

—Yo puedo hacer lo que quiera, muchacha —dijo en tono suave—. No olvides que todavía no nos has devuelto un solo mon de cobre. Nos debes una gran cantidad de dinero, y tu deuda crece de día en día. Pero no te preocupes, nosotros lo hemos calculado todo: cuánto podrías reportarnos quedándote aquí y cuánto obtendremos si aceptamos la oferta de Saburo. Es un hombre generoso y está decidido a tenerte. —Su expresión cambió y compuso una suave sonrisa—. Es por tu propio bien, querida. Pensamos en tu futuro.

Hana tragó saliva. No podía imaginar algo peor.

—No hace falta que le des vueltas a la cabeza —dijo la tiíta desdeñosamente, poniéndose en pie—. Ni siquiera vas a tener otros clientes nunca más. He cancelado todas tus citas. Y ni imagines que podrías escabullirte —añadió bruscamente, cuando Hana iba a abrir la boca para protestar—. Eres demasiado valiosa. Hasta que Saburo venga a buscarte, permanecerás aquí mismo, en tus habitaciones. Nos aseguraremos de que tienes toda la comida, accesorios de costura, papel y libros que puedas desear. Oh, y ese Yozo... He dicho a los hombres que no te moleste. Puedes pasarlo maravillosamente leyendo, cosiendo, practicando la ceremonia del té, disponiéndote para el día en que Saburo venga por ti. El padre ya lo ha arreglado todo y cobrado un depósito. Ahora eres propiedad de Saburo.

Hana permaneció mucho tiempo sentada después de que se cerrara la puerta y las pisadas que se arrastraban dejaran de oírse, demasiado aturdida incluso para llorar. Cuando empezó a asimilar el pleno sentido de lo que había dicho la tiíta, corrió a su dormitorio, enterró la cabeza en los futones y lloró hasta que pensó que no le quedaban lágrimas. Precisamente cuando había conocido un atisbo de felicidad por primera vez en su vida, lo perdía todo. ¡Vendida a Saburo! Era un destino más terrible de lo que nunca pudiera imaginar. Ahora ni siquiera Yozo podría salvarla.

Otoño

33

La estación de los tifones llegó y pasó, los árboles cambiaron de color y las hojas empezaron a caer. Por las mañanas, la escarcha destellaba en los tejados, las pasarelas de madera y las piedras del pavimento del Yoshiwara. Era el tiempo del aire fresco y los cielos azules y brillantes, aunque en el callejón donde vivía Otsuné el sol apenas asomaba sobre las modestas casas.

Sentado con Marlin en casa de Otsuné, Yozo suspiró y dio una calada a la pipa. Estaba cansado del exilio, de aquel reducido cuadrado de cinco calles habitado por mujeres pintadas y hombres fuera de la ley, con su afluencia nocturna de borrachos en busca de placer. Estaba impaciente por regresar al mundo real.

—¡Traigo noticias.

La puerta se abrió e irrumpió Ichimura, con el cabello sobresaliendo descuidadamente en torno a su cabeza. Desde la pelea en el exterior del Rincón Tamaya, se había convertido en un visitante habitual.

—El almirante Enomoto —dijo jadeando, mientras se desprendía de las sandalias y se dejaba caer en el tatami junto a Yozo y Marlin—. ¡Lo hemos encontrado, y al general Otori también.

Yozo se inclinó hacia delante, escuchando con atención, y en su rostro se dibujó una sonrisa.

—Después de todo, no están en la cárcel de Kodenmacho. —Ichimura echó mano de una taza de sake y se la bebió de un trago—. Están en un campo para prisioneros de guerra en los terrenos del castillo, dentro de la Puerta de Hitotsubashi... Lo llaman Centro de Confinamiento Disciplinario. Hay cinco campos con un par de centenares de hombres en cada uno. Son unos lugares horribles.

—Entonces, ¿has visto a Enomoto y a Otori? —preguntó Yozo.

—No. Todo esto lo sé por Eijiro, uno de nuestros hombres. Se dejó crecer el pelo para parecer un médico, y engañó a los guardias para que le dejaran entrar.

—Pero ¿cómo están.

—Dice que su salud es razonablemente buena, que han adelgazado un poco, pero que mantienen alta la moral.

—¿Y cómo es la cárcel, cómo es la distribución? —interrumpió Marlin con su vozarrón, frunciendo su despejada frente.

—Según Eijiro el sitio es terrible, sucio e infestado, y no hay mucha comida: arroz y sopa, eso es todo. Y apesta. Los rangos inferiores están hacinados en una nave con dos hileras de tatamis: un hombre, un tatami. Algunos están heridos, y muchos más, enfermos, pero por lo menos el almirante y el general tienen habitación propia. Eijiro volverá hoy con comida, sábanas y medicinas, todo lo que pueda llevar.

—Tenemos que sacar a Enomoto y a Otori, y a todos los que podamos de los demás.

—No va a ser fácil. Los terrenos del castillo están bien fortificados y custodiados, con muros enormes. Pero corren rumores de que el almirante y el general van a ser trasladados muy pronto a la cárcel de Kodenmacho.

Yozo dejó la pipa en la mesa y se inclinó hacia delante.

—¿Sabes cuándo.

—Dentro de diez días. Eijiro hace todo lo posible para enterarse de más datos.

—En la cárcel de Kodenmacho hay un terreno destinado a ejecuciones —dijo Marlin.

Marlin actuaba como el dueño de la casa, llenando las tazas de sake, echando al brasero las ascuas y repartiendo las redondas galletas de arroz seco. Yozo tomó un trago de sake y alzó una ceja.

—¿Has estado en la cárcel.

—Nosotros, los militares franceses, trabajamos para el shogun cuando vinimos al Japón. Fuimos a todas partes y lo vimos todo.

—Bien, no los van a ejecutar a puerta cerrada —dijo Yozo—. No es así como hacemos las cosas aquí, ni tampoco en tu país. —Eso lo sabía él bastante bien: había visto la guillotina en acción en París—. Si planean ejecuciones, las llevarán a cabo en público, como una advertencia al pueblo, y expondrán las cabezas en las picotas del Puente del Japón.

—Nosotros tenemos que asegurarnos de que eso no suceda, ¿verdad? —dijo Marlin poniéndose de pie y encaminándose a la parte donde trabajaba Otsuné.

Regresó a los pocos momentos con un rollo de papel y un pincel, y se los alargó a Ichimura.

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