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Authors: Lesley Downer

Tags: #Drama, Histórico

La cortesana y el samurai (37 page)

BOOK: La cortesana y el samurai
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Tragándose su pánico, se inclinó y sonrió a los huéspedes. La mitad del gobierno estaba allí, con los rostros enrojecidos, alzando sus tazas de sake en un brindis por la pareja recién unida. Repartidos por las mesitas, delante de ellos, había platos colmados de huevas de erizo, cuencos con ventresca de bonito y rodajas de calamar, carpas fileteadas con las cabezas y las colas intactas, trozos de prometedor sashimi de grulla y arroz mezclado con almejas, un famoso afrodisíaco.

Las geishas habían reanudado sus danzas, pero no las decorosas que se ejecutaban al comienzo de una fiesta, sino un baile más salvaje y frenético, marcado por el insistente batir de los tambores.

Masaharu estaba al otro lado de la estancia, con Kaoru cerca de él, apretando las rodillas contra las suyas, llenando su taza de sake y riéndole las bromas. Hana y Kaoru se miraron a los ojos y ésta dirigió a aquélla una sonrisa venenosa. Viendo el rostro de Masaharu, de hermosas facciones y joven, Hana recordó las noches que habían pasado juntos y experimentó una punzada de tristeza. Qué sencillo hubiera sido todo si Masaharu la hubiera tomado como concubina. Claro que en ese caso no hubiera conocido a Yozo. El joven funcionario, de frente abombada, que había jurado que no podía vivir sin ella, lanzó a Hana una mirada amorosa. Si la hubiera deseado tanto, se dijo ella, pudo haberla rescatado. Pero al cabo había sido otro hombre el que había comprado su libertad. Sus prominentes mofletes y sus pliegues de grasa bajo la barbilla estaban empapados de sudor. Hana se inclinó hacia él.

—¿Dónde ha estado usted todo este tiempo? —le reprendió en broma—. ¿Su trabajo era tan importante que no pudo venir a visitarme ni siquiera una vez? —añadió, haciendo un mohín—. Estaba empezando a creer que ya no se preocupaba más por mí.

Saburo se abanicó y envolvió la muñeca de Hana con una mano húmeda.

—Ahora eres mía, hermosa —dijo, entrecerrando los ojos como una rana a la vista de una mosca—. No puedo esperar a que todo esto termine. Sé que te gustan las travesuras.

Apretó su presa y ella sintió que se debilitaba su fuerza de voluntad y que un espasmo de temor se agarraba a su estómago. Tama puso una mano sobre su muslo bañado en sudor.

—Se ha perdido usted un montón de cotilleos mientras ha estado fuera —dijo suavemente, mirando a Hana por el rabillo del ojo—. ¿Se acuerda de Chozan, del Chojiya, al otro lado de la calle? Nunca adivinaría qué hizo.

—Estoy seguro de que me lo vas a contar —replicó Saburo, volviéndose perezosamente hacia ella.

—Estaba convencida de que ese seductor de Sataro, el que tanto estaba por ella, el hijo del rico comerciante, se iba a casar con ella si era capaz de convencerlo de que lo amaba. Estuvo dando vueltas a la mejor manera de demostrárselo, y ¿sabe usted lo que hizo.

Saburo negó con la cabeza.

—Le escribió una carta diciéndose que se iba a cortar la punta del meñique para demostrarle su amor, y lo cumplió. No puede usted imaginar el alboroto y el desorden. Ella se desmayó, por supuesto, y la punta del dedo salió volando por la ventana. Entonces se dio cuenta de la tontería que acababa de cometer.

—¿Y él se casó con ella.

—Pues claro que no. ¿Quién quiere a una chica a la que le falta la punta del dedo.

—Ya conoces el dicho —y Saburo dirigió una mirada furtiva a Hana—: «La mayor mentira de la cortesana es “Te amo”, y la mayor mentira del cliente es “Me casaré contigo”..

Tama se disponía a contar otra historia divertida cuando la tiíta dio unas palmadas.

—Nuestro honorable patrón, Saburo-sama, ha dispuesto algo especial para nosotros esta noche. Entra, Chubei, ¡no seas tímido.

Chubei estaba arrodillado en la puerta, con su chaqueta de algodón de mangas anchas, las manos en el suelo, haciendo la reverencia. Jefe de cocina del Rincón Tamaya, era famoso en todo Edo, y Hana lo conocía bien. Era un hombre amable, achaparrado, con una calva brillante y manos carnosas inmaculadamente cepilladas. Su único defecto era su debilidad por el sake, y aquel día, como de costumbre, sus mejillas estaban enrojecidas de una manera que no era natural. Zigzagueando ligeramente, atravesó la estancia y se arrodilló ante Saburo, mientras unos aprendices con chaquetas blancas disponían una mesa baja y colocaban encima un par de grandes tablas de trinchar.

Saburo se pasó la lengua por los labios y tomó un trago de sake. Hana volvió a llenarle la taza con el cálido y ambarino líquido.

—¡Chubei! —bramó. El cocinero se echó a temblar bajo su mirada—. ¿Has olvidado mi encargo especial.

El cocinero dio media vuelta, dio una palmada y un par de aprendices entró arrastrando una cuba de madera procurando no verter una sola gota de agua en el tatami, mientras los huéspedes permanecían sentados a sus mesas, con las piernas cruzadas, observando atentamente.

El cocinero se arremangó, y luego, con aires de presentador de un espectáculo, metió una mano y sacó un pez, una criatura hinchada, cubierta de manchas negras, con rayas de color marrón anaranjado y vientre blanco. Era el pez más feo que Hana había visto. Lo mantuvo suspendido en el aire mientras se debatía, salpicando agua en derredor y abriendo y cerrando su pequeña boca. Unos diminutos dientes brillaban en su interior, y el vientre lo tenía cubierto de púas.

—Fugu —dijo Saburo, cuya cara se arrugó con una amplia sonrisa—. Un pez globo.

—Fugu tigre —lo corrigió Chubei con remilgos—, el mejor que hay. Si puedo decirlo, cuesta una fortuna, especialmente en esta época del año.

—Una fiesta para un hombre rico —proclamó Saburo, sonriendo satisfecho—. Y para sus amigos, naturalmente.

—Usted encargó tres, honorable señor. Uno ya está preparado. Tenemos listo para usted sake con aleta de fugu tostada en seco.

—Todo a su debido tiempo. Veamos primero cómo cortas ese monstruo.

—A menudo preparamos el fugu delante de nuestros comensales, pero es la primera vez que lo hago en una sala de banquetes —explicó Chubei, un poco nervioso. Hana observaba, incómoda. Tama se suponía que estaba a cargo de la exhibición, pero de algún modo Saburo había asumido ese papel.

—¿No es venenoso? —preguntó Hana en un susurro.

—¡Qué criatura! —exclamó Saburo—. No lo es, si está adecuadamente preparado. Es el rey de los pescados. Pero no le des vueltas a tu linda cabeza, porque no es para ti. ¡Éste es un plato para hombres! Excepto para el shogun, por supuesto. No se le permitía comerlo por si lo mataba... Aunque al final conseguimos deshacernos de él sin la ayuda del fugu. ¿No es así, caballeros.

Unas carcajadas incontrolables llenaron la estancia. Hana había olvidado que allí todos eran sureños.

—Hanaogi-sama, sin embargo, tiene razón, honorable señor —explicó Chubei con toda modestia—. Sólo los cocineros más competentes pueden preparar el fugu como es debido. Se trata de una tarea muy delicada y resulta fácil cometer un error. Basta con rozar el hígado con el cuchillo para que todo el pescado quede contaminado.

—Jugar con la muerte... —dijo Saburo, frotándose sus gruesas manos—. Eso es lo emocionante.

—Hay un montón de muertes cada año —prosiguió Chubei—, pero no en el Rincón Tamaya. Llevo años sirviendo fugu y todavía no he perdido un cliente. —Se inclinó hacia delante—. ¿Sabían ustedes que es el único pez que cierra los ojos. Cuando se mata uno, cierra los ojos y deja escapar un sonido que es como el llanto de un niño.

Los aprendices habían dispuesto cuchillos y dos bandejas, una con la etiqueta «venenoso» y la otra, con la de «comestible». Sin dejar de sostener el pescado, que seguía dando coletazos, con la mano izquierda, Chubei tomó un cuchillo largo y de un solo tajo cortó la cola. Un momento después, también las aletas y la boca yacían junto al cuerpo, que no cesaba de agitarse. Todo ocurrió demasiado aprisa para oír si el pescado hacía o no algún ruido. El cuerpo se agitaba y el agujero en el lugar donde estuvo la boca se abría y cerraba convulsivamente.

—¡Bravo! —gritaban los invitados—. ¡Vaya maestro.

Chubei partió la boca por la mitad, limpió la tabla y colocó las aletas en la bandeja donde ponía «comestible». Saburo se inclinó hacia delante, con los ojos resplandecientes, cuando el cocinero pasó el cuchillo a lo largo del lomo, se abrió paso entre la carne tierna y la piel, y retiró ésta. Hana se dio cuenta de que su mano era un poco insegura y se preguntó, incómoda, cuánto sake habría ingerido. Se produjo un sonido de desgarro cuando Chubei arrancó la piel en una sola pieza, transformando el brillante pescado en un bulto de carne inerte, luego lo evisceró y sacó un saco brillante, como de gelatina.

—El hígado —anunció, colocándolo en la bandeja marcada como «venenoso»—. Hembra —añadió, extrayendo los ovarios y depositándolos en la bandeja «venenoso», junto con la piel y los ojos. Cortó la carne limpia en porciones tan delgadas que eran casi transparentes, y las dispuso en un plato redondo, superponiéndolas como los pétalos de un crisantemo.

—¡Un crisantemo, la flor de la muerte! —exclamó Saburo, radiante y relamiéndose—. ¿Quién quiere ser el primero en probarlo.

Hana recordaba los crisantemos blancos dispuestos en los funerales de sus abuelos, y se estremeció. No era un buen momento para pensar en la muerte.

Hana separó un par de palillos, tomó un par de porciones y las mojó en salsa de soja. Saburo abrió su bocaza, cerró los ojos, echó atrás la cabeza y ella depositó delicadamente el bocado en su lengua. Lo saboreó lentamente, enrollándolo dentro de la boca, y luego sorbió.

—Un indicio de veneno —dijo, radiante de nuevo—. El labio superior se me está entumeciendo, y la lengua también. Y siento un claro cosquilleo aquí. ¡Lo noto! ¡Está acentuándose.

Aferró la mano de Hana, la apretó contra su abultada ingle y emitió un extático suspiro seguido de un eructo. Los invitados rieron servilmente.

—¡Qué sensación! Sírvanse, caballeros, sírvanse. ¡Esta noche vamos a divertirnos.

Los aprendices, con sus chaquetas blancas, llegaron corriendo de la cocina con platos de pez globo, y Kawanoto y las demás ayudantes distribuyeron las porciones de la delicada carne en platillos que repartieron entre los invitados.

—¡Traed el sake con aleta de fugu! —ordenó Saburo a gritos—. ¡Es el momento de jugar! ¡Quitémonos la ropa.

Siempre que Saburo la obligaba a beber, Hana vertía disimuladamente la bebida. Era importante mantenerse sobria, a fin de estar dispuesta para cualquier cosa que pudiera suceder. Pero él insistía en que probara el sake con aleta de pez globo, y la observaba de cerca cómo extraía la aleta tostada, inhalaba su aroma y alzaba la taza hasta sus labios.

—Trágatelo, ¡todo! —decía él con rudeza.

El dulce sake tenía un ligero sabor a tostado. Dejó la taza en la mesa y sintió una sensación de calor extenderse por sus miembros, al tiempo que la cabeza empezaba a darle vueltas. La habitación parecía alargarse en la distancia, y el clamor de voces se diluía en un eco apagado, como un lejano tañido de campanas. Se sintió como si flotara, trató de levantar el brazo y no pudo. Los labios y la lengua se le entumecieron, los párpados se le volvieron pesados y un ansia de deseo se removió en sus entrañas a medida que el potente licor obraba su efecto mágico.

Saburo alargó una mano gruesa y la agarró por los cuellos de sus quimonos, situando su cara cerca de la de ella. El olor que desprendía su sudor y el calor húmedo de su voluminoso cuerpo la abrumaron cuando la mejilla de Saburo rozó la suya, pero el tacto del algodón sobre su piel le devolvió sus sentidos. No debía permitirle que hurgara bajo sus vestidos, no importaba cómo. Él le levantaba sus voluminosas faldas, jadeando fuertemente, cuando los shamisen empezaron sus rasgueos, los tambores a golpear y una cantante se lanzó a interpretar una balada erótica. Saburo alzó un ojo soñoliento para ver qué estaba pasando, y Hana reunió todas sus fuerzas y le apartó las manos.

El sake con aleta de pez globo estaba haciendo su efecto. Con las mejillas enrojecidas y las entrañas ardiéndoles, un par de invitados ya estaba manoseando a las muchachas. Otros habían empezado a jugar a las prendas. Las ayudantes y las geishas tenían mucha práctica, y casi siempre eran los hombres los que perdían. Primero, el perdedor tenía que llenar una taza de sake, pero luego el juego cambió y la prenda se convirtió en una pieza de ropa. Los hombres se quitaban las fajas, luego las túnicas y la ropa interior, quienes vestían al estilo occidental lo hacían mejor. Para cuando Masaharu se hubo despojado de su americana, del cuello, de la corbata y del chaleco, algunos de los otros se habían quedado en taparrabos. Hana, Tama y Saburo observaban, y rechazaban todas las peticiones de unirse a los demás.

Luego los hombres se pusieron a dar palmadas y a gritar «¡Chonkina!». El shamisen y el tambor empezaron a marcar el ritmo, y las ayudantes y las geishas se pusieron en pie y formaron un círculo, moviéndose como sonámbulas en una danza lenta y bamboleante. La música se detuvo y las muchachas se quedaron inmóviles: todas salvo una pequeña y sonriente Kawagishi, tambaleándose visiblemente. Mientras los hombres lanzaban aclamaciones, se reían y daban palmadas, ella se quitó el quimono interior y se mantuvo en posición inestable, con su enagua de seda roja y la piel morena de su cuerpo contrastando vistosamente con su cara pintada de blanco. El sudor corría por sus pequeños y jóvenes pechos.

La estancia no tardó en inundarse de cuerpos. Kawagishi se desplomó, completamente desnuda, sobre un tipo panzudo de cara fofa, sin poder contener una risita tonta, mientras él la sobaba y luego la empujaba para que se pusiera boca arriba. Kawayu, que ya no estaba huraña, rodaba con el joven funcionario del gobierno, el devoto admirador de Hana en otro tiempo, emitiendo gruñidos mientras él se arrancaba el taparrabos y la montaba.

Hana contemplaba sus escuálidas nalgas subir y bajar, y su delgada espalda agitarse. Ninguna fiesta de las celebradas en el Yoshiwara había descendido nunca a tales niveles de desenfreno. A ella le hizo temer todavía más el poder y el apetito de Saburo. Fingía que estaba borracho, pero Hana podía ver que no lo estaba. Mantenía sobre ella una mirada de acero.

Los invitados y las mujeres rodaban entre montones de ropas arrojadas al suelo, cuando entró Chubei y le susurró algo a Saburo.

—¡Sí, claro, tonto! ¡Tráelo! —aulló Saburo.

Un momento después Chubei regresó, jadeando y con el rostro enrojecido, y colocó frente a él un platito. Contenía carne amoratada cortada en trozos pequeños.

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