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Authors: Lesley Downer

Tags: #Drama, Histórico

La cortesana y el samurai (17 page)

BOOK: La cortesana y el samurai
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Yozo se sentó sobre los talones. Había visto campos de batalla sembrados de cadáveres y había presenciado la muerte de personas más veces de las que quería recordar. Pero aquello era diferente; aquél era su amigo, con quien había pasado muchas vicisitudes. Con un gruñido, levantó a Kitaro cogiéndolo por los hombros. La cabeza cayó hacia atrás. Yozo lo acunó abrazándolo contra su pecho y luego volvió a dejarlo caer. Cuando se conocieron, Kitaro era un muchacho de diecisiete años, desgarbado, de mejillas chupadas, con un cabello negro rebelde y unas gafas de cristales absurdamente gruesos. Yozo lo había protegido a bordo cuando había trabajos difíciles, como trepar por las jarcias. Pero en Holanda Kitaro había sido el más rápido en adaptarse. Era como una corneja, no dejaba escapar ningún fragmento de información.

Todo aquel viaje, todo aquel conocimiento, la larga travesía de retorno al Japón y la llegada a la tierra de Ezo; todo para esto, para morir de forma tan brutal e indiferente, de un solo tajo de espada, a la edad de veinticuatro años.

Yozo se frotó los ojos. Alguien pagaría por aquello.

—Te doy mi palabra —prometió a Kitaro con la voz apagada, en medio del silencio—. Si consigo regresar, encontraré a tu familia y le diré que tu muerte fue honorable. Me aseguraré de que no tenga dudas al respecto. Y encontraré al que te ha matado y me aseguraré de que quedas vengado. Lo juro.

Una mano tocó su hombro y Yozo dio un salto. Marlin lo miraba con expresión preocupada. Yozo se sacudió la mano y se puso de pie.

Para cuando se dio cuenta de donde estaba, se hallaba frente al cuartel de la milicia. Se sentía extrañamente tranquilo, con todos sus sentidos alerta. Resultaba evidente quién había matado a Kitaro. Se trataba de un espadachín —Tatsu, a buen seguro, o uno de sus compinches— y había actuado con el conocimiento y aprobación del comandante en jefe, como represalia por lo sucedido aquella mañana. Incluso podía haber sido el propio comandante en jefe. Después de todo, tenía fama de acabar de un tajo con los hombres que le desagradaban, sin pensarlo un segundo.

Quienesquiera que fuesen los responsables, Yozo los encontraría a todos, y llevaría a cabo su venganza. Pero no llevaba prenda de abrigo y sus ropas estaban empapadas con la sangre de Kitaro. Se limpió la cara con un pañuelo y se alisó el uniforme. Debía ser astuto.

Los hombres de la milicia formaban grupos ociosos y quedaron asombrados cuando atravesó con paso decidido el vestíbulo hacia la sección del edificio donde suponía que debían estar los aposentos privados del comandante en jefe. Unas voces gritaron.

—¡Eh, no puede entrar ahí! ¡Está prohibido.

—Tengo un mensaje para el comandante en jefe —replicó Yozo en tono brusco—. Del gobernador general. Es urgente. Tengo que entregárselo personalmente.

Los hombres lo siguieron en su avance a través de las estancias silenciosas. Iba descorriendo una serie de puertas, una tras otra. La luz se filtraba por los bordes de la última serie de puertas. Una pareja de jóvenes con guerrera azul lo aferró por los brazos, pero él se zafó, abrió las puertas y parpadeó un momento, deslumbrado por el súbito resplandor. Se encontraba ante una pequeña habitación con el suelo cubierto de tatamis. Temblando de pánico, los hombres le echaron sus fuertes manos a los hombros y lo obligaron a arrodillarse.

El comandante en jefe estaba arrodillado a su vez en el centro de la habitación, con mechones de pelo aceitado cayéndole sobre las mejillas. Sostenía un pincel entre dos dedos, que balanceaba sobre una ancha hoja de papel desplegada en el suelo sobre un paño, sujeta con dos pisapapeles. La fragancia de la tinta recién molida llenaba la habitación. A la luz de la lámpara, Yozo captó la palidez de su cutis, su ancha nariz, su frente severa, sus ojos hundidos y su boca sensual. Podía ver los poros de la piel del comandante en jefe y percibir el olor a moho de su pomada.

Había dos asistentes arrodillados en el otro extremo. Alzaron bruscamente la cabeza cuando apareció Yozo, a quien se le puso piel de gallina cuando vio el rostro de Tatsu y los lunares de su mejilla.

El comandante en jefe tenía que haber oído el golpe de las puertas al descorrerse, pero no prestó la menor atención. Mojó el pincel en la tinta extendida sobre la piedra. Luego lo hizo descender sobre el papel, en el que trazó una línea negra, larga y suelta; luego lo levantó para conferir más delicadeza a la línea, lo volvió a bajar para hacerla más gruesa, y terminó con una floritura. Yozo observaba, fascinado. Por mucho que detestara al comandante en jefe, era imposible no sentirse impresionado ante él.

Desde donde se hallaba Yozo arrodillado, pudo leer las primeras palabras: «Aunque mi cuerpo pueda corromperse en la isla de Ezo...» Las palabras resplandecían en la página, quemándole la mente. Veía el cuerpo de Kitaro bañado por la luz de la luna. Al final todos iban a morir en aquella abominable isla.

El comandante en jefe enjuagó el pincel, lo secó y lo dejó a un lado. Espolvoreó arena sobre el papel, la sacudió y permaneció arrodillado un momento estudiando su caligrafía. Luego se volvió lentamente y miró por debajo de sus cejas a los tres hombres arrodillados en el umbral.

—Tajima —dijo con suavidad, como si no estuviera ni remotamente sorprendido por la súbita aparición de Yozo—. ¿Ya ha escrito su poema de la muerte.

Yozo no podía hablar. La sangre le retumbaba en los oídos.

—Estamos librando una batalla perdida por un gobierno que ya no existe —dijo el comandante en jefe, con rostro sombrío—. Habiendo desaparecido el shogun, sería una deshonra que alguien no estuviera dispuesto a seguirlo. Yo libraré la mejor batalla de mi vida y moriré por mi país. ¿A qué mayor gloria podría aspirar un hombre.

Yozo aferró el puño de su espada corta con tal fuerza que sintió que el forro le laceraba la palma de la mano. Ahora tenía su oportunidad de vengar a Kitaro. Haciendo acopio de toda su energía, inspiró profundamente y estaba a punto de saltar hacia delante cuando una corpulenta figura apareció en el quicio de la puerta, junto a él.

—Le pido perdón, señor. —Marlin puso una mano en el brazo de Yozo y se dirigió al comandante en jefe con su pintoresco acento francés—. Mi amigo ha venido para comunicarle la noticia. Al parecer los sureños han tomado posesión del acorazado y mandarán hacia aquí una flota tan pronto como mejore el tiempo. Si todos aunamos esfuerzos, señor, tenemos una buena oportunidad de derrotarlos. El ejército francés es el mejor del mundo, y los sureños sólo tienen armas inglesas. No hay que desesperar todavía, señor. ¡Destruiremos a esos bastardos.

Yozo miró fijamente al comandante en jefe. «Ándate con ojo, Yamaguchi, que no eres inmortal —pensó—. Eres un hombre como cualquier otro. Aguardaré mi oportunidad, pero mi ocasión llegará, y encontraré una manera de vengar la muerte de mi amigo..

Temblando de rabia y de odio, se puso de pie y, con la mano de Marlin en su hombro sano, abandonó los aposentos del comandante en jefe.

15

Hana despertó con una inexplicable sensación de entusiasmo. Amanecía y la fragancia de la primavera estaba en el aire, pero en las habitaciones de Tama, en el Yoshiwara, todos seguían durmiendo profundamente. Criadas y sirvientes se repartían por la sala de recepción, y la propia Tama se hallaba en su dormitorio con el último de sus amantes de la noche.

Era una oportunidad demasiado buena para desaprovecharla. Hana llevaba suficiente tiempo en el Yoshiwara para saber que no saldría de allí si se limitaba a permanecer sentada en la jaula mucho tiempo. Pronto se esperaría de ella que hiciera algo más; mucho más. Era el momento de aprovechar la ocasión y tratar una vez más de escapar, sin que importaran las consecuencias.

Se puso una sencilla chaqueta y unas medias de algodón para cubrirse los pies, descendió por los chirriantes peldaños y corrió escaleras abajo. En la puerta principal dudó, temblorosa, al recordar la última vez que había estado allí: los pasos ruidosos dirigiéndose hacia ella por el pasillo, y los bastonazos en la espalda. Pero aquel día no había nadie por los alrededores, y la entrada estaba oscura y desierta, con las repisas llenas de sandalias. Se calzó un par y apartó las cortinas que colgaban de la puerta.

Fuera, el cielo era de un azul brillante, los pájaros cantaban y una brisa balsámica hizo crujir sus faldas. Un criado estaba recostado junto a la puerta, roncando suavemente. Hana miró a su alrededor, emocionada por estar libre, aunque sólo fuera por un momento.

La gente iba y venía: escuálidos barrenderos manejando sus escobas, mozos de cuerda que se tambaleaban bajo el peso de bultos colgados de pértigas que llevaban atravesadas sobre los hombros, y personajes patizambos, encorvados, transportando cubos llenos de los desechos nocturnos de los retretes. Un hombre salió por una puerta dando traspiés como si acabara de darse cuenta de lo tarde que era, y cuando se volvió y se quedó como embobado, ella captó de un vistazo unos ojos soñolientos y una barba crecida en una cara pálida. Hana retrocedió hacia las sombras, sintiendo sobre ella todas las miradas.

De repente se produjo un ruido semejante a un trueno. Hana dio un salto y alzó la vista, segura de que alguien iba tras ella, pero tan sólo eran unas criadas empujando los postigos de la casa de enfrente. Era la primera vez que veía la calle a la luz del día, y miró en derredor, sorprendida. Los edificios eran palacios, altos y espléndidos, con paredes de listones de madera, y superaban en magnificencia a cuantas casas había visto hasta entonces. Las cortinas ondeaban como estandartes fuera de las enormes entradas, y a lo largo de los pisos superiores había balcones, donde ya empezaban a aparecer caras. La calle tenía un aspecto limpio, como si las casas hubieran sido vaciadas incluso del jolgorio de la noche anterior.

Por encima de las cortinas marrón claro del establecimiento del que acababa de escabullirse, figuraba un letrero con el nombre: RINCÓN TAMAYA.

Mirando atrás y deteniéndose para escuchar pasos, medio caminando y medio corriendo, salvó la corta distancia que la separaban del final de la calle. Al volver la esquina había una ancha avenida más espléndida que la que acababa de dejar atrás, con una hilera de cerezos en medio que empezaban a florecer. Espirales de humo se elevaban de los puestos de comida, y saturaban el aire olores de pescado y gorriones a la parrilla, así como de verduras cocidas a fuego lento. Estaba en el magnífico bulevar que había recorrido con Fuyu cuando llegó, unos meses antes, aunque le parecía ahora que había transcurrido toda una vida.

Podía ver al fondo la muralla de la ciudad, demasiado elevada para pensar en escalarla. Los macizos batientes de la Gran Puerta permanecían cerrados, y un guardia estaba acurrucado al sol, dormitando, con tatuajes veteándole los poderosos muslos. Ella sabía que había allí cuatro guardias día y noche, a fin de asegurarse de que las mujeres no escaparan y de que los hombres no se escabulleran sin pagar sus cuentas, pero aquel guardia parecía ser el único en las inmediaciones. Mirando a derecha e izquierda, se encaminó con paso tranquilo hacia la puerta, con toda la naturalidad de que fue capaz.

Casi había llegado cuando de una de las casas surgió una mujer tras apartar las cortinas rojo oscuro de su puerta, que se agitaron como alas. Sobresaltada, Hana dio un brinco, pero la mujer estaba radiante.

—¡Bienvenida a La Casa de Té del Crisantemo! —exclamó—. ¡Entre, entre! Soy Mitsu, y ésta es mi casa de té. ¡Me siento muy feliz de conocerla por fin.

Hana se inclinó, desconcertada. Nunca en su vida había visto a aquella mujer.

—Hanaogi-sama, ¿verdad? ¿La joven dama de la que todo el mundo habla? —prosiguió la mujer con entusiasmo. Era delgada como un pájaro, con un rostro de rasgos delicados que aún era muy hermoso, y con un cabello blanco recogido en un inmaculado moño—. Me han asaltado a preguntas sobre usted.

Hana estaba asombrada. Ignoraba que las noticias se propagaran tan deprisa. Otra mujer salió apartando las cortinas de la casa de al lado, rápidamente seguida por otras de otras casas, y se arracimaron en torno a Hana, presentándose con una algarabía de voces.

Mitsu se reía con una risa aguda y aflautada, y hacía a las demás señas de rechazo con la mano.

—El Crisantemo es la mejor casa de té del Yoshiwara —dijo con firmeza, en un tono que no admitía réplica—. Puede estar segura de que todos mis huéspedes son de la más alta categoría. ¡Ahora, venga a fumar y a tomarse una taza de té.

Toda esperanza de escabullirse se había frustrado, al menos por aquel día, pero Hana se sintió extrañamente aliviada. Después de todo, si la hubieran sorprendido, el padre le habría propinado otra paliza; y en cualquier caso no sabía adónde ir. De pronto, pensó en la mujer de rostro dulce que le había arreglado el cabello y que, antes de ir a la jaula, le dio la peineta para protegerla.

—Me gustaría venir y verla otra vez —dijo, sonriendo—. Pero lo cierto es que andaba buscando a Otsuné, la peluquera. ¿Sabe usted dónde vive.

Las casas del callejón de Otsuné eran pequeñas y humildes, tan juntas que ni un solo rayo de sol podía penetrar en ellas. Hana recorrió la sucia calleja hasta la puerta marcada con el nombre de Otsuné, la descorrió y miró dentro. Amontonadas en rincones y en repisas había cajas que rebosaban peines, horquillas, hierros de rizar y matas de pelo de oso, junto con cubas de aceite de camelia y cera bintsuké. Atiborraban la pequeña estancia olores intensos de cabello quemado, de tinte para el pelo y de humo de carbón.

Otsuné estaba arrodillada ante una mesa baja, con una madeja de cabellos en sus delgadas manos, confeccionando un postizo. Levantó la vista y se puso radiante de gozo cuando vio a Hana. Vestía un quimono índigo, rayado, con un cuello guateado. El carbón ardía en un brasero de cerámica en medio de la estancia, y un par de velas alumbraban las sombras.

Llenó una tetera y dio a Hana una taza. Al hacerlo, un rayo de luz incidió en su rostro, resaltando las arrugas de su frente y de las comisuras de su boca. Tenía una cara más bien triste, pensó Hana.

Mientras bebía su té, Hana empezó a contarle a Otsuné el extraordinario encuentro que había tenido con Mitsu y con las propietarias de las casas de té.

—Lo estás haciendo muy bien —dijo Otsuné cuando hubo terminado—. La tiíta del Rincón Tamaya estará muy complacida.

Hana contuvo la respiración, preguntándose si Otsuné indagaría sobre sus merodeos por las calles, pero no parecía estar en absoluto preocupada.

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