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Authors: Lesley Downer

Tags: #Drama, Histórico

La cortesana y el samurai (19 page)

BOOK: La cortesana y el samurai
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Tama la miró de reojo y sonrió.

—Me satisface que coincidas con mi manera de pensar. —Dio otra calada a la pipa—. Pero yo creía que a ti se te consideraba la inteligente. Sabes leer y escribir, ¿no? ¿Algo más.

—Sé bailar bastante bien, cantar y tocar el koto. Sé oficiar la ceremonia del té y jugar al juego del incienso...

—¿Y qué más necesitas? —la interrumpió Tama de mala manera—. No hay nada más que yo pueda enseñarte.

Un vendedor pregonaba fuera su mercancía, y Tama llamó a Chidori para que saliera y comprara alguna medicina.

—¿Hay cosas concretas que una cortesana necesite saber? —murmuró Hana, sonrojándose.

Tama dio unos golpecitos con la pipa en la tabaquera y dirigió a Hana una mirada de complicidad.

—Quieres aprender a cantar de noche, ¿no es así? —Hana asintió—. Bien, nosotras, pájaros enjaulados, desde luego que algo sabemos de eso. Shosaburo me ha reservado para esta noche. Echa una mirada a hurtadillas por las puertas del dormitorio. Es un amante hábil, muy apasionado, un verdadero experto. Puedes mirar toda la noche, si quieres. Es lo que hacen todas las demás chicas. —Estrechó los ojos hasta que no fueron más que dos ranuras en su rostro, y se pasó la lengua por los labios—. Y tienes razón, hay técnicas que puedo enseñarte. Cómo el Tallo de Jade atraviesa las Cuerdas del Laúd, las cuarenta y ocho posiciones; todos los secretos de la senda del amor. Puedes convertirte en una experta. E incluso si no lo logras, ciertamente puedo enseñarte a gozar por ti misma.

Tomó un pellizco de tabaco, lo moldeó entre los dedos y luego lo presionó en la cazoleta de su pipa de caña larga, cogió las tenacillas y, con ellas, un trozo de carbón del brasero, y encendió la pipa.

—Pero lo que quiere la mayoría de los hombres es tan sólo soñar —dijo.

A la luz del fuego su rostro estaba serio, casi triste. Hana podía ver las arrugas que se dibujaban en su frente, la pesadez de sus mejillas, la carne fláccida en torno a sus ojos. Comprendió que Tama ya estaba perdiendo su belleza.

—Quieren sentirse jóvenes, apuestos y deseables, por más viejos y feos que sean realmente. Quieren creer que son brillantes e ingeniosos, los hombres más irresistibles del mundo. Quieren que los mires a los ojos como si no pudieras soportar separarte de ellos, como si estuvieras dispuesta a dar cualquier cosa por permanecer a su lado un momento. Haz que un hombre sienta eso y será tuyo para siempre. —Siguió fumando su pipa con gesto pensativo—. Aprenderás pronto, y con tu cara y esos aires los hombres pelearán por ti. Pero si te pules un poco, aún resultarás más deseable.

Unos pasos se encaminaron a la puerta. Tama abrió los ojos y frunció el ceño. Hana reconoció las pisadas y el pánico le revolvió el estómago. El padre debía haber descubierto que había estado recorriendo las calles y acudía a castigarla.

Cuando se descorrió la puerta, las mujeres se echaron al suelo, apoyando en él las manos y las rodillas, con las caras apretadas contra el pavimento.

—¡Otra vez perdiendo el tiempo! —gruñó una voz familiar.

Temblando, Hana levantó la vista, tratando de no retroceder cuando vio la barriga, la cara mofletuda y aquellos ojillos codiciosos encajados en pliegues de piel.

—¿Aún sin vestir, joven dama? —La miraba directamente—. Tenemos a varios caballeros ansiosos de conocerte.

Hana dirigió una mirada desesperada a Tama, pero ésta miraba al suelo. Incluso ella parecía cohibida.

—Les hemos dicho que eres virgen —anunció el padre con una sonrisa lasciva.

El corazón de Hana latía con fuerza. Trataba de hablar, pero tenía la boca seca.

—Pero... —dijo con voz ronca—. Pero... no lo soy.

—A nadie le preocupa eso —la atajó el padre—. Es la costumbre.

Tama se sentó sobre los talones, se llevó la pipa a la boca y exhaló humo con gesto de desafío, formando un anillo que persistió sobre su cabeza hasta disolverse lentamente en el aire.

—Ella es mi protegida —dijo, mirando a los ojos al padre—. La pusiste bajo mi cuidado y apenas he empezado a instruirla. Podemos subir mucho la tarifa si esperamos un poco.

—Pero ya no es una niña. ¿Quién se va a creer que aún es virgen si esperamos más tiempo.

Con Tama de su parte, Hana podía enfrentarse a cualquiera, incluso al padre. Pensó en lo que Tama había dicho sobre los hombres que deseaban soñar.

—Dejadme atender a esos caballeros —dijo suavemente—. Dejadme que beba, converse, baile, cante y oficie la ceremonia del té. Puedo darles la sensación de que realmente deseo conocerlos, y luego, si decido acostarme con ellos, les haré sentir algo mucho más especial. Si no pueden acostarse conmigo de buenas a primeras, querrán volver una y otra vez hasta que lo consigan. ¿Es que no puedo ser presentada adecuadamente al distrito? ¿No es ésa la forma habitual.

Tras el hombro del padre había aparecido un rostro blanqueado. La temblorosa luz de las velas resaltó las mejillas chupadas y los ojos hundidos, espantosamente pintados. Luego la luz cambió y, por un momento, Hana captó un atisbo de la belleza que la tiíta fue en otro tiempo.

—Te digo, padre, que ésta tiene carácter —ronroneó la anciana—. Tiene mucha razón; requiere una presentación adecuada. El negocio va de capa caída, muy de capa caída. Necesitamos algo que vuelva a prender la chispa, que recuerde a los clientes los días en que el Rincón Tamaya era la gloria del Yoshiwara. Con un poco de instrucción, ella será nuestra cortesana estrella. Le encontraremos un patrón excelente, que pagará un dineral.

El padre miró a Hana con el ceño fruncido, con desconfianza.

—Si puedes sacar dinero sin acostarse con nadie, pues muy bien. Pero si no consigues que se repitan las reservas en un par de días, a la jaula contigo.

Hana asintió, agradecida por el aplazamiento. Pensó en el joven de cara ancha y manos delicadas. Si ponía a la venta su virginidad, esperaba que él fuera quien pujara más alto.

17

Kitaro llevaba un mes en su tumba cuando florecieron los cerezos. Nubes de flores color rosa pálido llenaron los terrenos del Fuerte Estrella, expandiéndose por el aire y depositándose en el suelo, donde formaban montones. Bandadas de gaviotas volaban en círculos y emitían gritos, las águilas ratoneras planeaban, las alondras trinaban y corpulentos cuervos de brillantes ojos amarillos abrían sus negros picos y graznaban. La isla de Ezo se había convertido en lo que Yozo podía llamar su hogar, un sitio por el que merecía la pena combatir.

Con las flores de los cerezos llegó la noticia de que ocho buques de guerra habían zarpado de Edo con rumbo norte. Los vigías no dejaban de escrutar el horizonte noche y día, enfocando sus catalejos en la bocana del puerto, pero no sucedió nada, no apareció ninguna flota enemiga, y reinaba un ardor guerrero.

Una fragante mañana Enomoto convocó una reunión en el alojamiento presidencial. Cuando Yozo llegó, las sandalias de paja se alineaban en el acceso al edificio junto a las botas de cuero. Los dirigentes de la nueva república se habían congregado con sus uniformes de cuello alto, con botones relucientes y espadas al cinto. El tranquilo y circunspecto general Otori, ahora ministro del Ejército, se sentaba junto a Arai, ministro de Marina, un hombre desgarbado, con un pelo prematuramente escaso y ojos que se volvían saltones cuando se emocionaba. Tres de los nueve consejeros militares franceses también estaban allí, resplandecientes con sus guerreras azules ceñidas, de charreteras doradas, y con pantalones rojos: el atildado capitán Jules Brunet, ahora segundo en la cadena de mando del ejército, y los sargentos Marlin y Cazeneuve, cada uno de los cuales encabezaba un batallón. Tanto los japoneses como los franceses estaban en la treintena y hablaban alto y con entusiasmo, con ojos llameantes, llenos de pasión por su causa.

El comandante en jefe Yamaguchi permanecía de pie, un poco apartado del resto, mirando alrededor y abarcándolo todo. Yozo lo observaba con los ojos entrecerrados. Era la primera vez que estaba en su presencia desde la muerte de Kitaro. Se apartó de él bruscamente. En el centro de la estancia, había unos mapas extendidos sobre la mesa, junto con un montón de libros, entre ellos dos preciosos volúmenes de táctica naval que Enomoto había traído de Holanda y salvado del Kaiyo Maru. Otro grueso volumen, las Règles internationales et diplomatie de la mer, permanecía abierto.

Enomoto alzó la mano y en la sala se hizo el silencio.

—Caballeros —dijo—. Tenemos noticias. —Hablaba en tono grave, como correspondía al gobernador general de la República de Ezo, pero había un centelleo en sus ojos y el indicio de una sonrisa en las comisuras de la boca—. Como ustedes saben, las fuerzas sureñas están en camino, pero al parecer han tenido problemas para gobernar el Stonewall. Las dificultades empezaron para ellos en cuanto abandonaron Edo. Fondearon en la bahía de Miyako y no se han movido de allí desde entonces. A sus tripulaciones se les ha dado permiso para bajar a tierra.

Los hombres se lo quedaron mirando, y luego se miraron los unos a los otros. Arai, el ministro de Marina, rompió a reír a carcajadas, y otros empezaron a hacerlo entre dientes. Incluso el comandante en jefe sonrió.

—Sin duda esperan a que el tiempo mejore —dijo Arai cuando el bullicio hubo cesado.

—¡Pues sí que son buenos marinos! —comentó con sarcasmo el capitán Brunet—. ¡Nosotros conseguimos llegar hasta aquí en pleno invierno.

—Sin duda las tripulaciones están disfrutando de los burdeles locales —añadió Arai—. ¡No oiremos hablar de ellas por un tiempo.

—Escúchenme, caballeros —insistió Enomoto—. No vamos a continuar sentados a la espera de que vengan los sureños y se nos impongan. Vamos a llevar el combate a donde está el enemigo. Arai y el comandante en jefe han ideado un plan.

—Sólo tenemos seis barcos, ahora que hemos perdido el Kaiyo Maru y el Shinsoku, y ninguno es tan fuerte como el Stonewall —intervino el general Otori con voz tranquila.

—El Stonewall es la clave —dijo el comandante en jefe. Recorrió la sala con la mirada, con ojos brillantes—. Todo lo que tenemos que hacer es recuperarlo y la guerra estará ganada. Y aun en el caso de que fracasáramos, causaríamos al enemigo auténtico daño.

Los circunstantes guardaron silencio.

—Los sureños creen que estamos aquí encogidos de miedo —prosiguió el comandante en jefe—. Les demostraremos que están equivocados. Tomaremos el Kaiten, el Banryu y el Takao y penetraremos en la bahía de Miyako...

—... ¡enarbolando la bandera norteamericana! —exclamó Arai—. La ley internacional lo permite.

Dio un manotazo sobre las Règles internationales, levantando una nube de polvo de las amarillentas páginas.

—En el último momento izaremos nuestra enseña —continuó el comandante en jefe, levantando la voz—. El Banryu y el Takao se sitúan junto al Stonewall, y el Kaiten se encarga de cubrir el fuego. Procedemos al abordaje, capturamos a la tripulación, nos apoderamos del barco y estamos de regreso en Hakodate antes de que nadie se entere de lo que ha pasado.

Era un plan temerario, pensó Yozo, no cabía duda de eso, pero los mejores planes siempre lo eran. Pese al júbilo que manifestaban, aquellos hombres eran bien conscientes de que los sureños los superaban abrumadoramente en número, y que no tardarían en poner rumbo al Norte para expulsarlos de la isla y destruirlos. A menos, claro está, que ellos pudieran efectuar el primer movimiento e interceptarlos. En cualquier caso, estaban dispuestos a la acción, y la idea de coger por sorpresa a los sureños era brillante.

Y las tropas también estaban más que dispuestas. Llevaban tanto tiempo de instrucción, practicando en el campo de tiro, perfeccionando su manejo de la espada, que estaban desesperadas por tener el enemigo a la vista. Un ataque por sorpresa podría resultar, y aun en el caso de que no fuera así, algo tenían que hacer. Les resultaba insoportable permanecer inactivos por más tiempo, aguardando a que los arrojaran de su guarida. ¡Que el cazado se convirtiera en cazador! Mostrarían a los sureños que eran una fuerza con la que había que contar. Y si de veras triunfaban y se apoderaban del Stonewall, dominarían los mares alrededor de Ezo. Sí, pensó Yozo, era un riesgo que valía la pena correr. Con un poco de suerte, podrían volverse las tornas y poner fuera de combate a los sureños de una vez por todas.

Las palabras del comandante en jefe permanecieron flotando en el aire por un momento. Luego, todos se echaron a reír, lanzaron vítores y se dieron palmadas en la espalda unos a otros.

La única persona que parecía escéptica era el general Otori. Midiendo sus palabras, dijo.

—Ellos tienen ocho barcos. ¿Y vamos a mandar tres.

—La sorpresa nos favorece —replicó Enomoto con los ojos brillantes—. La cubierta de cañones del Stonewall  estará llena de provisiones y combustible. No podrán acceder a sus cañones fácilmente y sus calderas no estarán encendidas. Para cuando estén listos para combatir, nosotros ya habremos recorrido la mitad del camino de vuelta a casa.

Cuando los demás se hubieron marchado, Yozo se quedó atrás. Enomoto se despojó de las espadas, dispuso un par de cojines, abrió una botella de Glendronach y sirvió un vaso a cada uno.

—Querrá unirse a ellos —dijo, mientras entrechocaban los vasos.

Yozo se acomodó en uno de los cojines, con las piernas cruzadas, y tomó un sorbo del ardiente licor, paseándolo por la boca pensativamente. La luz del sol se filtraba por los biombos de papel y daba en la alfombra holandesa y en el mobiliario de palo de rosa. Por un momento olvidó que estaba en la isla de Ezo e imaginó que volvía a encontrarse en Holanda en compañía de su amigo.

—Yo podría participar en la acción. Aún no hemos librado ningún combate en serio, ninguno del que yo diría que haya implicado un riesgo real. Es cierto que capturamos el Fuerte Estrella y Matsumae, pero eso fueron escaramuzas, y Esashi, un paseo. Me gustaría medirme con esa poderosa flota de los sureños y averiguar qué es lo peor que tienen para atacarnos.

—Me gustaría poder ir yo —dijo Enomoto.

—Ése es el precio del éxito. El gobernador general de Ezo no puede abandonar su puesto y participar en una expedición que es una locura. ¿Qué hay con el general Otori.

—Manda la guarnición y participará en la batalla naval. Dicho esto, no está plenamente a favor del plan. —Enomoto vació su vaso y se quedó mirando a Yozo—. Me gustaría que embarcara usted en el Kaiten. Nadie sabe más que usted sobre los cañones Krupp de retrocarga.

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