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Authors: Lesley Downer

Tags: #Drama, Histórico

La cortesana y el samurai (16 page)

BOOK: La cortesana y el samurai
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Mirándolo, Yozo pensó con tristeza en los sureños y sus ametralladoras Gatling, que disparaban una continua rociada de balas, mucho más mortíferas que las ametralladoras manuales francesas con que contaban ellos. Contra semejantes armas ni siquiera aquel brillante espadachín tenía una sola oportunidad. Lo habrían acribillado mucho antes de darle tiempo a sacar su espada. Todas aquellas bravuconadas no eran más que esfuerzo malgastado.

El último combate concluyó y los oponentes intercambiaron una reverencia. El comandante en jefe se apartó unos mechones de cabello aceitado con una mano grande de espadachín y dirigió una mirada dura a Yozo y a Kitaro. Había una llama en sus ojos, una locura danzante que desconcertó a Yozo.

Kitaro arrastró los pies torpemente cuando el comandante en jefe les lanzó una mirada ceñuda y brillante.

—Aquí tenemos de nuevo a los viajeros por el mundo —dijo el comandante en jefe torciendo el gesto—, que vienen a enterarse de cómo hacemos las cosas en el Japón y a quedarse embobados con nuestras pintorescas prácticas. ¿O acaso no nos pierden de vista para asegurarse de que todo marcha tal como le gusta al gobernador general Enomoto? Probablemente ustedes han olvidado cómo es la espada de un samurái. —Hubo un estallido de carcajadas entre la milicia, y el rostro del comandante en jefe se relajó en una sonrisa—. No importa. Son bienvenidos. Son unos tipos valientes. Incluso usted, Okawa. —Dirigió un gesto de asentimiento a Kitaro y luego se volvió hacia Yozo, entornando los ojos—. Tajima. Usted es un buen tirador, tan bueno como un bárbaro con ese fusil de ustedes. Pero me pregunto... ¿Todavía puede luchar como un samurái o lo ha olvidado, después de todo ese tiempo en Occidente? —Hizo una seña al maestro de esgrima—. ¿Qué te parece, Tatsu? ¿Te hace un combate a dos aquí, con nuestro amigo.

—Claro —dijo Tatsu con su habitual indiferencia.

Yozo había recibido instrucción en la escuela de esgrima Jinzaemon, de Udono, en Edo, varios años antes y había aprendido algunas técnicas, pero dudaba de que tuviera alguna posibilidad contra Tatsu. Sabía, sin embargo, que si se achantaba avergonzaría a Enomoto y a todos sus hombres. Así pues, asintió para manifestar que aceptaba.

El comandante en jefe rió entre dientes, como si hubiera tenido una idea divertida.

—Esta vez usaremos espadas —decidió.

Espadas. Un escalofrío recorrió la espina dorsal de Yozo. Espadas afiladas como navajas, con una hoja curva tan larga como la pierna de un hombre, capaz de cercenar un miembro o de traspasar un cuerpo humano sin esfuerzo alguno, como un cuchillo que corta una porción de tofu. Se trataba de una propuesta muy distinta a un combate de entrenamiento.

Los hombres de la milicia se inclinaron hacia delante, con sonrisas desdeñosas. Un susurro de emoción se extendió por la sala.

Kitaro se esforzaba en mostrarse indiferente, pero Yozo podía ver su nuez subir y bajar en su delgada garganta. Le sonrió para darle confianza.

—Creen que va a haber un espectáculo —dijo en voz baja—. Creen que van a ver sangre o, mejor aún, que yo voy a caer de rodillas suplicando clemencia. Pero no les voy a dar ese gusto.

—Más vale que lleve esto por si acaso —dijo el comandante en jefe alegremente.

Una banda de cabeza, con una placa protectora de hierro, resbaló por el pulido suelo de madera hasta los pies de Yozo. Se inclinó, tomó la banda y se la ató en su lugar, con la protección cubriéndole la frente.

—Tatsu-sama —dijo Yozo cortésmente—. Usted también podría ponerse una, por si acaso.

Tatsu hizo un gesto brusco de rechazo con la barbilla.

Yozo sacó su espada y la sostuvo un momento, acariciando el puño, sintiendo en la mano su peso tranquilizador. Era una hermosa arma, obra de los herreros de Bizen y marcada con el sello de un maestro espadero. Todo cuanto podía hacer ahora era tratar de defenderse. Correspondía al comandante en jefe ordenar el alto ante la posibilidad de que él o Tatsu resultaran heridos.

Aferró el puño con ambas manos y se puso en cuclillas en el centro de la palestra, frente a Tatsu, tratando de descubrir a través de sus ojos el interior del hombre. Pero todo cuanto pudo percibir fue oscuridad. En espíritu, Tatsu ya estaba muerto, sin temor, sin nada que perder. A diferencia de Tatsu, Yozo tenía intención de permanecer vivo, y sabía que eso lo colocaba en desventaja.

Las puntas de sus espadas se tocaron, y Yozo sintió la energía que se agitaba en la hoja de Tatsu. El mundo se redujo hasta que sólo fue consciente del rostro inexpresivo de Tatsu y del rumor de su aliento en medio del silencio.

Se pusieron de pie, con las espadas todavía tocándose, y dieron una vuelta despacio, sosteniéndose la mirada. Yozo estaba con todos sus sentidos alerta. Era consciente de las paredes de las que colgaban estandartes y de la muchedumbre de hombres con chaqueta azul, observando con ojos aviesos, como buitres. Se acercó lentamente. Entonces la espada de Tatsu relampagueó, Yozo retrocedió de un salto y el golpe lo recibió su hoja, cerca de la empuñadura, con un ensordecedor sonido metálico. La fuerza del golpe lo hizo tambalearse hacia atrás. Recuperó el equilibrio, levantó la espada, dio un paso adelante y la blandió transversalmente. Tatsu la esquivó. El acero resonó al chocar con el acero cuando lanzaron una cortina de golpes, embestidas, fintas, movimientos para esquivar y parar, chillando a pleno pulmón a cada golpe.

Yozo había luchado en batallas y en combate singular, pero aquello era diferente. Tatsu se mostraba incansable. Nada ni nadie lo detendría en su combate contra Yozo. Era una lucha a muerte: la muerte de Yozo.

Los golpes parecían provenir de la nada. En un momento estaban en cuclillas, con los ojos cerrados, y en el siguiente Yozo retrocedía tambaleándose, con un hormigueo en el brazo. Había recibido un corte en el hombro, y la sangre le resbalaba por el brazo. Empezaba a perder el sentido del tacto en los dedos, jadeaba y estaba empapado de sudor, pese al aire helado. Tatsu se mantenía fresco.

En medio del silencio oyó un tintineo y una risa sofocada. Los hombres cruzaban apuestas sobre quién iba a ganar, y las que favorecían a Tatsu se habían incrementado. Oyó de nuevo el tintineo de las monedas. Captó de una ojeada el rostro del comandante en jefe, que lo miraba, con los labios curvados en un gesto de desdén. Por un momento, a Yozo lo inundó una rabia tan cegadora que apenas podía ver, pero entonces su ira fue reemplazada por una gélida decisión. No iba a perder aquel combate.

Tatsu daba vueltas como un lobo preparándose para saltar. Yozo observó sus movimientos. Su cabello era espeso, ligeramente ondulado, y le crecía tieso. La parte derecha de la cara la tenía salpicada de lunares. Blandió de nuevo su espada. Estaba decidido a acabar con aquello lo antes posible. Yozo paró el golpe y se resistió cuando Tatsu trataba de forzarle hacia abajo el brazo que sujetaba la espada. La lucha, con las hojas interponiéndose, con el revuelo de las faldas de los quimonos, les hizo desplazarse hacia un lado de la sala. Yozo mantenía su concentración, sin apartar nunca la vista de los ojos de Tatsu.

Quizá fue la oleada azul cuando los espectadores se dispersaron o tal vez sintió la renovada decisión de Yozo, pero en lo que duró un suspiro Tatsu flaqueó. Yozo estaba dispuesto. Hizo girar su espada libremente y alcanzó a Tatsu en las pantorrillas rasgando las faldas de su quimono. Fue un movimiento poco limpio, pero en la guerra un hombre tenía que estar listo para todo. Tatsu luchaba según el manual, manteniendo protegidos cabeza, brazos y pecho, pero no había pensado en hacer otro tanto con las piernas. Tomado por sorpresa, dio un traspié con el tejido rasgado y Yozo vio con satisfacción que sangraba.

Con un grito, Yozo se puso de puntillas y saltó hacia su adversario. Trabaron las espadas, pero en lugar de aflojar su presa, Yozo utilizó el peso de su cuerpo para lanzar a Tatsu contra la pared. Pudo oír el bufido que dejaron escapar los hombres de la milicia. Las tornas habían cambiado. Tenía a Tatsu en situación de inferioridad.

Rápidamente, antes de que Tatsu pudiera recuperar el equilibrio, Yozo retrocedió y se colocó en posición, con la pierna derecha adelantada, las rodillas distendidas, el centro de gravedad bajo, y levantó la espada con ambas manos. Haciendo una mueca a causa de la concentración, la alzó hasta que la empuñadura estuvo frente a su rostro, con la hoja apuntando al techo.

Podía oír su propia respiración. Estaba dispuesto. Nunca lo estaría tanto. Sabía con absoluta certeza que una respiración más y habría partido la cabeza de Tatsu, en cuyos ojos podía ver que él también lo sabía. Tranquilamente, echó atrás la espada. Una voz aulló.

—¡Basta.

Era el comandante en jefe. Ambos hombres se quedaron inmóviles. Por un momento permanecieron como estatuas, sorprendidos a mitad de movimiento, y luego bajaron sus espadas, las deslizaron de nuevo en sus vainas e intercambiaron una reverencia.

El comandante en jefe había estado inclinado hacia delante, observando de hito en hito. Ahora se irguió y dirigió una mirada, bajo sus cejas, al uno y luego al otro.

—Usted ha adoptado formas extranjeras, amigo mío —dijo—. Combate sucio, pero venció limpia y claramente. Nuestro amigo ciertamente te ha hecho sudar tinta, Tatsu —añadió con una sonrisa equívoca.

Yozo hizo una reverencia. Podía percibir que el comandante en jefe trataba de restar importancia a la derrota de Tatsu, pero aun así fue una humillación para el maestro espadachín. Yozo sólo habría vencido utilizando métodos no ortodoxos, pero tanto si lo eran como si no, había batido al mejor espadachín del comandante en jefe, y al conseguirlo había puesto también en evidencia al propio comandante en jefe. A ambos, a los ojos de sus propios hombres y a los de Enomoto. En adelante, debería vigilar su espalda.

14

—Sería mejor que regresáramos al cuartel y te vendaran esa herida —dijo Kitaro.

Yozo asintió, haciendo un gesto de dolor cuando trató de mover el brazo. Había olvidado su hombro con la pasión de la lucha, pero ahora le ardía y se le estaba agarrotando rápidamente. Lo observó con cautela, tras aflojarse la camisa, pegada a la piel a causa de la sangre coagulada. Era tan sólo un arañazo, pero profundo.

El cuartel estaba desierto, de modo que Yozo y Kitaro fueron en busca del médico, un joven corpulento que había estado con ellos a bordo del Kaiyo Maru y los había acompañado en su viaje por Europa. Aunque joven, dominaba las medicinas occidental y china, y había improvisado una enfermería en un extremo del cuartel, con un surtido de medicinas occidentales en frascos, junto con raíz de ginseng en escabeche, cornamenta de ciervo y una impresionante hilera de cuchillos. También había una mesa de operaciones.

Vendó la herida de Yozo y luego puso una gran bola marrón de hierbas chinas en una tetera de arcilla, vertió agua y preparó una infusión en el hogar.

—Bebe esto —dijo, dándole a Yozo un vaso del amargo líquido—. Hará que duermas un rato.

—Tengo que ir a ver a Enomoto —intervino Kitaro—. Debe saber lo ocurrido. Volveré y te vigilaré un par de horas.

Cuando Yozo despertó había oscurecido, y el dolor del hombro se había convertido en un latido amortiguado. Una voz lo llamaba por su nombre con un cantarín acento francés. Yozo se incorporó despacio.

—¡Aquí.

Cuando apartó las sábanas y salió dando traspiés al amplio vestíbulo, un montón de pies sin botas se movían produciendo ruidos sordos por el cuartel. Las lámparas de las paredes se habían encendido, y los soldados se aglomeraban para el rancho de la noche. De las cocinas escapaban aromas apetitosos mezclados con olores a sudor y suciedad.

Apareció la fornida figura del sargento Marlin, pisando fuerte el tatami. Yozo sabía que en su país no se le hubiera considerado particularmente alto, pero allí era un gigante. Llenaba el vestíbulo con su corpulencia y tenía que agachar la cabeza para trasponer la puerta. Yozo sonrió cuando vio sus pronunciadas facciones y su bigote caído, pero su sonrisa se borró de inmediato. Pudo leer en la cara del francés que algo iba mal.

—Ha habido una baja —dijo Marlin con la voz crispada—. Junto al campo de tiro. Un accidente. —Hizo una prolongada pausa—. Lo siento, señor.

El dolor del hombro empezaba a dejarse sentir de nuevo, y aún tenía la cabeza embotada a causa de la poción. Trató de centrarse en lo que decía Marlin. De vez en cuando algunos hombres morían; resultaba inevitable. ¿Por qué Marlin acudía personalmente a comunicárselo.

—Sería mejor que viniera y echara un vistazo, señor. Parece como si...

Una aterradora sospecha sacó a Yozo de su aturdimiento. ¿Dónde estaba Kitaro.

Sin detenerse a ponerse una prenda de abrigo, Yozo salió corriendo a la noche helada y se dirigió al campo de tiro. El terreno parecía extenderse más y más, independientemente de lo deprisa que corriera, y no parecía que avanzara. Por un momento se preguntó si aún seguía dormido y todo era una especie de pesadilla, pero el viento gélido que le golpeaba el rostro y le atravesaba el delgado uniforme le demostró que eso era imposible. Estaba saliendo la luna, que proyectaba una luz triste sobre los edificios y las murallas distantes, y la interminable extensión de tierra baldía estaba sembrada de montones de nieve sucia. Más allá de las murallas del fuerte aulló un lobo, un sonido melancólico que el eco repitió en las colinas.

El campo de tiro estaba en la parte más alejada del terreno, mucho más allá del cuartel. Yozo apenas podía distinguir en la distancia más que la línea de blancos. Luego advirtió una forma oscura en el suelo, cerca de una de las posiciones de tiro. Se detuvo en seco, con el corazón desbocado. Temblando, se llevó las manos a las rodillas y jadeó para recuperar el aliento. Luego, muy despacio, se encaminó hacia el caído.

Kitaro yacía de espaldas, con la boca y los ojos abiertos. Sus gafas brillaban algo más allá, con los cristales rotos, y sus largas manos huesudas estaban separadas de los costados, como si hubiera caído hacia atrás sin tener tiempo de protegerse. Una gran mancha negra se extendía sobre su camisa.

Yozo cayó de rodillas y se quedó mirando fijamente a su amigo, tratando de asimilar lo que estaba viendo. Estremecido, extendió la mano y tocó la mejilla fría de Kitaro. Luego puso los dedos sobre sus párpados y los cerró suavemente.

Se inclinó, rasgó la camisa de Kitaro y le pasó la mano por el pecho huesudo. Había una sola herida, un largo y estrecho corte: una herida de espada, no de arma de fuego. Kitaro había sido asesinado de un solo tajo sin darle ocasión a defenderse.

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