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Authors: Lesley Downer

Tags: #Drama, Histórico

La cortesana y el samurai (12 page)

BOOK: La cortesana y el samurai
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Tama les hizo un gesto imperioso para que se acercaran, y se adelantaron una tras otra para ser presentadas.

—Kawanoto —dijo Tama, cuando una muchacha de facciones suaves y grandes ojos de gamo apoyaba la frente en sus manos—. Mi ayudante número uno. Empezó hace dos años. Kawagishi, Kawanagi. —Dos jóvenes se arrodillaron, una junto a otra, e hicieron una reverencia. La una era de baja estatura y sonreía; la otra, de miembros largos y esbelta. Otras jóvenes se arrodillaron tras ellas—. Kawayu, Kawasui... Todas son Kawa algo. Yo soy Tamagawa, Tama y Kawa. A ellas les he dado parte de mi nombre para mostrar que son mis ayudantes. Cualquiera que las conozca sabe que me pertenecen, ¡de modo que deben comportarse como es debido.

Eran los nombres más extraños que Hana había oído: no parecían nombres corrientes de mujer, sino más bien de tiendas o de actores de kabuki. Kawanoto, la muchacha de grandes ojos inocentes —cuyo nombre significaba «desembocadura de río»— sacó de la tabaquera que había en el suelo una pipa de caña larga de hierro, y cargó la pequeña cazoleta de arcilla. Acercó un tizón, dio un par de caladas hasta que estuvo encendida y se la alargó a Tama con una reverencia. Tama se llevó la pipa a los labios, con el meñique extendido. Dio una calada y exhaló un anillo de humo azul. Quedó suspendido en el aire, retorciéndose y alargándose hasta desaparecer. Tama meneó la cabeza.

—Ahora, ¿qué es todo eso de que sabes escribir? —dijo en tono suave—. ¿Cómo es posible tal cosa, cuando apenas hablas con propiedad? La tiíta me dijo que alardeabas de ello.

Hana sintió una chispa de esperanza. Quizá, después de todo, se proponían emplearla como escribiente. Estuvo a punto de decir: «Desde luego que sé escribir. Soy una samurái y he sido bien educada», pero entonces recordó y se mordió el labio. Esforzándose en hablar en el tono cantarín del Yoshiwara, inclinó la cabeza y murmuró.

—A decir verdad sé escribir sólo un poco. Si puedo ser de alguna utilidad...

—No está mal. Lo estás intentando.

Estaba devolviendo la pipa a Kawanoto cuando la puerta se deslizó hasta abrirse con un gran ruido, e irrumpió una niña con un quimono rojo brillante, con los cascabeles que llevaba en las mangas tintineando y dejando oír el frufrú de sus quimonos interiores bajo el dobladillo guateado. Se deslizó hasta donde estaba Tama, se arrodilló a sus pies, colocó las manos pulcramente sobre el tatami y anunció a voz en grito.

—¡Lo he visto.

—Más bajo, más bajo —dijo Tama, sonriendo a la niña—. Aquí.

Hizo un gesto a una criada anciana, que dio a la pequeña un pastel de confitura de alubias. Ella sonrió orgullosamente. Era una criatura exquisita, con un rostro en forma de corazón, nariz chata y grandes ojos negros. Llevaba el pelo peinado hacia arriba y recogido en una corona de flores de seda. Se volvió hacia Tama e hizo una graciosa reverencia.

—¿Cuánto tiempo llevas aquí, Chidori? ¿Tres años? ¿Y qué edad tienes? ¿Siete años? Mira —dijo Tama, dirigiéndose a Hana—, habla estupendamente y sabe cómo comportarse. Chidori es una de mis ayudantes menores. Puedes aprender de ella.

Chidori significaba «chorlito». El nombre se le adecuaba perfectamente, pensó Hana; era como un pájaro de mirada brillante, que todo lo escrutaba y nada le pasaba por alto.

—¿Estás segura de que era él? —preguntaba Tama.

—Sí, era el maestro Shojiro. Salía de la Tsuruya.

—¿La Tsuruya...? —Tama frunció el ceño y su rostro se ensombreció—. ¿Y a quién puede haber estado viendo allí, me pregunto.

—Yo me planté en medio de la calle. Salió tomando precauciones, mirando a izquierda y derecha. Cuando me vio se puso muy pálido.

—Y no era para menos. ¡Cómo se atreve a pensar que puede engañarme! Esa Yugao le ha echado un conjuro. —Tama hizo una pausa—. Primero nos ocuparemos de él y ya nos preocuparemos de ella después. Ahora, tú, ¿puedes escribir una carta de amor? —preguntó, volviéndose a Hana, que aguardaba en silencio, arrodillada.

—¿Una carta de amor? —Por un momento Hana no supo qué decir. Luego recordó los poemas románticos que había aprendido de niña. Pensó en El calendario del ciruelo y en las palabras que Ocho empleaba cuando se dirigía a Tanjiro—. ¿A Shojiro.

—Desde luego que no —rechazó Tama, y dio un suspiro de exasperación—. Voy a castigar a Shojiro, no a favorecerlo con una carta. No, a Mataemon. Es un sureño y no hace mucho que viene. No tiene idea de cómo comportarse, pero un poco de estímulo lo inflamará. ¡Tenemos que hacerle creer que estoy loca por él.

Había material para escribir sobre el tatami, junto a una vela con una pantalla cuadrada de papel. Hana molió tinta, tratando de recordar El calendario del ciruelo mientras frotaba el bastoncillo de tinta sobre la piedra.

—¿Qué tal esto? —propuso—. «¿Tendré que dormir / sola de nuevo esta noche / en mi estrecha esterilla, / incapaz de reencontrarme / con el hombre al que echo de menos?» ¿Algo así.

—Uh, uh —exclamó Tama, y su voz aprobaba sarcásticamente—. ¡Una chica con educación clásica! Es un poco rimbombante para Mataemon. Escribe esto: «La noche pasada soñé contigo, pero cuando me desperté te habías ido, y ahora mi almohada está empapada de lágrimas. Anhelo verte.» Haz varias copias, así podré usarlas para distintos clientes.

Hana desenrolló un rollo de papel, tomó un pincel y escribió, trazando cuidadosamente los caracteres.

—¿Cuál es la dirección.

Tama chasqueó la lengua.

—No sé en qué estarán pensando la tiíta y el padre. Las niñas de diez años que han ido ascendiendo de categoría tienen más idea que tú. Mataemon trabaja en una especie de oficina del gobierno; si empezara a recibir cartas con su dirección, escritas por una mujer, su carrera se hundiría. Chidori, corre y alcanza al mensajero. Dile a él que escriba la dirección. —Tama se volvió a Hana y suspiró ruidosamente—. Tienes mucho que aprender.

Hana miró los tatamis. Advirtió que les habían hecho remiendos, y algunos de los bordes de seda estaban raídos. El lujo era tan sólo un barniz, como lo eran las maneras de Tama. La redacción de la carta había sido una prueba, ahora lo veía; una prueba que ella había superado.

10

Hana se calentaba las manos en el brasero, en la sala de recepción de Tama, mientras ésta, que acababa de bañarse, permanecía arrodillada frente a un espejo. En un rincón de la estancia una anciana menuda se encorvaba sobre un shamisen y tañía una tonada. Con su cabello gris recogido en un moño y vestida con los colores oscuros propios de una geisha, era tan pequeña y delgada que parecía disolverse en las sombras.

—Si tuvieras diez años menos podríamos darte una formación a fondo —rezongaba Tama—. Pero a tu edad no hay tiempo que perder. Padre querrá sacar beneficio de su inversión. —Hizo señas a Kawanoto para que se acercara y le masajeara los hombros—. Yo me proponía introducirte gradualmente en el oficio, pero tengo demasiados clientes. Tendrás que acompañarme esta noche y ver cómo se hacen las cosas.

—Pero no me necesitas —dijo Hana, presa del pánico—. Sé escribir. Debe haber cartas que escribir.

—No seas tonta —replicó Tama en tono brusco—. ¿De qué otro modo vas a sobrevivir? ¿De qué otro modo crees que vas a saldar tu deuda? Lo que has de hacer es observar, observar y dejarte ver. Eso es todo.

Tama llamó a una criada anciana, una mujer de aspecto fuerte, con las manos ásperas a causa del trabajo y el pelo blanco y crespo, que murmuraba empleando el acento del Yoshiwara. Sentó a Hana frente a un espejo, le retiró el quimono para descubrir sus hombros y remetió la mitad superior de la prenda en torno a la cintura. Al lado había una bandeja de latón con una jarra y un pequeño cuenco. Hana arrugó la nariz al percibir el familiar olor agrio de zumaque, vinagre y té. Como toda mujer respetable, ella se había ennegrecido los dientes tras su matrimonio. Pero Tama negó con la cabeza.

—Tú, nada de dientes ennegrecidos. Empiezas una nueva vida. Vales más que una virgen. Nadie sabrá que no lo eres hasta que sea demasiado tarde.

Hana abrió la boca para protestar, pero Tama ya le había vuelto la espalda.

Entró una mujer, inclinada bajo el peso de un gran fardo. Lo abrió y dispuso en el suelo peines, frascos de aceites perfumados, envases de pomadas, fajos de papeles y adornos para el pelo, que colocó en hileras. Luego puso en el brasero hierros de rizar. El olor acre del cabello quemado llenó la habitación conforme los hierros se calentaban.

—Hemos reclutado a una nueva —dijo Tama—. Costará trabajo darle forma al cabello.

Hana estaba acostumbrada a recogerse ella misma el cabello hacia arriba. Desde niña había practicado hasta dolerle los brazos, separando el cabello y doblando cada largo mechón hacia arriba, adelante y atrás, y tratando luego de colocarlo en su sitio con hilo dorado o con una tira de papel de color. Adquirió gran pericia en el estilo shimada, que adoptaban las jóvenes de su edad, con una pesada mata de rígido y brillante cabello recogido en la parte posterior de la cabeza.

Ahora se arrodilló, mirando su propio reflejo en el empañado rectángulo plateado, mientras la mujer se ponía a trabajar, dando tirones con un peine de dientes finos. No tardaron en correr lágrimas por sus mejillas. Las dejó fluir. «Que crean que son por los tirones», pensó. Sólo ella podía saber que eran por cuanto había perdido.

—Ya es bastante malo cuando eres una criatura —murmuró la mujer, mientras calentaba un bloque de cera y lo aplicaba al pelo de Hana con los rizadores. Cada vez que la cera entraba en contacto con el metal caliente, se producía un chisporroteo y se desprendía un fuerte olor a grasa—. Pero es peor cuando has crecido y has conocido otra vida. No eres la única; aquí somos muchas: esposas, concubinas, mujeres que han perdido a sus maridos o a sus amantes y no tienen adonde ir.

Sobresaltada, Hana miró al espejo. La mujer iba vestida como una criada, con un sencillo quimono marrón a cuadros de cuello púrpura. Llevaba el cabello recogido en un moño. Algo brillaba en su mano, y lucía un cierre metálico en el cuello.

—Es mejor olvidar el pasado —prosiguió la mujer—. Es nuestra única manera de sobrevivir. Si alguna vez te sientes sola, ven a visitarme. Pregunta por Otsuné. Todo el mundo me conoce, aquí.

Le dio un tirón tan fuerte que Hana pensó que le había arrancado un mechón.

—No me dejan salir.

—Te dejarán cuando confíen en ti. Aquí clavada no les eres de ninguna utilidad.

Otsuné peinó, rizó y enceró hasta que el cabello de Hana relució como la seda. La peinó utilizando pellas de pomada blanca y aceite de camelia con olor a almizcle, y luego lo dividió en partes, lo sujetó, enrolló, volvió a peinar y lo dobló hebra por hebra hasta que la melena de Hana, que llegaba hasta el suelo, quedó transformada en un elevado montón de rizos enrollados, suave y reluciente como la laca pulida. Hana levantó la mano cautelosamente. Su cabello era duro y ligeramente pegajoso al tacto. Apenas se atrevía a respirar, por si el enorme edificio se venía abajo.

Por un momento, Otsuné mantuvo los dedos en el hombro de Hana.

—Toma esto —susurró, apretando algo en la mano—. Es un amuleto. Mételo en tu peinado antes de salir de aquí, pero asegúrate de que la tiíta no lo vea o te lo quitará. Es para protegerte de ser escogida.

Hana cerró la mano en torno a una peineta. No tenía ni idea de lo que estaba hablando Otsuné, pero en cualquier caso le quedó agradecida.

Cuando Otsuné se fue para atender a la siguiente, la anciana tomó un puñado de blanda cera blanca y la amasó entre los dedos. Frotó con ella el rostro de Hana, y luego le pintó la garganta, la barbilla, las mejillas, la nariz y la frente de color blanco como el yeso, espolvoreando encima nubes de polvo de arroz. Hana miraba el espejo a medida que su cara se convertía en un óvalo blanco perfecto, con sólo una estrecha línea visible de carne junto al arranque del cabello.

Blandiendo su cepillo, la criada recubrió de blanco el pecho, los hombros y la parte superior de la espalda, y luego sostuvo un segundo espejo para que Hana pudiera verse la nuca. Había en ella tres puntos de piel sin pintar, que contrastaban con el blanco mate de la espalda, como la lengua bífida de una serpiente.

—Esto vuelve locos a los hombres —dijo la anciana, emitiendo una risita ahogada—: la nuca de una mujer. Su forma les hace pensar en... Bueno, ya lo verás.

Le pintó las cejas, dándoles una forma curva, como dos lunas en creciente, y perfiló los ojos en rojo y luego en negro, extendiendo la línea más allá de las comisuras. A continuación espolvoreó colorete en las mejillas.

—Ponte de pie.

Desnuda y tiritando, Hana permaneció derecha como una estatua mientras la criada la introdujo en una perfumada enagua de crespón escarlata, la ayudó a ponerse una camisola blanca con un cuello rojo y largas mangas asimismo rojas, y luego le ató con cintas de seda otra enagua. Le colocó un cuello rígido, bordado, y la ayudó a vestir un quimono rojo, también bordado, con mangas largas y un dobladillo guateado. Sobre él iba otro quimono, y luego otro y otro, cada uno sujeto con cintas. A continuación la criada tomó una larga faja de brocado y se la ató con varias vueltas. Hana giró sobre sí misma y le dio la espalda. La anciana rió entre dientes.

—¿Quién se ha creído que es? ¿Una virgen? ¿Una solterona? ¿Una hogareña ama de casa? ¡Se cree que le voy a atar su obi por detrás! —Todas se volvieron y se dejaron oír carcajadas—. Las cosas han cambiado, querida. ¿Es que no te has enterado.

Hana se volvió en silencio para colocarse de cara a la criada. La mujer apretó y apretó la faja de tal modo que a Hana le costaba respirar. Luego juntó los dos extremos en el delantero y, a tientas, sujetando unos alfileres en la boca, atando cintas acá y allá, y haciendo pliegues con la tela, dio forma a un gran lazo adornado. Los extremos casi le llegaban a Hana a los pies.

La seda roja le recordó a Hana el día de su boda, cuando Oharu la peinó y le ayudó a vestirse, y se le hizo un nudo en la garganta. Estaba vestida como una novia, como si fuera a casarse otra vez. Lo único que desentonaba era el obi. Incluso las geishas se ataban el obi a la espalda. Sólo una clase de mujeres se lo ataba por delante, formando un ostentoso lazo, como si desafiara a todo hombre que se cruzara en su camino a desatarlo. Se estremeció al pensar la clase de mujer que era.

La criada chasqueó la lengua y aplicó perfume al rostro de Hana, luego le ajustó el cuello, comprobó que todos los dobladillos y puños de los quimonos estuvieran regularmente alineados, y le colocó una peineta de madera de sándalo en la parte frontal del cabello y la fijó con horquillas. Por último, puso una corona de flores de seda en lo alto del peinado.

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