La cortesana y el samurai (14 page)

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Authors: Lesley Downer

Tags: #Drama, Histórico

BOOK: La cortesana y el samurai
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Los hombres se agolpaban en el vestíbulo de tierra apisonada, soplándose las manos y exhalando vaho al respirar en el aire frío. Algunos eran viejos, otros, jóvenes, pero todos parecían prósperos. Elegantemente ataviados con pantalones hakama, chaquetas haori y gruesas capas de lana, eran muy diferentes de los hombres de ojos ávidos que se aglomeraban fuera de la jaula. Dándose codazos, saludándose y haciendo inclinaciones, se despojaban de sus zuecos y los entregaban a los criados, que a su vez les entregaban contraseñas de madera por su calzado. Tras ellos, unas geishas llevando shamisen envueltos en seda y bufones de sonrisa pícara presionaban para entrar.

Lo único que Hana sabía era que debía encontrar a la mujer de voz chillona. No le importaba nada más.

Se desasió de Kawanoto, que la mantenía agarrada por la manga, y, sujetándose sus pesados ropajes con ambas manos, se abrió paso a través de la aglomeración y corrió al otro lado de la puerta; se adentró en la noche en pos de la voz y del revuelo de faldas. Ahogó una exclamación al sentir el aire frío en la piel. Luego dirigió la vista a una brillante cabeza que se deslizaba entre los hombres que se concentraban en la casa vecina. Fijó la mirada en el interior, la paseó arriba y abajo del pasillo, iluminado por las lámparas, y descubrió una puerta que se corría y se cerraba. Corrió hacia ella, jadeando.

Cuando puso la mano en la puerta, fue consciente de la acción vergonzosa que estaba a punto de cometer: abrir la puerta de las habitaciones de una prostituta y penetrar en ellas sin invitación. ¿Quién sabía qué estaba sucediendo en el interior? Pero no podía hacer otra cosa.

Respiró hondo y descorrió la puerta.

Se encontró en un salón casi tan espacioso y lujoso como el de Tama. A través de las puertas abiertas que conducían a la habitación contigua, pudo ver un fuego de carbón resplandecer en un enorme brasero, y una mesa sobre la que había dispuestos unos platos. Velones sobre soportes ardían con altas llamas amarillas. En el centro de la habitación, un grupo de geishas tañían shamisen, tocaban tambores y cantaban. Un par de ellas danzaba, proyectando sombras alargadas y ondulantes. La fiesta estaba en pleno apogeo.

En la parte de atrás unos hombres permanecían ociosos, llevando con las palmas el ritmo de la música y tomando sake en tacitas. Las mujeres se sentaban entre ellos, algunas arrimándoseles, mirándolos y haciéndoles mohines; otras, desdeñosas y distantes. Una pareja de niñas semejantes a muñecas, tan exquisitamente ataviadas como la pequeña Chidori, correteaban de acá para allá, llenando las tazas de sake.

Con sus rostros pintados de blanco, sus brillantes quimonos y sus enormes obis, todas las mujeres se parecían mucho. Asombrada, Hana se las quedó mirando. No tenía idea de cuál era la que andaba buscando, ni siquiera de si había acudido al lugar adecuado. La música, las palmas y las risas eran tan fuertes que los juerguistas no se dieron cuenta de su presencia.

En aquel momento salían un joven, que vestía la chaqueta azul de algodón propia de los sirvientes, y una criada anciana. Esta última preguntó con voz sibilante.

—¿Quién te ha llamado? ¿Uno de nuestros invitados? No tengo constancia de ello. —Miró de arriba abajo a Hana—. Te has perdido, ¿no es así? Pues lárgate, date prisa.

Esforzándose en usar el tono cantarín del Yoshiwara, Hana murmuró.

—Lo siento mucho. Tengo un mensaje para... para una de las damas.

—Dámelo y se lo paso.

—Tengo que dárselo personalmente —replicó Hana, desesperada.

El criado empezó a empujar a Hana hacia la puerta. Se zafó de él, se alzó las faldas y se dirigió como una flecha a la estancia donde proseguía la fiesta. Se hallaba en el quicio de la puerta cuando la sujetaron por los brazos la anciana criada y el sirviente.

Por encima de la música, tronó una voz de hombre.

—Mi querida Kaoru, ¿quién es tu protegida? ¿Qué es ese secreto del que no nos has hecho partícipes.

La música decayó y cesó, y las geishas se quedaron inmóviles en plena danza. Todos —hombres, cortesanas y geishas— se volvieron y se quedaron mirando a Hana.

La criada se puso de rodillas.

—Lo siento mucho —murmuró—. La sacaré de aquí.

—No, déjala que se quede —dijo el hombre que había hablado antes—. ¿Quién es.

—Eso, ¿quién es, Kaoru-sama? —corearon los demás hombres—. ¡Tiene que quedarse.

—No puedo decir quién es porque no la había visto en mi vida —respondió una voz aguda que Hana reconoció.

Había una mujer en medio del grupo, arrodillada, con la espalda recta y una expresión de reserva. Su rígido obi blanco, atado con un lazo, estaba bordado con un delicado motivo de ramitas de pino, ciruelo y bambú. El quimono de encima era también blanco. En lugar de tocarse con una corona, su cabello relucía con horquillas dispuestas con gusto. Su rostro era tan perfecto y blanco como una máscara de teatro no. Frunció los labios y dirigió a Hana una mirada perpleja.

—¿Qué ocurre? —preguntó.

Por un momento, Hana enmudeció, pero luego recordó que contaba con aquella única oportunidad. Habló, manteniendo el tono de voz suave y tratando de recordar el melodioso dialecto del Yoshiwara.

—Lo siento. Quería saber si había alguna noticia de... de fuera. Del frente.

Los ojos de la mujer se abrieron de par en par y luego frunció el ceño. Pero recobrando rápidamente el aplomo, se echó a reír con una risa argentina. Las demás mujeres, que ahora Hana vio que eran ayudantes jóvenes, se cubrieron la boca con las mangas y prorrumpieron en risitas.

—Criatura estúpida —dijo Kaoru, con la voz más chillona que nunca—. ¿Qué te hace suponer que yo sé algo de lo que ocurre fuera? Aquí no hablamos de esas cosas aburridas. Nosotros nos divertimos, ¿verdad, caballeros? Eso es todo lo que hacemos. —Se volvió hacia la criada—. Dale unas monedas y acompáñala a la puerta.

Hizo un gesto a las geishas. Se dejaron oír las notas discordantes de un shamisen, y las geishas reanudaron su baile.

—Déjala que se quede. —Era el hombre que había hablado antes. Hana se lo quedó mirando, sorprendida. Era joven y esbelto, con la piel atezada, ojos negros rasgados y una boca carnosa y sensual—. Necesitamos chicas jóvenes. Puede ser mi invitada. —Y volviéndose a Hana—: ¡Ven, únete a nosotros y bebe algo.

Hana se adelantó unos pasos. Como esposa de samurái había llevado una vida confinada. Estaba acostumbrada a servir comida y bebida a los invitados, pero los únicos hombres con los que había intercambiado palabras eran los miembros de su familia y su marido. Ahora estaba rodeada de hombres desconocidos, todos los cuales la miraban de arriba abajo y le sonreían.

—¿Cómo te llamas? —preguntó el hombre—. Ven y siéntate aquí.

Alargó la mano y Hana se fijó en sus dedos largos y delgados. Dio un paso hacia él pero a continuación se detuvo, horrorizada por su acento, duro y gutural, como nunca lo había oído antes. Debía ser un sureño, pensó. Todos eran sureños. ¿Cómo, si no, podían permitirse una fiesta así.

Miró de nuevo su mano. Había manchas pardas en la parte interior de sus dedos: callos, como si hubiera manejado una espada o un arma de fuego. ¿Cómo había terminado aquí, en Edo, la capital del Norte.

El hombre la seguía mirando amablemente. Kaoru sonreía con frialdad.

—Por supuesto que puedes unirte a nosotros, querida. No seas tímida.

Entonces la puerta se descorrió y Tama irrumpió envuelta en una nube de fragancias, con Kawanoto inmediatamente detrás. Miró en derredor.

—Soy Tamagawa. Ésta —e hizo un gesto en dirección a Hana— es mi ayudante. Olvidaos de ella; aún es joven y debe haberse perdido. Ahora ven, querida. Tenemos que irnos.

Hana se volvió, muy deprimida. No había obtenido respuesta a su pregunta. Todo cuanto había conseguido era enemistarse con Kaoru, su único vínculo con el mundo real.

—Espera. No has cometido ningún error. Dime, querida, ¿cómo te llamas? —preguntó el hombre.

Antes de que Hana pudiera responder, Tama se irguió y miró orgullosamente a su alrededor. Los centelleantes colores y sus quimonos parecían llenar la estancia.

—Hanaogi —anunció—. Se llama Hanaogi. Será la próxima cortesana estrella del Rincón Tamaya.

Se hizo el silencio.

—¿Tiene patrón? —volvió a preguntar el hombre.

—Todavía no, señor. Si lo desea, su oferta será bien recibida. Estoy segura de que conoce el procedimiento.

—Hanaogi —dijo despacio el hombre, paladeando las sílabas como si las encontrara particularmente musicales—. Hanaogi. Bien, Hanaogi, preguntabas si había noticias. Puedo decirte que pronto llegará la paz. Hay ahora un nuevo gobierno que os tratará a vosotras, las chicas, con mucha amabilidad. —Su expresión cambió y, por un momento, su voz denotó menos seguridad en sí mismo—. Los rebeldes del Norte aún nos dan que hacer, pero nos ocuparemos de ellos.

Hana asintió, procurando mantener su rostro impasible. «Nos ocuparemos de ellos» significaba que aún no los habían derrotado, que los norteños seguían resistiendo. Tuvo que contenerse para no sonreír triunfalmente. Le quedaban cien preguntas más por formular —sobre su marido, y si había alguna noticia de él—, pero eso hubiera sido ir demasiado lejos. Se volvió, dispuesta a marcharse.

—Déjame oír tu voz una vez más, encantadora Hanaogi. ¿De dónde eres? ¿De qué parte del país.

—Ella...

Tama estaba a punto de responder en su lugar, pero Hana quiso hablar por sí misma.

—De ninguna parte —dijo, en un tono cantarín que casi no reconoció como el suyo—. He dispuesto que mi mente olvide todo lo anterior a mi llegada aquí.

Y con un revuelo de sedas, siguió a Tama y a Kawanoto fuera de la estancia.

Primavera

12

2.º mes del Año de la Serpiente, Meiji 2

(marzo de 1869)

En el alojamiento presidencial del Fuerte Estrella, Yozo estaba sentado en el tatami, con las piernas cruzadas, calentándose las manos en el brasero. A pesar de su rimbombante nombre, el alojamiento presidencial estaba lleno de humo hasta el último rincón y era tan gélido como cualquier otro lugar de la tierra de Ezo. Las corrientes de aire hacían traquetear los paneles de madera y los endebles marcos de las ventanas, y la respiración de Yozo desprendía nubes heladas.

Estaba avanzado el segundo mes y era primavera según el calendario, pero allí, en Ezo, el suelo seguía cubierto por una gruesa capa de nieve compacta. Habían transcurrido unos cuatro meses desde la toma del Fuerte Estrella, y tres desde que perdieron el Kaiyo Maru.

Yozo podía oír fuera el rumor de pasos y una voz áspera gritando órdenes con un fuerte acento francés: «¡De frente, paso ligero!» Llegó luego el ruido de la marcha de los hombres por el patio de armas. Los caballos relinchaban y se percibía el tableteo distante de los disparos en el campo de tiro, pero en el interior del edificio todo era paz y tranquilidad.

Enomoto estaba de pie, con las piernas separadas y las manos a la espalda, estudiando el contenido de la vitrina de las bebidas, que afortunadamente había sido trasladada al fuerte antes del hundimiento del Kaiyo Maru. En el interior había una espléndida alineación de licores. Ahora que estaba en sus aposentos privados y en compañía de amigos, había descartado su incómodo uniforme occidental, y se sentía a gusto con sus gruesos quimonos de algodón y una chaqueta guateada. Con su cabello reluciente y su rostro de facciones delicadas, era la personificación de un aristócrata. Se acercó al mueble y sacó una botella de whisky.

—Glendronach 1856 —dijo—. Esto nos entonará.

—Excelente año —comentó Yozo, dándose aires de experto, y alzó con sus grandes dedos de marinero el vaso de cristal tallado—. Bien, ciertamente hemos recorrido un largo camino, en especial usted, señor gobernador general de Ezo. Siempre supe que haría grandes cosas.

—¡Y mire lo que hemos logrado! —replicó Enomoto, riendo—. Hemos celebrado elecciones y hemos creado la primera república del Japón, la República de Ezo. Somos una nación joven, como Estados Unidos, y estamos abriendo un nuevo camino. Esos bastardos sureños serán capaces de ganar batallas con los cañones y los fusiles que los ingleses les venden, pero ésa será su única manera de hacerse con el poder. No se atreverán a organizar unas elecciones porque saben que nadie los votaría. Siguen en la época feudal, y sólo pueden abrirse paso por la fuerza bruta. La ley de la selva, ¿no es así como la llaman.

Yozo removió el traslúcido licor dorado en el vaso y tomó un sorbo, conservándolo en la boca un momento antes de dejar que se deslizara lentamente por la garganta. Hizo una pausa, disfrutando del sabor de la malta.

—La ley de la selva —repitió con una sonrisa contenida—. La supervivencia del mejor adaptado. Al menos eso es lo que dice ese libro del que todo el mundo hablaba en Europa.

—El origen de las especies —precisó Kitaro. Había envuelto su cuerpo delgado en una gruesa chaqueta guateada y permanecía acurrucado cerca del fuego—. De Charles Darwin.

Pronunció las palabras con mucha precisión, saboreando las sílabas extranjeras.

—Tú lo has leído, Kitaro —comentó Yozo—. Realmente lo has leído; un libro entero en inglés. Yo no lo hubiera conseguido. ¡Si lo supieran esos babuinos sureños o el comandante en jefe y los brutos de la milicia que luchan aquí por él...! Todo cuanto les interesa es si puedes manejar una espada.

Con un dedo huesudo, Kitaro deslizó sus gafas hasta la punta de la nariz y miró por encima de ellas, adoptando una expresión cómica.

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