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Authors: Lesley Downer

Tags: #Drama, Histórico

La cortesana y el samurai (15 page)

BOOK: La cortesana y el samurai
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—Los mejor adaptados para sobrevivir vencen —dijo, con un fruncimiento de burlona seriedad—. Pero tengan en cuenta que eso no significa necesariamente que sean los más fuertes. Podrían ser los más inteligentes. De hecho, al final suele suceder así.

Los otros se echaron a reír.

—¿Recuerdan aquel café donde solíamos reunirnos para discutir? —preguntó Enomoto—. Sí, aquel con grandes ventanales y asientos de cuero.

Yozo asintió con la cabeza y sonrió.

—Discutíamos en todas partes: Londres, Berlín, París, Rotterdam...

—Estaba en Dordrecht —concretó Kitaro.

Dordrecht. Guardaron silencio. Del exterior llegaban, atronadores, los pasos de marcha, interrumpidos por gritos feroces y redobles de tambor.

—¿Recuerdan cómo salió el sol aquel día? —preguntó Enomoto mirando a lo lejos.

Ya no era el gobernador general de Ezo, sino un joven embarcado en una gloriosa aventura.

El tercer día del undécimo mes del año 1866, según el calendario bárbaro, catorce de los quince hombres escogidos para trasladarse a Europa se reunieron en Dordrecht para celebrar la botadura del magnífico barco que habían encargado, el Kaiyo Maru. (El decimoquinto hombre, que había acudido a Holanda como herrero, se emborrachó hasta morir. Yozo, que no estuvo cerca de él, nunca averiguó cómo fue ni por qué.) Para conmemorar la ocasión, prescindieron de sus pantalones, chaquetas y corbatas, y vistieron el atavío ceremonial japonés: quimonos con faldas almidonadas y plisadas, y chalecos con hombreras que sobresalían. Permanecieron de pie, orgullosamente, con los hombros echados atrás y sus dos espadas en sus vainas de cuero metidas en los cintos. Volvían a ser samuráis, aunque hacía tiempo que se habían cortado los moños y llevaban el pelo al estilo occidental.

—Prendieron braseros a lo largo del casco —recordó Yozo. Podía evocar todo aquello claramente: el gran navío con su brillante casco negro reposando en la grada, empequeñeciendo los molinos de viento y la catedral, y los espectadores atestando las orillas y navegando por los alrededores en botes, agitando los sombreros y saludando—. Sin embargo, el tiempo era perfecto. No helaba.

—El ministro de Marina pronunció un discurso —dijo Enomoto—. Luego estrelló la botella de vino contra la proa.

—¿Se acuerda del estruendo cuando empezó a moverse....

—Los crujidos y chirridos, y todo el mundo saludando y aplaudiendo...

—Y se deslizó...

—¡Y el chapoteo cuando entró en el agua, como una ola de marea! Pensé que todos los botes volcarían.

—¡Vaya barco! —exclamó Enomoto.

Inclinaron la cabeza y se quedaron mirando el fuego. Sentados con las piernas cruzadas en el alojamiento presidencial del Fuerte Estrella, en la tierra helada de Ezo, les costaba creer lo que había sucedido. Incluso cuando Yozo trató de evocar Dordrecht la imagen empezaba a borrarse en su mente.

—Y aquel temporal después de zarpar de Río, cuando el mástil estuvo a punto de romperse. —Kitaro levantó la vista y sonrió—. Tuve la seguridad de que te perdíamos.

—Muchas veces pensé que era nuestro fin, y el del barco también. Pero siempre salimos adelante —dijo Yozo.

En la travesía de retorno al Japón invirtieron ciento cincuenta días. Llevaban una tripulación holandesa, compuesta principalmente por hombres de Dordrecht. Carbonearon en Río, doblaron el cabo de Buena Esperanza, atravesaron el océano Índico y carbonearon de nuevo en Batavia. Habían atravesado tormentas, cruzado océanos embravecidos y sorteado olas altas como montañas, pero no perdieron el barco.

Sin embargo, cuando regresaron al Japón nada era como recordaban. Poco a poco empezaron a enterarse de lo que había ocurrido en sus cuatro años y medio de ausencia: traiciones, asesinatos, incluidos los de personalidades, y finalmente una guerra civil. Pocos meses después de su llegada, el shogun fue depuesto, y Yozo y Kitaro se unieron a Enomoto, decididos los tres a luchar hasta el fin por sus creencias.

El Kaiyo Maru había sido su hogar. Cada tabla, cada crujido del casco, cada vez que se hinchaban las velas les recordaban los días felices en Occidente. Y ahora también el barco había desaparecido.

Durante un rato permanecieron sentados en silencio, pensando en su hermoso barco. Yozo evocaba la curva de su proa, el poderío con que hendía el agua, el lujo de la cabina del capitán, el brillo de los cañones, las aplicaciones de latón, que ellos mantenían vistosamente pulidas, el tamaño descomunal del buque, capaz de embarcar a seiscientos soldados. Luego rememoró la última visión que tuvo del navío, maltrecho y roto, un solitario casco negro en un mar sembrado de hielos, hundiéndose bajo las olas mientras ellos lo dejaban atrás. Se frotó los ojos y tragó con dificultad.

Enomoto se irguió y frunció el ceño. Volvía a ser el gobernador general.

—Éste es ahora nuestro hogar —declaró en tono firme—. La tierra de Ezo. He estado hablando con los representantes extranjeros aquí, en la ciudad de Hakodate, y les he explicado nuestros planes de implantar una república liberal y de mejorar las condiciones de vida del pueblo. Los norteamericanos, los franceses y los ingleses han prometido reconocer nuestro gobierno. —Hizo una pausa y sus finas facciones se ensombrecieron—. Hay algo más —dijo—. Hay noticias del Stonewall...

Yozo levantó la mirada. Había visto el Stonewall en el puerto de Yokohama. Era un acorazado, el buque de guerra más avanzado y potente que había visto, con grandes máquinas y un blindaje que doblaba el grosor del muslo de un hombre, cubierto con macizas planchas de hierro. Las balas de cañón simplemente rebotaban contra el barco. Impulsado con vapor y velas, su velocidad era mucho mayor que la del Kaiyo Maru. Ni siquiera tenía forma de barco. Sobresalía poco del agua, y con su siniestra proa negra recordaba un temible pez predador.

El gobierno del shogun lo había encargado a los norteamericanos y pagó la mayor parte del precio; pero cuando llegó, el shogun había sido depuesto y su gobierno, derribado. Antes de abandonar Edo, Enomoto visitó al representante diplomático norteamericano, Van Valkenburgh, y solicitó la entrega del buque; después de todo, el shogun ya había pagado. Pero Van Valkenburgh se mantuvo inflexible. Argumentó que el gobierno del shogun ya no existía y que el nuevo aún no se había constituido. Todos los representantes extranjeros se mostraron de acuerdo en mantener una estricta neutralidad mientras el país permaneciera en estado de guerra. Él no tenía libertad para entregar el barco a ninguno de los bandos.

—No les sorprenderá oír que cuando los sureños se enteraron del naufragio del Kaiyo Maru, se aplicaron a la tarea de convencer a Van Valkenburgh de que, sin nuestro buque insignia, a nuestro gobierno no le quedaba ninguna oportunidad. Le dieron su palabra de que la guerra había concluido.

Con gesto violento, Yozo dejó su vaso en el suelo y apretó los puños. Así pues, los sureños le habían dicho al representante diplomático norteamericano que la guerra había terminado, con objeto de convencerlo para que entregara el Stonewall. Pero todo eso eran mentiras. La guerra estaba lejos del final, y en el momento en que los sureños se hicieran cargo del acorazado, zarparían a todo vapor hacia el Norte para atacarlos a ellos. Era un caso de supervivencia de los mejor adaptados, con lo que sus posibilidades empeoraban de día en día. Cuanto más sabía Yozo de la traición de los sureños, más deseaba matarlos a todos. Lucharía hasta el fin, sin que importara la sangre que corriera, y acabaría con cuantos enemigos pudiera.

—Los sureños llegarán por decenas de miles —dijo Enomoto en tono sombrío—. Simplemente aguardan la primavera. Tenemos que hacer cuanto podamos para asegurarnos de que estamos preparados. Las defensas se hallan casi dispuestas —el capitán Brunet las está supervisando— y contamos con unos tres mil hombres que se instruyen día y noche. Pero forman un conjunto desigual. Para empezar, están los soldados profesionales, a los que los oficiales franceses han instruido bien y que han participado en muchas acciones. Luego están los reclutas que se han unido a nosotros por lealtad o porque los sureños los hubieran ejecutado en caso de caer en sus manos. Algunos ni siquiera son militares. Los hay que apenas saben disparar.

—Yo, por ejemplo —puntualizó Kitaro.

—En cuanto a la milicia de Kioto, al mando del comandante en jefe Yamaguchi, sus hombres son combatientes brillantes y desconocen por completo el miedo, pero en su mayoría son espadachines. Marlin y Cazeneuve están tratando de convertirlos en fusileros, pero ellos viven en otra época. Abandonan el fuerte por la noche, se enzarzan en peleas con los naturales de Ezo y los matan, sólo para no perder su destreza, y consideran que ése es un comportamiento aceptable. Se llaman a sí mismos samuráis, pero la mayoría nunca lo fue ni lo será. Sólo aceptan órdenes de una persona, y esa persona es el comandante en jefe. —Enomoto frunció el ceño y sirvió otra ronda de whisky—. Si no podemos reunir a esos hombres en un ejército, tendremos un verdadero problema cuando lleguen los sureños.

13

A la mañana siguiente, el patio de armas hervía de actividad. Un escuadrón de soldados con uniformes negros y cascos de cuero rematados por una cresta marchaba en impecable y compacta formación, con un par de tambores en cabeza que marcaban un garboso ritmo.

A un lado del patio, unos hombres se apiñaban en torno a las grandes ruedas de un brillante cañón. Era una de las nuevas piezas de retrocarga que Yozo, Enomoto y sus colegas habían traído de Prusia. Mientras Yozo observaba, los hombres de repente arrancaron a correr, escabulléndose en todas direcciones, como conejos asustados. Lo que siguió fue una detonación semejante a un trueno, y el cañón saltó hacia atrás, al tiempo que un obús cruzaba el aire y se estrellaba en el suelo, provocando una erupción de arena y gravilla. Los caballos, atados no muy lejos, relincharon y se encabritaron, aterrorizados.

Faltaba algo. No estaba presente ni un solo miembro de la milicia, con su capote azul.

—Se niegan a hacer instrucción con nuestros hombres porque creen que ya lo saben todo —explicó Kitaro.

—Ya es hora de comprobar por nosotros mismos qué clase de instrucción están haciendo —dijo Yozo—. Las espadas no van a protegerlos de las balas, por brillante que sea su técnica.

—El comandante en jefe no confía ni en nosotros ni en Enomoto —observó Kitaro, nervioso—. Cree que estamos contaminados porque nos hemos relacionado con extranjeros.

—Desde el momento que dejamos el país nos convertimos en marginales. Pero ahora estamos en guerra y nos enfrentamos a una situación abrumadora. Si el comandante en jefe tiene algo de sentido común se guardará sus opiniones hasta que cesen los combates. Enomoto quería que yo no lo perdiera de vista, y eso es lo que haré.

La milicia del comandante en jefe ocupaba un gran edificio de madera a poca distancia de los barracones donde se alojaba el ejército regular. Cuando Yozo y Kitaro se acercaban pudieron oír fieros gritos y el golpeteo de maderas al entrechocar.

Nadie pareció sorprendido lo más mínimo al verlos. El comandante en jefe estaba sentado en una elevada plataforma, bajo un estandarte que representaba una malva real, el emblema del shogun. Vestía su uniforme de la milicia, una chaqueta haori azul celeste y faldas rayadas de quimono. Llevaba el largo y aceitado cabello peinado hacia atrás, dejando despejado su hermoso rostro. Dirigió un gesto de asentimiento a Yozo y Kitaro cuando entraron y luego volvió a centrar su atención en la palestra, en el centro de la sala, donde un par de hombres se enfrentaban armados con palos de entrenamiento.

Otros miembros de la milicia se arracimaban en torno a la palestra, todos de uniforme. Algunos llevaban el cabello recogido en lustrosas colas de caballo, y otros en matas de pelo que se les enmarañaban en lo alto de la cabeza, confiriéndoles el aspecto de unos salvajes. La mayoría eran rostros familiares desde la marcha a través de las montañas, pero ahora parecían más limpios, más asentados y como si formaran un grupo cohesionado. Yozo paseó la mirada por los rangos inferiores y advirtió la presencia entre ellos de jóvenes de hermosas y delicadas facciones, con labios provocativamente curvados: pajes que tradicionalmente representaban los papeles de la mujer en una sociedad enteramente masculina como aquélla, pero sería un error subestimar su habilidad con la espada, pensó Yozo. A menudo los jóvenes más guapos eran los más formidables espadachines.

Algunos guerreros de mirada de acero permanecían detrás, con los brazos cruzados desdeñosamente. Yozo podía ver que estaban acostumbrados a merodear por las calles, a cruzar sus espadas con el enemigo, y sin duda buscaban pelea. Había algo en ellos que le hizo sentir como si hubiera ido a parar a una hermandad de sangre. Notó en su piel la hostilidad cuando aquellos hombres se volvieron para mirarlos.

Desplegado ostentosamente a lo largo de una pared había un tablón de avisos con las palabras «Código de conducta» escritas con recios caracteres. Dispuesta a todo lo largo, figuraba una serie de prohibiciones: «Traicionar el código samurái. Desertar de la milicia. Pedir dinero prestado. Luchar por razones personales. Ser golpeado por detrás. Dejar de matar al oponente.» A continuación de cada una de las prohibiciones figuraba el castigo: «Seppuku», esto es, ejecución mediante suicidio ritual. Había una regla que a Yozo le heló la sangre: «Cuando un capitán cae en combate, todos sus hombres deben seguirlo a la tumba.» Nunca había conocido un credo que se centrara de forma tan obsesiva en la muerte. Fuera, podía oír los gritos de los sargentos instructores franceses dando órdenes. Allí, como había dicho Enomoto, estaban en otra época.

A primera vista, los combatientes parecían iguales, pero pronto quedó claro que eran maestro y estudiante. El estudiante esquivaba y acometía, tratando de golpear, dando ocasionales volteretas para eludir los ataques, mientras que el maestro rechazaba sin esfuerzo todas las acometidas. Luego sorprendía al estudiante con la guardia baja, lo colocaba en una posición indefendible y lo forzaba a rendirse. Otro estudiante salió a la palestra y después otro, y el maestro los derrotó a todos, sin apenas sudar.

Yozo reconoció el rostro del maestro, sus mejillas requemadas por el sol y su boca grande. Había luchado a su lado durante la toma del fuerte y pensó en lo joven que era para tratarse de un consumado guerrero. Sólo sus ojos eran viejos, y en el entrecejo se marcaban unas profundas arrugas. Contemplaba el mundo con cansancio, como si hubiera visto tantas cosas que ya nada lo asustara, ni siquiera la muerte. Se enfrentaba a un estudiante tras otro con indiferencia. Pero de vez en cuando, si uno de sus oponentes lograba una breve ventaja, una expresión furiosa cruzaba su rostro, como si no estuviera luchando con el joven que tenía ante sí, sino con un enemigo implacable decidido a destruirlo.

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