Read La cortesana y el samurai Online

Authors: Lesley Downer

Tags: #Drama, Histórico

La cortesana y el samurai (18 page)

BOOK: La cortesana y el samurai
8.31Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—Las casas de té son muy importantes —continuó Otsuné—. Allí acuden los hombres para concertar reuniones. Algunos visitan siempre a la misma mujer, otros a muchas, y no faltan los dispuestos a reservarse una cortesana famosa. Si es eso lo que quieren, necesitan mucho dinero. Si no saben por quién preguntar, el propietario de la casa de té les recomienda a alguien. Incluso los hombres que te ven en la jaula tienen que reservarte a través de una casa de té. Mitsu fue en otro tiempo la cortesana más famosa de todo el distrito, y sigue siendo una leyenda. Cuando se retiró, su patrón le puso su negocio, y La Casa de Té del Crisantemo es ahora la más popular, con los mejores huéspedes y los mejores contactos. Si le gustas a Mitsu, te irá bien.

Las brisas primaverales penetraban por las grietas de las paredes y por el marco de la puerta, por lo que Hana se arrebujó en su chaqueta. Si iba a tener que permanecer en el Yoshiwara, tendría que encontrar la manera de hacerlo soportable. Tama, sin ir más lejos, no parecía llevar una mala vida.

—He sabido que Tama no se acuesta con cualquier cliente, aunque le pague —dijo Hana pensativamente—. La he visto sentarse y beber sake con alguien y charlar con él y tomarle el pelo, y luego despacharlo al cabo de una hora sin más.

—Ah, pero Tama lleva aquí mucho tiempo, desde que era una niña, y es muy inteligente. Es experta en todo: en cómo hablar, cómo comportarse, cómo agradar a las damas ancianas que manejan las cosas aquí; sabe bailar, escribir poesías, cantar y oficiar la ceremonia del té. Pero a fin de cuentas nada de eso supone una diferencia. Todavía arrastra una elevada deuda y se lo daría todo a alguien con tal de comprar su libertad. Se acuesta con clientes ricos, puedo asegurártelo. En nuestra profesión las mujeres no podemos permitirnos ser demasiado melindrosas.

—En nuestra profesión... —repitió Hana, y se la quedó mirando.

La puerta se descorrió y una cara delgada asomó como para curiosear, sonriendo interrogativamente, y la siguió un cuello esquelético y un pecho flaco. Otsuné se puso en pie de un salto, sacó su bolso y le dio al chico unas monedas. Él desapareció y regresó un momento después con un par de cuencos de fideos humeantes.

—He leído que antiguamente algunas cortesanas nunca se acostaban con alguien a menos que les gustara —dijo Hana, acunando el cuenco en sus manos e inhalando el sabroso aroma.

Si debía permanecer en el Yoshiwara, pensó, preferiría ser esa clase de cortesana. Otsuné depositó en la mesa su cuenco y se estremeció de risa.

—Eso es lo que todas esperan, y con tu cara podrías llegar a arreglarlo, pero las oportunidades son escasas. La mayoría de nosotras acepta a cualquier cliente que se nos presente. Recuerda que esto no es más que un trabajo, mantén llena su taza de sake y aguarda a que caiga dormido antes de que suceda algo. Siempre es un buen truco. Hay muchas maneras de acabar rápidamente. Tama es una experta en eso, e incluso yo puedo enseñarte.

Se llevó la delgada mano al brillante broche que llevaba en el cuello del quimono y lo acarició, sonriendo en silencio, como si por su mente pasara un pensamiento secreto que le resultara placentero.

—La cuestión clave es no olvidar nunca que se trata sólo de un trabajo, y eso es lo que siempre decimos a las chicas nuevas. Por encima de todo, no entreguéis vuestro corazón. El mayor peligro no son los hombres horribles con los que en ocasiones debéis acostaros, sino cuando alguno os roba el corazón. Siempre resulta ser el tipo equivocado: el joven apuesto que no puede pagar vuestros honorarios. Entonces es cuando venís a mí a llorar, preguntándome qué hacer. En cuanto a acostarse con un cliente, podrías, incluso, empezar a disfrutar de ello. Tú tuviste un marido y te acostabas con él, ¿no es así.

Hana se removió, incómoda.

—Yo... yo apenas llegué a conocerlo —murmuró—. Todo lo que llegó a decirme era: «¡Prepárame el baño! ¡Tráeme el té!.

Imaginó su rostro, sombrío y airado. Casi pudo oler la pomada que llevaba en el pelo, y pensó en cómo se le caía el alma a los pies cuando le llegaba aquel tufillo. Oía su voz aullar: «¡El baño!», «¡El té!», «¡La cena! ¿Qué? ¿Que no está lista?», y recordaba cómo le había apretado la frente contra el suelo mientras la abofeteaba y le propinaba puntapiés. Por la noche empujaba su cuerpo con el suyo con tal violencia que ella tenía que apretar los dientes para contener los gritos de dolor. Siempre que él estaba en casa, por un día o dos, le preguntaba si estaba embarazada, y estallaba de rabia porque aún no le daba un hijo.

No había sido más que una criada en casa de él. Hana podía comprenderlo ahora. Limpió, cocinó y recibió regañinas y golpes de la madre de él, hasta que estalló la guerra, como si un dios hubiera plantado su talón en su pequeño hormiguero y puesto fin a aquel mundo y a sus certezas. Aunque pensar tal cosa hubiera parecido una traición en su momento, la partida del marido para la guerra había significado un bendito alivio. Ser una cortesana no podía resultar peor que ser su esposa.

—No se preocupaba lo más mínimo por mí —susurró.

—El mío sí —susurró a su vez Otsuné, acariciando su broche. Hana se sintió sobrecogida al advertir que las lágrimas brillaban en sus ojos—. Él cuidaba de mí.

Del callejón llegaban pasos de viandantes, y unas voces de mujeres rompían el silencio de la casita, charlando chillonamente. La tapa de la tetera que colgaba sobre el brasero daba sacudidas.

—¿Tu marido, Otsuné? —preguntó Hana con suavidad.

—Mi patrón.

Otsuné se quitó el broche y se lo mostró. Era un pequeño cuadrado de tela, desgastado y raído en los bordes, bordado con un pájaro negro con una serpiente verde en el pico. Una moneda de plata colgaba de él, con una corona en relieve en torno. En una cara figuraban unas palabras, demasiado desgastadas para poder leerlas; en la otra, el perfil de un hombre con una nariz aguda y una barba en punta. Hana nunca había visto algo así.

—Me lo dio para que lo recordara —explicó Otsuné en voz queda. Hablaba tan bajo que Hana tenía que inclinarse para oírla. Se produjo un largo silencio—. Antes de venir aquí yo era la concubina de un hombre que trabajaba para el señor de Okudono. Lo odiaba, pero mis padres eran pobres y me vendieron a él. Fue la única manera que encontramos para sobrevivir.

Hana mantenía la vista fija en el broche, mientras escuchaba a Otsuné. Nunca en su vida había percibido tanto dolor en una voz.

—Hace tres años a mi amo se le ordenó regresar al país y me dejó en Edo, sin dinero ni nada que comer. Estuve vagando tres días, luego encontré una casa vacía, me hice un ovillo y aguardé la muerte. —En la habitación en sombras, el rostro de Otsuné era pequeño y blanco—. Un hombre me vio y me dio unas bolas de arroz. Dijo que me daría más si dormía con él, así lo hice y acabé aquí. Era una fulana de baja categoría en el Yamatoya, en Kyomachi 2, un lugar barato, no como el Rincón Tamaya. Solía sentarme en una jaula, como tú, pero todos los hombres querían chicas más jóvenes. Yo no era como Tama; no sabía cómo hacer que me desearan. Entonces, un día vino un hombre. Era...

Dudó.

Hana la urgió, ansiosa.

—Era...

Otsuné meneó la cabeza, tomó el broche y lo sostuvo en la mano por un momento para luego volver a prendérselo en el cuello.

—Preguntó por mí una y otra vez, y luego dijo que no quería que me acostara con otro que no fuera él. Compró mi libertad y me compró esta casa. Todo cuanto tengo me lo dio él.

Se frotó los ojos con la manga y volvió a llenar la tetera. Hana le acarició el brazo. Era muy delgado, un frágil manojo de huesos bajo el guateado de su chaqueta. Ardía en deseos de preguntar qué había sido de su patrón y por qué ya no estaba allí si cuidaba tanto de ella; pero Otsuné guardó silencio. Quizá también él se había visto envuelto en la guerra, pensó Hana. Miró en derredor. Ahora que sus ojos se habían acostumbrado a la oscuridad, pudo advertir signos de la presencia masculina: un enorme par de botas al fondo de la repisa para el calzado y un obi azul oscuro que parecía haber pertenecido a un hombre.

Ahora empezaba a comprender que había destinos peores que ser una cortesana estrella en el Rincón Tamaya. Pensó en los edificios en ruinas ante los que había pasado en la ciudad y en las mujeres que se ofrecían a cualquier hombre que pasara. Allí, en el interior de la Gran Puerta, al menos había prosperidad.

Recordó que solía coleccionar xilografías de las cortesanas del Yoshiwara, que leía sobre sus asuntos amorosos, sus modas y peinados, que las admiraba e incluso trataba de imitarlas. Pensó en su novela favorita, El calendario del ciruelo, en aquel mundo intenso de sensaciones en el que vivían Ocho y Yonehachi, y en que había anhelado una vida tan romántica como la suya. Así era como había imaginado siempre el Yoshiwara.

Y ahora ella estaba allí.

Había otra cuestión: el hombre de los aposentos de Kaoru. Sabía que era un sureño y un enemigo, pero, como el patrón de Otsuné, había sido amable con ella. Aún recordaba su ancho rostro y su boca carnosa, curvada en una sonrisa, y su delicada mano de dedos largos. Había conocido a muy pocos hombres en su joven vida, e imaginado que todo cliente con el que tendría que acostarse sería un monstruo; pero seguro que no resultaría tan terrible hacerlo con aquél.

Hana aspiró hondo y se irguió. Aquélla era ahora su vida, al menos por el momento. Quizá podría encontrar, incluso, una manera de ser feliz.

16

Cuando Hana descorrió la puerta de la casa de Otsuné y salió al callejón, empezaban a alargarse las sombras. En el magnífico bulevar ya se habían encendido las farolas, y los primeros visitantes paseaban arriba y abajo o desaparecían tras las cortinas de las casas de té. Los hombres se volvían para mirar con curiosidad a Hana cuando pasaba, y ella se apresuraba a bajar la cabeza y apartarse de su mirada.

Cuando llegó al Rincón Tamaya, una mano con uñas pintadas de rosa apartó las cortinas, y apareció un rostro semejante a una máscara. Unos ojos destellaban tras la pintura blanca, mientras Kaoru pasaba rápidamente con un frufrú de telas y los bajos de los quimonos formaban un revuelo a sus pies.

—Cuánto siento la molestia que te ocasioné —susurró Hana, inclinándose cuanto pudo, recordando que había irrumpido sin ser invitada en los aposentos de Kaoru unos meses antes.

Desde entonces no la había visto. Kaoru la miró altivamente al pasar junto a ella. Con sus quimonos espléndidamente bordados, sus cabellos recogidos en una reluciente espiral coronada de peinetas, joyas y horquillas, brindaba un magnífico espectáculo. Los altos zuecos que calzaba le prestaban mayor estatura que nadie, como una diosa en un altar que demandaba reverencia. Los hombres se detenían a mirarla, manteniendo una respetuosa distancia.

Sus labios pintados de rojo se abrieron, revelando una dentadura inmaculadamente teñida de negro, como un pozo de oscuridad en su boca.

—¿Dijiste que querías noticias del frente.

—La noche que llegué por primera vez te oí decir que los barcos habían zarpado —susurró Hana, consciente de que la expresión de Kaoru se había suavizado.

Kaoru se conducía como la esposa o concubina de un daimyo, como si en otro tiempo hubiera llevado una gran casa, y Hana se preguntó si pudo haber sido, incluso, una de las damas del shogun. Haber caído desde tan elevada posición y acabado en el Yoshiwara debía ser difícil de soportar. Si de veras ése era el caso, lo único que posiblemente podía quedarle era su orgullo, y quizá ésa era la razón de que ahora se aferrara a él tan fieramente.

—Bien, puedo decirte algo más. Han desembarcado en Ezo y tomado más de la mitad de la isla. Puede, incluso, que algún día vuelvan en nuestra busca. —Un estremecimiento de dolor cruzó el hermoso rostro de Kaoru—. ¿Y qué crees que harán cuando nos encuentren, cuando se enteren de que hemos estado haciendo el amor con sus enemigos? Tanto si ganamos como si perdemos, estamos acabadas. Nuestras vidas han terminado, la tuya y la mía. —Recompuso su expresión y volvió a su actitud desdeñosa—. De ahora en adelante, quédate en tu sitio en la casa y apártate de mis clientes. Si tienes suerte, incluso podrás encontrar alguno para ti.

Abatida, se arrastró por la casa hasta los aposentos de Tama. Cuando descorrió la puerta, se vio envuelta en una nube de perfume, maquillaje, cera y el olor penetrante, avinagrado, de la laca para ennegrecer los dientes. El carbón destellaba en el gran brasero situado en medio, y velas y lámparas estaban encendidas. Los quimonos más espléndidos de Tama estaban desplegados en percheros a lo largo de las paredes, con los gruesos bajos guateados abiertos para mostrar su exquisito bordado. Los lujosos brocados con hilos de oro y plata relucían a la luz parpadeante, lo que confería a la estancia una impresionante opulencia.

Hana sonrió. Para el gusto samurái aquello resultaba sorprendentemente vulgar y ostentoso. Ella recordaba lo oscuras y austeras que eran las habitaciones de las grandes residencias de samuráis que había visitado. Ni el palacio del shogun, pensó, podría ser tan lujoso como aquello. No se parecía a nada que hubiera visto antes de llegar al Yoshiwara: se parecía más al palacio submarino del rey de los dragones que a cualquier morada terrenal. Pero ahora, inesperadamente, le gustaba.

Las ayudantes se disponían para la velada, charlando alegremente entre ellas. Cuando vieron a Hana, se apartaron para dejar espacio frente a uno de los espejos. A ella le agradó que la miraran de una manera tan extraña, pero nadie le preguntó dónde había estado.

Tama sorbía una taza de té, con una túnica echada descuidadamente sobre los hombros. Su cara de huesos grandes, más bien poco agraciada, estaba enrojecida como si acabara de salir del baño. Bostezó y dio una calada a su pipa, como si no se hubiera percatado siquiera de la ausencia de Hana.

—Así que has conocido a Mitsu —dijo.

Hana apoyó en el suelo manos y rodillas e hizo una reverencia. Tama era su aliada, ahora lo comprendía. Necesitaba desesperadamente tenerla de su lado.

—Desde luego, no estabas hecha para ser una esposa —sentenció Tama, dirigiéndole una mirada dura—. Lo supe en cuanto te vi. Pareces una gatita doméstica, pero no lo eres. Tienes garras, como yo. Eso es lo que hará de ti una buena cortesana.

Hana respiró hondo. Tama era maliciosa y astuta. No convenía hablarle demasiado directamente.

—Sé que nunca podré ser tan buena cortesana como tú —dijo, consciente de que también debía mostrarse astuta si pretendía sobrevivir en aquel mundo nuevo—. Pero me gustaría aprender. ¿Me enseñarás.

BOOK: La cortesana y el samurai
8.31Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Mother, Please! by Brenda Novak, Jill Shalvis, Alison Kent
Beautiful Stranger by Ruth Wind
Wildwood by Janine Ashbless
A Cup of Light by Nicole Mones
Dearest by Alethea Kontis
One Bad Turn by Emma Salisbury