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Authors: Lesley Downer

Tags: #Drama, Histórico

La cortesana y el samurai (21 page)

BOOK: La cortesana y el samurai
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Apenas el Kaiten echó el ancla en la bahía de Hakodate, a la mañana siguiente, Yozo fue requerido para informar a Enomoto. Pudo oírlo yendo de aquí para allá antes aún de llegar a su alojamiento presidencial. Descorrió la puerta. Enomoto iba de uniforme, el cabello le brillaba, sus botones relucían y su espada resaltaba en su costado.

—O sea, que el comandante en jefe nos ha fallado —dijo en tono brusco, y una vena abultaba en la sien—. El gran guerrero se olvidó de dar la orden de abrir fuego hasta que fue demasiado tarde. ¡Olvidarse de dar la orden....

Se acercó a la vitrina de las bebidas y le sirvió un whisky a Yozo. Sus miradas se encontraron por un momento, y luego la expresión de Enomoto se suavizó y meneó la cabeza.

—Así pues, ¿que sucedió? No es probable que el comandante en jefe cometiera una equivocación... Ciertamente no con semejante coste.

Yozo había meditado sobre los acontecimientos del día anterior una y otra vez, tratando de averiguar por qué el comandante en jefe había dejado de dar la orden vital de abrir fuego cuando el Kaiten  enfilaba hacia el Stonewall. Recordó entonces su irrupción en los aposentos del comandante en jefe la noche del asesinato de Kitaro, y lo encontró escribiendo su poema de la muerte. «Yo libraré la mejor batalla de mi vida y moriré por mi país. ¿A qué mayor gloria podría aspirar un hombre?.

—Está convencido de que perderemos —dijo despacio Yozo—. No cree que tengamos ninguna oportunidad, así que ya no toma ninguna iniciativa.

—En tal caso, ¿por qué, en nombre de todos los dioses, propuso esa expedición de idiotas.

Yozo se encogió de hombros.

—Quizá no estaba pensando en términos de ganar el dominio de los mares; tal vez veía aquello más como una carga suicida, y por eso no dio la orden de abrir fuego. Quería que embistiéramos el Stonewall  y muriéramos gloriosamente.

Enomoto inspiró hondo.

—Un ataque banzai según la gran tradición samurái. Cargar, chillar como locos, enfrentarse al enemigo desafiando probabilidades abrumadoramente adversas y morir con honor. —Frunció el ceño, pensativo—. Pero nosotros tenemos ambiciones mayores que limitarnos a morir. Hemos fundado la República de Ezo. Los sureños nos superan en número y tienen el poder, pero tienen ideas, no ideales.

—Sí, pero se trata de la supervivencia de los mejor adaptados, y éste es el caso de los sureños, que son muchísimos más que nosotros.

Yozo se quedó mirando la alfombra holandesa, recordando cómo él y Enomoto habían estado sentados allí con Kitaro, evocando sus viajes al extranjero. Y al día siguiente Kitaro había sido asesinado. Aún pensaba en su amigo, echaba de menos su buen humor y lamentaba amargamente su muerte. Y no había olvidado su promesa de vengarlo algún día, cuando la guerra hubiera acabado.

—El joven Kitaro era una buena persona —dijo Enomoto en voz baja, asintiendo—. También yo lo echo de menos. Debemos asegurarnos de ganar esta guerra o él habrá muerto por nada.

18

La última flor de cerezo había caído, y se abrían las azucenas silvestres y las azaleas. Las colinas alrededor del Fuerte Estrella se cubrieron de un verde brillante, salpicado de flores silvestres que resplandecían con tonos rosa, amarillo, azul y púrpura. Bandadas de gansos surcaban el cielo, las águilas marinas descendían en picado e innumerables aves, de variedades que Yozo nunca había visto, trinaban, gorjeaban y piaban.

Pero quedaba poco tiempo para maravillarse con los vastos cielos de Ezo y con la vida salvaje que se movía por sus colinas y bosques. Como todos los demás, Yozo estaba ocupado noche y día, dirigiendo operaciones mientras cuadrillas de hombres removían la tierra con palas para apuntalar las defensas de la ciudad, disponer los emplazamientos de los cañones que dominarían el puerto y construir una empalizada a través del istmo, preparándose para la invasión que todos sabían que iba a producirse. Enomoto envió tropas a lo largo de la costa para reforzar las guarniciones de Esashi, donde se había hundido el Kaiyo Maru, y Matsumae, con su castillo incendiado, capturado por el comandante en jefe con escalofriante eficacia cinco meses antes. Pero la mayor concentración de tropas se situó en el Fuerte Estrella para defender la bahía y Hakodate, que era como una ciudad fantasma. Todo el que pudo huyó de ella.

Luego, cuando la primavera se convirtió en verano, empezaron a llegar informes de que la flota sureña ya estaba en ruta. No mucho después, la noticia fue que el enemigo había tomado Esashi.

Yozo regresaba al fuerte una hermosa mañana, después de su ronda diaria por las defensas, cuando un soldado pasó junto a él galopando, con el uniforme hecho jirones al viento. Yozo corrió tras él hasta el despacho de Enomoto, y se estaba descalzando sus sandalias de paja cuando salió su amigo, agitando un comunicado. Por su rostro, Yozo dedujo que la noticia era mala.

—También Matsumae ha caído —aventuró Yozo.

Enomoto asintió con una sonrisa.

—Nuestros hombres lucharon con bravura. Agotaron los obuses y acabaron llenando los cañones de dieciocho libras con cargas de doce libras, pero nada de eso sirvió.

—¿Perdimos muchos hombres.

—Demasiados. Los supervivientes se replegaron a la siguiente aldea costera y establecieron allí su línea de defensa, pero no fueron capaces de mantener la resistencia. La flota no tardará en llegar.

Seis días más tarde, una cálida mañana de verano, las campanas de alarma repicaron en toda la ciudad. Ocho barcos de guerra habían sido avistados en el horizonte, y ponían proa directamente a Ezo. Enomoto abandonó el Fuerte Estrella, que estaba tierra adentro, y estableció su cuartel en el Fuerte Kamida, estratégicamente situado en la misma bocana del puerto. Yozo lo acompañaba, observando a través de su catalejo cómo se aproximaban los ocho barcos, encabezados por el Stonewall, una larga presencia gris que apenas sobresalía del agua. Los tres barcos supervivientes de la flota norteña —el Kaiten, el Chiyoda y el Banryu, que habían conseguido retornar a salvo— maniobraron, con los cañones dispuestos, tratando de evitar que la flota enemiga penetrara en la bahía. El Takao tuvo que atracar después de sufrir una avería en las máquinas, y su tripulación fue capturada. Dos barcos se habían perdido en la defensa de Matsumae y Esashi.

—Debería estar ahí con ellos —dijo Yozo, con el ceño fruncido y los puños apretados.

—Lo necesito aquí conmigo —replicó Enomoto—. Tenemos que planear nuestra estrategia.

Cuando caía la noche, Yozo vio que un relámpago blanco rasgaba el firmamento. Le siguió un estampido como un trueno. Una nube de humo negro se extendió sobre el agua al tiempo que uno de sus tres barcos se detenía.

—¡El Chiyoda inutilizado! —exclamó Yozo—. Parece como si hubiera sufrido un impacto en las máquinas.

—Los otros barcos tendrán que remolcarlo hasta el fuerte —dijo Enomoto—. Mientras los cañones sigan funcionando, podemos utilizarlos para la defensa.

Ambos se miraron. Ya habían perdido muchos hombres y ahora uno de sus barcos estaba fuera de combate. Se produjo entonces una detonación encima mismo de donde estaban, y un proyectil se estrelló en los terrenos del Fuerte Kamida. Los hombres corrían de acá para allá con cubos de agua para sofocar los fuegos.

Enomoto, Yozo y sus soldados consiguieron mantener al enemigo en la bahía durante otro par de días, pero, finalmente, la flota sureña puso sitio a la ciudad. Los barcos enemigos ocuparon el puerto, provocando incendios y destrucción. Ahora, para los andrajosos restos del ejército del Norte, la única estrategia era defenderse hasta el último aliento, mientras la red se cerraba más y más sobre ellos.

Una gloriosa tarde de principios de verano, Yozo se arrastró hasta situarse tras un talud desde el que dominaba el puerto. Su rostro estaba ennegrecido por el hollín y tenía quemaduras en las manos. Sentía un sabor de pólvora en la boca y le había crecido una espesa barba. Llevaba días sin lavarse. Convertido en una máquina de luchar, apuntaba, disparaba y recargaba. Apuntaba, disparaba y recargaba. Cuando el cañón de su fusil se calentaba excesivamente para sujetarlo, lo enfriaba sumergiéndolo en un cubo con agua.

Los hombres que se aglomeraban junto a él disparaban relevándose. Un proyectil tras otro zumbaban sobre sus cabezas y se estrellaban en el terreno del fuerte, donde a su alrededor crecía un montón de miembros destrozados y cadáveres. Nadie podía tomarse un respiro lo bastante largo como para enterrar a los muertos, y el hedor de cuerpos en descomposición apestaba el aire y golpeaba el olfato de todos. Yozo se arrojó al suelo cuando otro proyectil pasó zumbando sobre él, y luego se puso en pie de un salto y continuó disparando.

Cuando cayó la noche, permaneció donde estaba, durmiendo unas pocas horas en el suelo, junto a los soldados. Cuando salió el sol a la mañana siguiente, arrojando una luz brillante sobre las almenas en ruinas y las briznas de hierba que asomaban del fango pisoteado alrededor de Yozo, éste vio que algunos de sus camaradas habían aprovechado la pausa para empezar a cavar a toda prisa una fosa común, y advirtió que algo extraño había sucedido. El puerto estaba completamente silencioso.

Mirando por encima del talud, vio que los barcos de guerra enemigos habían retrocedido, como si obedecieran a un plan. Se enderezó y observó, sorprendido, cómo un barco que enarbolaba la bandera francesa aparecía en la bocana del puerto. Por lo que él sabía, los franceses estaban de su lado, pero el barco penetraba directamente, sin interferencia alguna por parte de los navíos sureños que ocupaban la bahía.

Se volvió cuando Marlin apareció a su lado, se llevó el catalejo al ojo y luego lo levantó, ceñudo.

—Merde! —murmuró—. Cobardes.

Se intercambiaron unos mensajes entre los barcos y tierra, y luego una lancha se destacó del barco francés y surcó la bahía. Desde donde estaba Yozo, parecía un insecto acuático.

De los nueve militares franceses, tres habían resultado muertos o habían caído prisioneros, y el sargento Cazeneuve estaba gravemente herido. Incrédulo, Yozo vio cómo el capitán Brunet y tres colegas franceses se abrían paso entre los soldados que se aglomeraban al borde del agua, saltando sobre los cadáveres a medida que avanzaban. Uno enarbolaba la bandera francesa y otro ondeaba una gran bandera blanca. Mientras evacuaban en camilla al sargento Cazeneuve, Yozo dirigió una breve mirada a su rostro blanco y a sus largos miembros envueltos en vendajes mugrientos. Lo cargaron en una lancha y luego embarcaron los demás.

Yozo observaba con una mezcla de rabia y aprensión. Así que sus amigos franceses los abandonaban y huían. Verdaderamente, su causa carecía de toda esperanza.

El capitán Brunet tomó el timón: una figura pequeña, elegante y bigotuda que se mecía con las suaves sacudidas de la embarcación. Mirando hacia los taludes donde se hallaban Yozo y Marlin, les dirigió una seña con el brazo y luego, haciendo bocina con las manos, habló a gritos, y sus palabras llegaron con claridad a través del agua.

—Marlin! Venez! Vite, vite.

Marlin negó firmemente con la cabeza.

—¡Váyase! ¡Es su oportunidad! —dijo Yozo—. ¿Por qué va a morir usted por nuestra causa? No hay deshonor en ello. Váyase, aproveche la ocasión. ¡Váyase.

Marlin apoyó la mano en el hombro de Yozo.

—Yo pertenezco a este lugar. Esos bastardos... que se vayan. No hay nada para mí en Francia, salvo la guillotina.

Yozo tragó saliva. Marlin era terco, tan terco como un japonés, pensó, y también lo impulsaba el sentido del honor. Ambos hombres permanecían en pie, juntos, observando cómo la lancha cruzaba la bahía y las pequeñas y negras figuras trepaban al barco francés.

Tras la partida de los franceses, los sureños se dispusieron al asalto final. Yozo había perdido la noción del tiempo que llevaban combatiendo. Sólo sabía que mientras estuviera vivo debía proseguir la lucha. En los terrenos del fuerte floreció un arbusto de azalea, y frágiles matas de flores rosadas crecían en el suelo rocoso. Lo que fuera un montículo cubierto de hierba se había convertido en un campo de tierra removida. El sol hacía arder el casco de cuero con que se protegía Yozo. El verano había traído consigo una venganza.

El vigésimo día del asedio, el enemigo atacó antes del alba, castigando la ciudad y los fuertes con fuego de artillería. Para entonces quedaba poco de la ciudad, aparte de vigas de madera carbonizadas que asomaban de los montones de escombros.

De pronto Yozo advirtió que el gran cañón del ángulo oriental del Fuerte Kamida estaba silencioso. Los soldados que lo manejaban habían caído y yacían en el suelo.

—¡Marlin! ¡Allá arriba! —exclamó.

Yozo y Marlin treparon por la muralla en ruinas del fuerte, avanzaron dando traspiés en dirección al cañón, lo cargaron y lo apuntaron hacia el acorazado y los demás buques de guerra. Los barcos dirigieron toda su potencia de fuego contra el pequeño fuerte, pero ellos prosiguieron cargando y disparando, ignorando los obuses que les llovían y continuando el combate.

Yozo disparó un proyectil que pasó zumbando por encima del agua y produjo un estampido como un trueno que resonó en las montañas. En la bahía, una lengua de fuego se elevó a gran altura, seguida de una columna de denso humo negro cargada de fragmentos y desechos. Se las quedó mirando desconcertado y luego se rió ruidosamente. Había conseguido un impacto directo en la santabárbara de un barco enemigo.

Observó sorprendido cómo el barco se iba sin más a pique, succionando agua a su alrededor en un enorme remolino burbujeante que oscilaba como la cola de una serpiente, amenazando con arrastrar los demás barcos y levantando grandes olas que rompían en la orilla. Sólo sobresalían del agua el bauprés y el palo mayor. Los cuerpos cabeceaban en el oleaje. Algunos miembros de la tripulación, todavía vivos, se aferraban a los palos y a las jarcias o pugnaban por alcanzar la orilla, braceando desesperadamente. El humo cubría el cielo, sumiendo en la oscuridad el puerto y la ciudad como si hubiera llegado el crepúsculo.

Yozo y Marlin se dieron palmadas en la espalda, y sus gritos de triunfo llegaron hasta los hombres que miraban desde la orilla.

Pero su alegría no duró mucho. Poco después se dejó oír un fragor detrás de ellos. Tropas enemigas habían escalado la ladera casi vertical del monte Hakodate, que formaba una defensa natural a espaldas de la ciudad, y hormigueaban pendiente abajo. Los norteños estaban rodeados por todos lados. Por un momento consiguieron mantener al enemigo en la bahía, pero los sureños se fueron acercando y estrechando más y más el cerco, hasta empujar a Yozo, Marlin y los restos del ejército del Norte hacia la orilla. Allí lucharon cuerpo a cuerpo con espadas, picas y bayonetas; con todo lo que podían encontrar, hasta que el suelo quedó resbaladizo a causa de la sangre. Había cadáveres por doquier, de norteños, de sureños, unos recién muertos, algunos ya hinchados. Los hombres yacían en tierra o tirados sobre las rocas y las murallas; allá donde hubieran caído.

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