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Authors: Lesley Downer

Tags: #Drama, Histórico

La cortesana y el samurai (23 page)

BOOK: La cortesana y el samurai
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En el centro mismo se hallaba el hombre que había pagado toda la celebración; el hombre que sería el patrón de Hana por aquella noche. Hana sonrió cuando vio el ancho rostro y la boca sensual. Sus ojos rasgados estaban fijos en ella, con una mirada de abierto deseo.

Resultaba extraño pensar que lo conocía mucho mejor de lo que nunca había conocido a su propio marido. Se sentaron juntos para beber sake y hablaron. Él le dijo que era hermosa, que se mostraría amable con ella y que le haría regalos: rollos de tela para quimonos y ropa de cama de lujo. Incluso le pidió que hablara de sí misma, pero ella tuvo cuidado de dar tan sólo respuestas vagas. No podía decirse que fuera apuesto según el criterio clásico, pero resultaba obvio que era brillante y ambicioso. Poseía una atractiva energía y era joven, unos pocos años mayor que Hana. Por lo que ella sabía, era sureño, aunque poco a poco su dialecto empezó a sonar más suave a sus oídos.

Hasta el momento, Hana siempre había creído que los conquistadores de su ciudad eran hombres embrutecidos e incultos. Se había dicho a sí misma que la guerra no tardaría en acabar y que todos se irían. Y aquellos sureños eran buenos clientes. La reservaban y pagaban sus cuentas.

Había un solo motivo de preocupación. Aquel hombre había pagado por su virginidad, pero no tardaría en descubrir que no era virgen en absoluto. «Con todos pasa lo mismo —le dijo Tama—. Las mujeres venden su virginidad una y otra vez. A él le basta saber que es el primer patrón de una cortesana famosa.» Pero ella se preguntaba cómo se sentiría él cuando lo descubriera, y esperaba recordar cuanto Tama le había enseñado.

Pareció que pasaba un tiempo interminable antes de que Tama acabara de alisarse las faldas y alzara un platillo lacado en rojo lleno de sake hasta el borde.

—Bien, caballeros, hoy es sin duda un día prometedor —dijo en tono vibrante—. ¡Por Masaharu-sama, nuestro anfitrión, y por la nueva cortesana del Rincón Tamaya, Hanaogi.

Hombres, cortesanas, geishas y bufones alzaron sus platillos y se bebieron el sake frío.

—¡Masaharu-sama! ¡Un tipo con suerte! —gritó uno.

—¡Sácale el mejor partido! —chilló otro.

Uno de los invitados se puso en pie y pronunció un discurso en el que dijo que las hazañas militares y la brillante carrera de Masaharu palidecían hasta desvanecerse comparadas con su conquista de la cortesana más adorable jamás vista en el Yoshiwara. Siguió divagando, tambaleándose y arrastrando las palabras, con los ojos como ranuras en su cara hinchada.

Masaharu se revolvía impaciente. También estaba como mareado. Quizá había bebido demasiado y caería dormido en cuanto terminara la comida, pensó Hana. Ella no sabía si sentirse complacida por ello o contrariada.

Por fin concluyó el banquete y Hana regresó a su habitación del Rincón Tamaya. Sus ayudantes le retiraron el tocado y las horquillas, la vistieron con un camisón delgado, casi transparente, y le ataron el obi de seda de tal modo que se deshiciera el lazo con facilidad, e introdujeron hojas de papel doblado en el cinto.

Dudó por un momento, inspiró hondo y descorrió la puerta del dormitorio. Masaharu estaba inclinado en un reposabrazos, bebiendo sake y fumando una pipa de caña de plata. Los quimonos que Hana había llevado aquella noche estaban repartidos en percheros en torno a la habitación, relucientes de oro y plata, y estaban dispuestos el fardo con la ropa de cama de damasco y la colcha de terciopelo negro. Había un par de lámparas encendidas. Masaharu alargó la mano cuando Hana hubo cerrado la puerta tras ella.

—¡Nunca un hombre ha persistido tanto tiempo tras la recompensa de contemplar tu hermoso rostro! —dijo, extendiendo sus largos y delgados dedos. Ella percibía el difuso olor de su piel, su cara enrojecida y angulosa y la emoción que ardía en sus ojos—. Me has encantado.

Permaneció mirándolo, consciente de la figura que componía, con su delgado cuerpo envuelto no en capas de pesado tejido, sino tan sólo en la sedosa y diáfana gasa de su largo y holgado camisón.

—Ya sé cómo sois vosotros, los hombres —dijo burlonamente—. Os gusta la caza, pero una vez habéis capturado el cervatillo...

—Ah, pero tú no eres precisamente un cervatillo...

Se levantó, tiró del obi de ella y dejó que el camisón se abriera, le aferró las manos y la arrastró encima de sí. Riendo, ella trató de resistirse, pero él tenía demasiada fuerza. Masaharu rodó y puso su boca sobre la de ella, que se sintió recorrida por un cosquilleo, como si algo se despertara en lo más profundo de su persona. Se dio cuenta de que nunca había sentido el suave contacto de unos labios en los suyos, ni había sabido lo excitante que podía ser. Siempre que se había acostado con su marido, se trató de un asunto perentorio, que se producía avanzada la noche, a oscuras. Siempre esperó que acabara rápidamente, y yacía esperando que él se le retirara de encima y la echara a un lado. Nunca imaginó que pudiera ser como ahora.

—Déjame que te vea —dijo Masaharu. Le aflojó el cuello del camisón y empezó a lamer y mordisquear la piel suave de la nuca—. No puedo creer que te tenga —murmuró.

Le lamió la garganta y el pecho, y luego llevó los labios al pezón. Ella se estremeció y cerró los ojos mientras él le pasaba la mano por el interior de sus suaves y blancos muslos. Tama le había enseñado a fingir placer, pero aquella noche ella supo que no iba a necesitarlo.

Le separó las piernas con delicadeza. Estaba satisfecha de haber mantenido su vello cuidadosamente depilado y recortado. Tama le dijo que un hombre podía conocer el grado de habilidad sexual de una mujer por la manera en que llevaba recortado el vello, y ella supo por la seguridad de su tacto que Masaharu era un experto.

Sintió la calidez del aliento de Masaharu mientras la contemplaba y murmuraba.

—Qué hermosura... como una rosa. —Inició una suave caricia, tironeando, presionando y explorando cada hendidura, hasta que dio con el lugar más tierno, que nadie salvo ella misma había tocado nunca—. La preciosa joya —susurró, y mientras sentía la lengua lamiendo los jugos que manaban de ella, Hana recordó que, según Tama, los hombres consideraban los jugos de una mujer como el elixir de la vida.

Luego experimentó un espasmo que borró sus pensamientos, recorriéndola hasta que ya no supo qué estaba haciendo él, pero le arrancó unos gritos con una voz que ella misma apenas reconoció como propia.

Al cabo de un rato se incorporó, apoyándose en el codo, y pasó sus dedos por el cuerpo delgado y joven de Masaharu, admirando la suavidad de su piel y la firmeza de sus músculos. Rememorando las lecciones de Tama, recorrió con la lengua el pecho y las tetillas, saboreando aquella sal y gozando con los gruñidos de placer que él emitía. Luego se introdujo el pene en la boca —el Tallo de Jade, como lo llamaba Tama— y comenzó a lamerlo y succionarlo, pulsándolo como si fuera un instrumento, prolongando su placer, oyéndolo gemir mientras ella lo llevaba al borde de la liberación, para detenerse y volver a llevarlo al mismo punto.

Finalmente, se colocó encima de él, empezó a moverse y sintió la cálida e impetuosa emanación dentro de sí, mientras el cuerpo de Masaharu se arqueaba y dejaba escapar un grito.

—Eres demasiado cruel —murmuró entre jadeos—. Yo quería conservar mi simiente. Ahora tendremos que empezar otra vez desde el principio.

Riendo, ella se arrojó en sus brazos. La noche no había hecho más que empezar.

20

Había transcurrido un mes desde que Hana hizo su presentación. Ahora se esperaba que aceptase clientes por algo más que sake y conversación, pero se produjeron otros cambios más sutiles. La gente la trataba de manera diferente y ella también se sentía diferente. Se comportaba con una renovada confianza en sí misma. Admitía que era una prisionera con una deuda que saldar, y había clientes con los que hubiera preferido no acostarse, pero ése era el sino de una mujer. Tampoco había gozado durmiendo con su marido. Ahora, cuando volvía la vista atrás, a su vida anterior, sentía que entonces aún había estado más prisionera.

A Hana le gustaba la primera hora de la tarde, cuando no había clientes y podía sentarse con el cabello sin arreglar, recogido en un moño, vistiendo un delgado quimono de verano, abanicándose y fumando una pipa o bebiendo té helado de un grueso cubilete de cerámica. Aquella calurosa jornada veraniega, en cuanto se hubo bañado y vestido, dio un paseo hasta la casa de Otsuné. Por el camino volvió a pensar en lo que Otsuné le dijo al día siguiente de su presentación.

Comían unos fideos de alforfón fríos que Otsuné le compró a un vendedor ambulante. Sirviéndose de los palillos, los mojaban en pequeños recipientes que contenían una salsa especiada con rábanos picantes y cebolletas, y los iban sorbiendo.

—La tiíta está orgullosa de ti. Los negocios iban de mal en peor en el Rincón Tamaya —en realidad en todo el barrio—, pero ahora tú le has devuelto la vida. Los hombres te aman, eso es lo que dice Tama. Como esposa, ocultando tu talento, estabas desaprovechada.

—Sólo tengo un puñado de clientes —replicó Hana, sonriendo—. La tiíta dijo que me negara tan a menudo como quisiera y les hiciese esperar todo el tiempo que se me antojara.

—De esta manera te desearán más y más, con lo que tu precio aumentará y la tiíta ganará más y más dinero —le recordó Otsuné en tono severo—. El dinero lo es todo, no lo olvides.

Hana sonrió para sí. El aire era cálido y húmedo, y el sol le daba de lleno. Las pantallas de bambú colgaban de los techos para mantener los interiores en sombra y frescos. Podía oír el tintineo que el viento arrancaba de las campanillas, y percibir el aroma de las flores plantadas a lo largo de los callejones del Yoshiwara. En la calle todos se inclinaban ante ella a su paso.

Había tenido suerte; ahora lo comprendía. Pero sabía que su éxito como cortesana dependía de que mantuviera su misterio. Mientras permaneciera inalcanzable, podría gozar del estilo de vida que llevaba Tama, pero en el momento en que su encanto se apagara, su vida terminaría. Debía permanecer a flote como un barco de papel en un arroyo, desentendida del fango del fondo, o sea, de la adustez de la vida fuera de las murallas de la ciudad. Eso era el Mundo Flotante. Aquí, en la Ciudad Sin Noche, ella y sus colegas cortesanas llevaban una dorada existencia de cuento de hadas, en la que el tiempo permanecía inmóvil. Ésa era la razón de que los hombres acudieran: olvidar la cruda realidad al otro lado de la muralla, más allá del Foso de los Dientes Negros.

Había muchos hombres dispuestos a gastar lo que fuera por pasar unas horas con la nueva cortesana estrella. Algunos eran viejos, con caras agrietadas y cuerpos de carnes flojas, pero tan ingeniosos y divertidos que los veía una y otra vez. Otros sólo querían charlar o apoyarse en ella y que los mimara como si fuera su madre. Un alto funcionario gubernamental le contó sus desdichas y se echó a llorar como un bebé.

Hana los seleccionaba, y sólo unos pocos se convirtieron en sus amantes. Algunos eran virtuosos sexuales, dispuestos a ensayar técnicas diferentes, retorciendo brazos y piernas para adoptar todas las posturas posibles, decididos a todo trance a no derramar su simiente. Otros querían explorar todos los orificios y solicitaban una mujer extra o un muchacho. Los había que llevaban consigo manuales y se aseguraban de que lo probaban todo. Pero la mayoría tan sólo deseaba disfrutar.

Tenía cuidado de seguir las instrucciones de Tama para no concebir un hijo. Sabía las veces al mes que era más probable quedarse embarazada, y rechazaba acostarse con clientes esos días, o bien se colocaba pañuelos de papel doblados en su interior como protección. También se colocaba sobre el vientre moxas de hierbas durante dos días seguidos, un procedimiento que se suponía daba protección para el año siguiente. Le constaba que la mayor parte del personal de servicio y muchas de las cortesanas eran hijos de mujeres del barrio, pero también tuvo conocimiento de mujeres que murieron de parto o en torpes intentos de interrumpir el embarazo. Así pues, la preñez debía evitarse a toda costa.

A Hana le gustaban algunos de sus amantes más que otros, pero nunca olvidaba la advertencia de Otsuné de que aquello no era más que un juego, que no tenía nada que ver con el romance ni con sentimientos hondamente vividos; sólo con la diversión y con la sensación. Y por encima de todo recordaba que nunca, nunca debía entregar su corazón a alguien. Aquello tenía que ver con los cuerpos, no con los corazones, se decía. Por supuesto que siempre se trataba de una transacción comercial, y el intercambio de dinero era lo determinante en toda la relación.

Los hombres que pagaban por pasar el tiempo con ella —al menos los más viejos— sabían tan bien como ella misma que cuando decía que los amaba y adoraba y que eran su único hombre, le estaban pagando para que lo dijera. Les constaba que estaba actuando y que decía lo mismo a todos. Aun así, a algunos de los más jóvenes los había deslumbrado hasta tal punto, que cayeron enteramente bajo su encanto y acabaron arruinados por verla tan a menudo como podían.

Hana sabía que para todos aquellos hombres el Yoshiwara era un lugar de fantasía, donde podían evadirse del aburrido mundo de la esposa, los hijos, la casa y el trabajo. Todos los hombres tenían mujer, desde luego; pero con ella podían comportarse de manera enteramente distinta. A sus cónyuges las eligieron para ellos sus familias, y debían observar con ellas una distancia adecuada. Con Hana, en cambio, podían relajarse: bromear, reír, flirtear y conducirse como niños. No tenían que mantener su dignidad o preocuparse por cómo comparecían en público. Pagaban por la libertad de ser cualquier cosa que desearan. Ninguno se hacía ilusiones, gracias a lo cual el juego era tan perfecto.

Cuando Masaharu preguntaba por ella, siempre se aseguraba de estar disponible, y se recordaba a sí misma que para él aquello tampoco era algo más que un juego. Aunque en ocasiones ella se sorprendía deseando que las cosas pudieran haber sido diferentes.

Ahora Hana descorrió la puerta de la casita de Otsuné, haciendo crujir y vibrar en sus guías los delgados listones de madera, y pasó al interior, aspirando agradecida los olores de pelo quemado y de tinte. Otsuné siempre estaba atareada con algo. Tenía una rueca y un telar en la parte posterior de su casa, y cuando no estaba limpiando sus útiles o confeccionando una peluca, se dedicaba a cardar, hilar o tejer.

Pero aquel día la casa estaba silenciosa. El telar no golpeteaba y el carbón del brasero se había apagado. Otsuné permanecía sentada a su mesa, en mitad de la estancia, con la cabeza entre las manos. Levantó la vista cuando Hana entró. Su rostro estaba pálido y sus ojos, hinchados y enrojecidos.

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