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Authors: Lesley Downer

Tags: #Drama, Histórico

La cortesana y el samurai (36 page)

BOOK: La cortesana y el samurai
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—Debe de tener una gran casa —dijo Kawanagi.

—Probablemente tiene muchas casas —apostilló Kawagishi en tono maravillado—. Tendrá una casa construida especialmente para ti en los terrenos de su mansión principal.

Ambas se la quedaron mirando, con los ojos muy abiertos, como si ni siquiera alcanzaran a imaginar semejante dicha.

—Serás su concubina favorita, piensa sólo en eso, y le darás hijos —le aconsejó Kawanagi, con una sonrisa iluminándole su cara delgada. Hana trató de devolvérsela, pero la aprensión pesaba tanto sobre ella, que apenas prestaba atención a su charla.

—Esta noche trae a sus amigos —añadió Kawagishi—. ¡Uno de ellos podría encapricharse de ti, Kawanagi.

—O de ti, Kawagishi.

—O de las dos —dijeron a coro, entre carcajadas.

Incluso la malhumorada Kawayu había ido a visitarla, aunque Hana sospechaba que tan sólo esperaba aprovecharse del triunfo de Hana. Tras una ardua noche prestando servicios a los clientes, su cabello estaba tan revuelto como el nido de un pájaro, y vestía un raído vestido sin lavar, atado de cualquier manera. Despedía un agrio olor, como si hubiera estado corriendo sin molestarse en bañarse después.

—Desde que viniste has sido la predilecta de la tiíta —dijo, como escupiendo las palabras—. Ella siempre anda jactándose de ti, y no puedo imaginar por qué. No puede haber otra razón para que Saburo te haya escogido.

—Saburo aprecia la calidad en cuanto la ve —observó Tama en tono suave—. Un gran derrochador como él sólo se da una vez en cada generación.

Hana le dirigió una sonrisa agradecida. Tama era la única persona que no estaba sumida en la contrariedad, ni comida por la envidia, ni desbordada por la emoción. Era como un gato sentado junto a la guarida de un ratón, dispuesto y tranquilo.

Sin maquillaje alguno y con un sencillo vestido de algodón envolviendo descuidadamente su corpulencia, estaba claro que Tama era una muchacha campesina de fuerte complexión, pero todavía atractiva. Estaba sentada sobre sus piernas cruzadas, fumando una pipa tras otra, y dando consejos. Las criadas entraban a servir té, un grupo de geishas entró correteando para tratar de las danzas que debían ejecutar aquella noche, y luego llegaron los bufones para supervisar el orden de las actuaciones, y las criadas formaban cola preguntando qué quimonos iban a llevar.

—Los hombres son criaturas necias —continuó Tama—. ¿Te acuerdas de Shojiro cuando llegaste, Hana, aquel que pensaba que podía ir a visitar a otra cortesana, además de a mí? Chidori lo vio cuando salía subrepticiamente del Matsubaya, y lo agarramos y le cortamos el moño, ¿verdad, Chidori.

Hana hizo un esfuerzo por sonreír. Sabía que Tama trataba de apartar su mente de la prueba que se avecinaba.

—Y esos ingleses —añadió Tama, haciendo un guiño a Hana. Sólo pensar en los ingleses solía bastar para que las muchachas se echaran a reír hasta que les doliera el estómago—. Para empezar, se limitaban a decir: «¡Oh, yo no podría hacer eso, oh, yo no podría hacer eso!» —Hizo una mueca y echó atrás la cabeza, adoptando una expresión de ofendida desaprobación—. Eran algo mayores para empezar a aprender, pero de todos modos les di unas pocas lecciones y, creedme, ahora no hay quien los pare. Eso sí, yo siempre me aseguro de que, vengan de donde vengan, se hayan dado un buen baño antes de acercárseme, y ellos me dicen que en su país sólo se bañan una vez por semana. ¿Os imagináis? De todos modos deben estar satisfechos porque me mandaron también a sus amigos. Pero a mí los que me gustan son los franceses. Ésos lo prueban todo.

Chidori entró dando un brinco desde el balcón e hizo una pirueta en medio de la estancia, con un revuelo de mangas rojas.

—Mirad —anunció con su vocecita aflautada—. Ésta es la danza que voy a interpretar esta noche.

Levantó sus brazos regordetes, hizo un mohín para adoptar una expresión formal, dio uno o dos pasos, luego se detuvo, corrió y lanzó los brazos al cuello de Hana.

—Te echaré de menos, hermana mayor —dijo en tono serio, con su aguda voz infantil—. Me gustaría que no te fueras.

Hana apartó el rostro para ocultar las lágrimas, cuando se abrió la puerta y apareció Otsuné, transportando un enorme fardo. Sonrió tranquilizadoramente a Hana, descargó el fardo y empezó a disponer los peines y los hierros de rizar, y a abrir tubos de cera y pomada, llenando la habitación de olores almizclados. Tama se volvió lánguidamente hacia las ayudantes.

—Kawagishi, Kawanagi, Kawayu, y vosotras, Chidori y Namiji. Marchaos ahora a mis habitaciones. Es hora de ponerse a punto. Me reuniré con vosotras dentro de un momento.

Chidori abrió la boca para protestar, pero Tama frunció el ceño, movió el dedo y la niña desfiló detrás de las otras. Tama despidió también a las criadas y en la habitación se hizo el silencio mientras Otsuné sacaba del brasero un hierro de rizar y empezaba a estirar y extender el espeso cabello negro de Hana.

—La tiíta viene para acá. No queda mucho tiempo —dijo.

Hana se volvió y se la quedó mirando.

—Necesitamos hacer preparativos, si te vas a ir de aquí esta noche.

El corazón de Hana empezó a latir con fuerza. Ahora se daba cuenta de por qué Tama había permanecido sentada, tan tranquila, con aquella extraña expresión en el rostro. Yozo había mantenido su palabra.

—Tienes que estar segura de que nadie, especialmente Saburo, sospecha nada —susurró Otsuné—. Compórtate como si estuvieras feliz y excitada, hazle creer que te embarga la emoción por ser su concubina, que lo estabas esperando ansiosamente... Ya sabes lo que quiero decir.

Hana asintió, sin aliento.

—Eso no es difícil. Lo hago a diario con todos los clientes.

—Y cuando yo haga una seña, estáte dispuesta a salir —dijo Tama.

—¿Qué clase de seña? —preguntó Hana con voz ahogada.

—Lo sabrás cuando la veas. Pero primero tenemos que distraer a la tiíta.

Otsuné se inclinó de nuevo sobre el cabello de Hana, aplicándole rizadores. Unos pasos renqueantes se acercaron por el corredor, y la tiíta entró arrastrando los pies. Llevaba un vestido gastado, su rostro mostraba sus arrugas y presentaba un color cetrino, desnudo de maquillaje.

Llevaba en la mano un largo rollo de papel y unos pinceles sobresalían de su faja. Iba murmurando para sí.

—Treinta bandejas lacadas, treinta cuencos de sopa, treinta platillos cuadrados, treinta platos lisos ovalados...

Se quedó con la boca abierta cuando vio la habitación vacía, y emitió un graznido de desagrado.

—¿Qué ha pasado? ¿Dónde está la gente? Éste es el día más importante en la historia del Rincón Tamaya. Todas deberían estar aquí, ayudando a Hana a ponerse a punto.

—¡Tiíta, tiíta! —exclamó Tama—. Gracias a los dioses que ha venido. Esas chicas tontas estaban disputando acerca de quién se sentaría cerca de Saburo y de quién se pondría el mejor quimono, el de crisantemos de oro. Entonces Kawayu ha acusado a Kawagishi de robarle sus clientes y empezó a tirarle del pelo y a empujarla. Creo que ha desgarrado la manga de su quimono.

—¡Otra vez esa Kawayu! —gruñó la tiíta, frunciendo los labios—. Deberíamos deshacernos de ella.

—Han organizado un lío tan grande que las he mandado a mis habitaciones.

—Has hecho muy bien. Hana necesita paz y tranquilidad para arreglarse antes de su actuación de esta noche.

Hana permanecía sentada en silencio, esperando que la tiíta no se percatara de su expresión tensa.

—Ya las he apaciguado, tiíta. Usted no tiene que hacer nada —dijo Tama, en tono de desafío.

—Ya veremos —replicó la tiíta, mordiendo el anzuelo—. No hay tiempo para disputas.

Y salió pesadamente de la habitación, con Tama tras ella.

Otsuné y Hana contuvieron el aliento hasta que los pasos se apagaron en la distancia, y entonces Otsuné rebuscó en el fardo. Bajo las horquillas y las sartas de turquesa y coral, había un montón de ropa desteñida, cuidadosamente doblada. La pasó con gesto precipitado a manos de Hana.

—Rápido, ponte eso —dijo entre dientes.

Mientras Otsuné vigilaba, Hana corrió al dormitorio, se ocultó tras un biombo y se despojó de su enagua de seda roja. Se puso un par de pantalones de color índigo ajustados, como los que llevaría una campesina o una aprendiza, y se calzó las enaguas con toda la suavidad que pudo. Luchó torpemente con la cinta que sujetaba los pantalones, pues sus manos temblaban tanto que no lograba hacer los nudos. Luego comprobó, con una sensación de horror, que se había puesto lo de atrás delante, y se apresuró a quitarse los pantalones y ponérselos de nuevo. Luego se puso una blusa de las que se llevaban por fuera de la cintura, sintiendo que el tosco tejido le raspaba la delicada piel de sus pechos, y a continuación se puso un quimono interior y un quimono encima que cubría por entero la ropa barata que iba debajo. Luego regresó a todo correr a la sala de recepción. Podía sentir los pantalones que ocultaban sus faldas y que casi la hacían tropezar.

—¿Se notan? —susurró, girando sobre sí misma y tratando de verse en el espejo—. ¿No abultan.

—No se ve nada ni siquiera ahora, y una vez que estés adecuadamente vestida, nadie se dará cuenta para nada de los pantalones —respondió Otsuné con calma.

De todos modos, el corazón de Hana latía con fuerza, y su respiración se convirtió en breves jadeos ahogados cuando cobró conciencia del riesgo que estaban corriendo. Jugar con un hombre como Saburo era una locura. La había comprado por una elevada suma, y era de su propiedad. Nada lo detendría para matarla si así lo deseaba. Pero no querría, se dijo ella. Era una inversión demasiado valiosa, y su aspecto le confería una especie de protección. Él no aceptaría dañar aquella belleza. Pero con Yozo la cuestión era otra. A Saburo no le importaba si era o no un soldado valiente o hábil; contaba con demasiados guardaespaldas para combatir a cualquiera.

Otsuné la rodeó con un brazo.

—No te preocupes. Aun en el caso de que Yozo no venga por ti esta noche y tengas que irte con Saburo, te encontrará, y él y Jean te rescatarán. Puedes confiar en Yozo. Y también en Jean.

Otsuné echó mano de una bolsa.

—No, no. Tengo dinero —rechazó Hana con voz temblorosa.

—Toma esto también, y coge todo lo que tengas. Escóndelo en las mangas, en todas partes donde puedas.

Hana se mordió el labio y cerró los ojos. Debía mantener la calma, pasara lo que pasase.

—Para una larga vida y un viaje seguro —dijo Otsuné, introduciendo la bolsa junto con un amuleto en la manga de Hana.

Hana inspiró hondamente y se instaló frente al espejo, sintiendo que los pantalones de algodón le raspaban en la parte interior de los muslos, mientras Otsuné sacaba del brasero los hierros de rizar y empezaba a trabajar en su pelo.

35

Desde sus habitaciones en la planta superior, Hana oyó el crujido de un pesado palanquín que se depositaba en el suelo, y que un cuerpo voluminoso se apeaba de él, acompañado de jadeos y gruñidos de «¡Imbécil! ¡Aquí, estáte quieto! ¿Qué crees que estás haciendo?.

Hana había esperado que pudiera suceder algo que impidiera la llegada de Saburo, pero al parecer no había escapatoria. Oyó a la tiíta y a las criadas dar voces de bienvenida, y pasos avanzar pesadamente por la casa, cruzar ante el arranque de la escalera y dirigirse a la gran sala de recepción. Se abrían y cerraban puertas, los huéspedes acudían y ella oía los cuchicheos de las criadas mientras se deslizaban de acá para allá con bandejas de comida y bebidas.

A través de los biombos de papel, llegaban desde la calle los sonidos metálicos de los shamisen, el batir de los tambores, el gorjeo de las voces agudas y el taconeo de los zuecos. En todo el Yoshiwara daban comienzo las fiestas. Saburo había alquilado las cinco calles, y sus huéspedes podían vagar de casa en casa disfrutando de la música, las danzas y la cena, y dormir con quien les plugiera, todo a expensas de su anfitrión.

Cayó la noche y llenó de sombras la habitación. Hana, arrodillada con Chidori y Namiji, aguardaba a ser llamada. Tenía la boca seca y el corazón le palpitaba fuertemente. Captó un atisbo de sí misma en el espejo y vio que en lugar de Hana estaba allí Hanaogi, mirándola como a una vieja amiga. Sintió una súbita sensación de confianza. Hana podía estar asustada, pero Hanaogi irradiaba serenidad.

Otsuné se había esmerado. El rostro de Hana estaba perfectamente pintado, los ojos ennegrecidos, los labios como pétalos carmesí en una cara blanca como la nieve, y enmarcada en los cuellos de los quimonos, uno azul con un dibujo de hojas de arce y otro rojo ribeteado de oro. Su cabello estaba recogido en una creación enorme y brillante, y sobre ella lucía una corona con colgantes dorados, con sartas de turquesas que colgaban junto al rostro. Notaba el peso de sus muchos quimonos superpuestos, y oía su crujido al moverse. Bajo ellos, el roce del basto algodón le recordaba la tarea pendiente.

Las niñas la miraban con los ojos muy abiertos. Iban tan espléndidamene ataviadas como ella, y estaban igual de nerviosas. Se quitó un par de horquillas del cabello y le dio una a cada una.

—Para que tengáis buena suerte. Llevadlas y seréis unas grandes cortesanas.

Cuando la tiíta la mandó llamar, la fiesta hacía rato que había empezado. Aguardando fuera de la sala de banquetes, Hana oyó el susurro de los pies al danzar, los gritos de los borrachos y las risotadas. Adoptó una actitud orgullosa. Tenía que hacer a todos una demostración que nunca olvidarían.

Las puertas se abrieron y se hizo el silencio. Permaneció quieta un momento para que pudieran contemplarla a placer, luego deslizó su pie descalzo, por debajo de las faldas de su pesado quimono. Unos gritos contenidos escaparon de los reunidos, y luego prorrumpieron en aplausos y gritos de «¡Hanaogi!».

Saburo estaba medio despatarrado sobre unos cojines de brocado dispuestos en el suelo, apoyado en un codo, con su ancha cara llena de manchas y enrojecida. Era aún más ancha de lo que ella recordaba. Cuando sus miradas se encontraron, Hana inclinó graciosamente la cabeza y se preguntó qué habría detrás de aquella pesada frente y aquella mirada lasciva y autosatisfecha, y por qué se había tomado tantas molestias para comprarla. ¿Era un trofeo que añadir a su colección o tenía otros planes para ella? Saburo entrecerró los ojos y ella advirtió el deseo que ardía en ellos y algo más que la estremeció de pies a cabeza. Algo cruel.

Ondeando su cola tras ella, se deslizó a través de la estancia y se arrodilló frente a Saburo. Tama estaba junto a él, ataviada con un magnífico sobrequimono negro, con un pesado obi con bordados de oro y plata y con un enorme nudo al frente. Pasó a Hana un platillo de laca rojo, con sake hasta el borde, y ella se lo ofreció a Saburo con una reverencia. La ceremonia de la unión —tres sorbos de sake cada uno, de tres tazas— se despachó en un momento, pero cuando ella tomaba el último sorbo sintió como si hubiera cruzado una frontera de la que nunca regresaría.

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