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Authors: Lesley Downer

Tags: #Drama, Histórico

La cortesana y el samurai (20 page)

BOOK: La cortesana y el samurai
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Yozo asintió. Los cañones prusianos de retrocarga que habían adquirido en Europa eran los más avanzados del mundo, mucho más letales y efectivos que los viejos de avancarga, pero también resultaban menos fiables y mucho más peligrosos, y se producían accidentes con frecuencia. Aparte de Enomoto, Yozo era el único hombre de las fuerzas norteñas que poseía un conocimiento detallado de cómo funcionaban, y podía mantenerlos en buen estado.

Enomoto tenía la mirada perdida.

—¿Recuerda a Herr Krupp y aquella mansión suya en Essen.

Yozo evocó al narigudo industrial, con su barba gris en forma de pala, y su lujosa residencia, y sonrió.

—Yo llamaría castillo a Villa Hugel, no mansión.

De todas sus aventuras, la visita a Alfred Krupp había sido una de las más extraordinarias. Cuando ellos y sus trece colegas llegaron por primera vez, una multitud los había estado siguiendo adondequiera que fuesen, embobada ante sus faldas de samurái, sus moños aceitados y sus espadas curvas, por lo que se apresuraron a cortarse el pelo y empezaron a vestir ropa occidental, para poder mezclarse con la gente. Pero no tardaron en descubrir que cuando necesitaban un favor, si adoptaban sus atavíos de samurái y llevaban las espadas, nadie parecía percatarse de que eran unos simples estudiantes, y se los trataba como si fueran emisarios de alto rango de su país.

Junto con uno de sus colegas llamado Akamatsu, Yozo y Enomoto presenciaron como observadores la guerra de Schleswig-Holstein. Recorrieron los frentes y allí vieron en acción los cañones de campaña prusianos de retrocarga. También pidieron visitar la fábrica de armamento Krupp, en Essen, pero se les dijo que no era posible en tiempo de guerra por razones de seguridad. En lugar de eso, fueron invitados a almorzar con el legendario Alfred Krupp.

—¡Vaya tamaño tenía la casa! —dijo Yozo, recordando el recorrido a través de los terrenos en un carruaje de caballos, las vastas extensiones de césped, los sirvientes de librea alineados frente a la puerta principal, la cavernosa entrada y el vestíbulo, y al magnate de barba gris y a su esposa Bertha, de prominente busto, que salían a saludarlos—. ¿No nos dijo Herr Krupp que había trescientas habitaciones.

—Antes de ir, yo estaba más nervioso que cuando nos recibió en audiencia el shogun —admitió Enomoto, riendo entre dientes.

—Y aquel comedor enorme, de techo alto, y toda aquella cubertería. Yo estaba aterrorizado por si utilizaba el cuchillo y el tenedor equivocados.

Recordaba que le dio un vuelco el corazón cuando los sirvientes llegaron en tropel, inclinados bajo el peso de fuente tras fuente cargadas con enormes medias canales de reses. Hasta que llegaron a Occidente apenas habían comido carne —la dieta japonesa se componía principalmente de pescado— y tuvieron que esforzarse para demostrar que apreciaban los ricos alimentos alemanes. Pero se las arreglaron para conversar en un alemán elemental con el gran industrial y su formidable esposa, y luego con algunos de sus lacayos, y adquirieron un considerable conocimiento de los cañones.

—Así que yo embarcaré en el Kaiten —dijo Yozo, regresando al presente. Hizo una mueca al comprender de pronto que podía haber un inconveniente—. El comandante en jefe viaja también en el Kaiten, ¿verdad? No mantengo con él las mejores relaciones, como usted sabe.

Enomoto se puso en pie y dirigió a Yozo una mirada penetrante, ya no la de su amigo sino la de su superior.

—El comandante en jefe Yamaguchi y el ministro de Marina, Arai, estarán a cargo de la operación. Son una pareja excitable. Lo necesito a usted como influencia moderadora... y para que sea mis ojos y mis oídos.

Cuando aquella tarde Yozo bajó a los muelles, encontró a los marineros ya a bordo, efectuando las comprobaciones finales en los barcos y repasando sus tareas una y otra vez, asegurándose de que todos sabían exactamente lo que tenían que hacer y dónde debían estar.

Recorrió las cubiertas del Kaiten, a fin de acostumbrarse al barco. Elevado a buque insignia tras la pérdida del Kaiyo Maru, era un vapor de ruedas de dos palos y una chimenea, más pequeño, pero no mucho, que el Kaiyo Maru y equipado con trece de los nuevos cañones prusianos de retrocarga. Yozo fue de cañón en cañón, comprobando que todas las piezas estuvieran en orden, que se dispusiera de una abundante provisión de proyectiles y de pólvora, que cada hombre supiera cuál era su tarea y que los tubos no estuvieran obstruidos.

Cuando los tres barcos zarparon de la bahía de Hakodate al día siguiente, el tiempo era bonancible, pero el viento soplaba con la fuerza de siempre. Violentas ráfagas azotaban las olas y las hinchaban, y los hombres hacían cuanto podían para mantener el rumbo del Kaiten mientras seguían navegando pegados a la costa. A las pocas horas de zarpar, el Banryu y el Takao empezaron a quedar rezagados y, finalmente, el Takao izó una bandera de señales, un diamante rojo sobre un cuadrado blanco: «Barco inutilizado. Problema máquinas.» El Banryu había sido empujado mar adentro por el viento y había desaparecido de la vista.

A bordo del Kaiten, los marineros se volvían y miraban, y se hizo un silencio en las cubiertas.

—Y ahora ¿qué? —murmuró un joven. Su piel ya estaba curtida, pero bajo el bronceado Yozo podía advertir que no pasaba de los dieciséis—. ¿Esperan que continuemos nosotros solos.

—Seguro que sí —gruñó otro, señalando con un movimiento de cabeza a los oficiales que se hallaban en el puente de mando—. Esos tipos no se vuelven atrás una vez que se les ha metido una cosa en la cabeza.

Yozo entornó los ojos y fijó la vista arriba, en el alcázar. El capitán Koga, que mandaba el buque, estaba allí, conferenciando con el comandante en jefe y con el ministro de Marina, Arai. Un momento después, el comandante en jefe recorrió a grandes zancadas la cubierta en dirección a donde se congregaba la milicia, con sus guerreras azul celeste.

—¿Estáis conmigo, muchachos? —gritó—. Demostraremos a los sureños cómo recuperar lo que es nuestro. Será una batalla dura, pero nosotros hemos luchado aún más duramente. ¡Les daremos a esos cobardes algo sobre lo que reflexionar.

Uno contra ocho. Las probabilidades habían empeorado bastante. Yozo lo sabía, pero aquello sólo infundía más decisión en los hombres. Deseaba que Enomoto hubiera estado a bordo. Con el comandante en jefe al mando, no habría vuelta atrás, sin que importaran las dificultades que tuvieran que vencer.

Con la primera luz de la mañana siguiente, el Kaiten penetró en la bahía de Miyako, con la bandera norteamericana ondeando en el palo mayor. Había anclados ocho barcos de guerra, grandes y negros, cabeceando suavemente en las tranquilas aguas azules, cada uno mucho mayor que el pequeño buque en el que se hallaba Yozo. Entre ellos acechaba el Stonewall, largo y bajo, como un siniestro monstruo marino. Yozo se lo quedó mirando y sintió una punzada de aprensión. Era una fortaleza flotante, aún más formidable de lo que recordaba. Rápido y mortífero, «como una serpiente entre conejos», pensó, recordando la expresión que utilizaban los marineros holandeses para referirse a los temibles acorazados.

Pero no había vida en los barcos, y no salía humo de las chimeneas. Sus velas estaban arriadas, y no había un solo marinero en los muelles. Era como una escena pintada.

Yozo se sintió aliviado al ver también en el puerto varios barcos con banderas extranjeras. Quizá su treta funcionaría. Contuvo el aliento mientras el Kaiten se abría paso entre los barcos y ponía proa al Stonewall. Sorprendentemente, nadie pareció prestarles la más mínima atención.

Se aproximaban al Stonewall a toda máquina. En el último momento, los hombres subidos al palo mayor arriaron la bandera norteamericana e izaron la de Ezo.

—¡Banzai! —gritaron—. ¡Banzai! ¡Banzai.

Para entonces estaban tan cerca que Yozo podía ver las caras de los hombres que habían subido corriendo a la cubierta del Stonewall. Braceaban y señalaban, abrían la boca para gritar, pero sus exclamaciones quedaban ahogadas por el ruido atronador de las máquinas del Kaiten. Entonces, cuando el Kaiten se les echaba encima, se dispersaron corriendo.

—¡Ahora! —gritó Yozo, inclinándose sobre la amurada y, en su emoción, tropezó con la barandilla.

Todo lo que necesitaban era disparar contra el Stonewall  una buena andanada, con lo que su tripulación huiría y ellos podrían apoderarse del buque sin lucha. Miró en derredor, golpeándose una mano con el puño de la otra, presa de la impaciencia y aguardando la orden de abrir fuego. Pero no llegó orden alguna. Maldijo en voz alta. ¿Qué demonios estaba haciendo el comandante en jefe.

A continuación se produjo un ensordecedor crujido al que siguieron ruidos de metal desgarrándose y madera astillándose, y Yozo, aturdido, se vio proyectado hasta la mitad de la cubierta. A su alrededor, marineros y hombres de la milicia se estampaban contra los mástiles, los cañones y las lanchas. Jadeando para tomar aire, se levantó con dificultad y se dirigió a proa dando traspiés. El Kaiten había chocado violentamente de proa con el macizo casco de hierro del Stonewall, y su proa de madera estaba medio empotrada en él, erizada de fragmentos de metal y astillas. Yozo se inclinó sobre la destrozada amurada. El bauprés estaba destruido, pero, por lo que pudo ver, los desperfectos se situaban por encima de la línea de flotación. Al menos el barco aún era capaz de navegar.

Por fin llegó la orden de abrir fuego. La mitad de la tripulación corrió a la amurada y barrió con fuego de fusilería la cubierta del Stonewall. La milicia y los soldados treparon a la proa, gritando: «¡Vamos! ¡A por ellos!.

Yozo podía comprender de un solo vistazo que el abordaje del Stonewall iba a ser mucho más difícil de lo que pensaban. Al hacer sus planes, nadie previó que la cubierta del Stonewall quedaría indemne bajo la del Kaiten. Además los hombres tendrían que saltar desde la proa dañada, lo cual significaba que sólo unos pocos podrían hacerlo a la vez. Por encima del fragor de los disparos de los fusiles, comenzaron a sonar las campanas de alarma del Stonewall, al tiempo que soldados sureños surgían por las escotillas y corrían por la cubierta, algunos poniéndose todavía los uniformes. A través del humo, Yozo vio saltar al primer grupo de abordaje, pero los sureños los abatieron antes de que tuvieran ocasión de desenvainar sus espadas o de tener dispuestos sus fusiles.

Saltó otra oleada de hombres, sólo para caer directamente sobre las lanzas y espadas de los sureños. Yozo podía oír a Arai y al capitán Koga chillar desde el puente de mando: «¡Adelante! ¡Adelante! ¡Al abordaje! ¡Al abordaje!» El comandante en jefe recorría a grandes zancadas la cubierta, con la mirada ardiente, el cabello al aire, urgiendo a sus hombres a seguir adelante.

Yozo corrió por cubierta, de cañón en cañón, comprobando que todos los hombres se mantenían en sus puestos, y todo estaba en orden, y luego, haciendo bocina con las manos, gritó: «¡Fuego!» Se produjo un enorme estampido, y una nube de humo envolvió la cubierta del Stonewall. Cuando se disipó, pudo ver que estaba sembrada de muertos y heridos. Luego el Kaiten volvió sus cañones hacia los demás buques de guerra. Para entonces, los barcos enemigos empezaban a responder al fuego. El cielo estaba negro a causa del humo. Al caer en el mar los obuses y las balas producían como una erupción, y llenaba el aire el asfixiante olor de la pólvora.

Los proyectiles se estrellaban contra las cubiertas del Kaiten. Los hombres caían en silencio; otros iban tambaleándose, con los brazos o los hombros sangrando. El joven que finalmente se había amarrado al timón del Kaiyo Maru tan valientemente durante la tormenta, cuando se dirigían a Yozo, se hallaba de pie cerca de Yozo. Se produjo una detonación y retrocedió tambaleándose, agarrándose el vientre, mientras la sangre le manaba entre los dedos. Yozo lo rodeó con su brazo y lo sostuvo mientras emitía un suspiro, perdía sus fuerzas y se deslizaba al suelo. Otro muchacho, al que habían volado la mitad del hombro, pasó dando tropiezos. Ensordecido por el incesante estruendo, cerrando los oídos a las detonaciones, al tableteo de los disparos y a los gritos de los hombres que morían tras él, Yozo se concentró en hacer aquello para lo que había sido instruido: comprobar los cañones, ayudar a cargar los obuses y ocupar el lugar de cada hombre que caía.

Combatieron durante una hora, hasta que vieron que empezaba a salir vapor de las chimeneas de los buques enemigos, a medida que las tripulaciones iban alimentando las calderas. Antes de que estuvieran dispuestos para la persecución, el Kaiten disparó una última andanada, retrocedió para separarse del Stonewall, viró en redondo y salió del puerto.

Costeando, pusieron rumbo de regreso a Ezo. Fuertemente escorado, el barco dañado avanzaba sin fuerzas entre el oleaje, pero el viento hinchó sus velas, y las máquinas funcionaban a todo vapor. Los hombres que aún quedaban en pie miraban en torno aliviados, jadeando, sonriendo y dándose palmadas en la espalda unos a otros, con las caras surcadas de gotas de sudor, suciedad y pólvora. La mitad de ellos estaban ensangrentados, pero reían y lanzaban vítores. Cada soldado enemigo muerto era una razón para regocijarse. Se habían enfrentado a ocho barcos y habían conseguido salir del puerto sin naufragar, ni resultar derrotados ni caer prisioneros. El enemigo ni siquiera había conseguido el vapor suficiente para perseguirlos. Era un buen motivo para celebrarlo.

El comandante en jefe iba de un lado a otro de cubierta, calzado con sus botas de cuero, pavoneándose. Llevaba un chaleco negro que el viento agitaba, revelando su forro carmesí, y sus mechones aceitados revoloteaban en torno a su cara.

—¡Bien hecho, muchachos! —gritaba con los ojos chispeantes—. ¡Les hemos demostrado de lo que somos capaces.

Yozo se pasó la manga por la frente. Los heridos estaban desparramados por la cubierta, tumbados entre los cadáveres, algunos con guerreras negras, otros con las de color azul, con trozos de carne humana esparcidos a su alrededor. Las tablas estaban pegajosas a causa de la sangre, y el aire, impregnado de la atroz fetidez de la muerte. Lo peor de todo era que habían tenido que abandonar en manos del enemigo a sus valerosos camaradas, a los supervivientes del abordaje del Stonewall.

Sacudió la cabeza. Habían hecho un esfuerzo supremo para tomar la ofensiva, en lugar de sentarse y aguardar a que los sureños llegaran y los aniquilaran. De haber resultado un éxito la captura del Stonewall, habrían tenido una oportunidad de que se volvieran las tornas y habrían mantenido al enemigo en la bahía. Pero habían fracasado, y ahora sólo quedaba regresar a Ezo, asegurar las defensas y esperar el arribo de la flota enemiga.

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