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Authors: Lesley Downer

Tags: #Drama, Histórico

La cortesana y el samurai (41 page)

BOOK: La cortesana y el samurai
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Luego miró a su alrededor, y vio súbitamente dónde estaba. Llevaba fuera casi un año. Había musgo entre las losas del pavimento, y montones de hojas caídas contra las paredes. En el jardín crecían las malas hierbas, y el gran cerezo se había hecho aún mayor. La casa estaba tristemente destartalada, con musgo asomando por el tejado y tejas que faltaban acá y allá; un lugar más apropiado para ser frecuentado por zorros y tejones que para que en él vivieran personas. Pero seguían siendo la misma casa y el mismo terreno. Vio elevarse humo por encima de los aleros y aceleró el paso, pensando cuán felices se iban a sentir Oharu y Gensuké al verla, y qué sorpresa se llevarían.

La gran puerta principal estaba cerrada y con el cerrojo pasado. La empujó, pero no se movió. Había telarañas colgando de los dinteles y bajo los aleros, y montones de hojas mohosas en las esquinas. Rodeó la casa hasta la puerta de la familia, en la fachada lateral, la abrió y traspuso el umbral, parpadeando, con los ojos escocidos a causa del humo que se arremolinaba en el interior a oscuras.

Los rayos de luz que perforaban las rendijas entre los paneles cerrados le permitieron ver el cavernoso interior, las enormes vigas ennegrecidas por el humo y las habitaciones con tatamis desordenados que desaparecían en las sombras. Olió a humo de carbón y comida puesta al fuego, y pensó que Oharu debía estar en la cocina preparando el almuerzo.

Entonces advirtió un movimiento en la penumbra. Junto al hogar había una figura con las piernas cruzadas y con una pipa en la mano.

Cuando su fardo cayó al suelo produjo un golpe sordo, y ella se llevó las manos a la boca para ahogar un grito a causa de la impresión.

Por un momento pensó que estaba viendo un fantasma, pero la imagen era demasiado consistente: los hombros anchos, el arrogante prognatismo, el cabello aceitado colgando suelto, espeso y lustroso.

Las rodillas se le doblaron y emitió un grito ahogado, como si se estuviera hundiendo. Quería volverse y echar a correr, pero las piernas no le hubieran obedecido. Se dijo que debía mantener sus sentidos despiertos y mantenerse alerta. ¿Cómo podía Yozo haber cometido tan espantoso error.

Porque no cabía duda alguna al respecto, ni la menor duda. Era su marido.

40

El comandante en jefe Yamaguchi parecía mayor y más delgado. Su rostro estaba demacrado y su piel, que fuera exquisitamente pálida, se había vuelto correosa. También su cabello, otrora tan brillante como la laca negra, estaba veteado de gris. Tenía ojeras y la arruga del entrecejo se había ahondado y hacía que su expresión pareciera ceñuda. Miró a Hana en silencio, luego la miró de pies a cabeza.

A ella le pareció que las piernas se le doblaban por sí mismas y cayó de rodillas, con las palmas en el suelo, y apretó la cara contra las manos.

—Así que eres tú —dijo su marido, y ella reconoció su suave tono amenazador y su brusco dialecto campesino—. Has estado de viaje. Y ahora regresas con ese quimono indecoroso, con tu fardo, como cualquier persona vulgar de la calle. No he tenido una bienvenida a casa. No había ninguna esposa para saludarme y cuidar de mí.

Ella temblaba, sin palabras, y se encogió todo lo posible en el frío suelo de tierra.

—¿Has perdido la voz? ¿No vas a decirme que te alegras de verme.

—Yo creía... Yo creía...

—Se suponía que cuidabas de la casa. ¿Por qué no estabas aquí.

Tomó aire.

—S-soldados... —apenas pudo articular—. Unos soldados vinieron... a matarme... por ser tu mujer. Tuve... tuve que escapar.

—¿Eres una samurái y tienes miedo a la muerte? Tu deber era defender esta casa.

La culpa pendía sobre Hana como una miasma, y su respiración se hizo rápida y superficial. Por el rabillo del ojo vio su fardo en el suelo, donde lo había depositado, y recordó la caja, la caja de su marido. Quizá si la viera podría ablandar su corazón. Quizá comprendería por qué hizo lo que hizo.

—Pensaba que estabas muerto —dijo con un hilo de voz.

Buscó a tientas el fardo, lo puso en el tatami frente a él y deshizo torpemente, con manos temblorosas, los nudos de la tela. Allí estaba la sencilla caja metálica de soldado y, junto a ella, el estuche de madera con el rollo. Recordaba haberlos abierto en sus habitaciones del Rincón Tamaya, que leyó la carta y el poema una y otra vez, y que luego colocó las cajas y la fotografía en el altar. Lo había llorado, olvidando su rudeza y las palizas, recordando sólo que había sido su marido.

Él miró atrás como si a su vez hubiera visto un espectro y alargó una mano temblorosa. Su mano era más delgada, huesuda, y los nudillos, mayores.

—Ichimura me los trajo —susurró, mirándolo suplicante. Recordaba el efecto que siempre provocaba cuando miraba a los hombres de aquel modo, a través de las pestañas—. Leí tu carta. Te guardé duelo. Me disponía a llevarlos a Kano y sepultarlos, como querías.

Haciendo palanca, abrió la tapa de la caja metálica y miró dentro. Hana se sobresaltó al ver que los ojos de su marido estaban anegados en lágrimas.

—Toda mi vida —murmuró—. Y para llegar a esto, precisamente a esto. La guerra perdida, la causa derrotada, esfumado todo aquello en lo que creí..., esfumado todo. —Se sentó sobre los talones y suspiró larga y estremecidamente—. Debí haber muerto con los demás. ¿Qué clase de mundo es éste para estar vivo en él.

Buscó a tientas su pipa, la cogió y la golpeó lentamente contra el borde de la tabaquera. En medio del silencio, el ruido produjo un eco. Ella contenía la respiración, observando y esperando. El marido entrecerró los ojos y se la quedó mirando.

—Estás diferente. Ven aquí.

Con el corazón desbocado, se arrodilló frente a él, que le tomó la barbilla entre el índice y el pulgar, pellizcándola tan fuerte que le hizo daño. Contempló su rostro y le movió la cabeza a un lado y a otro. Sus ojos parecían retirar cada capa, como si pudiera leer toda la historia de ella, todo cuanto había hecho, todos los lugares donde había estado, todos los hombres con los que se había acostado; como si todo —la noche que pasó con Yozo, todo— estuviera representado en su piel como un tatuaje. Ella cerró los ojos y los mantuvo apretados, recordando que el padre le cogía la cara exactamente igual. Entonces él la apartó con tal fuerza que Hana cayó de espalda sobre el tatami.

—Algo ha cambiado —dijo con una mueca de desagrado—. Incluso hueles diferente. Eras una criaturita estúpida, pero ya no lo eres. Has aprendido a desobedecer. Lo llevas escrito en tu persona. —Hizo una pausa y luego volvió a dirigirle una mirada dura—. Has aprendido a pensar. Discutes, inclinas la cabeza, me miras a través de las pestañas. Has aprendido a jugar, a gustar a los hombres. Ya no eres mi modesta esposa, ¿verdad.

Hana sabía lo que se avecinaba y que nada podía hacer para detenerlo. Su marido emitió un gruñido de repugnancia.

—Has estado en el Yoshiwara, ¿no es así? Te has convertido en una prostituta. ¿Cuántos sureños han hecho uso de ese cuerpo? ¡Me perteneces y te entregas a nuestros enemigos! Me has cubierto de vergüenza, has cubierto de vergüenza esta casa.

La rabia había teñido su rostro de color escarlata. Cuando pronunció la palabra «Yoshiwara», Hana supo que estaba condenada. La iba a matar. Tenía que hacerlo, era la ley.

Juntó las manos y las apretó, sintiendo que su corazón latía desbocado y que la sangre se le subía a la cabeza. ¡Ojalá apareciera Yozo! Si alguien podía salvarla era él. Pero no sabría lo ocurrido hasta que fuera demasiado tarde.

—¡No trates de negarlo! —bramó el comandante en jefe, con el rostro sombrío—. Vino una mujer llamada Fuyu y me lo contó todo.

Fuyu. El nombre fue como una bofetada. Hana hizo un movimiento brusco y se enderezó, saliendo de su estupor y súbitamente furiosa. No iba a seguir arrodillada en silencio por más tiempo. En el pasado aceptó que aquel hombre era su señor y dueño, y obedeció sus órdenes, soportando sus palizas sin queja. Pero él tenía razón: había cambiado. Él ya no ejercía dominio alguno sobre su espíritu. Que la matara. Pero primero la oiría.

—¡Fuyu es una alcahueta! —exclamó—. ¿Cómo te atreves a creerla a ella y no a mí? Ella me vendió.

El comandante en jefe se pasó las manos por el pelo, levantándoselo como llamaradas en torno a su cara.

—¿Me replicas? —rugió—. ¡Cómo osas! ¿Crees que importa que fueras voluntariamente o no? Nadie quiere a una mujer del Yoshiwara como esposa.

Hizo crujir los nudillos y ella se echó a temblar, recordando que solía hacer crujir los nudillos cuando se disponía a golpearla. Él se puso en pie. Hana se estremeció y se hizo un ovillo, protegiéndose la cabeza con los brazos, cuando sintió que su pie le golpeaba las costillas, la espalda y los muslos. Él esperó a que se sentara y le pegó en la oreja con tal fuerza que la derribó, dejándola aturdida. Ella se levantó lentamente y volvió a golpearla.

La habitación giraba sobre sí misma, los oídos le silbaban y le dolía la cabeza de tal manera que le resultaba difícil pensar. Sintió que todo el cuerpo se le cubría de morados, pero él había sido peor en el pasado, mucho peor. Enderezó la espalda y le lanzó una mirada de desafío. Moriría con orgullo, no encogida de miedo e implorando piedad.

—Ni siquiera lloras —dijo él, más suavemente esta vez—. Has perdido toda la vergüenza. Coge la estera. Ya conoces el procedimiento.

Se levantó, se sacudió y se fue a la cocina renqueando. Oyó el chirrido del metal sobre la piedra y supo que estaba afilando la espada. Oharu estaba de pie junto al fogón, removiendo un puchero eternamente, y Gensuké permanecía agazapado en un rincón. Cuando ella entró, se volvieron y miraron a otra parte, mudos de terror.

Enrollada en el rincón estaba la estera de paja que Oharu usaba para poner a secar rábanos y caquis. Estaba polvorienta y mohosa, y cuando Hana la levantó, dejó en el suelo un montón de insectos muertos.

La sacó al exterior, y su marido la siguió a grandes zancadas. Se había arremangado e introducido las espadas en la faja.

—¡Ahí! —aulló.

Hana sintió el calor del sol en la cabeza. El día nunca le había parecido tan hermoso. El cielo era de un azul resplandeciente, y unas ramas se extendían por encima de la casa, coloreando el tejado con hojas doradas, anaranjadas y pardas. Hana rodeó el farol de piedra y el estanque, atravesó el pinar y salió al claro situado tras el almacén, donde nadie podría verlos.

—Aquí.

Desenrolló la estera y se arrodilló dándole la espalda y manteniendo la cabeza alta. Pero a pesar de su resolución de no permitir que él la viera asustada, sintió que temblaba y que los dientes le castañeteaban. Su respiración se hizo breve y superficial, y sabía que cada aliento podía ser el último.

—Reza tus plegarias.

El suelo estaba frío y las piedras la herían en las espinillas a través de la delgada paja. Una brisa provocó un revuelo de hojas caídas y le produjo un escalofrío. Un cuervo se posó en las inmediaciones y se la quedó mirando con sus ojos redondos y brillantes, luego abrió su pico negro y emitió un vigoroso graznido, inesperadamente fuerte en medio del silencio. Era un sonido de soledad, un presagio de muerte.

En el Yoshiwara había probado la vida y el amor. Si nunca hubiera abandonado aquella casa, podría haber vivido hasta envejecer, pero nunca habría conocido la vida. Pensó que no lamentaba nada. Recordó a Yozo y la noche que pasaron juntos. Nunca, antes, había experimentado una felicidad tan intensa ni se sintió tan completa. Tan sólo hubiera deseado verlo una vez más. Sonrió, manteniendo clara en su mente su imagen. Moriría pensando en él.

Se produjo el sonido de algo metálico que rascaba, y supo que era el último que oiría. Cerró los ojos.

41

La idea era seguir el convoy hasta el punto donde la calle se estrechaba, dar muerte a los guardias y liberar a Enomoto y a Otori. Como los sureños creían que habían acabado con la resistencia no emplearían suficientes guardias, los porteadores de las jaulas huirían, y los transeúntes, que aborrecían a los advenedizos sureños, se sumarían a la lucha al lado de Yozo y sus amigos. Ése era por lo menos el plan, aunque ya era otra cuestión que, en la práctica, se desarrollara con tanta facilidad.

Pero en el pasado Yozo había sobrevivido a planes descabellados y se dijo que sobreviviría a éste. Debía conseguirlo. Ahora tenía una mujer de la que cuidar y no podía seguir arriesgando su vida. Su mente seguía centrada en Hana y en la conversación que habían mantenido. Había necesitado ponerse en paz consigo mismo, sabiendo que podría no sobrevivir para ver de nuevo a Hana, pero temía su reacción cuando le dijera que había matado a su marido. Ella mantuvo la calma, lo perdonó y él la admiró tanto más por eso. Ahora podía dedicar sus afanes a lo que tenía que hacer: liberar a Enomoto.

Mientras avanzaba entre las moreras, en dirección a los sauces y las chozas que se alineaban en la orilla del río, tomaba nota de cada detalle del camino de regreso a la gran casa donde estaría Hana. Deseó haber tenido consigo su fiable Snider-Enfield, perdido en la última batalla. Así pues, debería arreglarse con el Colt y la espada que Marlin le había puesto en las manos cuando escapaba del Yoshiwara. A menos, claro está, que Ichimura hubiese encontrado algunas armas útiles en el arsenal de la milicia.

En el embarcadero, Heizo y Hiko saltaban de un bote mientras el barquero contaba sus monedas. Yozo sonrió, cuando lo saludaron. Apareció Ichimura, dando traspiés por el talud, cargando un petate que repiqueteaba en sus espaldas. Llevaba unas polainas azul marino y una chaqueta ordinaria, de obrero, y se había planchado el pelo para que no sobresaliera y llamara la atención. Sonreía exultante. Se llevó las manos a la boca y gritó algo, pero el viento se llevó sus palabras. Al acercarse más, volvió a gritar. Yozo se quedó helado cuando oyó lo que decía.

—¡El comandante en jefe ha vuelto! ¡No ha muerto.

—¿El comandante en jefe? —repitió Yozo, tratando de tragar saliva. De repente notó que era más oscuro y frío—. No te refieres a... No puedes... ¿El comandante en jefe Yamaguchi? —Sintió un hormigueo en la nuca y un terrible nudo en la garganta—. ¿Sigue vivo? No puede ser.

Ichimura se acercó a Yozo, jadeando.

—Lo vi con mis propios ojos, señor —dijo alegremente—. Ayer. Vive cerca de aquí. Le conté nuestros planes y me aconsejó que no fuera insensato. La guerra ha terminado y trata de evitar ser arrestado. No se propone hacer nada que atraiga la atención sobre él.

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