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Authors: Lesley Downer

Tags: #Drama, Histórico

La cortesana y el samurai (43 page)

BOOK: La cortesana y el samurai
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Con la fuerza que le quedaba, empujó hasta asegurarse de que su espada había atravesado al comandante en jefe de parte a parte, luego la retorció, la arrancó y se dispuso a golpear de nuevo.

Los ojos del comandante en jefe se abrieron mucho y de repente se tambaleó. Yozo esperaba que cayera, pero en lugar de eso dio un chillido de puro odio que produjo un estremecimiento desagradable en el cráneo de Yozo. Quizá no era humano en absoluto, quizá era realmente imposible matarlo y, como prueba de ello, un momento después el comandante en jefe estaba blandiendo su espada. Yozo la vio venir, inclinándose sobre él como un rayo de sol. Trató de apartarse de su trayectoria y alzó su espada para interrumpirla, pero supo que era demasiado tarde. El comandante en jefe había vencido. Se irían juntos al Cielo o al Infierno.

Entonces se produjo un choque metálico y la espada voló de la mano del comandante en jefe, giró en el aire y golpeó inofensivamente en el suelo, a escasa distancia. Aturdido, Yozo levantó la vista. Una hoja había aparecido de la nada y había desviado el golpe.

El comandante en jefe se tambaleó. La sangre manaba a borbotones de su estómago y de su boca, y de nuevo compuso una expresión de extrañeza. Luego se le doblaron las rodillas y se derrumbó, provocando un revuelo de hojas a su alrededor.

Alzó la mirada hacia Yozo y su rostro reflejó la más leve de las sonrisas. Sus labios se movieron. Yozo se inclinó hacia delante, tratando de captar sus palabras.

—Ha peleado muy bien... Me ha hecho... un favor.

Suspiró. La luz de sus ojos se fue apagando, y ladeó la cabeza pesadamente.

42

Con el entrechocar metálico sonando en sus oídos, Hana corrió a la casa y cogió su alabarda de la repisa sobre el dintel. Regresó a toda prisa para encontrar a Yozo con la espalda en la pared y a su marido de pie sobre él, con la espada levantada y un rictus triunfal en los labios. Vio que Yozo se revolvía con súbita ferocidad, que movía hacia arriba su espada y hundía la hoja en el vientre de su marido, y luego el brillo demencial en los ojos de éste cuando se dispuso a descargar el golpe final.

Antes de tener tiempo para pensarlo, su alabarda describió un amplio arco, y golpeó con todas sus fuerzas la espada en su descenso. Hana sintió cómo ambas hojas chocaban y se tambaleó a causa del impacto, agarrándose desesperadamente a la empuñadura de su arma, como si se la fueran a arrancar de las manos. Luego, con un esfuerzo supremo, con más fuerza de la que creía poseer, desvió el curso de la mortífera hoja y la empujó a un lado.

Ahora se quedó mirando a aquel hombre alto tumbado en el suelo, con la sangre manando de sus heridas. El polvo y las hojas remolineaban en el aire. Observó, jadeando en medio del silencio, cómo una hoja amarilla caía y se depositaba en la mano de su marido.

Estuvo tan segura de que iba a morir, que ya había dicho adiós al mundo. Pero ahora que sabía que iba a vivir, todo parecía tan hermoso, que le asaltaron las lágrimas. Las paredes del almacén eran deslumbrantemente blancas a la luz del sol, el bambú se mecía y susurraba movido por la brisa, y el olor a humo de leña impregnaba el aire.

Contemplaba a aquel hombre al que había temido durante tanto tiempo casi con miedo de que abriera de nuevo los ojos, se sentara y la mirara a su vez. Su rostro estaba sereno y en paz, más de lo que estuviera en vida. Ella pensó que nunca volvería a verlo, pero lo vio: primero vivo y ahora verdaderamente muerto.

Yozo se puso en pie, manteniendo la mano en la pared para sostenerse. Estaba pálido y cubierto de sangre, sudor y suciedad, y su cabello, suelto, le colgaba alrededor de la cara.

—Espera —dijo, levantando la mano cuando Hana corría hacia él. Limpió la espada con el faldón de la chaqueta y la devolvió a su vaina, sin apartar en ningún momento los ojos del muerto—. Me voy a asegurar de que no guardarás luto por tercera vez.

Recogió el revólver, que seguía en el suelo allá donde lo había arrojado, se arrodilló y lo puso contra la cabeza del muerto. Hana se llevó las manos a los oídos. También ella quería asegurarse de que no volvería a levantarse. Pero Yozo miraba el rostro de su marido y tiró de nuevo el arma sin hacer fuego.

—Merece respeto —dijo solemnemente—. Fue un gran guerrero, un guerrero de la vieja escuela. Le organizaremos un funeral adecuado y llevaremos sus cenizas a Kano para enterrarlas en la tumba familiar, junto con su caja.

Hana se arrodilló junto a él, alargó tímidamente la mano y la puso en su muslo.

—Se acabó —dijo en voz baja—. Al final, él venció. No había manera de que yo lo hubiera golpeado. Quería morir: me permitió matarlo.

Casi parecía triste.

—Es verdad. No había sitio para él en este mundo.

La miró y sonrió, luego tuvo un estremecimiento de dolor y se llevó la mano a la cara. Le manaba sangre del lívido tajo que le recorría la mejilla.

—Tú también eres una guerrera. Me has salvado la vida.

—No, tú has salvado la mía —replicó ella suavemente—. Estaba segura de que iba a morir. Nunca pensé que volvieras a tiempo.

Le tomó la mano y ella sintió la calidez de la palma de Yozo en la suya.

—En ningún momento mi mente abrigó la menor duda: era lo que tenía que hacer. Cuando supe que el comandante en jefe estaba vivo, no pude pensar en otra cosa. Sólo en ti y en el peligro que corrías.

Se llevó su mano a los labios. A ella le gustaba la manera en que la sonrisa se iniciaba en sus ojos y luego pasaba a las comisuras de su boca, hasta que todo su rostro sonreía.

—He incurrido en deshonra —añadió—. O eso creen Heizo, Hiko e Ichimura. He traicionado a mis amigos. —Hizo una pausa y luego suspiró—. De todos modos era un plan disparatado. Podrían haber salvado a Enomoto y a Otori, pero lo dudo. Probablemente a estas horas están todos en la cárcel de Kodenmacho.

—Ven dentro. Debes lavarte las heridas y vendarlas.

Pero Yozo volvía a mirar el cadáver del comandante en jefe.

—Su época ha terminado, la época de los guerreros. Y todas esas batallas y luchas, y todos los odios entre el Norte y el Sur.

Se puso en pie despacio y tomó a Hana de la mano.

—Llegué a conocer muy bien a Masaharu en el Yoshiwara. Es un hombre bueno. Hay otros como él en el gobierno. Sé que eran nuestros enemigos, pero ahora han vencido, eso no tiene discusión, y tendremos que acostumbrarnos. Esos sureños son unos paletos, carecen de cultura y de estilo, pero son idealistas. Quieren ver el mundo fuera del Japón, y Masaharu sabe que muy pocos de nosotros hemos estado realmente allí. Tiene sentido que utilicen nuestras habilidades y conocimientos, y no mantenernos encerrados para siempre. Necesitamos mirar al futuro, no al pasado.

El pasado. La noche anterior Hana había estado sentada con Saburo, luego viajó en palanquín en medio de la oscuridad. Ahora resultaba duro incluso pensarlo porque parecía haber sucedido hacía mucho tiempo. Toda su vida adulta había conocido la dureza: con su marido y luego en el Yoshiwara. Pero ahora, al mirar a Yozo, supo que el futuro sería muy diferente. Ignoraba qué iban a hacer o adónde irían, pero hicieran lo que hiciesen sabía que estarían juntos.

—Me hablaste de tu casa —dijo Yozo—, pero aún no la he visto. ¿Me vas a llevar dentro.

Mientras caminaban bajo el primer sol de la mañana, entre las hojas caídas, por el terreno en torno a la casa, parecía como si empezaran una nueva vida. Doblaron la esquina y allí estaba la casa, con su techo de tejas y los paneles correderos, y el humo retorciéndose por encima de los aleros. Hana lo miró y supo que estaba en su hogar y que nadie volvería a amenazarla. Tomó de la mano a Yozo y lo condujo al interior.

Conclusión

Hana y Yozo son personajes de ficción, pero los acontecimientos históricos que forman la trama de La cortesana y el samurái se ajustan a la verdad cuanto me ha sido posible, incluidos los episodios de los quince jóvenes que fueron enviados a Europa, la última y desesperada tentativa de Enomoto por reinstaurar al shogun y las batallas desesperadas en Ezo. Son ciertos el naufragio en Batavia y el almuerzo con Alfred Krupp, así como la larga travesía del Kaiyo Maru hasta el Japón. Y, por supuesto, el Yoshiwara existió.

En la vida real, Enomoto (cuyo nombre completo era Takeaki Enomoto) se libró de la ejecución, no como resultado de una conspiración de sus amigos, sino gracias a su propio idealismo apasionado. Lo que sucedió fue lo siguiente. Antes de la última batalla, cuando era obvio que los norteños habían perdido, envió los preciosos volúmenes de táctica naval que había traído de Holanda al comandante en jefe de las fuerzas sureñas, diciéndole que su país debería poseerlos al margen de lo que le ocurriera a él. Tras su rendición, muchos hombres relevantes del gobierno (compuesto casi enteramente por sureños) solicitaron su ejecución, pero otros adujeron que debía ser salvado por haber demostrado tanto patriotismo. Tal como el Masaharu de ficción comprendió, muy pocos japoneses habían ido a Europa o tenían algún conocimiento de lo que era Occidente y menos lo comprendían, y a Enomoto se le atribuía una particular brillantez.

Finalmente, pasó dos años y medio en la cárcel de Kodenmacho, hasta enero de 1872, cuando el emperador Meiji promulgó el perdón a quienes lucharon en el bando del shogun. A Enomoto se le asignó de inmediato un puesto gubernamental en Ezo, para entonces rebautizada Hokkaido. Llegó a vicealmirante de la recientemente creada Armada Imperial japonesa, fue enviado especial en San Petersburgo y, finalmente, recibió el título de vizconde, siendo uno de los dos únicos norteños que merecieron tales honores. Murió en 1908 a la edad de setenta y dos años.

Un Yozo real indudablemente hubiera hecho una carrera tan brillante como la de la mayoría de los quince jóvenes viajeros, aunque quienes se unieron a la rebelión de Enomoto contra el nuevo régimen tuvieron que esperar a ser perdonados en 1872. Uno llegó a subdirector de la Academia Naval, y otros alcanzaron posiciones elevadas en distintos ministerios. Uno de ellos se convirtió en médico de la emperatriz y otro fue director general de Sanidad Pública.

Tras dos años y medio en prisión, Otori (cuyo nombre completo era Keisuké Otori) llegó a presidente de la escuela de nobles de Gakushuin (el equivalente a Eton), y más tarde fue embajador en China y en Corea. Creó un archivo para conservar la memoria y los relatos de quienes lucharon en Ezo en el bando del shogun, y erigió un monumento en Hakodate en honor de los muchos soldados norteños que perecieron allí, que todavía hoy puede verse.

Hakodate sigue siendo tan fría y nivosa como siempre. Estuve allí un diciembre para investigar con el propósito de escribir este libro, y viví la experiencia de aquel paisaje dramático, del frío intenso y del impredecible tiempo invernal, con tormentas de nieve que se desatan en cuestión de minutos cuando poco antes el cielo estaba claro y azul. Del Fuerte Estrella sólo quedan cinco muros almenados con su forma de cinco puntas y el foso, así como las tumbas de algunos de los jefes militares y un museo que alberga recuerdos y uniformes.

Hice un viaje de tres horas en tren a través de la península, para visitar el Kaiyo Maru, el cual, después de más de cien años sumergido, fue descubierto en el lecho marino en 1975, recuperado y reconstruido en 1990. Ahora se halla orgullosamente anclado en el puerto de Esashi: una hermosa vista, con sus tres palos y su alta chimenea. En el interior, sus cañones Krupp están alineados en los portillos y hay vitrinas que contienen todos los objetos que han sido recuperados: espadas occidentales y japonesas, pistolas, cuchillos y tenedores holandeses, sandalias de paja, peines, abanicos, cajas metálicas para el rancho, monedas y cientos de balas de cañón. El tiempo es tan atroz allí que no resulta sorprendente que naufragara. Cuando traté de tomar una fotografía con los dedos helados, el vendaval me derribó en el muelle.

La milicia de Kioto, encabezada por el comandante en jefe, está calcada del Shinsengumi, la fuerza de policía del shogun, con fama de implacable, que patrullaba por Kioto y continuó luchando junto con las últimas tropas del shogun en Ezo. El comandante en jefe Yamaguchi está inspirado en el gran héroe y jefe del Shinsengumi, Toshizo Hijikata. El poema de la muerte del comandante en jefe es suyo. El verdadero Hijikata no procedía de Kano, y no hay constancia de que se casara, si bien era muy popular entre las mujeres del Yoshiwara. Murió en la última batalla en Hakodate a la edad de treinta y cuatro años, y su tumba está allí.

Los oficiales franceses evacuados de Hakodate fueron devueltos a Francia. El gobierno japonés los reclamó para someterlos a consejo de guerra y fusilarlos, pero el pueblo y el gobierno de su país quedaron tan impresionados por su gallardía al permanecer fieles a sus hombres que ni siquiera fueron procesados. El capitán Jules Brunet llegó a general y jefe del Estado Mayor del ejército francés, y en 1881 y de nuevo en 1885 fue condecorado por el emperador Meiji, probablemente por la intervención de Enomoto, que para entonces era ministro de Marina.

El sargento Jean Marlin permaneció realmente en el Japón cuando sus compañeros regresaron a Francia, pero lo que hizo y por qué se quedó es fruto de mi invención. Murió en 1872 a la edad de treinta y nueve años y está enterrado en el Cementerio Internacional de Yokohama.

Al igual que Hana y Otsuné, muchas jóvenes de familias leales al shogun, en particular las de las capas más bajas de la clase samurái, se vieron en la calle sin nadie que las apoyara cuando estalló la guerra civil, y acabaron cayendo en la prostitución. Los habitantes del Yoshiwara que aparecen en La cortesana y el samurái son entes de ficción, pero los nombres de las calles y de los burdeles (incluido el Rincón Tamaya) son reales, y el guardián de la puerta siempre se llamó Shirobei.

En la época en que se desarrolla mi historia, el Yoshiwara había estado en decadencia, pero cuando los sureños alcanzaron el poder lo frecuentaron y, por un momento, recobró su esplendor. Se crearon nuevos distritos con licencia, y el gobierno incluso construyó un Yoshiwara para extranjeros y le dio el nombre de Nuevo Shimabara. Mil setecientas cortesanas y doscientas geishas se trasladaron allí desde el Yoshiwara, pero los occidentales no lo frecuentaron. Al parecer, preferían disimular sus placeres, y el distrito cerró.

En 1871 el fuego destruyó gran parte del Yoshiwara. Fue reconstruido con edificios de estilo occidental, algunos de hasta cinco pisos, y las calles fueron ensanchadas para evitar que el fuego se propagara con tanta facilidad. El Yoshiwara que se muestra en las viejas fotografías data de después de esos acontecimientos, y su aspecto es completamente distinto del que tenía cuando Hana estaba allí.

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