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Authors: Lesley Downer

Tags: #Drama, Histórico

La cortesana y el samurai (42 page)

BOOK: La cortesana y el samurai
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Pero Yozo ya no oía. Se había quedado frío al comprender el peligro mortal que corría Hana. Pero él le había pegado un tiro, pensó; lo había visto caer, miró atrás y lo vio yaciendo en un charco de sangre. Su chaqueta se había manchado de sangre y había sangre en el suelo. ¿Cómo podía seguir vivo.

Luego, el mismo Yozo había sido capturado. Después de aquello no volvió a oír nada sobre el comandante en jefe; nada en absoluto hasta que, hallándose en el Yoshiwara, apareció Ichimura con su maldita caja, la cual no hizo sino confirmar en su mente que estaba muerto. Gruñó. ¿Cómo podía haberse equivocado de aquel modo? Y ahora había enviado a Hana a esa casa, a la muerte.

Miró en derredor, horrorizado, golpeándose la cabeza con la palma de la mano al percatarse de la enormidad del dilema que se le presentaba. Estaba Enomoto, su amigo de tantos años; el brillante, el gallardo Enomoto, a quien admiraba y quería. Toda su vida y su instrucción —el código samurái que se le había inculcado desde su nacimiento— le decían que la cualidad más importante de un hombre era la lealtad a la causa y a sus camaradas. «Ellos darían la vida por ti y tú la darías por ellos.» Sabía que no habría una segunda oportunidad para rescatar a Enomoto y a Otori, y que si el plan fallaba, morirían. ¿Cómo podía siquiera pensar en traicionarlos.

Pero luego apareció Hana y lo cambió todo. Ahora se daba cuenta de que ella le importaba más que nada en el mundo. Lo abandonaría todo por ella, incluso su honor y el respeto de sus camaradas. Todos aquellos años en Occidente lo habían cambiado más de lo que él imaginaba, y una vez que hubo hecho su elección supo que nunca podría mirar atrás.

Agarró el petate de Ichimura y lo abrió. Estaba repleto de fusiles, pero eran viejos y estaban oxidados, y un arma voluminosa no haría más que entorpecerlo. Apartó la bolsa de un puntapié.

—¡Espera aquí! —aulló.

—No queda tiempo, señor. Tenemos que irnos.

Heizo, Hiko e Ichimura lo miraban como si se hubiera vuelto loco. Probablemente estaban enterados de sus encuentros con Hana. Él había hecho lo posible por mantenerlos en secreto, pero el Yoshiwara era un lugar pequeño donde todo se sabía. Y Hanaogi había sido la cortesana más famosa. Todos los hombres debían estar celosos de él.

Y si ellos hubieran adivinado lo que había en su mente, él también sabía lo que pensarían: que las mujeres eran estupendas para la diversión, pero que anteponer los sentimientos personales al deber, colocar a una simple mujer por delante de la necesidad de rescatar a sus hermanos de armas, era una locura total.

Sacudió la cabeza. Era una terrible elección, pero él ya había decidido. No cabía discusión. Tenía que salvar a Hana.

—Me reuniré con vosotros más tarde —dijo bruscamente.

—Pero señor...

Aun en el caso de que echara a correr, Yozo sabía que casi con toda seguridad llegaría tarde.

Marlin los había instruido para correr a paso ligero, y ahora tenía la oportunidad de ponerlo en práctica. Regresó a todo correr hacia las calles de las húmedas y frías casas de los samuráis, al otro lado del bosquecillo de moreras, desandando el camino con toda su atención, pero a cada paso los techos de tejas grises y las paredes de piedra parecían más lejanos. Como en una pesadilla, corrió y corrió, aunque parecía no avanzar en absoluto. Juró al darse cuenta, con una punzada de furia ciega, que había tomado la dirección equivocada.

Finalmente dio con el alto muro y con la puerta, que abrió. Hizo una mueca al advertir que chirriaba ruidosamente al deslizarse por las guías. Allí estaba la gran casa, con su sombrío porche de entrada y el humo ascendiendo por encima de los aleros, tal como Hana había descrito. Se alzaba al otro extremo de un patio con gravilla y con pavimento de piedras, un pozo y un gran cerezo.

Los cuervos graznaban, los insectos zumbaban y Yozo oía voces procedentes de la calle; pero en el terreno de la casa todo estaba en silencio. Miró alrededor, se refugió bajo el árbol y cargó el revólver, deseando tener una oportunidad de probarlo.

Si el comandante en jefe descubría que Hana había estado en el Yoshiwara, la mataría. Los samuráis tenían que ejecutar a sus esposas si descubrían que eran adúlteras, por no hablar ya de si practicaban la prostitución, y la naturaleza feroz del comandante en jefe inducía a la certeza de que la decapitaría inmediatamente, en especial una vez que hubiera averiguado que se había acostado con sureños. Si Yozo trataba de detenerlo, sería él quien estuviera cometiendo una ofensa, no el comandante en jefe.

Su única esperanza era que ella pudiera retrasarlo. No imploraría piedad; era demasiado orgullosa para eso, pero sí que podría tratar de convencerlo de que estuvo visitando a su familia. Sin embargo, el comandante en jefe no tardaría en descubrirlo. No tendría más que mirarla y comprendería. Todo en ella —incluso la manera de desenvolverse— ponía de manifiesto que era una mujer acostumbrada a despertar el deseo de los hombres.

Tenía que pensar con rapidez. Si el comandante en jefe se disponía a matarla, lo haría al aire libre y fuera de la vista. Pero ¿dónde podría ser.

Yozo echó a correr por el patio, buscando manchas de musgo que amortiguaran sus pisadas y frunciendo el ceño cuando su pie resbalaba y la gravilla crujía bajo sus sandalias de paja. Llegó hasta la casa y recobró el aliento a la sombra de la pared. El lugar permanecía en silencio. Bordeó un jardín paisajista, con un estanque y un farol de piedra, y luego miró a su alrededor y vio un edificio bajo, pintado de blanco: el almacén. Cuando lo bordeaba oyó un ruido metálico y su sangre empezó a latir.

Sin atreverse apenas a respirar, miró al otro lado de la esquina y retrocedió bruscamente. Hana estaba arrodillada como una estatua, mirando a la pared, con sus manos pequeñas y blancas en el regazo. Vestía el sencillo quimono azul que se había puesto aquella mañana. Tenía el cabello suelto y los mechones le colgaban en torno al rostro, aunque Yozo podía ver la suave piel blanca de su nuca. Estaba mortalmente pálida, pero su expresión era serena y se mantenía muy erguida. Mientras Yozo veía la graciosa línea de su espalda, sintió una punzada de orgullo porque se condujera con semejante dignidad. Luego vio que su mejilla estaba amoratada e hinchada, y tuvo que apretar los puños para evitar un grito de furia.

El comandante en jefe se alzaba amenazadoramente sobre ella, con las piernas separadas, la mano en el puño de la espada, presto a golpear. Estaba más delgado y tenía más canas que cuando Yozo lo vio por última vez, pero no era un fantasma. Se había remangado las faldas y las mangas, y llevaba en la cabeza una banda con frontal de acero, como si fuera a entrar en combate. Tenía los ojos entrecerrados y el rictus de su boca revelaba una implacable decisión.

Yozo sabía que si el comandante en jefe movía la mano, desenvainaría la espada y, con un simple movimiento de la hoja, Hana moriría. Montó el arma. El chasquido sonó alarmantemente alto en medio del silencio, pero el comandante en jefe no pareció oírlo. Parecía abismado en sus pensamientos.

Alzando el arma, Yozo se agachó y apuntó. Era vieja y no sabía lo fiable que resultaba. El comandante en jefe estaba tan cerca de Hana que temía alcanzarla a ella. Pero no había tiempo de hacer otra cosa. Con un gruñido de determinación, pulsó el gatillo. Sonó una ensordecedora detonación y se levantó una columna de humo. A través de éste vio al comandante en jefe dar un salto atrás, tropezar y alargar su gran mano de espadachín para no caer. La bala se incrustó en una pared, provocando un fogonazo de tierra, piedras y polvo.

Yozo profirió un juramento. Había sobresaltado al comandante en jefe y desviado su atención, pero no lo había dejado fuera de combate.

El comandante en jefe se dio la vuelta bruscamente, vio a Yozo, y una expresión de atónito reconocimiento destelló en su rostro. Los ojos parecieron salírsele de las órbitas, rugió como un león acorralado, y todo su cuerpo pareció convulsionarse de rabia. Su cara se ensombreció como si estuviera a punto de estallar, desenvainó la espada y la blandió describiendo un arco que brilló al sol. Si Hana hubiera estado frente a él, le habría hecho un corte desde la cintura hasta el hombro.

Pero ella ya no estaba allí. Al oír la detonación sufrió un violento sobresalto, y cuando la bala pasó silbando junto a la cara de su marido, dejándolo asombrado, se volvió y vio a Yozo. Se puso en pie, se arremangó las faldas y corrió hasta la esquina donde Yozo estaba apostado, con el arma levantada. Por un momento, sus ojos se encontraron. Los de ella, muy abiertos y blancos, eran como los de un ciervo asustado.

—Ponte detrás de mí —le susurró él, apremiándola—. Rápido.

Apretó de nuevo el gatillo, pero esta vez el comandante en jefe estaba preparado. Con un gesto de la boca, se hizo a un lado y blandió su espada. Yozo contempló con incredulidad cómo partía la bala limpiamente por la mitad. Los fragmentos se dispersaron a ambos lados de la rutilante hoja y se estamparon contra la pared, levantando más tierra y polvo. La espada brilló al sol, incólume.

Maldiciendo, Yozo bajó el revólver, pero el comandante en jefe ya estaba sobre él, lanzando un grito de guerra, con la espada levantada, sujeta con ambas manos, por encima de su cabeza. Yozo sacó su propia espada con el tiempo justo de parar el golpe de la hoja. Al chocar ambas, el acero produjo un ruido metálico ensordecedor y descargó una lluvia de chispas. El impacto hizo caer de rodillas a Yozo.

Se puso en pie de un salto y ambos se miraron, con las espadas prestas, mientras retrocedían y avanzaban, desafiándose mutuamente para dar el primer golpe.

Después de meses en el Yoshiwara, Yozo había perdido práctica, y su espada no era la mejor. Conocía el arma del comandante en jefe. Era legendaria, obra de un famoso espadero. Se la debió de dar a Ichimura cuando comprendió que la guerra estaba perdida, e Ichimura la llevó a la casa. Por un momento, Yozo quedó impresionado por la terrible tristeza de todo aquello. Él y el comandante en jefe habían estado en el mismo bando, luchando por aquello en lo que creían, y ahora, como en otra ocasión anterior, se veían obligados a luchar entre ellos. El comandante en jefe era una reliquia de una época perdida, y luchar con espadas era un arte moribundo. Yozo ya tuvo su venganza una vez, y había estado obsesionado por ella desde entonces. Parecía un error repetirla ahora. Pero recordó entonces a Kitaro, muerto en la solitaria llanura de Ezo, y pensó en los morados en el rostro de Hana, y su resolución cobró fuerza.

—Así que es usted —dijo el comandante en jefe—. Yozo Tajima. No puedo escapar de usted. Allá adonde voy está usted.

Sus ojos chispearon. En ellos danzaba una locura que Yozo reconoció.

—Déjela ir. Sólo déjela ir —dijo Yozo—. Abandonaremos Edo, iremos a Ezo y nunca volverá a vernos.

—Ya me engañó una vez, Tajima. Con sus trucos, me sorprendió con la guardia baja. Pero ahora vamos a terminar lo que empezamos en Ezo, sólo que esta vez será usted quien muera. Usted y su puta.

Yozo era un buen espadachín, pero sabía que el comandante en jefe era implacable y carecía de piedad, lo que lo hacía casi invencible. Recordó cómo se jactaba de que la hoja de una de sus espadas se había oxidado por empaparse con tanta sangre humana.

Sabía que tenía que ser el primero en golpear. Las hojas, afiladas como navajas barberas, podían cortar la carne como un cuchillo la seda. Un solo golpe era cuanto se necesitaba para seccionarle a un hombre un brazo o una pierna o partirlo por la mitad, con la misma facilidad con que el comandante en jefe había partido la bala.

Gritando a pleno pulmón, Yozo saltó hacia delante, blandiendo su espada. Se produjo un sonido metálico cuando el comandante en jefe paró el golpe. Yozo giró sobre sus talones, volvió la espada y la descargó de nuevo, luego agarró la empuñadura con ambas manos, la alzó sobre su cabeza y volvió a descargarla produciendo un silbido. El entrechocar de las armas era ensordecedor. El comandante en jefe se anticipaba a todos los movimientos de Yozo, y paraba fácilmente cada golpe. Cuando se separaban, Yozo acometió de nuevo, tomando a su rival con la guardia baja, y hundió su hoja profundamente en la carne tierna del hombro, antes de darle tiempo a retroceder de un salto. La sangre se extendió en una gran mancha en la chaqueta rasgada del comandante en jefe, pero él no hizo gesto alguno de dolor. Se limitó a mirar a Yozo como si ni se hubiera dado cuenta.

Entonces sonrió. Sus ojos chispearon y profirió aquella carcajada arrogante tan suya. Dio un grito y cargó adelante, blandiendo salvajemente la espada. Danzó de acá para allá, con un revuelo de faldas, ágil como un ciervo, golpeando desde todas las direcciones posibles. Su hoja era como una navaja, destellando a la luz del sol y susurrando en el aire. Yozo fue empujado contra la pared cuando trataba desesperadamente de bloquear los golpes, sabiendo que sólo con que le acertara uno, él moriría.

El comandante en jefe se acercó, bajando rápida y ligeramente la hoja una y otra vez. Yozó alcanzó a parar un golpe que parecía provenir de la nada, y dio un traspié. Saltó para apartarse de la trayectoria del arma, pero no lo bastante, y la hoja le cortó la mejilla. El súbito dolor llenó de lágrimas sus ojos y sintió que la sangre le manchaba la cara. Apretó los dientes y blandió la espada repetidas veces, tratando de esquivar la cortina de golpes, pero entonces la hoja de su adversario le produjo un corte y sintió un dolor punzante, agudo hasta producirle náuseas, en el brazo izquierdo. Se tambaleó, agotado. Jadeaba, cubierto de sudor, respiraba con dificultad, su aliento formaba nubes de vaho en el aire otoñal.

El comandante en jefe se alzó sobre él, con su espada levantada para matar. Sonreía. Apenas sudaba, y Yozo comprendió que podía haber acabado con él mucho antes. Había estado jugando con él como un gato con un ratón, por diversión.

De nuevo contra la pared, Yozo aguardaba el golpe. Pero en lugar de descargarlo y terminar con él, permanecía inmóvil, como una estatua, como si quisiera prolongar el disfrute del momento.

Yozo se lo quedó mirando, preguntándose por qué no golpeaba. Era casi como si le diera una oportunidad, como si quisiera morir.

De pronto, a Yozo lo cegó la rabia. Si iba a morir, se llevaría con él a aquel demonio. Mientras el comandante en jefe se deleitaba de aquel modo, exclamó: «¡Por Kitaro y por Hana!» Agarrando la espada con ambas manos, volvió la punta hacia arriba e hincó la hoja en las capas de seda que cubrían el estómago de su rival. Sintió que se deslizaba suavemente hasta la espina dorsal.

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