Read La Cosecha del Centauro Online
Authors: Eduardo Gallego y Guillem Sánchez
Bob se atrevió a mirar a su alrededor. Estaba solo en el cuarto, con la puerta abierta de par en par. Se asomó al pasillo, con el corazón que parecía querer salírsele por la boca, y pudo ser testigo de una pelea insólita. Nerea, sin escafandra, se enfrentaba al alienígena.
Ambos contrincantes se estudiaban, como depredadores antes de saltar sobre la presa. La mujer exhibía una herida que le cruzaba el torso en diagonal, desde un hombro hasta la cadera. La sangre manaba en abundancia, aunque eso parecía no afectarla. Su rostro estaba sereno, con expresión concentrada, calculadora.
El alienígena atacó. La vista a duras penas podía seguir los lances de la lucha. La criatura hacía gala de unos reflejos mucho más rápidos que los de un ser humano. Nerea también. Bob se dio cuenta de esto último, entre la fascinación y el horror, demasiado aturdido como para moverse. El alienígena golpeaba y tajaba, salpicando las paredes con la sangre de Nerea, pero ésta no desfallecía. La pugna terminó cuando la mujer logró atizarle a la criatura un puñetazo terrible, que rompió el exoesqueleto a la altura de la cabeza y dejó a aquel ser tumbado en el suelo, moviendo espasmódicamente las patas.
Lo que quedaba de Nerea se volvió hacia Bob. Jirones de carne y pellejo le colgaban como trapos rojos y chorreantes; una imagen que recordaba a la de un grabado antiguo de una vivisección. Pero bajo la piel y los músculos desgarrados no asomaban los huesos, sino una carcasa biometálica. A sus pies, la sangre y los fluidos internos del alienígena moribundo formaban unos charcos cada vez más amplios.
—Bueno, Bob —dijo con parsimonia, intentando sonar alegre—. Te habrás percatado de que Manfredo no es el androide de combate.
En el semblante del muchacho no había gratitud por haberle salvado la vida. Sólo se reflejaba el horror, como si un negro espanto se hubiera abatido sobre él.
Durante las jornadas siguientes, la
Kalevala
se dedicó a restañar sus heridas, aunque algunas iban a ser bastante difíciles de cerrar.
Los estropicios provocados por la fuga alienígena fueron reparados en poco tiempo. Los daños en mamparos y fuselaje se sellaron mediante placas de biometal capaces de cambiar de forma. Los heridos se recuperaban y, en general, la tripulación tenía mucho de qué charlar. Los infantes presumían de sus hazañas frente al enemigo, mientras que quienes habían pasado el trance temblando bajo el catre disertaban sobre las heroicidades que hubieran podido llevar a cabo de haberse presentado la ocasión.
En cuanto a Nerea, unas cuantas horas en el taller bastaron para colocarle las prótesis que el alienígena había hecho picadillo. Luego le tocó permanecer una temporada en la enfermería, para que la carne sintética agarrara y quedara comonueva. Sus amigos acudieron a visitarla y felicitarla por su valor. Todos, excepto quien más le importaba. Bob tan sólo se pasó una vez a agradecerle que le hubiera salvado, y se notaba que acudía por compromiso. No la miró ni una sola vez a los ojos, visiblemente incómodo y deseando largarse cuanto antes.
Nerea no pudo resistirse a comentárselo a Wanda.
—Tu sobrino es transparente como el cristal. Sé lo que pasa por su cerebro: «¿De verdad me he estado acostando con esto?» Joder, creía que a estas alturas no me afectaban ciertas actitudes, pero duele. —Hizo una pausa—. Mierda. Una tiene su corazoncito... Bueno, metafóricamente hablando.
Se notaba a la legua que Wanda también estaba enfadada.
—Te pido disculpas por la parte que me toca, niña. No sé a quién habrá salido el zagal, porque no es de recibo que te trate así. Se merece que le dé una buena colleja, a ver si así se le quita tanta tontería.
—No te molestes. —Nerea parecía abatida a la vez que amargada—. Nadie puede ir contra su propia naturaleza.
Wanda suspiró y meneó la cabeza. Se sentía avergonzada. Vaya una imagen que estaban dando de los colonos. Le fastidiaba que la xenofobia de su sobrino lastimara a una bellísima persona como Nerea. Desde luego, a ella le importaba un rábano si la piloto nació de mujer o fue diseñada en un laboratorio. Quizá se debiera a que era más vieja que Bob, y había viajado mucho.
Eiji no volvió a insistir en traer más alienígenas a bordo. Tras muchas consultas a la superioridad por vía cuántica, se acordó que la
Kalevala
prosiguiera con su viaje a lo largo de la Vía Rápida. Otra nave vendría a observar y estudiar VR—513, equipada con contenedores biológicos de máxima seguridad. Asdrúbal, aliviado al comprobar que todo parecía reconducirse por cauces lógicos, se dispuso a impartir la orden de marcha. Antes de que pudiera hacerlo, un microbiólogo le llamó la atención sobre un raro fenómeno.
—Se trata de la central nuclear del Imperio Negro, mi comandante. —Después de lo sucedido, Asdrúbal era tratado con gran respeto por el personal científico. Todos querían congraciarse con él y evitar posibles informes adversos que arruinaran sus currículos—. Los edificios se están desmoronando.
En efecto, las sondas enviadas a filmar la zona mostraron que las paredes y techos de aquellas construcciones se deshacían a ojos vista, como castillos de arena abandonados. Los alienígenas tampoco corrieron mejor suerte. En un momento dado parecían sanos. De repente se desplomaban, pataleaban un poco, morían y sus cuerpos se licuaban.
Unos robots tomaron muestras y las analizaron in situ.
—¿Recordáis aquel trozo de muro que los arqueólogos hallasteis en la turbera de Eos? —explicó un muy humilde Eiji—. Varias cepas de microorganismos hiperactivos se lo están comiendo
todo.
Quizás algo en la central nuclear o la contaminación atmosférica haya desbloqueado ciertos genes, y ya veis el resultado. —Miró a Asdrúbal con expresión suplicante—. Los microoganismos son seres muy simples, parecidos a las bacterias. Podríamos estudiarlos concienzudamente para determinar los mecanismos de expresión y regulación génica...
—¿Meter unos microbios capaces de consumir la carne, la piedra, el plástico y el metalen mi nave? ¿Es que los biólogos no aprenderéis nunca? —Asdrúbal echaba chispas—. ¡Ni hablar!
Esta vez, a Eiji no se le ocurrió saltarse al comandante para salirse con la suya. Sobre todo, cuando los microorganismos también se comieron a los robots que habían enviado al planeta.
Asdrúbal cambió de planes y decidió que la
Kalevala
aguardara a que llegara su relevo, la nave científica
Hespérides.
Mientras, los tripulantes fueron testigos del inicio de la agonía de la civilización. No había escapatoria. Aún no lo sabían, pero todos aquellos países enzarzados en cruentas guerras estaban condenados. Curiosamente, los microbios asesinos sólo eliminaban a unas pocas especies y a los edificios, pero dejaban intacto el resto.
—Si se me permite la observación —dijo Manfredo—, este comportamiento tan selectivo fue programado por los sembradores. A éstos parece desagradarles el surgimiento de seres tecnológicamente avanzados. Creo que implantaron en los genes de los microorganismos un ingenioso mecanismo de seguridad. Cuando la civilización llega a cierto nivel que altera las condiciones del medio, ese mecanismo se activa. Como sugirió en una ocasión nuestra excelente piloto —aprovechó para lanzar una mirada acusadora a Bob, que bajó la cabeza—, ningún jardinero desea que las malas hierbas le estropeen la cosecha.
Mientras, los microbios seguían incansables con su tarea de demolición. El personal de la central nuclear no tardó en caer, lo que implicó que el reactor se descontrolara y se produjera un mortífero escape radiactivo. Para pasmo de los científicos, unas bacterias se encargaron de asimilar el plutonio y otros elementos letales sin que éstos, en apariencia, las perjudicaran. Mediante una serie de pasos a lo largo de la cadena alimenticia, fueron a parar a los hongos del suelo, que se encargaron de sepultarlos donde no causaran daño. El Imperio Negro se colapsaba, pero la atmósfera estaba más limpia que nunca. Los países limítrofes aprovecharon para vengarse del enemigo, pero a ellos también empezó a visitarlos la muerte.
Cuando apareció la
Hespérides
, apenas quedaban alienígenas en el planeta. La invasión de microorganismos había seguido una progresión geométrica. Por un raro capricho del Destino, los humanos habían sido testigos de la eliminación de toda vida inteligente en un mundo. El proceso no duraba ni dos semanas. Una vez cumplido su papel, los microorganismos morían y sus restos eran reciclados por los hongos. También la vegetación se veía beneficiada por aquel súbito aporte de fertilizante. VR—513 se había convertido en un auténtico edén a los ojos del visitante ocasional.
La
Kalevala
volvía a surcar en solitario un territorio inexplorado. De hecho, estaba abriendo nuevas rutas en el hiperespacio hacia esa vasta zona desconocida, el corazón de la galaxia. Pero el camino era cada vez más traicionero. Los ordenadores cartógrafos trabajaban a destajo, y ocasionalmente se perdían varias de las naves robots que enviaban de avanzadilla. Tuvieron la mala suerte de emerger al espacio normal demasiado cerca de una estrella, o dentro de ella.
Las biosferas de los mundos habitados que hallaban a su paso eran cada vez más jóvenes. A pesar de eso, la vida estaba ya perfectamente establecida. El proceso de siembra debía de ser muy rápido, además de eficiente.
En VR—638 hallaron de nuevo criaturas inteligentes. Tras la infausta experiencia de VR—513, se procedió con extremo cuidado. Sin embargo, los alienígenas, pese a compartir idénticos genes, no podían ser más diferentes. Aquí, en un planeta de mayor gravedad, las formas no eran angulosas, sino rechonchas, de gruesas patas. Tampoco manifestaban espíritu belicoso. Los pueblos sugerían una estampa bucólica. Había intercambios comerciales entre las distintas regiones, y las únicas trazas que sugerían conflictos eran las fortificaciones en torno a algunas aldeas situadas en los bosques. Pronto averiguaron que servían para defenderse de los ataques ocasionales de animales feroces, unos depredadores que recordaban a los despanzurradores de Eos, aunque en versión carro blindado.
Esta vez nadie habló de subir alienígenas a bordo. Ni siquiera se intentó establecer contacto. Eso se lo dejarían a los expertos que acudirían en naves especializadas, como la
Hespérides.
La
Kalevala
se limitaría a recopilar datos básicos que sirvieran a otros para establecer líneas de investigación.
Los planes de la expedición se iban modificando sobre la marcha. Después del fiasco de VR—513, el Alto Mando de la Armada decidió seguir más de cerca los progresos de la expedición y
sugerir
al comandante cómo actuar. Los mensajes cuánticos cifrados se cruzaban con frecuencia entre los brazos de Orión y Centauro. La nueva situación no incomodaba a Asdrúbal, mientras las nuevas directrices tuvieran fundamento. En caso de recibir alguna orden disparatada... Bien, siempre podría aducir que el mensaje se había perdido en algún pliegue espaciotemporal.
De momento, antes de reemprender la marcha debían esperar algunos días a que un carguero les trajera repuestos y vehículos de apoyo para reemplazar los perdidos. Así, los científicos dispusieron de algún tiempo para observar la tranquila civilización de VR—638. Procuraron que los robots exploradores no se tropezaran con los nativos. El desastroso final de VR—513 había hecho cambiar muchas actitudes. Ahora no querían interferir en el devenir de aquellos artrópodos bondadosos. Existía la posibilidad de que el hallazgo de un artefacto ajeno a su mundo provocara que algo se disparara en su peculiar genoma y... Nadie iba a correr el riesgo de condenarlos a muerte. Al menos, ahora sabían que no todas las civilizaciones alienígenas surgidas en la Vía Rápida eran agresivas por naturaleza. Eso hizo que el humor general mejorara.
Bob meditaba sobre todo esto mientras vagaba por los pasillos de la
Kalevala.
Trataba de centrar la mente en temas científicos, porque bastante mal se sentía. En la nave estaba más solo que la una; hasta el gato del furriel parecía darle de lado. Lo consideraban poco menos que un cabrón por cómo trataba a Nerea. Era consciente de ello, pero no podía evitarlo. Resultaba superior a sus fuerzas. Rehuía a la piloto por todos los medios. Cuando se cruzaba con ella avivaba el paso y ni la saludaba. Ella le pagaba con la misma moneda.
Bob trataba de justificarse, de quitarse de encima el complejo de culpabilidad que lo atormentaba. Se decía que la responsable era ella, por no haberle avisado de su condición de maquina. El no se consideraba racista, por descontado, pero lo que habían hecho en la cama era antinatural. A pesar de estas razones, incluso su propia tía le ponía cara de jueza cuando se encontraban. Deseaba más que nada en el universo que el viaje concluyera; entonces regresaría a Eos y se relacionaría con gente normal.
En su deambular, fue a parar junto a la puerta abierta de la sala de hologramas. Manfredo la tenía reservada para extrapolar los diversos tipos de ruinas y construcciones alienígenas que habían visto hasta la fecha. En verdad, el recinto se asemejaba a un museo arqueológico de última generación. Algo impulsó a Bob a entrar. Quizá fuera la necesidad de compañía humana. Aquel sabio era siempre cortés; no se rebajaría a ignorarlo o menospreciarlo.
En efecto, Manfredo, al notar su llegada, lo saludó con una formal inclinación de cabeza.
—Buenos días, señor Hull. Puede usted consultar todo cuanto desee. Si puedo ilustrarle sobre cualquier tema, no tiene más que pedírmelo.
Bob se lo agradeció y empezó a formular preguntas sobre las sociedades alienígenas. Manfredo le respondía con el talante de un maestro amable, y la charla se fue animando hasta que salió lo del colapso de VR—513.
—Estos seres parecen de lo más pacífico. Quizás aquí no ocurra lo mismo —aventuró Bob.
Manfredo meneó la cabeza, apesadumbrado.
—Soy pesimista. Si los sembradores actúan como nos tememos, llegará un momento en que la civilización, por muy armoniosa que sea, disparará el mecanismo de control. O de exterminio, mejor dicho. Nada debe interferir en la cosecha. Lo que me maravilla es que en VR—218, según parece, los alienígenas de las colmenas aguantaran hasta el final.
—Tal vez los científicos de la
Hespérides
den con la clave del mecanismo bioquímico que convierte a los microorganismos en unos destructores. —El muchacho se fue entusiasmando conforme iba hablando—. Así, podremos evitar que corran la misma suerte. ¡Les ganaremos la partida a los sembradores!