Read La Cosecha del Centauro Online
Authors: Eduardo Gallego y Guillem Sánchez
No todos los países habían alcanzado un nivel tecnológico equivalente. Mientras que en uno de los continentes se combatía a base de flechas, armas blancas y porrazos, en el otro empleaban armas de fuego y vehículos automóviles. A veces, los propios soldados llevaban
de serie
las armas incorporadas en sus cuerpos. Unas vejigas llenas de líquido explosivo impulsaban con fuerza los proyectiles hacia el enemigo. Otras castas muy modificadas arrojaban chorros de gas incandescente por el abdomen, a modo de dragones.
Manfredo Virányi también contemplaba aquellas carnicerías desapasionadamente.
—Si estudiamos la geografía política de los alienígenas, me viene a la memoria cierta época de la Antigüedad, en un lugar llamado China, entre los años 770 y 476 antes de Cristo.
—¿Cristo? ¿Qué es eso? —preguntó Bob.
—Una vieja cronología hoy olvidada —respondió el arqueólogo—. Se conoció como
periodo de primavera y otoño
, y los chinos calcularon que en él hubo casi quinientas guerras, grandes y pequeñas. Por aquel entonces, China estaba dividida en numerosos reinos, empeñados en pelearse entre ellos. La población padeció lo indecible, hasta el punto de tener que entregar a sus hijos como alimento en los peores momentos. Nuestro comandante habrá oído hablar de un personaje que vivió por aquel entonces: Sun Tzu.
—¿El autor de
El Arte de la Guerra?
—Asdrúbal sonrió—. Cómo no. Es un compendio del buen sentido.
—Indiscutiblemente. Al final, los estados chinos más poderosos acabaron por absorber a los otros, y se alcanzó la unidad, siglos más tarde. Puede que aquí se dé un proceso similar. Sugiero que lo investiguemos.
En efecto, parecía que dos países, en el continente tecnológicamente más avanzado, se estaban imponiendo a sus vecinos. No había cuartel para los vencidos. La población era aniquilada y, en apariencia, reemplazada por los conquistadores.
—¿Es que no conocen el significado de la piedad? —se preguntó Marga, asqueada a la vez que fascinada por aquel drama.
—En la Vieja Tierra hay unos animales sociales llamados «hormigas» —comentó Eiji; después de la exhibición erudita de Manfredo, él no quería ser menos—. Uno de sus primeros estudiosos, Edward Wilson, dijo que si las hormigas dispusieran de armamento nuclear, habrían destruido el mundo varias veces. Tal vez la xenofobia, la agresividad inmisericorde, sean características de los animales sociales.
Los militares pronto bautizaron a los dos estados prepotentes como Imperio Azul e Imperio Negro, por la peculiar librea de sus soldados. Ambos practicaban la guerra total. Durante las primeras semanas de observación, los tripulantes de la
Kalevala
fueron testigos de ataques con armas químicas que despoblaron ciudades enteras.
—¿Se supone que debemos entendernos con esos energúmenos? —preguntó Bob.
Poco después, las sondas descubrieron que el Imperio Negro tenía una central nuclear. Estaba produciendo plutonio, y no cabían dudas de para qué.
—Bien, señoras y señores, ¿qué estrategia han preparado para establecer contacto?
Eiji y sus ayudantes miraron indecisos a Asdrúbal. Los
encuentros en la tercera fase
quedaban muy bonitos en libros y películas, pero en la vida real... La responsabilidad pesaba demasiado. No se encontraba una nueva civilización todos los días, y nadie deseaba meter la pata. Inevitablemente, en caso de duda se buscaba a alguien que tomara las decisiones y cargara con los reproches si las cosas se torcían. O sea, el comandante.
Asdrúbal no era tonto, ni deseaba que su hoja de servicios quedase manchada por culpa de algún incidente desgraciado. Al final, de mutuo acuerdo, pidieron consejo, a través de un canal cuántico cifrado, a reconocidos expertos de universidades y otras instituciones. Pronto se estableció un protocolo de actuación y, lo más importante, el personal de la
Kalevala
se limitaría a cumplir órdenes. La responsabilidad última recaería en otros.
Primero enviaron robots. Por supuesto, eran tecnológicamente primitivos, para evitar que los nativos se apoderaran de material potencialmente peligroso. La forma de los aparatos fue diseñada para que evidenciase que no eran de aquel mundo y despertasen la curiosidad. En una segunda fase, los robots sentarían las bases de una comunicación sencilla. Empezarían con la emisión de series numéricas simples, que luego se irían haciendo cada vez más complejas. Finalmente, podría establecerse contacto personal entre humanos y alienígenas.
Por desgracia, la reacción invariable de los nativos cada vez que se topaban con un robot era destruirlo. Siempre. No se molestaban en estudiarlo. Simplemente lo destrozaban con saña, y luego llevaban las piezas a una planta de reciclaje, donde eran fundidas. Daba igual el tamaño, aspecto o comportamiento de los robots. Los frustrados científicos se plantearon si aquella agresividad, en apariencia irreflexiva, era típica del Imperio Negro, pero no. Probaron en otros países, y el resultado fue idéntico. Aquellos seres parecían desconocer el concepto de
curiosidad.
—¿Son figuraciones mías, o atacan a cualquier cosa con la que no estén familiarizados? —planteó Wanda.
—No me lo explico —se lamentó Eiji—. La inteligencia va asociada a la flexibilidad de comportamiento, a la adaptación a las condiciones cambiantes. Estos... malditos parecen actuar por puro instinto.
—Igual tienes que redefinir
inteligencia
, amigo mío.
Mientras, seguían llegando sugerencias desde las altas instancias. Un catedrático de la Universidad Central de Hlanith solicitó que estudiaran los cerebros alienígenas, a ver si sacaban algo en claro.
—Busquen en una necrópolis y consigan algún cadáver fresco —propuso.
Lamentablemente, los nativos no enterraban a sus muertos, sino que los reciclaban. Los llevaban a unas plantas de procesado y los convertían en combustible o pienso para el ganado.
—Habrá que capturar alguno vivo —concluyó Eiji—. A ser posible, uno de cada casta, por si alguna de ellas es más sensible que otras al trato con extraños.
El comandante se rebeló ante la sugerencia.
—¿Estáis pensando en meter varios bicharracos de ésos
en mi nave?
Vivos? ¡Ni soñarlo!
—Tomaríamos las máximas medidas de seguridad, por descontado. —Eiji trató de contemporizar—. Los laboratorios de a bordo están capacitados para retener a esos seres en condiciones controladas.
Asdrúbal no se dejaba convencer.
—Conocí a un tipo que afirmaba que los comecosas de Erídano eran unos animales sensibles, con los que se podía convivir si se respetaban unas reglas básicas. Sus últimas palabras fueron: «¿Veis? Son receptivos al cariño. Sólo muerden cuando tienen hambre, y éstos están empachados.» El mayor trozo que pudimos recuperar de aquel insensato fue el pie izquierdo. Lo siento, señores biólogos. —Miró con severidad a Eiji y a su equipo de colaboradores, que se habían situado a unos pasos detrás de él, como si temieran al comandante—. No me fío. ¿Por qué no seguís insistiendo en la superficie del planeta?
—Ya nos hemos dado por vencidos. Debemos capturar una muestra representativa de alienígenas, ubicarlos en un entorno controlado e ir jugando con las distintas variables ambientales hasta dar con la clave que nos permita dialogar con ellos.
—¿No daría lo mismo habilitar una lanzadera como laboratorio? Tendríais así vuestro dichoso
entorno controlado
, pero a una distancia segura de la
Kalevala.
Si alguna de esas criaturas se descontrolase, poco daño podría hacer. En el peor de los casos, destruiríamos la lanzadera de un misilazo, y punto.
—¡Sería una chapuza! —se enfadó Eiji—. Los laboratorios están aquí, en la nave.
Asdrúbal siguió negándose en redondo, pero Eiji se las ingenió para que su petición llegase a las altas instancias científicas, saltándose la cadena de mando. Llamó a su director de tesis, éste a un conocido en la Armada, que a su vez habló con alguien del Consejo Supremo... Finalmente, Asdrúbal recibió la orden de aceptar la sugerencia del biólogo, y obedeció sin rechistar. A partir de entonces, el trato entre ambos fue gélido.
—A nadie le gusta que lo puenteen —le comentó Nerea a Bob una mañana en la cantina—. El ambiente se ha enrarecido sin remedio entre biólogos y militares. Los propios ayudantes de Eiji, a sus espaldas, tratan de congraciarse con Asdrúbal, jurándole que ellos no tienen la culpa, que lo sienten muchísimo... Los tripulantes apreciamos al comandante. Es un buen hombre, capaz y justo. Yo, de Eiji, tendría cuidado en las próximas expediciones que me toque efectuar con el apoyo de la Armada.
—De todos modos, mujer, ¿no crees que Asdrúbal exagera un poco los peligros de estudiar los alienígenas en la
Kalevala}
Nerea lo miró y esbozó una sonrisa.
—¿Has oído hablar de la ley de Murphy?
En total, capturaron cinco habitantes del Imperio Negro. Los raptores fueron robots camuflados, equipados con jaulas extensibles. Pillaron individuos aislados de aspecto diferente. Supusieron que se trataba de miembros de distintas castas.
Una vez a bordo de la
Kalevala
, los alienígenas fueron encerrados en cubículos separados para estudiar sus reacciones. Se limitaron a quedarse inmóviles, como estatuas. Ni siquiera se inmutaron cuando las sondas médicas les tomaron muestras de tejidos.
Eiji estaba perdiendo la paciencia con aquellos especímenes tan poco colaboradores.
—Si fuera paranoico, diría que se confabulan para amargarnos la vida...
El comandante se reservaba su opinión, mientras los tripulantes no podían resistirse a echar una ojeada a aquellos prisioneros tan singulares.
Además de la curiosidad humana, las criaturas soportaron impasibles los escáneres y demás perrerías médicas. Al menos, los científicos conocían ahora la distribución de sus órganos internos, pero el sistema nervioso parecía funcionar al ralentí, como si hubiese entrado en fase de latencia.
Puesto que los cinco alienígenas seguían sin moverse, Eiji decidió juntarlos, a ver si así se animaban a hacer algo.
Tuvo un éxito completo. Tardaron menos de una hora en fugarse.
En aquellos momentos de crisis, Asdrúbal mostró una considerable sangre fría. Por supuesto, en su fuero interno maldecía al biólogo jefe, pero se esforzó por aparentar aplomo. Sus hombres lo necesitaban. Ya vendría el tiempo de exigir responsabilidades y ajustar cuentas. Ahora había cinco entes potencialmente hostiles en la
Kalevala
, y era su deber neutralizar la amenaza.
—¡Procure no dañarlos! —le suplicó Eiji, aterrado.
Era consciente de la que le podía caer encima si alguien resultaba herido o algo peor, por no mencionar los comités de bioética ante los que tendría que justificarse si mataban a los alienígenas. Después de la movida política que había organizado para que los subieran a bordo... En caso de consejo de guerra, Asdrúbal tendría las espaldas cubiertas, y todos lo señalarían a él.
El comandante no estaba para bromas. Echó del puente al biólogo, no sin antes amonestarle públicamente.
—Mi prioridad es preservar la vida de las personas que hay en la nave. Hemos visto lo agresivos que son esos... engendros. Y por si no te has dado cuenta, Eiji, estamos en alerta roja. ¡A tu puesto, pero ya!
Como se supo más tarde, cuando reunieron a los cinco alienígenas no sucedió nada al principio. Estuvieron unos minutos sin moverse, pero de algún modo desconocido se comunicaron y planearon la huida. Luego, todo sucedió muy rápido. Uno de ellos segregó una mucosidad que resultó ser un explosivo orgánico. Otro, como una araña, fabricó por unos orificios del abdomen gran cantidad de finos hilos que fue entretejiendo hasta convertirlos en una especie de mecha. Pegaron el plástico a la puerta, encendieron la mecha y el invento explotó. Acto seguido salieron del laboratorio a toda prisa, cada uno por su lado.
Los biólogos que colaboraban con Eiji no tenían intención de convertirse en mártires de la Ciencia, y corrieron a esconderse como almas que llevara el diablo. Después de constatar lo que los alienígenas hacían en el planeta con los robots y sus congéneres, cualquiera se quedaba a intercambiar impresiones con ellos.
Los ejercicios rutinarios que Asdrúbal se empeñaba en cumplir a rajatabla mostraron ahora su utilidad. El personal no combatiente se encerró en los camarotes y otras localizaciones seguras, mientras los infantes de Marina, dentro de sus escafandras reglamentarias y armados hasta los dientes, se aprestaron a cazar y no ser cazados.
Los alienígenas corrieron distinta suerte. Dos de ellos, los
artificieros
, volvieron a juntarse tras deambular unos minutos por separado. Se metieron en un recinto estanco, y un técnico espabilado les cerró la puerta por control remoto. Repitieron entonces la voladura que tan buen resultado les dio en el laboratorio, pero en esta ocasión el explosivo abrió un boquete en el casco de la nave y salieron despedidos al vacío del espacio.
Quedaban tres. Dos de ellos, cada uno por su lado, intentaron atravesar sendas formaciones de infantes. Por mucho que Eiji estimase la integridad física de los alienígenas, el comandante había insinuado a sus hombres que se dejaran de chorradas y no arriesgaran el pellejo. Que tiraran a matar; él asumiría cualquier responsabilidad. Por desgracia, dentro de la
Kalevala
no podían usar armamento pesado. Así, portaban fusiles con cargas aturdidoras y explosivos de corto alcance, además de los venerables machetes cerámicos capaces de rajar el acero.
Los alienígenas carecían de escrúpulos y atacaron con su característica ferocidad. El blindaje de los trajes de vacío salvó a más de un infante de morir en el acto. Aquellos seres golpeaban, punzaban y desgarraban a una velocidad impensable. No pararon hasta que fueron literalmente reventados. Los lugares donde ocurrieron los combates quedaron hechos un asquito, y varios militares tuvieron que visitar la enfermería, con heridas y contusiones de pronóstico reservado.
El quinto alienígena poseía cierta cualidad camaleónica, y eso le permitió eludir las cámaras de vigilancia. Aprovechando el jaleo que organizaron sus congéneres, avanzó por los pasillos de la nave. Sin querer, se apoyó en la puerta de un camarote. El ocupante creyó que alguien lo llamaba e, imprudente él, abrió sin pensárselo.
Al instante, Bob se dio cuenta del error garrafal que había cometido. Intentó cerrar la puerta, pero el alienígena fue más rápido. De un empujón brutal envió al muchacho al fondo del camarote y se abalanzó sobre él. Por acto reflejo, Bob cerró los ojos. «Estoy muerto.» Sin embargo, el golpe fatal no llegó. En lugar de eso, oyó un estruendo tremendo y a continuación un ruido como de afilar cuchillos.