Read La Cosecha del Centauro Online
Authors: Eduardo Gallego y Guillem Sánchez
No pensaba confesar en público que para las mastodónticas naves coloniales resultaba imposible avanzar hacia el centro galáctico a partir de un cierto punto. Su tecnología anquilosada no daba más de sí. Por eso a Wanda le interesaba tanto el presente viaje. Los forasteros, con sus avanzados motores MRL, tal vez pudieran adentrarse en territorio desconocido. Y ella y Bob observarían atentamente.
El salto fue de una suavidad sorprendente. Sin que los pasajeros se percataran, la
Kalevala
penetró en la bruma informe del hiperespacio. En apenas una semana salvaría el centenar de años luz que los separaba de su primer objetivo. Tiempo para adaptarse a la rutina de a bordo, mientras los ordenadores cartógrafos se encargaban de conducirlos por lugares que no eran tales, donde las leyes de la física perdían su sentido.
Las horas muertas eran idóneas para fomentar las relaciones y curiosear por la nave. Wanda animaba a su sobrino a hacer buenas migas con los tripulantes y, de paso, sonsacarles información sobre sus vidas y patrias. A ver cómo se las ingeniaba el zagal. En el futuro, podría aplicar esa experiencia en la enrevesada y sutil política de los clanes.
Wanda había elegido bien a su acompañante. Bob ponía cara de buen chico aldeano, discreto y atento, y esa actitud tendía a activar el comportamiento maternal, especialmente del personal femenino. Así, lo acompañaban a visitar la sala de máquinas o el puente de mando, y sus
inocentes
preguntas eran respondidas exhaustivamente. La gente se sentía feliz de poder mostrar sus conocimientos a un chaval tan majo como aquél.
A diferencia de la tripulación, los científicos eran algo más reservados en el trato. Se notaba que apreciaban a Wanda, pero Bob era considerado como un mero subordinado al que había que tratar con amabilidad para contentar a la jefa. En el caso de Eiji, su actitud rayaba en la condescendencia, pero aquello parecía no molestar a Bob.
Llevaban dos días de viaje, cuando el biólogo, en un raro rapto de sociabilidad, decidió enseñar al joven colono a jugar al go. Le largó un rollo impresionante sobre los míticos orígenes de aquel pasatiempo y le explicó las reglas. Bob asentía con humildad y miraba el tablero y las fichas blancas y negras con expresión de desconcierto. Empezaron con unas partidas sencillas, que el biólogo ganó de calle. Alrededor de los jugadores se reunieron algunos tripulantes ociosos.
—No abuses, Eiji —le riñó Marga—. Te encanta competir con novatos para lucirte...
—En efecto —intervino Manfredo—. Su actitud es una afrenta a la caballerosidad deportiva.
—No hagas caso, Bob —dijo el biólogo—. ¿Qué, jugamos al mejor de cinco?
—De acuerdo.
Conforme transcurrían las partidas, la sonrisa se congeló en el rostro de Eiji y acabó por borrarse. Bob lo derrotó con una facilidad insultante. Cuando todo terminó, Nerea comentó:
—Gran verdad es esa de que lo peor no es perder, sino la cara que se te queda.
Eiji, consciente de que era objeto de la rechifla de todos los presentes, trató de mantener la compostura.
—¿Sabías jugar al go? —preguntó a duras penas.
Bob asintió.
—Fomentamos en los niños, desde muy pequeños, la práctica del go, el ajedrez, el awari y otros juegos de ingenio —explicó Wanda—. Contribuyen a la claridad mental, estimulan a anticipar el pensamiento del adversario y fomentan la superación personal. Bob es el campeón local de go. En cambio, flojea en el ajedrez. Menudas palizas le pego.
—Y ¿por qué no me lo dijiste? —masculló Eiji entre dientes.
—Nadie me lo preguntó —respondió Bob. Fue coreado por una carcajada general, y el biólogo se retiró de la sala, más cabreado que una mona—. Vaya, me siento culpable —añadió, una vez que se hizo el silencio—. Espero que no se haya enfadado conmigo.
—Sí, sí; culpable... —terció Nerea, divertida—. Tan soso que parecías, pero advierto que albergas el instinto de un depredador.
—No sé a quién habrá salido —añadió Wanda—. Bueno, a Eiji tampoco le vendrá mal una cura de humildad.
—Enseguida se le pasará el mosqueo; en el fondo, es un pedazo de pan —dijo Marga—. Eso sí— miró fijamente a Bob—, la próxima vez que te encuentres con él, proponle jugar al tres en raya y déjate ganar.
La conversación siguió centrada en el biólogo durante un rato. El placer de cotillear sobre los ausentes era consustancial a la Humanidad. Acabó aflorando el tema de las divergencias culturales y de carácter entre colonos y extranjeros. Se contaron algunas jugosas anécdotas que hicieron reír a todos. Finalmente, Bob comentó:
—En el fondo, no somos tan diferentes. Los seres humanos compartimos una misma naturaleza.
Manfredo Virányi posó con delicadeza su taza de café sobre el tapete de la mesa. Se acarició la barbilla y comentó, como hablando para sí mismo:
—Tampoco conviene fiarse de las apariencias, señor Hull. Nos separan siglos de evolución cultural independiente. En cuanto a nuestra presunta humanidad... Bien, uno de los presentes es un androide de combate. Le desafío a adivinar de quién se trata.
Antes de que Bob pudiera reaccionar ante aquella sorprendente revelación, una voz profunda hizo que todos se dieran la vuelta. Era Asdrúbal, que miraba con severidad al arqueólogo.
—Esta salida de tono no es adecuada, Manfredo. Quizás a nuestros invitados les perturbe la presencia de personas artificiales.
—Vaya. —Manfredo parecía compungido—. Pido disculpas. En mi descargo, debo decir que el comentario parecía adecuado, dado el sesgo adquirido por la conversación.
—Tranquilo —se apresuró a decir Wanda—. Estoy curada de espantos. Además, me importa un rábano el origen del prójimo, siempre que se porte decentemente con sus semejantes.
—Tampoco se preocupen por mí —añadió Bob.
El comandante de la nave estudió disimuladamente al muchacho. ¿Había vacilado al responder?
—Pensándolo bien, puede ser un ejercicio interesante, como proponía Manfredo —añadió Wanda—. Yo me enteré ayer de quién se trata, pero Bob no lo sabe. A ver si es capaz de averiguarlo antes de que acabe el viaje.
—Puede resultar divertido —apostilló Marga.
A esa hora, en cualquier planeta que se considere decente sería noche cerrada. En el ambiente artificial de la nave, en cambio, sólo los relojes informaban a los pasajeros de cuándo debían conciliar el sueño. Sin embargo, algunos se resistían a dormir.
—Tiene que ser Manfredo; estoy seguro. —Algunas queremos madrugar mañana, Bob. —Con esa rigidez de carácter, esos modales anormalmente corteses...
—¿Por qué no pruebas a contar ovejitas? En buen momento se me ocurrió la brillante idea de implantarnos los receptores craneales... Cuando regresemos, me sé de uno que corre el riesgo de ser nombrado supervisor del mantenimiento de fosas sépticas.
—Capto la indirecta, Wanda. Buenas noches.
—Lo mismo digo.
Wanda se removió en la cama. Volvió a preguntarse si los extranjeros serían capaces de interceptar sus comunicaciones secretas. Lo dudaba. Los micrófonos laríngeos incluían unos algoritmos de encriptación realmente diabólicos. Les permitían comunicarse a distancia, como ahora, sin necesidad de abrir la boca. Bastaba con subvocalizar. Pese a todo, tía y sobrino, por si acaso, hablaban sobre los temas importantes de forma críptica, utilizando un código privado. Le parecía un poco ridículo, a su edad, jugar a los agentes secretos, pero en el fondo le encantaba. Se sentía rejuvenecer con aquella aventura.
También experimentaba una malévola satisfacción cuando pensaba en Bob. Seguro que el mozo no pararía de dar vueltas en el lecho, haciéndose cábalas de quién sería el androide. O se volvía paranoico, o se le curaba la xenofobia incipiente que afectaba a algunos colonos. Era algo que le preocupaba. En lugar de defender el intercambio nómada de personas y bienes, los jóvenes tendían a tomar cariño a la tierra, a contemplar con recelo a los forasteros. No quería que su sobrino fuera tan estrecho de miras. En fin, el aldeanismo se curaba viajando, y de eso iban a recibir una buena dosis en las próximas semanas.
El escenario era de una grandeza sobrecogedora. Un sol dorado se recortaba en el telón de fondo de la Vía Láctea. En derredor orbitaba una cohorte de gigantes gaseosos, a cuál más abigarrado: bandas de profundo azul, amarillo, ocre, rojo... Un par de ellos lucía intrincados anillos. Decenas de satélites los acompañaban, desde pequeños asteroides capturados hasta orbes mucho mayores que la Vieja Tierra. Y en uno, cierta vez floreció la vida.
Sin embargo, lo que se mostraba a través de las pantallas de la
Kalevala
era un cadáver, un pecio rocoso que giraba en torno a un gran planeta cuya masa quintuplicaba la de Júpiter. Quizás una vez tuvo un nombre que significaba algo para sus moradores. Ahora, empero, había sido catalogado como VR—218, sin más. En el puente de mando, todos guardaban un silencio respetuoso, como si se dispusieran a profanar un tétrico camposanto. No era para menos.
A diferencia de otros mundos similares en aquel sistema estelar, la superficie de VR—218 no estaba salpicada de cráteres. En sus años de gloria gozó de una atmósfera respirable; la oxidación de las rocas daba fe de ello. Hubo viento, lluvia, nieve. Los agentes erosivos esculpieron el terreno, marcando valles glaciares, cuencas fluviales y penillanuras, a la vez que borraban los impactos de meteoritos. Pero ya no había rastro de aire, ni de agua. Los océanos se habían esfumado, dejando a la vista los taludes continentales y las fosas abisales. En las zonas de subducción, sin masas de agua que lubricaran el roce de las placas tectónicas, los terremotos se sucedían sin descanso. Por las fisuras de la corteza se derramaban ríos de lava. VR—218 parecía estar encerrado en una red de delgados filamentos de fuego.
—Dantesco —murmuró alguien. Quien más, quien menos se fijaba en las vastísimas áreas, de miles de kilómetros cuadrados, que aparecían removidas, como si un gigante armado de una pala se hubiera dedicado a excavar hoyos sin ton ni son. Según los geólogos, aquel mundo había sido reducido a tan triste estado en pocos años. Lo cual conducía a formularse la pregunta clave: ¿quién o qué poseía el poder necesario para llevar a cabo una devastación de tal calibre?
Para Wanda era aún más siniestro. VR—218... Los extranjeros habían adjudicado un código a todos los mundos habitables de la Vía Rápida, contando desde la periferia galáctica. Los 389 primeros estaban tan muertos como el que ahora tenían a sus pies. Eos, su hogar, figuraba en las listas como VR—390. Si los geólogos no mentían, cada ocho siglos un planeta era destruido. Hizo unos cálculos mentales y trató de disimular el miedo. Formuló una pregunta a Marga:
—¿Por qué habéis elegido a VR—218? ¿Tiene algo especial que se me escapa?
—Hay ruinas alienígenas, señora Hull. Son las mejor conservadas que hemos hallado —respondió Manfredo Virányi a su espalda. Wanda no pudo reprimir un escalofrío.
Antes de que llegaran los humanos, ejércitos de microsondas y robots llevaban semanas efectuando labores de prospección. No obstante, la información adquirida no preparaba a los viajeros para asimilar lo que se encontraban al pisar aquel mundo.
—Soy incapaz de acostumbrarme a estas escafandras —se quejó Bob a través del micrófono privado—. Me siento desnudo...
—Yo también prefiero las nuestras, pero serán de fiar, por la cuenta que les trae.
En efecto, aquellos trajes espaciales provocaban en Wanda una sensación de incomodidad, de desvalimiento incluso. Eran demasiado finos, como si fueran a desgarrarse en cualquier momento. Por supuesto, apostaría a que eran capaces de aguantar el impacto de un proyectil disparado a bocajarro, pero los coloniales, tan recios, parecían proteger mejor a sus inquilinos. Además, estaba familiarizada con ellos. Aquí, en cambio, todo parecía confabularse para crearle la impresión de hallarse fuera de sitio. Más aún en un entorno que no era humano.
Las ruinas estaban magníficamente conservadas. A diferencia de Eos, aquí sus misteriosos habitantes habían horadado un enorme farallón de granito de color carne. La piedra encerraba un impresionante conjunto de galerías, muchas de las cuales se abrían al exterior. Frente a los expedicionarios se alzaba una pared cortada a pico, hasta una altura que daba vértigo. Algunos agujeros eran tan grandes que la lanzadera podría atravesarlos holgadamente. Los expedicionarios se sentían insignificantes frente a aquella inmensa obra de ingeniería. Wanda sabía que los robots ya habían explorado la zona. Allí no había nada vivo, sólo un laberinto vacío, pero acojonaba lo suyo.
Los expedicionarios dejaron atrás la lanzadera. Ésta, blanca y con los focos encendidos, destacaba como una aparición angélica contra el telón de fondo del cielo negro profundo. A lo lejos, el resplandor rojizo de una cadena de volcanes activos teñía el horizonte. Nerea se había quedado en el vehículo, escuchando música; según ella, para evitar que se lo llevara la grúa. El resto se internó en aquella lúgubre colmena de piedra, escoltados por infantes de Marina con las armas a punto. A Wanda le parecía un exceso de precaución, aunque se agradecía el detalle.
Los robots habían dispuesto infinidad de luces, así que el ambiente, en principio, no tenía por qué resultar opresivo. Sin embargo, pronto quedaba claro que aquello no había sido diseñado ni construido por manos humanas, y una singular aprensión atenazaba el alma. La distribución de espacios, por lo que podía colegirse, no tenía pies ni cabeza. Pasillos rectilíneos, de más de diez metros de altura, se entremezclaban con otros más bajos de trazado laberíntico, con bucles que se cerraban sobre sí mismos o que no daban a ningún sitio. Por doquier se abrían cubículos de tamaño dispar, aislados o interconectados, inmensos como catedrales o diminutos cual conejeras. La sensación de incomprensión, de lo ajeno, se acentuaba por momentos.
Cuando Manfredo habló, los colonos se sobresaltaron. Su educada voz, bien modulada, resultaba incongruente en aquel escenario:
—Por más que los robots buscan, nada hemos hallado. ¿Ven esos orificios y canalillos que aparecen por doquier? Suponemos que se trata de conducciones de algún tipo: cables, desagües... Pero sólo queda la roca pelada. El resto se ha esfumado. ¿Fue degradado por microorganismos, como en Eos? ¿Estamos ante la misma raza de constructores en ambos mundos? Lo desconocemos. Seguimos sin dar con los cuerpos, con restos de mobiliario, con obras de arte. Ni siquiera sabemos si nos encontramos en una ciudad, una necrópolis o un complejo industrial. Hasta la fecha, los arqueólogos nos limitamos a dar palos de ciego.