Read La Cosecha del Centauro Online
Authors: Eduardo Gallego y Guillem Sánchez
La casa consistía en una sola habitación que ocupaba varias hectáreas. Dentro había zonas reservadas para diversas actividades, pero sin separación nítida entre ellas: comedor, cocina, biblioteca, sala de juegos, auditorio... Sonidos y aromas se mezclaban en un acogedor caos que contrastaba con su mundo natal. Marga se había criado en el superpoblado Hlanith, donde la vida era ordenada, predecible y aséptica. En cuanto obtuvo el doctorado en Geología se largó de allí, y jamás se le pasó por la cabeza regresar.
Abstraída, caminó hacia una de las paredes. Acarició la áspera superficie, notando las irregularidades de la corteza. Desprendía un relajante olor a bosque. Estaba a miles de años luz de casa, pero se sentía como en el hogar, cómoda y protegida. Paseó la mirada por la decoración de los muros. Había un sinfín de retratos, emblemas de clanes y, sobre todo, frondosos árboles genealógicos.
Los colonos llevaban el nomadismo en la sangre. Hasta la fecha, no había encontrado ni un edificio construido con afán de perdurar. La misma casa comunal, pese a sus dimensiones, podía desmantelarse con rapidez y los troncos serían talados, reciclados para otros menesteres, o bien se permitiría a los árboles vivir, dejados a su aire. Y, sin embargo, era un pueblo orgulloso de sus raíces. Impresionaba ver cómo los abuelos enseñaban a renacuajos de apenas cinco años a memorizar larguísimas listas de antepasados... y los pequeños las aprendían, y las recitaban con aquellas vocecillas agudas.
Pensó en las palabras de Eiji Tanaka, el biólogo. Sí, había niños por doquier. Era difícil acostumbrarse a la omnipresencia de aquellos pequeños salvajes, que armaban un barullo de mil demonios. En el Ekumen, las pirámides de edad menguaban por la base. Aquí, en cambio, la elevada fertilidad compensaba una vida más corta. Por otro lado, la población crecía exponencialmente. Así se explicaba que aquellas gentes hubieran podido colonizar un sector tan vasto del brazo galáctico en apenas 3.400 años.
En los pasatiempos infantiles no había discriminación sexual. Todos competían a la hora de imaginar travesuras, reír y chillar. Marga esquivó a un grupo de mocosos que se habían organizado en dos bandos, y se perseguían siguiendo unas reglas incomprensibles para los adultos. No hicieron el menor caso a la geóloga; se habían acostumbrado a los forasteros.
—Juegan a imperiales y fugitivos —dijo una voz a su lado.
Marga dio un respingo. Acto seguido sonrió.
—Caminas con sigilo de gata, Wanda. Nunca te oímos llegar.
—¿Seguro? —La mujer puso cara de incredulidad—. A lo mejor, sois vosotros los sordos. —A continuación, dio unas palmadas y gritó con voz potente—: ¡Jovencitos, dejad de alborotar y a comer!
Los niños pusieron caras de decepción y trotaron a lavarse las manos. Marga se fijó en que Wanda los miraba con enfado fingido.
—Se te cae la baba, amiga mía —señaló, divertida.
—Me voy tornando blanda con la edad. —Suspiró—. Esos enanos hacen que todo merezca la pena. Son los depositarios de nuestra esencia. Perviviremos en ellos cuando nuestros huesos se hayan fundido con la tierra, igual que los ancestros permanecen en nosotros.
Marga se removió, inquieta. Como a tantos de sus compatriotas, le incomodaba hablar de la muerte. Buscó otro tema de conversación.
—¿Ya es hora de comer? —Se palmeó la barriga—. Desde que empezamos esta misión, debo de haber engordado cinco kilos.
—No digas tonterías. —Wanda la miró de arriba abajo—. Estás en los huesos, chiquilla.
—¿Chiquilla? Puede que tenga más años que tú, Wanda.
—Pues no los aparentas. Voy a avisar al resto. Nos vemos en la mesa.
En verdad, existía un acusado contraste entre ambas. Mientras que Wanda podía calificarse de
modelo compacto
, Marga era alta, delgada, con rostro aniñado y cabello azabache recogido en una coleta. Pero ese aparente infantilismo se debía al seguro médico y a las técnicas de regeneración. En cambio, los colonos envejecían rápido, aunque no les importaba. Marga recordó una charla que había mantenido semanas atrás con una anciana. Esta se pasaba el día sentada en una mecedora de mimbre bajo el porche de casa. Su cara presentaba más arrugas que una pasa, y el cuerpo estaba encogido, artrítico. Wanda le dejó caer que en el Ekumen podría someterse a una cura de rejuvenecimiento. La buena señora la miró con ojillos pícaros.
—¿Prolongar la vida? ¿Para qué? Ya he trabajado bastante, y he obtenido todo lo que una puede desear. En mis años mozos me lo pasé de miedo. ¡Menuda pieza fui! —Se le escapó una risilla —. Luego senté cabeza, contribuí a colonizar este mundo y aporté mi cuota de hijos. Tengo la conciencia tranquila, y la sensación de haber sido útil. Mis nietos me quieren. Cuando muera, me llorarán y honrarán mi memoria. Las generaciones futuras sabrán lo que hice por los siglos de los siglos. Y mientras me llega la hora, tomo el sol tan ricamente y doy consejos cuando me los solicitan. ¿Se puede pedir más?
Marga no supo qué responderle. Estaban locos aquellos colonos.
—Lo dicho: voy a acabar como una foca —comentó Marga tras dar buena cuenta del postre. Pese a sus palabras, no lucía muy infeliz.
—Transmita usted nuestras sinceras felicitaciones al cocinero —apostilló un hombre calvo, mientras apuraba un chupito de licor.
—Todos los días me dices lo mismo, Manfredo. —Wanda sonrió y se levantó del banco de madera—. Bien, dejemos a los jóvenes recoger la mesa y vayamos a por los cafés.
Wanda se encaminó a la zona habilitada como bar, seguida por los científicos. Sortearon a los paisanos que jugaban a las cartas o a los dardos y se sentaron en unos taburetes junto a la barra.
—¿Lo de siempre? —preguntó el chico que atendía la cafetera, un armatoste de aspecto antediluviano. Todos asintieron, y empezó a trastearla como si fuera un alquimista en pos de la piedra filosofal.
Mientras esperaban, Wanda observó a los científicos. De acuerdo, serían un incordio, pero en el fondo le agradaba estar con ellos. Puede que acabara por tomarles cariño. Bueno, a unos más que a otros. Marga parecía buena chica, simpática y de amena conversación. Era un ejercicio interesante contemplar a la propia sociedad a través de los ojos de aquella extraña. En cambio, Eiji tenía menos don de gentes que un despanzurrados Apenas se interesaba por otros temas que los del trabajo. Lo sacabas de sus bichos, sus hongos y sus plantas, y se convertía en un ser vacío, anodino.
El tipo calvo, Manfredo Virányi, era el más raro del lote. Además de una cara de rasgos aquilinos y una piel blanca como la leche, el arqueólogo hacía gala de una cortesía exagerada. Era el único que aún se empeñaba en tratar de usted a los demás, sin importarle el tuteo franco y enemigo de formalidades que los colonos empleaban con amigos y extraños. Wanda se veía incapaz de calcularle la edad. Bueno, al resto tampoco. Aquellos forasteros le parecían a veces alienígenas, incluso la no científica del grupo. Se trataba de Nerea Vidal, encargada de pilotar la lanzadera. Era la más asequible, y en alguna ocasión se había brindado a transportar a los lugareños cuando ocurría una emergencia en horas intempestivas: accidentes laborales, partos prematuros... Menuda y dicharachera, todos la apreciaban pese a su singular apariencia, con la tez muy oscura y un corte de pelo que recordaba a una cresta hirsuta. Como todos los días a esa hora, Manfredo formuló
súfrase
: —Confío en que no le estemos resultando una contrariedad, señora Hull.
Wanda no pudo evitar sonreír. Aquel tipo era de ideas fijas; siempre salía con lo mismo. Contestó con la respuesta habitual:
—No nos suponéis molestia alguna, Manfredo. Por cierto, ¿cómo te va con las ruinas?
La faz del arqueólogo se iluminó.
—Son fascinantes y frustrantes al mismo tiempo. Por desgracia, sólo hay vestigios de construcciones, nada de enseres ni cadáveres que nos proporcionen pistas sobre sus moradores. Tampoco sabemos qué les sucedió. Es como si una catástrofe inimaginable los hubiera borrado de la faz del cosmos.
—¿Quizás un colapso ecológico, al estilo de los mayas en la Vieja Tierra? —apuntó Nerea.
Manfredo sonrió a la piloto, que ya había dado muestras en otras ocasiones de poseer una notable cultura general.
—Ni idea, señora Vidal. No he detectado cambios en la vegetación ni señales de cataclismos. Misterio
habemus.
—Hay ruinas alienígenas en otros mundos —terció Wanda—. ¿Han sacado sus colegas algo en claro de ellas?
—Me temo que no. Hasta la fecha, ni ustedes ni nosotros hemos dado con alienígenas inteligentes vivos en el brazo de Centauro. O Scutum-Crux, como era denominado antiguamente —puntualizó.
—Ah, ya están aquí los cafés —dijo Wanda—. En ningún otro lugar los encontraréis mejores que en Eos.
—Eos... Curioso nombre el de vuestro planeta —comentó Marga, mientras su olfato se deleitaba con el exquisito aroma que surgía de la taza.
—Caprichos de nuestros antepasados. Si queréis que sea sincera, no tengo ni idea de qué o quién fue Eos.
—La diosa griega del amanecer. Los romanos la conocían como Aurora —explicó Manfredo—. Fue la madre de los cuatro vientos: Bóreas, Euro, Céfiro y Noto. Tuvo más hijos, por supuesto. Por ejemplo, cuando uno de ellos, Memnón, fue muerto por Aquiles en la guerra de Troya, Eos lo lloró durante toda la noche. Sus lágrimas, el rocío, aún pueden verse todas las mañanas adornando los prados.
—¿De veras? —Wanda puso cara de sorpresa—. No lo sabía. Así que nuestros ancestros bautizaron a este mundo con el nombre de una recatada diosa...
—¿Recatada? —Manfredo se permitió una sonrisa—. Cada amanecer, Eos iba a la caza de apuestos jóvenes. Más de una vez tuvo problemas con Afrodita por el tema amatorio. Me viene a la cabeza el caso de Titono. Eos se encaprichó tanto de él que le rogó a Zeus que le concediera la inmortalidad. El Padre de los Dioses dijo que amén, y Eos se quedó la mar de contenta... Hasta que, transcurridos unos años, descubrió que se le había pasado por alto un pequeño detalle. Además de la inmortalidad, tendría que haberle pedido a Zeus que le concediera a Titono
la eterna juventud.
Los oyentes rieron de buena gana con la anécdota.
—Los dioses griegos eran deliciosamente crueles. Creo que fueron ellos quienes inventaron el concepto de humor negro —continuó Manfredo—. El paganismo clásico fue la religión más divertida que ha producido la Humanidad. Sin duda, dio muchos menos problemas que los monoteísmos que lo reemplazaron.
—Estás hecho un pozo de sabiduría, Manfredo.
—Cultura general. Eso es que usted me mira con buenos ojos, Wanda.
Siguieron charlando de banalidades mientras apuraban el delicioso y humeante contenido de las tazas. Wanda notó que, como de costumbre, Eiji disimulaba mal su impaciencia. Aquel biólogo sólo era feliz cuando zascandileaba en el laboratorio de campaña o metía datos en el ordenador. Se preguntó si en su mundo natal tendría vida social, o moriría siendo un empollón sin remedio. Para variar, se buscó una excusa que le permitiera abandonar la casa comunal:
—Creo que tengo que dejaros, Wanda. Debo procesar las muestras de ayer, y seguro que tú también tienes tareas que hacer. No quiero contribuir a alterar vuestra rutina cotidiana.
Wanda se quedó con ganas de soltarle: «Mejores excusas he oído, chaval», pero su educación se lo impidió.
—Como le dije al bueno de Manfredo, no nos molestáis. Más aún, servís para que asustemos a los niños cuando no quieren comerse la sopa. Les amenazamos con que os los llevaréis en una nave a vuestros mundos tenebrosos, y no dejan ni un fideo en el plato. Pero si en verdad queréis sentiros útiles... —Le vino una idea a la cabeza—. Hace tiempo que tengo una duda que quizá vosotros, con vuestros medios, podríais resolverme. Os parecerá una tontería, pero... ¿Sabéis por qué en Eos no hay combustibles fósiles?
Los científicos, pillados por sorpresa, se quedaron mirándola.
—¿Estás segura? —Marga fue la primera en reaccionar—. Apenas hemos empezado con los mapas geológicos, pero en cualquier planeta como éste, con tectónica de placas, grandes océanos y abundante vida autóctona, tarde o temprano se forma petróleo o algo similar. Basta con que se creen condiciones de anoxia en el fondo de un mar somero, que los restos orgánicos se acumulen y la naturaleza se encarga del resto.
—Bueno, tampoco es que sea tan importante. —Wanda se rascó la nuca—. Los colectores solares y generadores eólicos proporcionan energía suficiente para nuestras necesidades. En cuanto a los hidrocarburos, manipulamos a las plantas para que los sinteticen, pero se trata de un tema que me llama la atención. Hay unos cuantos mundos con vida autóctona floreciente, pero sin petróleo y, ahora que lo pienso, creo que en ellos tampoco se encuentran fósiles dignos de tal nombre. En cambio, otras colonias disponen de inmensos yacimientos de combustibles, muy baratos de explotar. Disfrutan echándonoslo en cara. —Sonrió.
Ahora fue el biólogo quien se mostró extrañado.
—¿Mundos sin fósiles? ¿No será que habéis buscado poco?
—Qué quieres que te diga. —Wanda se encogió de hombros—. Cuando ocupas un planeta, bastante tienes con salir adelante. Resolver enigmas que carecen de aplicaciones prácticas no está entre nuestras prioridades, pero a vosotros esas cosas parecen gustaros.
Marga creyó detectar cierta hostilidad soterrada en el cruce de palabras entre Wanda y Eiji. Se apresuró a intervenir; no deseaba que sus anfitriones se disgustaran.
—El tema parece interesante, Wanda. Lo tomaremos como un desafío científico. ¿Sabes si existen muchos mundos como Eos, con vida establecida pero aparentemente sin petróleo ni registro fósil?
—Pues unos cuantos; tendría que hacer memoria. Eso sí, juraría que todos ellos se encuentran en la Vía Rápida.
—¿Eh? —preguntaron al unísono Marga y Eiji. Fue Nerea, la piloto, quien respondió:
—Algunos colonos me han hablado de ella. Se trata de un peculiar pliegue del entramado hiperespacial que facilita enormemente los viajes siderales. Creo que tiene que ver con el solapamiento anormal de ondas de presión en el brazo galáctico.
—En efecto —ratificó Wanda—. Los saltos hiperespaciales requieren mucha menos energía y son más seguros a lo largo de la Vía Rápida. La descubrimos hace unos 900 años. Y estoy convencida: en ninguno de los mundos que hemos colonizado a lo largo de ella hay combustibles fósiles.
—Qué chocante. —Eiji parecía interesado por primera vez en un tema ajeno a su plan de trabajo—. Si tal cosa fuera cierta, estaríamos ante un peculiar fenómeno natural. ¿Por qué no lo habéis investigado antes?