La costurera (11 page)

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Authors: Frances de Pontes Peebles

Tags: #GusiX, Histórico

BOOK: La costurera
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Últimamente, los pájaros enjaulados estaban desapareciendo: había un ladrón. Algunos creían que era un espíritu —el caipora de piel cobriza que decían que había nacido con los pies al revés para evitar ser rastreado—. Otros acusaban a los muchachos —que ya antes los habían cazado y vendido—, era posible que estuvieran cogiéndolos y revendiéndolos en el mercado. Un tiempo atrás, hubo una pelea cuando un granjero vio a su sabia en venta. Algunos dueños habían decidido meter los pájaros en las casas, pero los animales hacían ruido, saltando y picoteando las paredes de arcilla. Otros habían atado sus perros detrás de las jaulas de pájaros y habían cerrado con alambre las puertas de caña. Algunos sospechaban de Luzia. Pero así como habían decretado que no servía para el matrimonio ni, en consecuencia, para una vida productiva, Gramola fue rápidamente descartada. El robo —al igual que ser esposa y parir hijos— requería una cierta dosis de valor y pericia. ¿Cómo habría podido Gramola silenciar a los perros y quitar el alambre de las puertas de las jaulas? Además, ella tenía pájaros en su casa. O al menos los tenía Emília. Su padre les había regalado tres azulões, que mudaban de plumas una vez al año, del negro al azul iridiscente. Como los otros pájaros en el pueblo, originalmente eran salvajes, y les habían tendido una trampa en una pequeña jaula. Aun así, Emília los adoraba. Todos los días daba a los pájaros cascaras de huevo y sémola. Todas las noches los ponía bajo el retrato de sus padres y dirigía a Luzia una mirada severa. Emília, a diferencia del resto del pueblo, no subestimaba las habilidades de Gramola.

Una neblina baja cubría la cima de la montaña. El aire estaba húmedo. El sendero, resbaladizo. Luzia subió la colina más rápidamente. Sintió cansados los músculos de las piernas. Cuando hacía un esfuerzo, le sobrevenía una gran calma. Dejaba de sentir el martirio de su infancia. Todos los años, en septiembre, cuando se cosechaba la mandioca y todo el pueblo se congregaba en el molino para machacar y moler los tubérculos transformándolos en harina, Luzia era quien trabajaba hasta más tarde. Raspaba y frotaba hasta que sentía ardor en el brazo sano. Habitualmente, lavaba la ropa, cosía y traía y llevaba jarras de agua de la fuente. La mayor parte de los días se hacía cargo con gusto de las tareas de Emília. El trabajo la sedaba. Le gustaba el golpe seco de la ropa mojada contra las piedras, retorcer la ropa con tanta fuerza que, cuando la desenroscaba, se arqueaba y se sacudía en sus manos, como si estuviera viva. Le gustaba presionar la fría arcilla de las jarras contra sus brazos, y el olor metálico de sus manos después de girar la rueda de la máquina oxidada de tía Sofía.

Cuando cosía, nadie interrumpía el trabajo de Luzia. Nadie la corregía. Hasta tía Sofía la miraba en silencio, asintiendo con aprobación mientras la muchacha prendía puntillas a las faldas de los vestidos de comunión, hacía las solapas sesgadas de los trajes fúnebres o bordaba hileras de sombrías flores negras y púrpuras sobre la vestidura de Cuaresma del padre Otto. Cuando Emília volvía el traje del revés y veía que las puntadas bordadas eran tan pequeñas y parejas, los nudos tan bien disimulados que el revés del traje estaba tan perfectamente confeccionado como la parte delantera, besaba la mejilla de Luzia y le pedía ayuda en sus propias tareas. Emília era una hábil costurera, pero estaba más interesada en trazar diseños de vestidos inspirados en
Fon Fon
que en bordar repasadores o coser trajes fúnebres. Cuando cosía, Emília lo hacía con rapidez, impaciente por ver el resultado final. A Emília le gustaban los resultados de su trabajo. A Luzia le gustaba el trabajo en sí. Disfrutaba de tomar medidas exactas, del desafío de trasladar esas medidas a la tela, de la precisión de cortarla en piezas separadas y de la satisfacción de unir esas piezas en un todo.

Durante sus caminatas matutinas, Luzia tomaba los senderos más empinados para llegar a la cresta de la montaña, en donde, antes del amanecer, miraba por encima del borde y contemplaba el extenso matorral que se avistaba abajo. Durante la última semana, había cambiado del gris al marrón, un signo de que las lluvias recientes se habían escurrido montaña abajo. La sequía del verano se había prolongado hasta marzo, incluso abril. Los arroyos habían desaparecido, los embalses se habían vaciado. La fuente en donde Emília y ella solían buscar agua se quedó tan seca que tenían que tumbarse a la orilla y sacar agua arcillosa con sus vasitos de hojalata. La gente tuvo que vender sus mejores cabras y vaquillas porque no podía mantenerlas. Y Taquaritinga aún tenía agua, lo cual resultaba un lujo en comparación con la mayoría de los lugares. Durante sus viajes a la clase de costura, las chicas pasaban junto a los cuerpos putrefactos de animales a la vera del camino. Las granjas situadas más abajo de la montaña —casas donde la ropa lavada solía mecerse sobre cuerdas entre los delgados árboles y donde los niños alguna vez jugaron en los jardines polvorientos— fueron abandonadas una a una. La gente acudía a Taquaritinga, arriba de la montaña, donde podía obtener agua. Instalaba carpas a lo largo del sendero de mulas. Una vez, estas carpas fueron incendiadas durante la noche. Se acusó a los borrachos, pero Luzia oyó rumores de que había sido la gente del lugar, que deseaba proteger su agua. Todo el mundo tenía sed, incluido el Halcón. Habían visto a su contingente caminando por la sierra. Habían atacado Triunfo, a doce días de viaje de Taquaritinga. Los rumores decían que la Policía Militar había sido desplazada a la zona. La gente del pueblo estaba nerviosa y ocultaba sus objetos de valor de la policía y de los cangaceiros. El profesor de costura sintió temor y habló de suspender la clase. Estaba inquieto tras su escritorio, y no le pasó ninguna nota a Emília. Ésta echó la culpa de su desinterés a su corte de pelo, pero Luzia sabía que no se trataba de eso. Era la falta de lluvia. Todo el mundo estaba angustiado por la posibilidad de una sequía, especialmente los forasteros. Aquellos que contaban con los medios suficientes ya se habían ido. El coronel envió a su esposa, doña Conceição, a Campiña Grande. No hubo pedidos de vestidos. Luzia, Emília y tía Sofía confeccionaron repasadores, pañuelos y de vez en cuando una camisa para el coronel, pero apenas alcanzaba para darles un mínimo sustento.

El coronel les daba leche de cabra para compensarlas por la falta de trabajo de costura. Ellas habían cultivado frijoles sobre la diminuta franja de tierra que tenían detrás de su casa, y la harina de mandioca no valía mucho. Pero se habían comido todas las gallinas durante los meses secos y ahora la carne fresca era un lujo. Sólo podían comprar trozos delgados de carne salada seca, y Luzia estaba harta de comerla. Harta de comer sémola en el desayuno y frijoles, mandioca y carne dura, todas las tardes, con la cena. Se moría por comer un poco de calabaza hervida o una ijada de cabra, cuya carne era tan tierna que se desprendía del hueso.

Y luego comenzó a llover. Una tarde, las nubes, oscuras y amenazantes, quedaron suspendidas sobre la montaña. Luzia las ignoró. Había visto muchas nubes durante los meses secos, nubes que oscurecían el cielo y traían esperanza de lluvia, pero terminaban pasando de largo, provocándole desilusión. Mas el codo tullido de Luzia comenzó a doler y las ranas emergieron de sus agujeros y se pusieron a croar suavemente, respondiéndose unas a otras. Cuando la golpeó la lluvia, la tierra chisporroteó. El polvo se levantó, y con él brotó un aroma anhelado. Luzia amaba el olor de las lluvias de invierno. Era como si todas las plantas marchitas —los árboles de café mustios, los bananos color castaño, los crespones de mandioca y las plantas atrofiadas de maíz— liberaran un perfume para celebrarla. Emília y ella dejaron a un lado la costura y corrieron afuera. Arrastraron las jarras de arcilla vacías, una por una, y las vieron llenarse con la lluvia. Se rieron y abrieron la boca hacia el cielo. Emília cogió su jabón especial y se plantaron, con los vestidos mojados y pegados al cuerpo, bajo el canalillo abollado de aluminio, donde se lavaron el pelo, como solían hacer de niñas. Hasta tía Sofía se rió y aplaudió desde la entrada de la casa, dando gracias a Jesús y san Pedro. Fue una tarde maravillosa.

Luzia se estremeció. Respiraba agitadamente. Palpó la carne seca que llevaba en el bolsillo. Delante de ella se levantaba una casa de arcilla. Del lodazal que la rodeaba surgían brotes. Las tejas del techo estaban resbaladizas por el verdín. Cerca de la ventana delantera de la casa colgaba una jaula cubierta, y la sábana blanca que la cubría flotaba sobre el suelo como un fantasma. Luzia no oyó gruñidos, no vio un poste ni una cadena de perro. Se acercó con cautela y levantó el brazo sano. No tuvo que esforzarse por alcanzar la jaula. Debajo de la sábana había juncos fuertemente entretejidos, y el diseño estaba interrumpido por dos bisagras de soga y un pestillo. Los dedos de Luzia la abrieron, retorciendo el pestillo de alambre. Dentro de la jaula, el pájaro tembló. El alambre cortó ligeramente el dedo de Luzia, pero ella dobló el pestillo aún más fuerte. De pronto, la sábana que cubría la jaula se cayó al suelo. Una vez destapado, el pájaro trinó. Luzia abrió la puerta de junco y salió corriendo.

El sendero estaba resbaladizo por la lluvia. Sus alpargatas de suela lisa patinaron, y Luzia intentó mantener el equilibrio. Cayó al suelo. El barro le cubrió las manos. El invierno anterior, en ese mismo lugar, se había topado con una excavación de ladrillos. Varios hombres del pueblo estaban agazapados dentro de la fosa, dándole forma a la arcilla para hacer ladrillos y dejarlos sobre el suelo para que se secaran. La tierra estaba suave por las lluvias. Los hombres habían cavado una fosa más allá de la primera capa de rocas hasta llegar a la arcilla. Levantaban con esfuerzo grandes paladas de color naranja. Su cabello había desaparecido, como engominado, fijado hacia atrás bajo una gruesa capa de arcilla. No llevaban camisas; sus brazos y pechos estaban cubiertos por tierra naranja. Sus pantalones se ajustaban, gruesos y mojados, a las piernas. Sus pies habían desaparecido dentro del fondo arcilloso de la fosa. Los excavadores carecían de rasgos, no tenían pelo, ni cicatrices, ni cejas, ni párpados. La arcilla los había tapado y lo había borrado todo excepto el contorno de sus cuerpos. Sólo se veían los ojos brillantes y oscuros, destacándose sobre la piel naranja. Luzia jamás hubiese pensado que aquellos campesinos comunes —muchachos que había conocido en la escuela y hombres que a menudo ignoraba— pudieran ser tan hermosos.

La muchacha se sonrojó al recordarlo. Una oleada de calor brotó en la boca de su estómago. Se limpió las manos en la falda y siguió la marcha. El cielo estaba cambiando; pronto el sol aparecería en el horizonte. Luzia apresuró el paso. Tenía una casa más que visitar.

Lejos del sendero principal, cerca de la orilla, vivía un viudo al que le encantaba cazar sofreus. Eran pájaros del monte, cogidos en la base de la montaña y transportados a Taquaritinga. Eran hermosos, con las crestas rojas de sus cabezas y las poderosas alas negras.

Pero no eran resistentes como los sabias ni agresivos como los canarios. Su nombre provenía del hecho de que sufrían en las jaulas y que, si los cazaban, casi siempre morían. Aun así, el viudo de la colina seguía tendiendo trampas, esperando demostrar que la leyenda estaba equivocada. Cada vez que Luzia lo veía en la feria semanal, tenía deseos de retorcerle el cuello.

Su casa era similar a la primera: sencilla, de arcilla, con los postigos cerrados y rodeada de bananos y árboles de café. Pero tenía un perro. Era un perro callejero flacucho y gris, atado al porche delantero, debajo de la jaula. Cuando llegó Luzia, el perro se irguió, rígido, atento. Luzia cortó un pedazo de carne seca con la navaja. Se lo arrojó al perro. Este olisqueó la carne y luego el aire, como si no supiera qué merecía más su atención. Luzia también lo olió. Intentó definir el tufo que rodeaba la casa, pero no pudo. Era un olor mustio, como a plumas de gallina mojadas, pero con una dulzura fétida como la del melón podrido. Y algo más, algo embriagador y persistente, como los machos cabríos en el mercado.

El perro cogió la carne con sus dientes podridos y la masticó con cautela. Luzia cortó otro trozo de carne y dio un paso hacia la casa. El sofreu pendía del alero. No había trapo sobre su jaula y el pájaro parecía abatido, con la cresta pelada y descolorida. Luzia se adelantó. El perro olfateó el aire y se movió en círculos nerviosos. Ella le arrojó más carne. El chucho la atrapó, luego levantó las orejas y dejó caer la carne. El olor se volvió más fuerte. El perro lanzó un ladrido suave. Luzia se dio la vuelta.

Tres hombres habían salido de entre las palmas. El que iba en medio llevaba un sombrero de cuero de ala ancha, como un granjero, pero con una cadena de oro alrededor del ala en lugar de una cinta de sombrero. La cabellera le llegaba hasta los hombros. Tenía en la mano un rifle de grueso calibre. Los hombres que iban a cada lado —uno alto y otro bajo— usaban sombreros de cuero con el ala doblada. Sólo los cangaceiros llevaban esos sombreros. Las armas no se movían en sus manos. El sol ascendió lentamente detrás de los hombres. Luzia no pudo ver sus rostros, pero pudo olerlos. Le sorprendió la fuerza animal del hedor. Levantó la mano para taparse la nariz.

—Entonces —dijo el hombre que estaba en medio—, ¿eres tú la ladrona de pájaros?

Luzia tembló al escuchar su voz. Era profunda y espesa, como si tuviera la garganta acaramelada. Se acercó un poco más. Tenía anillos de oro en todos sus dedos morenos. Luzia se preguntó cómo podía asir el rifle con las manos tan recargadas de joyas. Su vestimenta estaba harapienta y manchada, pero llevaban gruesos cinturones para cartuchos que cargaban balas con puntas de bronce, resplandecientes bajo la luz de la mañana. El espacio entre los cinturones de cuero y la pretina estaba atiborrado de cuchillos de plata. Los mangos tenían pomos circulares que se volvían más angostos para que los hombres pudiesen afirmar las manos. El hombre alto era un mulato de tez oscura, con rasgos finos. El hombre más bajo tenía el pelo ensortijado. Y si bien la mayoría de los hombres usaba barba, éstos tenían la cara afeitada, como los curas.

—¿Eres muda? —preguntó el hombre con voz grave.

Su amigo de pelo rizado soltó una carcajada y Luzia advirtió que no se trataba de un hombre bajo, sino de un muchacho, casi un niño.

—No —respondió Luzia. Su voz tembló y carraspeó para remediarlo—. No los robo. Tan sólo abro las puertas. Es el pájaro el que decide si se queda o se va.

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