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Authors: Frances de Pontes Peebles

Tags: #GusiX, Histórico

La costurera (15 page)

BOOK: La costurera
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El Halcón lo movió dentro de su cinturón.

—Mídeme sin que me lo quite, por favor.

Luzia deslizó la cinta por debajo del mango del cuchillo y alrededor de su cintura.

Setenta y ocho centímetros. Era más delgado de lo que imaginaba. El sombrero y las cartucheras que siempre llevaba le daban un aspecto más abultado. Pero la cinta de medir indicaba que era un hombre menudo, delgado.

«Sin gordura no hay sabor», solía decir siempre tía Sofía antes de seleccionar una gallina del gallinero del patio trasero. Luzia midió desde la clavícula hasta la parte superior del muslo.

—Sesenta y seis centímetros —dijo.

—El pájaro de ayer —interrumpió—, el sofreu, se murió.

—¡Oh! —exclamó Luzia sobresaltada. Después de todo, sí la recordaba.

—De repente enfermó —siguió el Halcón. La ceja del lado sano de su rostro se elevó—. ¿Le echaste una maldición?

—No. —Luzia hablaba en voz baja—. Las maldiciones no causan ningún mal. Ya estaba débil. Los sofreus no sirven como mascotas.

—Se trata de un pájaro idiota, ¿no crees?

—¿Por qué?

El Halcón se encogió de hombros.

—Es terco. Sólo tenía que hacer feliz a su dueño. Sólo tenía que cantar para él, y hubiera tenido sombra y agua fresca, una vida fácil.

—Canta para sí mismo —masculló Luzia—. Tal vez su deseo no era tener una vida fácil.

—Entonces, ¿qué deseaba?

Luzia se puso frente a él:

—No sabría decirle —dijo—. No soy un pájaro.

—No —dijo él, y el lado izquierdo de su boca se estiró formando una sonrisa—. Eres una ladrona.

Las palabras le provocaron escozor, como si la hubieran mordido cientos de cientos de hormigas. El calor inundó el pecho de Luzia. Se precipitó como un torrente hacia sus brazos y le paralizó los dedos. La cinta de medir se le cayó de las manos. Luzia se agachó para recogerla. El Halcón la siguió con la mirada.

—Estaba bromeando —dijo—. Discúlpame.

—No soy una ladrona —balbuceó Luzia.

—Lo sé.

Le devolvió la cinta. Había una mancha alrededor de su puño derecho…, una salpicadura de color marrón rojizo, un tono que Luzia ya había visto infinidad de veces, cuando cortaban los pescuezos de las gallinas y dejaban que la sangre fluyera en un cuenco con vinagre, o a mediados de mes cuando ella sentía un malestar en la parte baja del estómago y al salir al excusado advertía que tenía las bragas manchadas. Luzia tomó la cinta de su mano. Comenzó a enrollarla con fuerza, concentrando toda su energía en hacerlo a la perfección. Fijó la mirada en su puño. La sangre, reflexionó, podía ser de cualquiera. Podía ser la suya propia.

—Ya he terminado —dijo.

El Halcón asintió, y luego extendió la mano.

—No me presenté adecuadamente. Soy Antonio.

Esas manos, pensó Luzia, habían hecho cosas terribles. Esas manos habían pecado. Pero no parecían diferentes de las de cualquier otro trabajador. La parte superior era morena; los nudillos, secos; las palmas, ásperas, como el cuero sin curtir. La única diferencia eran las joyas. Algunos de los anillos de sus dedos estaban abollados y deformados, y las piedras se habían vuelto opacas, pero le encajaban tan bien que parecían soldados a sus dedos al nacer.

Tenía la mano tibia, y le apretó la suya con fuerza. Los anillos pellizcaron la piel de la palma de su mano. Los ojos de Luzia volvieron a posarse sobre el puño manchado y cuando él se dio cuenta de lo que miraba retiró la mano y se alejó.

6

Trabajaron en la sala de estar del coronel. La sala de costura no era lo suficientemente grande para tres costureras y dos máquinas Singer, por lo que los cangaceiros llevaron la nueva máquina de doña Conceição y la vieja de tía Sofía a la habitación más espaciosa de la casa. Emília usó la Singer a pedal. Tía Sofía empleó su propia máquina de coser, con la ayuda de Ponta Fina, que se ocupó de hacer girar la agarrotada rueda. Luzia hubiera deseado hablar con su hermana cuando estuvieron a solas, pero la presencia del joven cangaceiro suscitó un clima de tensión y cautela. Trabajaron en silencio, sólo roto por tía Sofía.

—Más rápido —gruñó, mientras deslizaba las piezas previamente cortadas de la chaqueta y los pantalones bajo la aguja de la máquina. Ponta Fina giraba la rueda a toda velocidad—. ¡No! Más lento, más lento —dijo tía Sofía, cuidándose mucho, pese a todo, de no gritarle al muchacho.

Luzia cortaba la tela. Los cangaceiros habían robado tres rollos de tela de bramante resistente. El Halcón había comprado otro rollo, de un bramante más fino y menos áspero, para él mismo. Luzia leyó las notas de Emília y marcó las medidas de cada hombre sobre la tela con un trozo de carbón. Empleó su brazo tullido para sujetar la tela, y con el que podía mover sostuvo las tijeras y cortó la tela en piezas con un amplio movimiento del brazo.

Luzia sufrió el accidente justo cuando comenzaba a aprender a coser, y de un día para otro el brazo se convirtió en una carga. No sabía cómo manejar su cuerpo. Se le caían los huevos, las agujas, los platos. Cualquier cosa que requería el uso de dos manos le consumía una terrible cantidad de tiempo: hacer la cama, bañarse, sumergir una gallina en agua caliente y arrancarle las humeantes plumas sin quemarse los dedos, girar la rueda de la máquina de coser. Tía Sofía se negaba a ayudarla.

—No criaré a una inútil en mi propia casa —declaraba cada vez que Luzia se marchaba furiosa al jardín, harta de lidiar con su brazo tullido.

Cuando la niña cumplió 13 años, doña Conceição encargó una costosa pieza de seda portuguesa para enaguas y ropa interior. Tía Sofía hizo que Luzia la cortara. La pequeña tullida se plantó delante de la seda sabiendo que si se equivocaba al cortar se desperdiciaría una gran parte y doña Conceição se pondría furiosa. Tía Sofía se puso al lado de ella. Luzia colocó la escurridiza tela sobre una mesa y se pasó las tijeras de una mano a otra.

—Debes hacer esto ahora o no lo harás jamás —dijo la mujer. Luzia sintió algo así como un pellizco en la punta de la nariz, como si alguien se la estuviera retorciendo. Sintió que los ojos se le llenaban de lágrimas ardientes—. No malgastes tus lágrimas —le dijo tía Sofía, como hacía siempre que encontraba a una de sus sobrinas llorando.

Se diría que para la tía las lágrimas eran valiosas; como si uno naciera con una cantidad limitada y hubiera que guardarlas para los momentos verdaderamente importantes. Luzia había crecido aceptando esa idea. En cambio, Emília se ponía furiosa cada vez que tía Sofía la regañaba cuando lloraba por asuntos que carecían de importancia o eran inexplicables. «¡Quiero gastarlas! ¡Son mis lágrimas y las gastaré si quiero!», bramaba Emília. Luzia contempló la costosa seda y quiso llorar como su hermana —sin reprimir las lágrimas ni refugiarse ante el armario de los santos—, con fuerza, hasta agotarse. Tía Sofía le cogió la mano y la sostuvo bajo la suya.

—Si quieres ser una costurera, no puedes tener miedo nunca. Debes cortar. Corta rápido y recto.

Y juntas seccionaron la seda a tal velocidad que Luzia no tuvo tiempo de equivocarse. Así fue como perdió su miedo.

Luzia colocó los patrones por tamaños alrededor de la habitación. Las piezas de delante y atrás de las chaquetas de los cangaceiros colgaban sobre el respaldo de mimbre del sofá de doña Conceiçao. Las piernas sueltas de los pantalones yacían a lo largo de las sillas. Los tubos de las mangas estaban cuidadosamente apilados sobre las vitrinas de vidrio que guardaban los licores. Las únicas medidas que Luzia no había apuntado eran las del Halcón. «Antonio», pensó Luzia, y luego se reprochó su debilidad. Cada vez que aparecía un cangaceiro en la puerta de la sala de estar, Emília y tía Sofía dejaban de coser. Luzia no levantaba la vista de su trabajo. En cambio, mantenía la mirada fija sobre la tela, temerosa de equivocarse al cortar. Para su sorpresa, los cangaceiros no las molestaron ni amenazaron. Por el contrario, les llevaron agua y, más tarde, arroz con pollo para comer. Hacía tanto tiempo que Luzia no probaba el pollo que saboreó cada bocado con fruición, limpiando de los huesos hasta la última hebra de carne. Ponta Fina engulló su comida al otro lado de la sala de estar.

—Luzia —susurró Emília, con los ojos fijos en el joven cangaceiro—, debes cortar más lentamente.

—Lo estoy haciendo lo más lento que puedo —murmuró Luzia.

Habían oído que los cangaceiros sacrificaban a sus ayudantes una vez que terminaban su trabajo. De esa manera, no había testigos para identificarlos. Mientras hubiera algo que coser, estaban a salvo. Habían trabajado toda la mañana sin parar y sólo habían terminado ocho pantalones y siete chaquetas. Pero el tiempo era limitado, pues sólo debían confeccionar veinte uniformes y el diseño era sencillo. Los cangaceiros esperarían, sin duda, que unas costureras expertas como ellas terminaran rápidamente.

—El coronel nos protegerá —dijo tía Sofía—. Estoy segura de ello.

Después de comer, mientras Luzia medía y cortaba su última chaqueta, oyó un gran ruido de voces a través de las ventanas abiertas. Sonó la voz del coronel y luego la de Antonio, inconfundible por el tono y la profundidad. Pero el estrépito de las máquinas de coser le impedía entender qué se decían. Luzia siguió cortando, pero cuando las voces se transformaron en gritos, miró nerviosamente a Emília. Su hermana disminuyó la velocidad del pedaleo. Oyeron un estruendo, una taza o un plato que se cayó y se rompió, y luego un disparo. Resonó en toda la casa. Luzia perdió el control de las tijeras. Las máquinas de coser se detuvieron.

El coronel apareció en la puerta, pálido y sudoroso. Se llevó un pañuelo que Luzia misma había cosido al nacimiento de su blanco pelo.

—No hay nada de qué preocuparse, señoras —dijo—. Ha sido un tiro accidental. —Sus ojos recorrieron nerviosos la sala, descansando sobre las sillas y las mesas cubiertas con uniformes ya acabados y otros por acabar—. Continúen trabajando. —Lo dijo asintiendo con la cabeza, y luego se retiró de la estancia.

Unos minutos más tarde, el Halcón apareció junto a su mesa de costura. Luzia no levantó la vista. Recitó sus medidas una por una. Luzia las apuntó en la libreta.

—Baiano, el más alto de mis hombres, tendrá dos trajes —dijo el Halcón—. Hazle dos trajes.

Luzia asintió.

Cuando el reloj de pie del coronel dio seis largas campanadas, sólo faltaban cuatro chaquetas por terminar. Luzia reemplazó a tía Sofía, que descansó sobre el sofá. Unas lámparas de queroseno habían sido colocadas al lado de las máquinas de coser. Las lámparas siseaban y chisporroteaban, calentando el aire a su alrededor. Luzia se enjugó el sudor del cuello. Tenía a mano su cinta métrica cuidadosamente enrollada, para comprobar las medidas de cualquier pieza que le pareciera errónea. Emília se detenía cada media hora para estirar las piernas. Había estado cambiando de pie para accionar el pedal, pero cuando comenzó a anochecer se quejó de que ya tenía los dedos entumecidos. Uno por uno, los cangaceiros habían acudido a buscar sus chaquetas y sus pantalones. Algunos les habían dado las gracias; otros tan sólo habían cogido sus prendas sin decir una palabra. En el exterior crepitaba una hoguera, y a medida que el cielo se oscurecía, la luz del fuego bailaba sobre las paredes de la sala de estar. Los hombres arrojaron sus ropas viejas al fuego. Lanzaban risotadas al aire y cantaban mientras se chamuscaba la tela putrefacta.

A las seis y cuarto, Orejita entró en la sala de estar. Llevaba su uniforme nuevo. Sin el sombrero, su largo pelo le ocultaba las orejas.

—El capitán desea verlas fuera —dijo.

—¿A quiénes? —preguntó tía Sofía, levantándose del sofá.

—A las tres.

—Pero aún tenemos trabajo —dijo Emília nerviosamente.

—Ahora —replicó Orejita—. Inmediatamente.

En el patio, los hombres permanecían de pie formando un semicírculo. La hoguera ardía a su lado. El Halcón estaba de pie en medio del semicírculo y el coronel se hallaba arrodillado delante de él, con la cabeza gacha.

—Arrodíllense —ordenó el Halcón.

Les hizo un gesto para que se colocaran al lado del coronel. La luz del fuego se reflejaba sobre el lado inerte de su rostro. Luzia ayudó a tía Sofía a arrodillarse sobre el suelo. Emília se arrodilló al otro lado de su tía. Luzia llevaba entre las manos la cinta métrica cuidadosamente enrollada. La apretó con fuerza. Luzia quería hablar, decirle que aún no habían terminado, que tenían más ropa que coser. Tal vez dejaría que terminaran las chaquetas. Quizá podrían ganar tiempo, ir puntada a puntada, sin emplear las máquinas de coser, para planear alguna forma de escapar.

El Halcón dio unos pasos desde el centro del semicírculo. Se detuvo justo delante de ella. Luzia cerró los ojos. Hubo un largo silencio, luego se oyó un murmullo disperso y sonó un golpe sordo. Cuando abrió los ojos, él estaba arrodillado delante de ella. Todos los hombres estaban arrodillados en el semicírculo. Tenían la cabeza agachada. El Halcón sostenía una roca en la palma abierta de la mano…, una piedra blanca, igual a todas las piedras de cuarzo diseminadas por los áridos pastizales que había al pie de la montaña. Comenzó a hablar:

—Mi roca de cristal, hallada en el mar entre el cáliz y la hostia sagrada. La tierra tiembla, mas no Jesucristo, nuestro Padre. Frente al altar también tiemblan los corazones de mis enemigos cuando me ven. Con el amor de la Virgen María, me cubre la sangre de Jesucristo, mi padre. Estoy encadenado. Si alguien me quiere matar de un tiro, no lo puede hacer. Si me disparan, saldrá agua de los cañones de sus armas. Si intentan acuchillarme, los puñales caerán de sus manos. Y si me encierran, las puertas se abrirán. He sido rescatado, soy rescatado y seré rescatado con la llave del tabernáculo. Cierro mi aura.

Los cangaceiros repitieron la oración y sus voces ascendieron y descendieron como un coro desentonado. Al final, guardaron silencio. Luego cada hombre dijo:

—Cierro mi aura.

—Cierro mi aura.

—Cierro mi aura.

Después de que el último hombre hablara, el Halcón miró a Luzia.

—Dilo —susurró.

El coronel mantuvo la cabeza agachada. Luzia miró a tía Sofía y luego a Emília. Ellas la miraron a su vez, confundidas. ¿Qué sucedería si no decía nada? ¿Su obediencia las salvaría a todas?

—No temas —dijo el Halcón, levantando el tono de voz esta vez, y sus palabras sonaron más a amenaza que a consuelo—. Dilo.

Luzia fijó la mirada en su rostro violentado, en sus chispeantes ojos negros. Uno lagrimeaba, el otro estaba seco. No apartaría la mirada. Su rostro la cautivaba, le provocaba curiosidad y repulsión. Conseguía que olvidara la cinta métrica —el cuidadosamente enrollado y muy apretado ovillo de tinta y números— que aún guardaba en sus manos. Luzia aflojó el puño. La cinta se desenrolló en sus manos.

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