La costurera (14 page)

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Authors: Frances de Pontes Peebles

Tags: #GusiX, Histórico

BOOK: La costurera
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—Lo siento —dijo el coronel—. Se niegan a bañarse en la casa. Insisten en hacerlo cerca del lavadero. Han ordenado a mis criadas que les laven sus hediondas prendas interiores en el fregadero de la cocina.

—Cerdos —masculló tía Sofía.

—No sé qué le diré a mi esposa cuando regrese. —El coronel se frotó los ojos—. Gracias a Dios que no está Felipe.

Felipe, el único hijo del coronel, estudiaba Derecho en la Universidad Federal, en Recife. El coronel había permitido que se mudara a la capital con la condición de que más adelante regresara y se hiciera cargo de la hacienda. Sin manifestarlo abiertamente, la mayoría de la gente dudaba de que Felipe regresara alguna vez. Era un joven apuesto, con la cara llena de pecas, diez años mayor que Luzia. Se engominaba el cabello y llevaba un bastón en lugar de un cuchillo peixeira. A diferencia de los hijos de otros coroneles, Felipe jamás había deshonrado a una muchacha del pueblo; su padre no estaba obligado a pagarle una asignación mensual a ninguna familia para criar a sus hijos bastardos. Luzia había oído por casualidad al coronel cuando confesó nostálgicamente que, en su juventud, su propio padre había tenido que regalar dos cabras por año para reparar las aventuras de su hijo. Pero Felipe estaba lejos de ser un donjuán, comentaba el coronel suspirando, como si su hijo hubiera renunciado a su prerrogativa de primogénito. La gente del pueblo también se ofendía por el desinterés que manifestaba Felipe por sus hijas. Le llamaban en secreto Ojos de Cerdo, por sus pálidas pestañas e iris de color castaño. Felipe era un jinete entusiasta, y en las raras ocasiones en que visitaba Taquaritinga se pasaba los días montando su preciada yegua, o meciéndose en la hamaca durante horas en el porche, observando la calle. Pero jamás ponía un pie en ella. Mucho antes de que se marchara a la escuela de leyes, Emília había intentado captar la atención de Felipe. Cada vez que entregaban un trabajo de costura en la casa del coronel, intentaba conversar con él, pero el joven ponía los ojos en blanco y apartaba la mirada. Luzia lo consideraba un impertinente absoluto. Se sentía decepcionada de que Ojos de Cerdo no estuviera allí para presenciar la visita de los cangaceiros.

Desde el porche del coronel se escuchó otro silbido, más agudo y melódico.

—Nos llama —dijo el coronel, y las invitó a subir las escaleras.

El hombre con la cara surcada por la enorme cicatriz estaba sentado delante de una pequeña mesa de caoba, con la cara parcialmente cubierta con espuma de afeitar. Su largo y oscuro cabello estaba mojado, atado detrás del cuello con un pedazo de cordel. El alto mulato, a quien Luzia reconoció por haberlo visto en la montaña, sostenía un espejo delante de la cara marcada. Una palangana de porcelana y una jarra de agua descansaban sobre la mesa, al lado de una harapienta bolsa de cuero. Sobre la bolsa se alineaban una cuchilla de afeitar de oro, un cortaúñas, también de oro, y unas pequeñas tijeras de oro. El hombre remojó la dorada cuchilla de afeitar y se la pasó por la cara. Ahora que tenía el pelo recogido hacia atrás, Luzia pudo ver mejor el recorrido de la cicatriz. Se desplazaba desde la boca hasta la oreja, donde se volvía más pálida y delgada.

El coronel carraspeó.

—Aquí están las costureras. Esta es doña Sofía y éstas son sus sobrinas, Emília y Gramola.

El hombre continuó afeitándose. Llevaba una túnica de algodón sucia por fuera del pantalón. Los pies estaban descalzos y tenían gruesos callos. Sus dedos emergían como los brotes de patatas viejas, almacenadas demasiado tiempo en la despensa. Miró fijamente el espejo, pero no observó su reflejo sino a los invitados que tenía detrás. Examinó a Luzia con rapidez. Ella sintió alivio, pero por debajo, como la molestia que provoca una astilla, también decepción. No pudo advertir si realmente se había olvidado de ella o si estaba fingiendo, y no sabía cuál de las dos posibilidades la molestaba más. Dio algunos golpecitos con la cuchilla de afeitar sobre el lavamanos de porcelana, como exhortando a sus invitados a prestar atención.

—Mis hombres necesitan camisetas nuevas —dijo—. Chaquetas y pantalones nuevos.

A continuación, pasó a explicar que había rollos de tela en la casa y suficiente cantidad de hilo, pero Luzia apenas escuchó. Mientras hablaba, se afeitaba, y lo observó mientras manejaba la cuchilla con cuidado alrededor de la gruesa cicatriz, como si aún le doliera. «Mis hombres», había dicho, y, a medida que su rostro emergió de entre la espuma de afeitar, Luzia comprendió que él era el líder. Él era el Halcón.

—Necesitamos la ropa de todo el mundo —anunció tía Sofía—. Para calcarla.

—Muy bien —dijo el Halcón—. Entonces esta tarde mis hombres irán desnudos.

—¡Cielo santo! —exclamó tía Sofía, aferrándose con fuerza a su rosario—. No necesitamos la ropa. Les tomaremos medidas a todos.

—Por supuesto. —El Halcón rió, levantando el mentón y afeitándose debajo el cuello moreno—. Por eso la he mandado llamar.

5

Sin los sombreros con forma de medialuna, las cananas, los rifles y los cuchillos con mango de plata, eran simples muchachos de cabellera larga. Sus vestimentas estaban raídas; sus pies, descalzos; el pelo les llegaba a los hombros o formaba densos rizos en la zona de las orejas. El Halcón caminaba de un lado al otro de la fila, como un padre que examina a sus hijos, incitándoles a enderezarse, dándoles palmadas en los hombros, alborotándoles el cabello recién lavado. Se turnaron. Mientras unos se colocaban en la fila para ser medidos, otros se ponían los sombreros y los cinturones y hacían guardia frente a la verja.

Si querían pantalones, tía Sofía insistía en realizar las mediciones ella misma. Luzia sólo tenía permiso para medir por encima de la cintura. Emília seguía a ambas con una libreta y un lápiz grueso, y anotaba nerviosamente las medidas al lado de sus nombres. No eran nombres de verdad, sino apodos, infantiles y raros. Algunos tenían nombres de árboles y pájaros; otros, de lugares.

Algunos habían sido apodados de acuerdo con su aspecto: Yacaré tenía la boca llena de dientes blancos, como el caimán de igual nombre; la nariz de Cajú era tan ganchuda y marrón como la de una enorme castaña de ese tipo; y Branco tenía la piel más clara del grupo, con un rostro curtido por el sol y una multitud de pecas. Otros nombres designaban lo opuesto a su realidad: el cangaceiro de orejas enormes decía llamarse Orejita; un joven fornido con los párpados caídos que hablaba con lentitud se presentó como Inteligente. Luego había nombres que no tenían sentido, excepto para los cangaceiros mismos. Estaba Canjica, un hombre de mirada aguda que renqueaba y tenía el pelo gris, por lo que aparentaba ser el mayor del grupo. El muchacho de cabello ensortijado decía llamarse Ponta Fina. Era el más joven del grupo. Sus dientes recordaban a Luzia terrones de azúcar, pues eran muy blancos y cuadrados, pero con los rebordes marrones y desiguales, como si se le estuvieran disolviendo lentamente en la boca. Había un joven que decía llamarse Chico Ataúd, y otro con un ojo lechoso del color de la nata cuajada que decía llamarse Medialuna. Además, estaban Seguridad, Pin, Jurema y Sabia. El mulato alto era Baiano. Al hombre con la piel oscura y brillante como el caparazón de un escarabajo le llamaban Zalamero. Y el Halcón jamás era llamado Halcón, sino capitán.

—Tú —le dijo a Luzia antes de que pudiera medir a su primer hombre—, tú me mides a mí.

El lado de su cara que no tenía la cicatriz se movía demasiado, torciéndose y levantándose como movido por hilos invisibles. Era jovial y animado. Pero el lado inmóvil era apacible, serio. Parecía sensato, como si no aprobara el comportamiento del otro lado. A pesar de la cicatriz, el lado derecho de su boca se movía ligeramente, y los labios se abrían y cerraban de manera casi imperceptible cuando hablaba. El ojo derecho parpadeaba lenta y lánguidamente, como si lo guiñara: tenía una pátina acuosa. Se lo limpió con un pañuelo y luego se dirigió hacia el jardín, alejándose de la fila de hombres.

Luzia miró a su tía y su hermana. Tía Sofía se persignó, y luego indicó a Luzia que se marchara. Emília parecía confundida.

Luzia se paró delante del Halcón y extendió la cinta de medir, estirando el brazo sano todo lo que pudo. Sus dedos presionaron los remaches de metal en las puntas de la cinta de tela y la miró con detenimiento para identificar los números pintados a mano…, las señales de los centímetros y los metros…, como si la cinta fuera capaz de revelar un sorprendente misterio, o al menos pudiera decirle cómo debía actuar.

—¿Qué le gustaría? —preguntó, con la mirada clavada en la cinta de medir. Cuando lo miró, la piel del cuero cabelludo de Luzia y la que cubría la parte de atrás de su cuello pareció encogerse.

—¿Qué sabes hacer?

—Cualquier cosa. —Sentía las manos entumecidas e inútiles y lo detestó por hacerla sentirse tan torpe.

—Entonces mídeme para cualquier cosa —dijo el Halcón.

Luzia suspiró. Jamás disfrutaba midiendo a los vivos. Los vivos se movían, hacían preguntas, le miraban el brazo con curiosidad mientras ella se inclinaba y estiraba el cuerpo para compensar su limitada capacidad de movimientos. Cuando las familias de luto llamaban a la puerta para pedir un traje fúnebre, era siempre Luzia quien tomaba las medidas al muerto. El coronel ya tenía listo su traje fúnebre, y colgaba en su armario. Era un atuendo con doble botonadura, hecho con el lino más suave y fino que Luzia jamás había tocado. Pero otras familias más modestas debían encargar los trajes y las túnicas fúnebres después del suceso. Emília lo odiaba. Sólo pensar en un cadáver le provocaba un acceso de aversión. Pero Luzia prefería el silencio, la solemnidad, la importancia que le otorgaba la tarea de medir a los muertos. Algunos cuerpos, dependiendo de la causa de la muerte, estaban en mejores condiciones que otros. Pero casi todos eran puestos sobre camas o mesas, y Luzia debía caminar alrededor de ellos, con cuidado de no volcar los cuencos de agua llenos de rodajas de limón y naranja dispuestos alrededor del cadáver para evitar el hedor. Deslizaba la cinta métrica alrededor de las muñecas y sobre el pecho. Siempre hacía el cálculo mental de las medidas de la espalda, los hombros y la cintura, para que la familia no se viera obligada a mover el cuerpo. Confeccionaban el traje lo más rápido posible, para el velorio y el entierro. Entre las tres podían coser un traje sencillo o una mortaja en un par de horas, y Luzia siempre se sentía satisfecha cuando los trajes y las túnicas les sentaban a la perfección, cuando conseguía acertar con sus cálculos secretos.

—Entonces lo mediré para una chaqueta y una camisa —dijo Luzia, haciendo un esfuerzo para mirarlo a la cara.

Tenía la nariz larga y el puente aplastado. Su túnica estaba manchada de amarillo en el cuello y debajo de los brazos. Bajo la fragancia del jabón de afeitar y de la loción de sándalo para después del afeitado del coronel, percibió el aroma embriagador y salvaje de la otra mañana. Luzia señaló el pañuelo verde de seda que llevaba alrededor del cuello.

—Tendrá que quitarse eso. —Lo mediría como medía a los muertos…, rápida y silenciosamente, calculando de cabeza el mayor número posible de medidas.

Él accedió. Sus manos eran morenas y las venas afloraban bajo la piel. Los anillos que llevaba, uno en cada dedo, tintinearon entre sí mientras se desataba el pañuelo y lo estrujaba en la mano. También aflojó los primeros dos botones de su túnica, y debajo del pañuelo y la camisa se adivinó una maraña de cadenas de oro y cordeles rojos. Se sorprendió al ver una pequeña cruz de oro que pendía de una de las cadenas; las otras llevaban una colección de medallas de los santos. Luzia estuvo a punto de alargar la mano para tocarlas, para preguntarle a qué santos veneraba, a cuáles pedía que lo ayudaran y guiaran. En cambio, deslizó la cinta alrededor de su cuello y cerró los extremos con los dedos. Era más bajo que ella —del tamaño de Emília— y tuvo que inclinarse para leer la cinta. Se había cortado en el cuello, sin duda al afeitarse, y una gota de sangre descansaba sobre su piel morena. Luzia se preguntó por su cuerpo… ¿Sería tan pálido como el de los muchachos que se estaban bañando? ¿O tendría todo el cuerpo moreno? Una ola de calor le subió a la cara.

—Treinta y siete centímetros —dijo mirando la cinta métrica. Luzia echó una mirada a la hilera de hombres, a Emília con su libreta y su lápiz—. No tengo dónde apuntarlo.

—Yo lo recordaré —dijo él. Su aliento olía a especias. Tenía la boca demasiado cerca de su rostro y ella retrocedió unos pasos y lo rodeó para medirle la espalda.

Luzia desplegó la cinta métrica sobre su espalda, de un hombro a otro, presionando los bordes con firmeza entre los dedos.

—Cincuenta y un centímetros.

—¿Cuánto mides de alto? —preguntó el Halcón.

—Un metro noventa.

Él silbó.

—Eres más alta que Baiano, mi hombre.

Luzia se dio la vuelta y reconoció al fornido mulato que había sostenido el espejo poco antes. Tía Sofía estaba de puntillas a su lado, intentando alcanzar su cuello.

—Sí, supongo que sí.

Luzia sostuvo la cinta desde la base del cuello hasta el hombro, y notó que en medio de este espacio, que debía hundirse, había un enorme bulto. Deslizó los dedos sobre la cinta y sintió la protuberancia.

—Es un callo —dijo él, y su voz la desconcertó.

—Tan sólo me estaba asegurando de que no alterara la medición.

—Todos lo tenemos —continuó—. La munición y el agua pesan mucho.

Torció el cuello para mirarla.

—Debe de ser un alivio descargar los bultos en el suelo —dijo Luzia, evitando su intensa mirada.

Él rió.

—Somos como los bueyes. Se acostumbran tanto a sus yugos de madera que no pueden vivir sin ellos. Yo también necesito sentir mi carga o no estoy a gusto. Me siento demasiado liviano.

Luzia asintió.

—Levante los brazos.

Midió la distancia entre el hombro y la muñeca. Cincuenta y ocho centímetros.

—Disculpa —dijo, bajando los brazos—. ¿Cuál es tu nombre? ¿Tu nombre verdadero?

—Luzia.

—¿Y esto —señaló su brazo— es el motivo por el cual te llaman Gramola?

—Sí. —Se sintió avergonzada y la embargó un vértigo extraño—. No siempre lo he tenido así. Fue un accidente.

Había terminado con todas las mediciones necesarias para una chaqueta sencilla. Podía retirarse. Podía llamar a tía Sofía para que viniera a medirle los pantalones. Pero continuó apoyando la cinta métrica sobre su cuerpo, como si le estuviera tomando las medidas para una elegante camisa de gala. Luzia intentó rodear su cintura con la cinta pero tenía metido en su cinturón el cuchillo con mango de plata. Dos anillos de oro estaban grabados sobre la superficie abultada.

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