La costurera (17 page)

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Authors: Frances de Pontes Peebles

Tags: #GusiX, Histórico

BOOK: La costurera
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La mayoría de los presentes se reunieron en la sala de estar, pero algunos necesitaban un vaso de agua o una rodaja de la empalagosa tarta macaxeira para soportar todo el velatorio. Esos dolientes se abrieron paso rápidamente hasta la cocina, y se fueron al lado del fogón apagado y alrededor de la mesa de la cocina. Intentaron hablar en voz baja, pero Emília los escuchó desde el pasillo. Se colocó al lado de la puerta de la cocina, manteniendo el cuerpo apartado de la entrada, y contuvo la respiración, como lo había hecho tantas veces cuando espiaba a sus antiguos pretendientes.

—Pobrecita —susurró una mujer.

—Necesita ser fuerte —interrumpió doña Chaves; Emília la reconoció por la voz nasal—. Esa muchacha nació con demasiadas pretensiones… Siempre es tan estirada… y Sofía se lo fomentaba. Ahora tendrá que casarse con un muchacho de Taquaritinga, le guste o no.

—Me refería a su hermana.

—Ah —suspiró doña Chaves—. Por supuesto. ¡La pobre Gramola! Pues sí, sólo Dios sabe lo que le habrán hecho.

—Debería sentirse avergonzado —intervino el señor Chaves—. El coronel Pontes jamás lo habría permitido en Caruaru.

—Eso es porque el coronel Pontes no lo tuvo todo servido en bandeja —respondió otro hombre más viejo. Emília no pudo identificar su voz aguardentosa—. De niño, ni siquiera tenía un palo para pegarle a un perro. Sabe lo que significa luchar por algo.

—Para empezar, si el coronel Pereira tuviera agallas, no habrían venido aquí.

—Sí, pero si fuera su hija, ya habrían encontrado el cuerpo. Sería enterrada como corresponde.

El anciano emitió un gruñido.

—Si hubiera sido mi hija, le habría pegado un tiro delante de esos bastardos. Prefiero que una hija mía esté muerta a que se la lleve una horda de hombres degenerados.

Emília entró en la cocina. Los dolientes se callaron. Puso la caja de tío Tirso en el centro de la mesa. Ni doña Chaves ni los demás miraron a Emília, sino que mantuvieron la vista fija en la caja. Lentamente, uno por uno, salieron de la cocina. Emília se sentó. Se sirvió un vaso de agua y cortó una porción de tarta. Oyó voces que llegaban desde la sala. No era el monótono zumbido de las oraciones, sino un cuchicheo rápido de voces que se superponían unas sobre otras. La muchacha las ignoró.

Más tarde, cuando el cielo se oscureció y los asistentes al duelo por tía Sofía se marcharon para encender sus hogueras de San Juan y comer sus mazorcas de maíz a la parrilla, sólo permanecieron Emília y tío Tirso. Mientras dormitaba desplomada sobre una silla al lado del cadáver de su tía hasta que la despertó el fragor de los fuegos artificiales y le recordó que debía levantarse para encender más velas, su tío Tirso seguía allí, como una presencia constante, en la caja, junto a sus pies.

3

Emília había temido que los cangaceiros le hicieran daño, pero Luzia no. Cuando caminaba de una punta a la otra de la hilera de hombres en el jardín del coronel, apuntando sus medidas, Emília no se apartó de tía Sofía. Encorvó los hombros hacia abajo y levantó la libreta en alto para ocultar su pecho. No los miró a los ojos. Y cuando el Halcón gritó: «¡Tú!», Emília se dio la vuelta. Primero intentó calmarse y luego levantó la mirada de la libreta. Cuando se dio cuenta de que estaba mirando a Luzia y no a ella, Emília sintió sorpresa y alivio a la vez. Aquel hombre la ponía nerviosa. No era su aspecto, pues habría sido buen mozo de no haber sido por la mala higiene y la cicatriz de su rostro. Era su forma de actuar lo que la molestaba. Emília estaba acostumbrada a los hombres ruidosos: los granjeros, que se gritaban entre sí en los campos; los carniceros y tenderos, que se saludaban en el mercado semanal con alaridos y golpes violentos en la espalda. Sólo los hombres de mayor nivel social, como el profesor Celio, hablaban en voz más baja. Pero el Halcón llamaba la atención de manera silenciosa, moviendo el lado del rostro sin cicatriz, ladeando la cabeza o señalando con su grueso dedo. Sus hombres lo miraban constantemente desde la fila que habían formado para medirse, siempre atentos a captar esos indicios silenciosos. A la mayoría de la gente la engañaba haciéndola creer que era discreto y reservado, pero no a Emília. Su voz lo traicionaba. Rara vez hablaba, pero cuando lo hacía su voz salía como un trueno de las entrañas y obligaba a todo el mundo a prestarle atención. Era tan grosero como un granjero cualquiera. Peor, creía Emília, porque intentaba enmascararlo.

Había observado cómo lo medía su hermana. Levantó la vista de su libreta y vio a Luzia dejar caer la cinta métrica. Era raro en ella. Desde el accidente, Luzia había perdido los nervios y la vergüenza. Si le disgustaba una persona, Luzia se acercaba a ella, observándola desde su gran altura, como un pájaro, como si no fuera parte de su mundo, sino algo inferior, de menos valor. El Halcón también se comportó de manera extraña. Cuando Luzia se colocó detrás de él para medirle la espalda, pasó la cinta sobre sus omóplatos y la estiró con la palma de su brazo sano. Mientras pasaba la mano sobre su espalda, el Halcón cerró los ojos. Emília lo vio. Parecía estar saboreando un bocado de comida. Y cuando su hermana volvió a ponerse frente a él, abrió los ojos y contempló la fila de hombres, fingiendo que no le interesaban sus medidas. Emília decidió que estaba desquiciado. Completamente desquiciado.

Se lo dijo más tarde a su hermana, mientras regresaban a casa. Eran bien pasadas las diez de la noche. Emília caminaba entre tía Sofía y Luzia, llevándolas del brazo. Sus vestidos olían a sudor y a humo a causa de la hoguera. Emília sentía que le ardían los ojos, le dolían las piernas. Luzia guardó silencio, hasta que su hermana mayor comenzó a murmurar sobre el Halcón.

—No está bien de la cabeza. —Tía Sofía asintió con un gruñido.

—Ni siquiera hablaste con él —farfulló Luzia.

—No ha sido necesario —dijo Emília—. Casi nos mata del susto, haciendo que nos arrodilláramos en el patio. ¿Y para qué? Para rezarle a una piedra, ¡quién lo iba a decir!

—Por lo menos tienen temor de Dios —dijo tía Sofía, y luego las hizo callar, temerosa de que alguien las oyera.

Emília no tenía energía para discutir con su hermana. Cuando llegaron a casa, Luzia y ella se ayudaron mutuamente a quitarse la ropa y se desplomaron en la cama, vestidas sólo con sus camisolas y sus bragas. Emília durmió profundamente. Tan profundamente que, horas más tarde, no oyó los veintiún pares de sandalias que marchaban por el camino de barro. No vio el resplandor de los faroles de queroseno que rodeaban la parte frontal de su casa. Y cuando oyó la voz —una voz de hombre tranquila y firme— pensó que estaba soñando. Emília cambió de posición y sonrió, creyendo que la voz pertenecía al profesor Celio y que había subido toda la montaña para despertarla.

«Luzia».

Emília se incorporó.

«Luzia».

Luzia estaba echada con los ojos abiertos y había retirado la colcha hasta la cintura, como si estuviera esperando a ese extraño visitante.

«Luzia —volvió a llamar la voz—. Sal afuera».

Tía Sofía fue la primera en alcanzar la puerta. Emília y Luzia se ocultaron detrás de ella. Una lluvia fina se colaba por los listones de la ventana. Era el tipo de lluvia invernal que Emília odiaba. Parecía ligera, pero era tan persistente que empapaba el pelo, la ropa y la tierra, transformándolo todo en un lodazal viscoso. Emília se cubrió los hombros con un chal. Luzia había arrastrado la colcha de la cama, tirando al suelo el mosquitero.

—¿Qué clase de interrupción es ésta? —masculló tía Sofía—. ¡A estas horas!

Emília intentó ver a través de la ventana. En el exterior se hallaba el coronel, de pie, tiritando, al lado de un inquietante grupo de cangaceiros.

—¿Señor? —preguntó tía Sofía cuando abrió la puerta principal—. ¿Qué sucede? ¿Están satisfechos con los uniformes?

El coronel asintió con la cabeza. Emília sólo veía la primera fila de cangaceiros, los que sostenían las lámparas. El resto estaba oculto entre las sombras; vio las siluetas de las alas de sus sombreros en forma de medialuna. Los hombres parecían más altos, más robustos. Llevaban sus uniformes nuevos, pero protegidos por frazadas envueltas torpemente en hule y sujetas alrededor de sus torsos. Cada hombre tenía dos paquetes de lona sobre el cuerpo, de manera que las correas cruzaban horizontalmente el pecho de una axila a la otra. Las correas eran gruesas —por lo menos un palmo de ancho— y estaban decoradas con remaches de metal que brillaban a la luz de las lámparas. También las correas de sus rifles llevaban remaches de metal que relumbraban sobre sus hombros. Los pantalones parecían cortados a la altura de las rodillas, pero cuando Emília miró con mayor detenimiento, advirtió que los hombres usaban protectores de cuero para las canillas, sujetos con cuerdas que se entrecruzaban alrededor de la parte inferior de las piernas. Sus cinturones con cartucheras, mojados y brillantes por el agua de lluvia, rodeaban las cinturas. Y metidos en ángulo dentro de los cinturones llevaban largos cuchillos relucientes. El más largo pertenecía al Halcón.

—Señora —dijo el Halcón, dirigiéndose a tía Sofía—, he venido a hablar con la señorita Luzia.

A su lado, Emília sintió que su hermana se ponía tensa al oír su nombre. El Halcón cargaba con un paquete bajo el brazo. Llevaba un sombrero sencillo de ganadero y la sombra del ala le ocultaba los ojos.

—¿Qué quieren de mi hija? —preguntó tía Sofía al coronel, que al oírla bajó la cabeza.

—No le haremos daño —dijo el Halcón—. Se lo aseguro.

Emília sostuvo el brazo rígido de su hermana. Tía Sofía sujetó el otro. Salieron juntas afuera. El jardín delantero estaba embarrado y lleno de charcos. El suelo estaba frío. El Halcón le hizo un gesto a Luzia para que diera un paso hacia delante. Cuando Emília y tía Sofía se movieron con ella, él levantó la mano con gesto tajante, ordenándoles que permanecieran atrás.

—Está bien —susurró Luzia.

Se envolvió la colcha alrededor del cuerpo, echó los hombros hacia atrás y se irguió hasta alcanzar toda su estatura. La colcha se arrastró detrás de ella, como una capa. La lluvia resplandecía sobre su pelo. El Halcón alzó el ala del sombrero y levantó la cabeza para mirar a Luzia; no parecía estar a su altura. Emília sintió alivio. No pudo ver el rostro de su hermana, tan sólo la larga trenza oscura. El Halcón susurró algo. Sus labios se movieron, torcidos. Le entregó el paquete que llevaba bajo el brazo. Luzia permaneció inmóvil. La boca del Halcón se volvió a mover. Luzia cogió el bulto y se dio la vuelta. Se dirigió hacia la casa, pasando junto a Emília y tía Sofía, con la mirada clavada en un punto lejano. Tenía los labios apretados. Emília reconoció aquella expresión: era la misma que había puesto Luzia años atrás, cuando le retiraron el entablillado del brazo y le dijeron que jamás volvería a enderezarse. Era la misma cara que cuando bajaron el cuerpo hinchado de su padre de la montaña al pueblo. Era la misma cara que tenía antes de cada pelea en el patio de la escuela, cuando las burlas de sus compañeros dinamitaban su severa compostura.

—Tú —dijo el Halcón, interrumpiendo los pensamientos de Emília—. Ven aquí. Por favor.

Emília dio un paso al frente. El chal que tenía en los hombros pesaba por el agua de la lluvia.

—Ve adentro y empaqueta sus cosas —dijo lentamente, como si estuviera intentando convencer a una criatura—. No demasiadas. Sólo lo que pueda cargar.

Baiano, el mulato alto, acompañó a Emília y montó guardia en la puerta de la habitación. Cuando Emília entró en la casa, su habitación estaba vacía, y también la de tía Sofía. No había ruido en la cocina. Emília se regocijó en silencio. ¡Su hermana se había escondido o había escapado por la puerta trasera! Emília se movería lentamente para darle más tiempo a su hermana. Sus manos temblaron. Con cuidado apartó el mosquitero y colocó la vieja maleta… con la cerradura oxidada y despegada… sobre la cama. Emília escudriñó el baúl de ropa y cogió la enagua más vieja de Luzia, sus bragas más gastadas. Si Luzia había escapado, no necesitaría esas prendas. Aun así, Emília dobló cada pieza con cuidado antes de colocarla en la maleta, desconfiando de la mirada del cangaceiro. Metió el vestido de algodón desteñido de su hermana, un broche roto, un camisón rasgado, algunas bobinas de hilo de bordar de colores insólitos, un acerico viejo para agujas.

—¿Qué estás haciendo?

Emília se quedó paralizada. Luzia estaba de pie en la entrada de la habitación. Su camisón estaba abultado a la altura de la cintura, metido de manera descuidada dentro de unos pantalones color canela. Los pantalones eran demasiado cortos, y dejaban al descubierto los tobillos de Luzia y sus largos pies enfundados en sandalias. Desabrochada sobre el camisón, llevaba una chaqueta también de color caqui. Emília reconoció el género. Era la gruesa tela de bramante que habían deslizado bajo la aguja de la Singer aquella tarde. Las mangas de lona de la chaqueta dejaban al descubierto las muñecas de Luzia. La tela estaba tensa y arrugada a la altura de su codo torcido.

—¿Qué haces aquí? —preguntó Emília—. ¿Dónde estabas?

—En el armario de los santos —dijo Luzia—. Rezando.

Emília se apoyó sobre el baúl de la ropa para calmarse. Tenía un nudo en el pecho; sintió que le faltaba el aliento.

—Me ha dicho que recoja tus cosas —explicó.

Luzia asintió. A la luz de la vela, sus gruesas cejas resplandecían con el agua de lluvia. Sus ojos brillaban. Emília no podía pensar en otra cosa. Cuando eran niñas, solían agarrarse de los brazos y girar dando vueltas y vueltas en el jardín delantero. Se movían con tanta rapidez que Emília sentía impotencia y terror. El mundo se volvía borroso y lo único nítido era el rostro de Luzia delante de ella, cuyos ojos verdes reflejaban el temor de la muchacha. También encontraba allí consuelo, pues si se caían lo harían juntas. Y había asombro, un goce extraño y teñido de ansiedad por saber que habían puesto algo en movimiento que no podían parar.

Se oyó un silbido en el exterior.

—Es hora de irnos —ordenó Baiano.

—Espera —dijo Emília, volviendo a concentrarse en la habitación, la cama, la maleta abierta llena de trapos. La navaja de Luzia descansaba donde siempre estaba antes de meterse en la cama, sobre el baúl de la ropa, entre su cinta métrica y el montón de horquillas. Con un solo movimiento rápido, Emília cogió el cuchillo y las horquillas. Las dejó caer en la maleta y rápidamente cerró la tapa.

Cuando tía Sofía vio a Luzia vestida con el uniforme de los cangaceiros, se llevó la mano al pecho. La lluvia era más densa ahora. El pelo blanco de tía Sofía parecía traslúcido. Emília vio los reflejos de la luz de las velas detrás de los postigos de las casas del otro lado del camino. El pueblo estaba observando en silencio.

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