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Authors: Frances de Pontes Peebles

Tags: #GusiX, Histórico

La costurera (21 page)

BOOK: La costurera
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—La gente no lo cree —le dijo a Degas—, pero un día me iré a la ciudad. Tendré mi propia tienda de costura.

Apretó el paso y bajó la voz hasta que sólo fue un murmullo. Un día, confió Emília, tendría una cocina con azulejos. Comería carne fresca. Tendría un sombrero elegante. Tocaría la bocina de un automóvil.

Degas la miró fijamente. Las comisuras de su boca temblaron. Se la tapó con la mano, pero no pudo reprimir la risa. Emília se apartó de su lado. Era fácil para Degas reírse de esos asuntos. Tenía una camisa de vestir para cada día de la semana; Emília las había visto, perfumadas e inmaculadas, alineadas en la zona del lavadero como una hilera de monaguillos del padre Otto, con sus túnicas blancas y almidonadas. Degas jamás tendría que restregar las manchas de sudor de su ropa cada noche. Degas se permitía el lujo de dejar comida sobre su plato, que después devoraban las criadas de doña Conceição, cuando la patrona no miraba. Emília solía negarse a comer sobras, pero tras la muerte de tía Sofía el hambre se sobrepuso al orgullo y también ella cogía los trozos de pastel mordisqueados y los bordes grasientos de los filetes. Emília sabía que había cosas que Degas daba por sentado que formaban parte de su vida de la forma más natural del mundo: los cordones de cuero de los zapatos, las suaves telas de la vestimenta, las etiquetas de seda cosidas sobre cada uno de sus sombreros con la dirección de un sombrerero de Rúa do Sol. Lo que a Degas le parecían cuestiones triviales, para Emília eran indicios vitales para conocer otro mundo, un mundo en el que deseaba ser admitida. Pero todos los meses subía el precio de los billetes de tren. Todos los meses, Emília debía volver a calcular el tiempo y el esfuerzo que le llevaría ahorrar el dinero para comprar el suyo. Para octubre, el viaje en tren se estaba poniendo al precio de los vestidos de seda de doña Conceição, de los intrincados encajes, de los finos utensilios de plata: objetos que estaban muy cerca de Emília, pero siempre fuera de su alcance.

La risa de Degas se apagó. Se limpió los ojos con un pañuelo. Emília le arrancó el costurero de las manos.

—No te enfades. —La sonrisa de Degas desapareció bruscamente—. Lo siento. No ha sido mi intención reírme. —Se retorció las manos con torpeza, luego continuó—: Lo que me asombra es tu inocencia, Emília. Tu simplicidad. Me resulta refrescante. Me hace verlo todo con renovados ojos.

Emília asintió y permitió que Degas la acompañara a su casa.

Para finales de octubre, en el pueblo se murmuraba ya ferozmente sobre sus largos paseos.

—Te estás granjeando una mala reputación —le dijo, furiosa, la comadre Zefinha—. ¿Qué diría tu tía?

Emília la ignoró. No había nada malo en sus paseos. Todo el mundo veía que Degas la dejaba en la puerta y luego volvía a la casa del coronel. Pero aun así, se preguntaban por qué estaría interesado un hombre de ciudad, un estudiante universitario, por una huérfana, por muy guapa que fuera. En el mercado, las mujeres creían que lo sabían, y cruzaban comentarios en voz alta cada vez que Emília pasaba por delante de sus puestos.

—Esa muchacha no podrá mostrar sus sábanas la noche de bodas.

Si Luzia hubiera estado presente, se habría enfrentado a las mujeres y habría hecho algún comentario agudo. Emília tan sólo se alejaba, con las manos temblorosas y el rostro enrojecido. La comadre Zefinha tenía razón: aquellas caminatas a la caída de la tarde estaban poniendo en peligro su reputación, ya de por sí dudosa. Pero a Emília no le importaba. No intentó adivinar las intenciones de Degas: después del incidente con el profesor Celio, Emília no se permitiría albergar expectativas románticas ni hacer insinuaciones sexuales. Parecía que sólo los hombres tenían esa prerrogativa. Aun así, la joven abrigaba sus propias intenciones. Un día, iría a la capital y tenía que saber lo que la esperaba en ella. Los paseos con Degas permitían a Emília escuchar sus historias, empaparse de sus percepciones de la vida en la ciudad, crearse un retrato mental de Recife.

Para responder a las habladurías, el coronel quiso poner fin a los paseos nocturnos, pero doña Conceiçao lo tranquilizó. Sugirió que pusieran un acompañante a Emília, y cuando el coronel asintió, le guiñó un ojo a la chica. Con ese gesto, Emília comprendió que sus paseos con Degas eran algo más que paseos. Doña Conceição era mayor que ella y era su patrona, pero también era una mujer que comprendía los riesgos y las posibilidades que representaban esas caminatas. Doña Conceição estaba dispuesta a apostar por lo que podía suceder. Desde entonces, Felipe acompañó a la pareja, caminando detrás de ellos con mala cara, dando patadas a las piedras, bufando cada vez que Degas se reía. Con una carabina, los paseos adquirieron rango oficial. Ni Emília ni Degas comentaron el cambio.

El primer día de noviembre, Degas se detuvo a mitad del habitual paseo. Estaban en la plaza del pueblo. Se quitó el sombrero. Quedó al descubierto su pelo ralo y delgado, como el de un bebé.

—He recibido un telegrama de mi padre —dijo Degas—. La huelga universitaria ha concluido. Debo regresar.

Degas esperaba alguna reacción. Emília intentó sentir algo, pero en su interior sólo experimentaba calma. La sorprendió, sin embargo, lo poco que le afectaba, su inmediata convicción de que no lo echaría de menos. Degas miró nerviosamente detrás de ellos, a Felipe. Estaba encendiendo un cigarrillo. Se encendió la cerilla en su mano. Los últimos rayos de sol de ese día iluminaban su rostro. Las pecas de Felipe se habían oscurecido aquel verano, tras las innumerables cabalgadas y los constantes partidos de bádminton con Degas. Parecía que le hubieran espolvoreado canela sobre la cara, sobre la frente y especialmente sobre las mejillas y la nariz. Felipe entornó los ojos, luego se volvió de espaldas. Rápidamente, Degas cogió la mano de Emília. Ella le había permitido hacer aquello una sola vez antes, en la sala de costura, pero aquel era un lugar privado y no la plaza pública. Emília recordó a las mujeres del mercado, sus soeces murmuraciones sobre las sábanas. Retiró la mano.

Degas se encogió de hombros, como si hubiera intentado ser romántico pero no supiera cómo lograrlo.

—Emília —suspiró—, he perdido la capacidad de hacer castillos en el aire hace mucho tiempo. Tú y yo tenemos nuestras necesidades. Tú necesitas marcharte de aquí, y yo necesito…

Bajó la voz. Le volvió a coger la mano, más fuerte esta vez. Respiraba pesadamente y olía a tabaco. Emília sintió que se mareaba.

—Regresaré a la capital —dijo Degas—. Si aceptas, puedes venir conmigo. Será más que una visita. Irás como mi esposa.

El sol había desaparecido casi por completo bajo la línea del horizonte. Emília oyó los pájaros levantar vuelo en la plaza, y el revoloteo de sus alas sonaba como el chasquido de tela fuerte, de buena calidad, sobre la cuerda del tendedero. Detrás de Degas, vio la sombra del rostro de Felipe. La punta encendida de su cigarrillo brillaba.

—Irás como mi esposa —repitió Degas, esta vez más fuerte.

Emília asintió.

Más adelante, esa misma semana, cuando todo el pueblo se enteró de su compromiso y Degas había cruzado con sus padres una docena de telegramas, Emília fue a ver al padre Otto. Tenía que confesarse y preparar la ceremonia. Degas y ella viajarían como marido y mujer. Se rumoreaba en Taquaritinga que Degas la había mancillado, y para conservar el honor del pueblo —no podían tolerar que los muchachos de la ciudad visitaran y sedujeran a sus hijas— el coronel había obligado a su invitado a casarse de inmediato. Degas no se ocupó de desmentir el rumor. Tampoco Emília; su reputación no era tan importante como su huida. Lo admitió durante su confesión al padre Otto.

—Después de todo —dijo Emília, fijando la mirada en el pañuelo en sus manos y no en el perfil del cura a través del entramado de madera—, la mayoría de las muchachas de Taquaritinga se casan por necesidad y no por amor.

Tía Sofía se lo había repetido infinidad de veces cuando intentaba convencerla de ser amable con sus pretendientes. El amor no era como la picadura de una abeja. No llegaba rápida y dolorosamente, cuando uno estaba distraído. Surgía tras años de compañerismo y esfuerzo, de manera que una pareja podía mirarse a los ojos tras décadas de matrimonio y decir con orgullo que había atravesado unida las peores tormentas. Sería lo mismo con Degas, aseguró Emília, pero no tan amargo como en muchos casos. Ella era creativa por naturaleza: había convertido las plumas de una gallina en un sombrero elegante, había confeccionado preciosos vestidos a partir de tela de mala calidad. Degas era un material más fino que aquel con el que Emília había trabajado toda su vida. Había alabado su inocencia, su dulzura, su ingenuidad…, cualidades que Emília ignoraba tener hasta que Degas se las señaló. Con tiempo e imaginación, podía crear un esposo a partir de un hombre así. Podía moldearlo. Y con su refinamiento y su conocimiento del mundo, Degas la guiaría.

El sacerdote se expresó de forma solemne y amable cuando habló al final de la confesión.

—Recuerda, el pecado llama con suavidad —dijo—. Te habla amablemente. No grita; susurra. Te llama con gestos llenos de dulzura y tentadoras posibilidades.

Después, cuando Emília caminaba hacia la casa del coronel, las palabras del sacerdote la irritaron. ¿Quién no deseaba dulzura? ¿Quién no prefería un susurro a un grito? ¿Quién deseaba tan sólo esfuerzo y austeridad? A su modo de ver, la monotonía de la bondad parecía tan estéril y vacía como la sala de costura de doña Conceição, tan sólo paredes blancas y áspero trabajo. Había perdido a su tía y su hermana. Había eliminado el altar de san Antonio. Había dejado de leer las novelas por entregas de
Fon Fon
. Sólo tenía a Degas.

«He perdido la capacidad de hacer castillos en el aire».

No mucho antes, Emília habría sentido un escalofrío al escuchar esas palabras. Pero cuando las pronunció Degas, no sintió decepción. No quería hacer nada en el aire. Quería baldosas y cemento. Quería agua corriente. Quería un vestido refinado, un sombrero elegante, un billete de tren en primera clase que poder presentar orgullosamente al revisor, quien con su mano la ayudaría a subirse al vagón.

Capítulo 4

Luzia

Matorral de la caatinga, interior de Pernambuco

Mayo-septiembre de 1928

1

Al principio, ella era un objeto más de los que acumulaban en sus redadas. Era como aquel acordeón rojo que tanto admiraban; como los anillos de oro que arrancaban de los dedos a los coroneles poco amistosos; como los crucifijos o los relojes de bolsillo de madreperla que saqueaban en los joyeros. El Halcón llevaba un estuche dorado para las cosas de afeitar, una petaca de plata y unos prismáticos de bronce, metidos en otro estuche, éste forrado de terciopelo. Sus hombres y él grababan sus iniciales sobre cada uno de los objetos que adquirían, los adornaban con remaches de metal y correas de cuero, y los llevaban consigo por las zonas más impenetrables del monte arrasado por la sequía. Cuando finalmente entraban en un pueblo, curas y niños, granjeros y coroneles, por igual, se quedaban estupefactos ante la asombrosa fortuna de los cangaceiros, y los tesoros cobraban un valor sólo comparable a la siniestra grandeza de su origen. Durante las primeras largas semanas de permanencia en el grupo, Luzia se sintió como una de aquellas posesiones. Era un tesoro inútil, una carga extra adquirida en un momento de debilidad y fascinación. Y como aquellos prismáticos, aquellas pitilleras, aquellos incontables crucifijos de oro que se manchaban con el propio sudor de los cangaceiros, se corroían por las lluvias del invierno y eran golpeados y atravesados por las balas durante las redadas, Luzia temió que también ella sería irrevocablemente transformada.

Cuando le dirigió la palabra fuera de la casa de tía Sofía, no le gritó. No la amenazó. No le hizo promesas ni le dio garantías.

Sencillamente, le entregó el uniforme de reserva que ella misma le había cosido a Baiano y le dijo:

—Nunca he visto a una mujer como tú. —Pero no hubo ni compasión ni deslumbramiento en su mirada. Ni siquiera echó un vistazo a su brazo tullido—. Ven o quédate. Veamos qué prefieres.

Era un desafío, no una pregunta. «Veamos». Luzia tomó el uniforme y se dirigió hacia la casa, hacia el armario de los santos. Les pediría que la guiaran, que la orientaran. Pero lo que terminó por decidirla fue el suelo, no los santos. Fueron los profundos surcos que sus rodillas habían dejado, tras años de oración y deliberación. Luzia pasó los dedos sobre las cavidades, como trazando el mapa de su vida. Se volverían más y más profundas con sus oraciones diarias. Habría sequía y lluvias. Llegarían bodas y funerales. Cada mes de julio, Luzia recogería del suelo las vainas de las alubias y las amontonaría en el salón. Cada mes de agosto las sacaría fuera para que se secaran. En enero era el turno de las castañas de cajú; en abril, el de las frutas. Con el tiempo, Emília se marcharía. Tía Sofía pasaría a mejor vida, con una vela entre sus rígidos dedos para iluminar su camino al cielo. Y Luzia se quedaría atrás, arrodillada ante el armario de los santos, rezando por el alma de su tía y por la felicidad de su hermana. Esperando. ¿Esperando qué? No lo sabía. No sería la muerte, pues ya le habría llegado, lenta y sigilosa, llevándosela poco a poco, cada día de su solitaria existencia. Esperaría algún tipo de salvación; una pequeña gracia que el suelo hundido y aquellos santos veleidosos jamás podrían darle, porque no importaba cuánto rezara o cuántas velas encendiera, siempre sería Gramola, la estropeada e intratable Gramola, y jamás sería otra cosa.

Luzia retiró la mano del gastado suelo y acunó su codo rígido. Sintió algo amargo que brotaba en su interior. Deslizó otra vez la mano sobre el suelo y tocó el traje de lona de cangaceiro. Con lentitud, se puso los pantalones. Le resultaba extraño tener las piernas separadas de aquella manera. Caminó de un lado a otro por la oscura cocina. Con los pantalones podía dar pasos más largos. No tenía que preocuparse por una falda díscola, por el aire, por estar en alto o agacharse de forma poco pudorosa. Se sentía bien con los pantalones, protegida y al mismo tiempo libre. ¿Se sentirían así los hombres?

Estuvo a punto de hablarle a Emília sobre esta sensación de libertad. Su hermana había querido confeccionar pantalones para ella misma desde que los había visto en las revistas, pero aquella noche los ojos de Emília estaban vidriosos y distraídos, y sus movimientos eran nerviosos. Le habían ordenado que hiciera la maleta de Luzia.

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