Para cuando salió la primera luna llena, tan redonda y blanca como una de las hostias del padre Otto, también Luzia había olvidado. No podía recordar el olor de tía Sofía ni las manos hábiles de Emília. Su mente estaba tan turbia y densa como el zumo de cactus que le daban. No había ni horas ni minutos, ni hoy ni mañana. Sólo existían sus pasos esforzados y sus pesados pies, rojos y llagados, en carne viva. Sólo existía su estómago comprimido, su garganta seca, su orina acre de color ámbar. No sentía temor ni se lamentaba por nada.
Un frasco vacío se llena con facilidad, solía decir Sofía. Por ese motivo, la tía de Luzia se obsesionaba por mantener llenas cada una de sus jarras de arcilla… Si alguna estaba vacía se volvía refugio de arañas, lagartijas o cucarachas de caparazones brillantes que procedían de los bananos. Cuando miraba atrás, durante sus primeras semanas con los cangaceiros, Luzia sentía como si su mente se hubiera dado la vuelta y se hubiera vaciado como una de las jarras de arcilla de tía Sofía. Pero lentamente se redujeron sus desmayos. Sus pies se cubrieron de una piel gruesa y amarilla. Sus manos se oscurecieron con el sol, adquiriendo el color del azúcar quemado. La piel de su cara y su cuello se quemó y se despellejó tantas veces que adquirió una textura tensa y áspera. A medida que el cuerpo se reponía, la mente se volvía más aguda.
Comenzó a ver la diferencia entre los troncos nudosos de los árboles de canela de velho —que le recordaban los dedos artríticos de tía Sofía— y la tersa corteza amarilla del inaé. Aprendió a esquivar los bulbos con forma de alfiletero de los cactus bonete que asomaban en su camino. Aprendió a distinguir entre el ronco canto del pájaro canção y el martilleo del campanero herrero. Luzia también comenzó a analizar a los hombres. Pronto, como hizo con los árboles y los pájaros del matorral, aprendió a reconocer a cada cangaceiro de manera individual. Mientras caminaban, podía identificarlos por su altura y el cabello que asomaba de sus sombreros de cuero. Unos pocos, como el Halcón, tenían el cabello fino y enmarañado, de color claro en las puntas, por el sol. Los otros…, Ponta Fina, Zalamero, Baiano, Orejita, tenían pelos rizados o melenas de fuertes mechones. Cuando los cangaceiros no estaban caminando, estaban ocupados montando el campamento, encendiendo fogatas y obteniendo alimento. Sólo durante las oraciones permanecían lo suficientemente quietos como para que Luzia los pudiera observar.
Todos los días antes del amanecer, los hombres rezaban. Se levantaban de sus frazadas y se quitaban los morrales de gruesas correas por encima de la cabeza. Se despojaban de las cantimploras de cuero para el agua, de las vasijas y de los pesados cinturones de balas que llevaban incluso cuando dormían. Se arrodillaban delante del Halcón y se desabrochaban las chaquetas. Prendidos a las túnicas había trozos de su pasado: la fotografía descolorida de una hermana, un mechón de cabello, una cinta roja que se había desenrollado, un trozo húmedo de papel. Ponían las manos sobre estos objetos e inclinaban las cabezas.
Rezaban no tanto por sus almas como por sus cuerpos, repitiendo una oración para cerrar sus cuerpos a la enfermedad, las heridas y la muerte. Cuando terminaban, cada hombre extraía un objeto de su morral y lo depositaba en el suelo frente así. Baiano ponía un abollado reloj de bolsillo. Ponta Fina, su colección de cuchillos. Sabia, el mejor cantante del grupo, ponía el acordeón de laca roja delante. Chico Ataúd, el de la calva, ponía su pitillera cincelada; Cajú, el de la nariz aguileña, una bolsa con dientes de oro. Zalamero ponía una fusta con remaches de plata en el mango. Orejita ponía un libro delante de él, aunque no supiera leer. Uno por uno, todos, salvo el Halcón, depositaban sus objetos. Luzia inclinaba la cabeza pero no rezaba. En cambio, observaba a escondidas a los hombres.
Observó que Ponta Fina se comía las uñas. Baiano, el alto mulato, era el número dos del Halcón. Conservaba un collar de semillas rojas alrededor de la muñeca para protegerse contra las serpientes. Cajú no toleraba las bromas sobre su larga nariz. Jacaré masticaba corteza incesantemente para conservar los dientes blancos. Chico Ataúd tenía la costumbre de darse palmadas sobre la calva, como para asegurarse de que no seguía perdiendo pelo. Una mañana, Luzia oyó a los hombres conversar y se enteró de que Medialuna había perdido el ojo cuando era niño, jugando a cangaceiros contra coroneles. Una espina de cactus se le había clavado en él, dándole el aspecto amarillento de un huevo cocido. Zalamero, que tenía la piel de color carbón, obtuvo su apodo a partir de la hilera de marcas en la vaina de su cuchillo, una por cada dama seducida. Las furcias no cuentan, dijo. Branco, el de la cara pecosa, tartamudeaba al hablar. Imperdible tenía una enorme colección de santos de papel prendidos a su túnica, bajo la chaqueta. Jurema tenía unos brazos largos y delgados que aleteaban frenéticamente cada vez que tocaba el acordeón de Sabia. Coral tenía miedo de atragantarse, y masticaba la comida una docena de veces antes de tragar. Tatú tenía un vientre enorme. Furao tenía unos dedos largos y habilidosos. Surubim era el único cangaceiro que sabía nadar. Inteligente se enredaba con las correas del morral todas las mañanas y Canjica, el viejo cocinero del grupo, le ayudaba pacientemente a desenredarse. Presumido tenía ojitos de cerdo y le faltaban muchos dientes, pero todas las tardes se limpiaba meticulosamente el uniforme, sacando lustre a las monedas cosidas sobre el ala del sombrero y puliendo sus alpargatas. Y Orejita se sumía en un hosco silencio cada vez que el Halcón solicitaba el consejo de Baiano y no el suyo.
El Halcón siempre se arrodillaba en el centro del círculo de oración. Miraba fijamente al suelo y entonaba las oraciones lentamente, pronunciando las largas palabras sílaba por sílaba, como si las hubiera memorizado pero no comprendiera cabalmente su significado.
—Amado Señor —comenzaba el Halcón con voz profunda y serena—, enviado del pecho de Dios para absolver nuestros pecados, danos tu gracia y tu misericordia. Aleja de nosotros la furia de nuestros enemigos y abraza a tus hijos en tus brazos llenos de gracia.
Se agarraba las manos con fuerza. Tenía las uñas cortas, con las puntas blancas. Cada mañana, las limpiaba con un cepillo de cerdas duras. Por la noche, a menudo se sentaba solo, lejos de la fogata, y miraba fijamente la oscuridad del matorral. Levantaba la nariz y se concentraba en inspirar profundamente, como queriendo detectar algún olor. Algunas noches hablaba con Baiano. Luzia no podía escuchar sus conversaciones. Sólo podía ver un cigarrillo concienzudamente liado, entre sus labios gruesos y torcidos. Cuando se acababa el cigarrillo, se frotaba la cara de manera violenta, como queriendo reanimar su lado flácido.
Durante el día, Luzia y los hombres marchaban detrás de él, siguiendo su paso presuroso. Miraba hacia abajo, temiendo encontrar alguna serpiente. Los guiaba a través del laberinto de espinos y árboles, y parecía reconocer cada formación rocosa, cada tronco negro, cada ladera, cada barranco. En el matorral, hasta las pequeñas hazañas, como encontrar un manantial de agua dulce oculto entre dos rocas o localizar un árbol umbuzeiro sombreado con gruesas raíces tuberosas, que podían arrancar y chupar para engañar la sed, se transformaban en milagros. El Halcón siempre los realizaba. La regularidad de sus hallazgos hacía que parecieran más que una mera coincidencia. Se volvían más importantes, más significativos, como dádivas de una mano que los guiara.
Algunas noches, insistía en que no encendieran fogatas ni fumaran cigarrillos. Otras noches despertaba a todos y los hacía abandonar el campamento. Cualquiera que fuese su capricho, los hombres obedecían. Era su maestro silencioso y melancólico, que coleccionaba hojas y cortaba pedazos de tronco para enseñarles cuáles eran venenosos y cuáles restablecían la salud. Les mostraba cómo hacer infusiones, pastas y cataplasmas para curar dolores de muelas, úlceras, dolores de cabeza y heridas. Era un padre severo, y no toleraba el descuido. Así como intuía cómo encontrar el camino a través del matorral, parecía adivinar cómo agradar a cada hombre y cómo mortificarlo. Una vez rompió el pañuelo de seda de Ponta Fina porque éste no había enterrado lo bastante hondo los restos de comida y al mirar para atrás habían visto buitres volando en círculos sobre el campamento abandonado, lo que delataba la presencia de los cangaceiros. El Halcón era también el hermano de todos, y revolvía cariñosamente el pelo de Ponta Fina, daba palmadas en el hombro a Inteligente o aplaudía con frenesí cuando Sabiá cantaba alguna de sus melancólicas baladas. Y por encima de todo era su sacerdote, y el consejero que los trataba, no como esclavos o brutos, sino como hombres.
A Luzia le desagradaban sus extraños caprichos. No había lógica en sus peticiones de silencio. Simplemente inclinaba la cabeza, emitía algún sonido indescifrable y hacía un gesto con las manos.
—Dejad de respirar —ordenaba, susurrando con tono severo—. Hacéis demasiado ruido al caminar —reprendía, haciendo que Luzia se sintiera como una niña indisciplinada—. No arrastréis los pies.
Cuando le hablaba, Luzia sentía una terrible sensación de ardor, como si se hubiera tragado una guindilla. Aquel nervioso calor se apoderaba de ella cada vez que el Halcón la miraba mientras cosía. Hacía que las puntadas le salieran torcidas y las palabras confusas y lentas. Luzia lo odiaba por ello. Cuando rezaba, se obligaba a concentrarse en sus partes del cuerpo y no en el todo, para contrarrestar el nerviosismo. Miraba fijamente su fina muñeca, que se iba adelgazando, en comparación con sus gruesas manos. Una vena azul corría hacia arriba, debajo de la piel, y desaparecía dentro de la manga de la chaqueta. Miraba fijamente sus orejas, curvas y morenas, como las semillas del árbol de tamboril. Miraba cada uña cuadrada, con el borde blanco.
—Si nos encuentran nuestros enemigos —decía el Halcón, prosiguiendo con la oración—, tendrán ojos, pero no verán. Tendrán oídos, pero no nos oirán. Tendrán bocas, pero no nos hablarán. Amado Redentor, danos las armas de san Jorge. Protégenos con la espada de Abraham. Aliméntanos con la leche de nuestra Virgen Madre. Ocúltanos en el Arca de Noé. Cierra nuestros cuerpos con las llaves de san Pedro, en donde nadie podrá atacarnos, matarnos ni quitar la sangre de nuestras venas. Amén.
Luzia había asistido a misa toda su vida y jamás había escuchado al padre Otto pronunciar semejantes oraciones. Pero el sacerdote nunca se había arrodillado frente a ellos como lo hacía el Halcón. El cura jamás había usado un tono tan profundo y melancólico, orando con tanto fervor que se le quebraba la voz. Cuando esto sucedía, el Halcón parecía frágil, confundido. Era una señal de que se trataba de un hombre como cualquier otro, y resultaba un consuelo.
—Amén —farfullaban los cangaceiros. Se soltaban las manos. Levantaban la cabeza. Uno por uno, se inclinaban hacia delante y escupían sobre los objetos que tenían ante sí.
Siempre la horrorizaba la forma que tenían de carraspear, fruncir los labios y escupir rápida y expertamente. Los hombres echaban entonces un vistazo incómodo a Luzia.
Tal vez advirtieran la desaprobación en su rostro. A sus ojos, los objetos que tenían ante ellos eran inertes e inocentes, lo cual transformaba el acto de escupir en una acción de violencia innecesaria y calculada. Luego, los hombres limpiaban sus objetos y los metían rápidamente en sus morrales, sin mirarla.
Luzia también llevaba un par de mochilas de lona. Unos días después de salir de Taquaritinga, los hombres vaciaron su vieja maleta. La cogieron y la llenaron con los desechos del campamento, los posos del café, restos de cactus, una lata vacía de brillantina, y luego la enterraron. Después los cangaceiros examinaron los objetos que Emília le había metido en la maleta a Luzia, sacudiendo la cabeza ante el viejo vestido, el hilo de bordar, el alfiletero, las bragas rotas. Se habían reído de su navaja, hasta que el Halcón los obligó a devolvérsela. Al principio, Luzia se sorprendió, pero cuando él colocó el cuchillo de nuevo en sus manos, le pareció pequeño y patético, y supo que no se lo había devuelto por simple amabilidad. Quería mostrar a sus hombres y a la propia Luzia lo inofensiva que era ésta. Aunque estuviera armada, no representaba ninguna amenaza. Algunos de los cangaceiros no estaban de acuerdo. No veían a Luzia como un peligro físico, sino más profundo.
—Las mujeres traen mala suerte —oyó que mascullaba una vez Medialuna al acampar. Varios hombres coincidieron, hasta que Baiano los acalló.
A los bandidos la presencia de Luzia no les gustaba. Usaba su uniforme, llevaba mochilas y había bebido el amargo xique-xique, como ellos, durante su iniciación, pero no era uno de ellos. A menudo, Luzia se daba cuenta de que la estaban observando, analizándola como ella los analizaba a ellos durante las oraciones. Pero en sus rostros no había miradas curiosas o amistosas; tan sólo había preocupación y expectativa, como si estuvieran esperando que ella revelara su propósito. Luzia no comprendía estas miradas, hasta que el muchacho cangaceiro se las explicó.
Además del Halcón, sólo Ponta Fina le hablaba. Y dado que su garganta enferma le prohibía formular preguntas o estar en desacuerdo con el muchacho, Luzia no podía hacer más que escuchar y asentir. A causa de su edad, los hombres se burlaban de Ponta o le daban órdenes. Rara vez toleraban su conversación. En Luzia encontró a una persona que lo escuchaba y estaba dispuesta a aprender. Le mostró cómo despellejar las ratas de campo de aspecto atractivo, o a raspar las escamas de los pescados. Algunas veces hablaba de los otros hombres y desahogaba sus frustraciones. Una vez, se aventuró a especular sobre su presencia.
—El capitán te vio en sus oraciones —susurró el muchacho—. Dijo que debíamos traerte con nosotros para tener suerte, por algún fin que cumplirás. Todo el mundo hace conjeturas sobre cómo nos ayudarás. ¿Sabes? Hasta hay apuestas. —El muchacho sonrió, revelando sus dientes de rebordes oscuros—. Algunos comentan que no supondrás ninguna ayuda, pero no se lo dicen al capitán. Yo apuesto a que será algo relacionado con tu nombre, quizá con la santa. Baiano dice que tal vez nos des una visión. Nos mostrarás un nuevo camino.
Luzia asintió. Aquella noche tuvo su pérdida mensual de sangre. Luzia tuvo que dar un uso diferente al viejo vestido que Emília había metido en la maleta. Con su navaja, rápidamente cortó la tela en tiras. Había guardado las plumas de las palomas que los hombres cazaban, y de noche cosió puñados de éstas entre los retazos del vestido. Luego cogió las improvisadas compresas y se alejó del campamento, hacia el matorral. Los hombres no le hicieron preguntas ni la siguieron. La habían visto deshacer el vestido y parecían intuir que su partida al matorral respondía a algún tipo de misterioso deber femenino, del cual no deseaban saber nada.