La costurera (69 page)

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Authors: Frances de Pontes Peebles

Tags: #GusiX, Histórico

BOOK: La costurera
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A pesar de la falta de tropas, Higino ha dispuesto un plan para desmantelar la red de cangaceiros. Su propuesta es doble. Primero, localizar a todos los
coiteiros
—aliados y parientes de los cangaceiros— e impulsarlos a ser patriotas. Segundo, suministrar incentivos en efectivo por la captura, vivos o muertos, de los bandidos. El doctor Duarte Coelho ha incrementado su recompensa, ya generosa. Cualquier ciudadano patriota que le traiga el cráneo de la Costurera junto con el de su hijo recibirá 500.000 reales. Dado que esos cráneos serán usados para estudios científicos, deberá presentarse alguna prueba de identidad para recibir la recompensa.

Los cuerpos de los topógrafos asesinados serán transportados a Recife. Víctimas de una violencia siniestra e innecesaria, los topógrafos murieron por una causa noble. La carretera Transnordeste, parte del Proyecto Nacional de Caminos, cuyo objetivo es unir todo el país en los próximos quince años, será una gran arteria que conectará el noreste no sólo con el resto de Brasil, sino también con la prosperidad. Las carretas tiradas por bueyes y las caravanas de burros resultan arcaicas cuando se comparan con el automóvil. El río San Francisco —también conocido como Chico Viejo— resulta una vía de transporte poco fiable para nuestras producciones agrícolas. ¿Cómo pueden nuestras fábricas textiles producir finas telas cuando el nivel del río es demasiado bajo para las barcazas que transportan el algodón? ¿Cómo puede competir el noreste con nuestros vecinos del sur si nuestro crecimiento depende de un inmanejable Chico Viejo?

La carretera Transnordeste es nuestra mejor solución. Debido a las condiciones sumamente secas de las tierras del interior y a las persistentes amenazas para los topógrafos, el Instituto Nacional de Caminos está considerando una solución radical que permita desarrollar los estudios previos necesarios para cartografiar la región: la observación aérea. El capitán honorario Carlos Chevalier se ha ofrecido a pilotar su avión sobre la zona, acompañado de un cartógrafo y un fotógrafo.

Actualmente, el Instituto de Caminos está haciendo generosas ofertas a los terratenientes con propiedades a lo largo de la ruta prevista para la nueva carretera. Se alienta a éstos para que actúen como buenos patriotas. Sus medios de vida no se verán afectados de manera adversa. Los terrenos situados junto a la futura carretera serán más valiosos que cualquier cosecha de algodón o pasto para el ganado. Los viajeros que recorran esa carretera necesitarán manutención y alojamiento, y las compañías de petróleo pagarán generosamente por instalar sus estaciones de servicio. Pese a todo ello, el incentivo económico no es lo más importante. Como dice el presidente Gomes, «los patriotas no sólo ayudarán a construir la carretera: construirán una nación».

8

Para el Domingo de Ramos no había ramas con hojas verdes que los habitantes de la caatinga pudieran recoger y ofrecer a sus sacerdotes. La procesión del Santo Entierro del Viernes Santo fue más solemne que de costumbre, sin flores ni frutas para decorar el lecho de muerte del Cristo de madera. Sin embargo, había abundantes hierbas secas y hojas muertas para rellenar los muñecos de Judas. En la mañana de Pascua, en toda la caatinga, los adultos cogían palos y se unían a los niños para golpear la efigie del traidor. En esos tiempos de sequía, la resurrección era difícil de imaginar, pero el Juicio no lo era. Los habitantes condenaron al Chico Viejo por volverse tan poco profundo y hacer que sus tributarios —el Moxoto y el Mandantes— se convirtieran en hilos angostos. La gente maldijo sus cultivos marchitos. Las madres se reprendían ellas mismas por masticar los últimos trozos de carne seca que habían guardado para sus hijos. Los vaqueiros maldecían las gruesas espinas del cactus mandacaru, que, incluso después de ser quemadas en hogueras, continuaban aferradas a la pulpa carbonizada de la planta y herían las bocas de las hambrientas cabras y vacas. Los vaqueiros injuriaban a las moscas que se alimentaban en las ensangrentadas bocas de los animales. Se maldecían ellos mismos por envidiar a esas moscas.

Antonio experimentaba la misma rabia impotente de los demás habitantes, pero no culpaba a la naturaleza de sus problemas. Culpaba a Celestino Gomes.

—¡Construirá una carretera, pero no excavará pozos! —decía Antonio todas las noches después de las oraciones—. ¡Enviará cartógrafos, pero no comida! ¡Gastará mucho dinero en caminos, pero nada en diques!

Por primera vez, Antonio tenía una causa. Había encontrado un objetivo. Antes, su misión sólo era vivir como quería, sin ningún coronel que le diera órdenes. Los coroneles y él habían vivido dentro de una complicada telaraña de favores y protecciones. El asunto de la carretera, sin embargo, no era nada complicado. Iba a dividir las tierras áridas en secciones desordenadas. Antonio no le debía lealtad ni respeto. Cuando Gomes declaró que todos los que se oponían a la ruta del Transnordeste tendrían que ceder, Antonio decidió que él no cedería.

La mayoría de los cangaceiros estaba de acuerdo. Antonio era su líder, su capitán, y si él decía que una serpiente era venenosa o una planta era peligrosa, los hombres le creían. La amenaza de la carretera Transnordeste no era diferente. Pero la gran carretera no era real, al menos de momento. Las obras de su construcción estaban aún lejos, cerca de la costa, de modo que no había ingenieros ni equipos de maquinaria ni carros de bueyes que los cangaceiros pudieran atacar. La amenaza de la Transnordeste estaba en el futuro, y los cangaceiros estaban acostumbrados a pensar solamente en el presente. Algunos de los hombres —Orejita en particular— necesitaban un enemigo tangible, uno contra el que poder luchar de inmediato. Las decapitaciones de los topógrafos habían dejado satisfecho a Orejita, pero eso no duró demasiado. Después de que el grupo del Halcón capturara y ejecutara a seis topógrafos del gobierno, no aparecieron más técnicos por el sendero del ganado.

En junio de 1932, las únicas personas que se podían ver en esa cañada eran los primeros fugitivos de la sequía —mujeres y niños que mantenían en equilibrio grandes bultos sobre sus cabezas—, que se dirigían a la costa antes de que las condiciones empeoraran aún más. La gente los abucheaba, llamándolos fugitivos, inconstantes y traidores. Nadie se dirigía a los coroneles de esa manera. Los magnates de la región estaban también preocupados por la inminente sequía y muchos reunieron a sus familias y abandonaron la caatinga en el tren de pasajeros. Los coroneles se refugiaban en sus casas de veraneo en Campiña Grande, en Recife o en la ciudad capital de Paraíba, a la que le habían puesto recientemente un nuevo nombre: José Bandeira, en memoria del héroe caído y viejo compañero de candidatura de Gomes. Era fácil para los coroneles desconfiar del nuevo presidente, porque era un desconocido. Sin embargo, dado que la mayoría de ellos buscaron refugio en la costa, iba a ser conveniente que Gomes los conociera. Luzia se temía que cuanto más tiempo pasaran los coroneles alejados de la caatinga más los iba a cortejar Gomes.

El Instituto Nacional de Caminos empezó a ofrecer sumas enormes a cambio de las propiedades situadas sobre la ruta de la carretera Transnordeste o en las cercanías. Como la mayor parte de la tierra de la caatinga, esas propiedades pertenecían a los coroneles. A Luzia no le gustaba que ellos se fueran a beneficiar con la dichosa carretera. Antonio también sospechaba una traición por parte de los coroneles. Al igual que Orejita.

—Debimos haberlos matado cuando tuvimos la oportunidad —dijo Orejita—. Y apoderarnos de sus tierras.

Antonio se quedó con la mirada perdida. Las sombras producidas por la fogata le oscurecían la cara, lo que hacía que las arrugas de preocupación o desaprobación —Luzia no podía precisar cuál de las dos expresiones— que se amontonaban en el lado bueno de su frente parecieran más profundas, más exageradas. El lado de su cara con la cicatriz colgaba, flojo. Desde que el ojo derecho de Antonio se había nublado, el lado afectado de su rostro ya no parecía sereno, se veía inexpresivo, como las miradas de los ojos muertos de los peces surubíes que los cangaceiros pescaban en el río.

—Y luego, ¿qué? —bufó Ponta Fina—. Si los hubiéramos matado, ¿quién nos conseguiría las balas? ¿Tú?

Los subcapitanes y Luzia estaban sentados a poca distancia del campamento. Hablaban en voz baja para que los otros cangaceiros no pudieran escuchar sus planes o sus discusiones. Antonio permitía el debate entre sus subcapitanes siempre y cuando hablaran respetuosamente y regresaran al campamento unidos en un frente común. Había entregado a sus lugartenientes pañuelos rojos para que se los ataran en el cuello como signo de su posición. El capitán, Antonio, llevaba un pañuelo verde. Luzia llevaba sólo un raído pañuelo azul en la cabeza, como los demás cangaceiros, pero en su calidad de «madre» venerada era admitida en las reuniones de los capitanes. Orejita nunca la miraba cuando ella hablaba. Cada vez que Orejita expresaba su opinión, Luzia veía que la piel marrón brillante de la barbilla de Baiano se arrugaba. Cuando Baiano hablaba —con voz baja y pausada— Orejita movía inquieto los pies. Ponta Fina se quejaba por esto. Él y Orejita se peleaban a menudo.

—No deberíamos depender de los coroneles para obtener balas —dijo Orejita—. Tenemos que encontrar otra manera de abastecernos. Ese doctor podría conseguirnos la munición.

—No —contestó Antonio.

—Podemos quemarles las casas —insistió Orejita—. Demostrarles a los coroneles que no queremos que regresen. Podemos castigar a sus vaqueiros, a sus criadas. A todos los que se ocupan de sus asuntos. Así aprenderá esa gente a sernos leales a nosotros y no a los coroneles.

—No es culpa de la gente —replicó Antonio, negando con la cabeza—. Sus amos los han abandonado, espantados por la sequía. Si la sequía tiene lugar, podemos ayudarlos. Conseguir comida para ellos. Enseñarles a buscarla en cualquier parte. Nos estarán agradecidos. Nos lo deberán a nosotros, no a los coroneles ni a Gomes. Así es como nos ganaremos su lealtad. Y la necesitaremos cuando llegue aquí la carretera.

No hacía mucho, Antonio le había confesado a Luzia que él veía la sequía como una oportunidad. Sería su oportunidad para ganarse la confianza de los agricultores arrendatarios, de los comerciantes, de los vaqueiros y de los pastores de cabras. Había decidido alimentarlos durante los meses secos, con la esperanza de que se pusieran de su lado en una lucha más grande, aquella que librarían contra la Transnordeste.

—La gran carretera —dijo con impaciencia Orejita— no es una realidad. No lo construirán. Si hay sequía, no van a desperdiciar su tiempo.

—La construirán —insistió Antonio, alzando la voz—. ¿Crees que van a venir aquí cuando todo esté mojado? ¿Para construir sobre el barro? ¿Qué granjero levanta una casa en la época de lluvias? Gomes quiere aprovechar las temporadas secas. Así les será más fácil. Y con los trabajadores llegarán los soldados.

—Soldados… —repitió Orejita. Hizo un gesto con la cabeza en dirección a Luzia—. ¿Se nos permitirá luchar contra ellos?

Ponta Fina inclinó la cabeza. Baiano suspiró. Todos albergaban las mismas preocupaciones, las mismas dudas. Incluso Luzia. ¿Podrían pelear estando ella presente o eso les haría ir más lentos, con lo que serían vulnerables? Había visto su cara impresa en el periódico. Su retrato había sido ampliado para mostrar sólo la cara. Encima de la fotografía ampliada aparecía la palabra «Buscada» y se ofrecía una gran recompensa. Abajo podía leerse: «Madre e hijo».

Luzia movió los pies en el suelo. La poca comida que había ingerido se le instaló en el pecho, y allí ardía. El niño le apretaba los órganos, le empujaba las tripas. Estaba en el séptimo mes. Debajo del chal, el vientre de Luzia era redondo, pero no blando. Estaba tirante y duro, como una calabaza de agua. Tenía los tobillos deformados e hinchados, tan gruesos como los troncos de las palmeras ouricuri. Había tenido que hacer cortes en sus sandalias de cuero para que le entraran los pies. En su morral llevaba una serie de objetos que iba a necesitar para el parto: una aguja gruesa, un par de tijeras de costura libres de herrumbre, una mezcla de pimienta y sal para poner en la herida umbilical y varios trozos de tela limpia. Luzia hasta se había decidido por un nombre. Le había hecho una nueva promesa a su protector desde la infancia, Expedito, el santo patrono de las causas imposibles. Había roto su primera promesa; no rompería la segunda.

—Mi vientre no afecta a mi puntería —aseguró Luzia—. Además, pronto desaparecerá.

«Desaparecerá». Aquello sonaba como si el abultamiento de su estómago fuera una molestia, una dolencia temporal, como una ampolla o una picadura de abeja. Para Orejita y algunos de los cangaceiros, lo era. Para otros, el vientre grande de Luzia era la prueba de su buena suerte, de su fortaleza. ¿Qué otra mujer podía llevar un niño en el vientre por las tierras áridas? ¿Qué otra mujer podía sobrevivir a aquellas largas marchas y a aquellos tiempos de sequía y seguir manteniéndose tan vital, con el vientre tan redondo y lleno? Solo la misma Virgen Madre.

«El niño será un gigante, loado sea Dios», decía a menudo Baiano. Varios estaban de acuerdo. Todos los días Antonio le daba la mitad de su ración de comida a Luzia, que la agregaba a la que le tocaba. Ponta Fina también compartía su comida con ella. De todos los cangaceiros, Luzia era la que se sentía menos acosada por el hambre. Para compensarlos, ella ayudaba a los hombres a encontrar hondonadas secas y arroyos. Cuando a ellos les faltaba energía, Luzia escarbaba en la arena caliente hasta que brotaba el agua. Cavaba alrededor de los troncos de umbuzeiro y sacaba raíces redondas, grandes como la cabeza de un bebé. El agua contenida en esas raíces era opaca, resinosa y siempre tibia. El trabajo la dejaba exhausta, pero Luzia tenía que mostrarse útil, tenía que demostrar que no era una carga.

«Desaparecerá». No podía decir «nacerá» porque no quería pensar en el parto. Cuando era joven, Antonio había atendido en el parto a muchas vacas y cabras, al igual que Ponta Fina. Ellos podrían ayudar a Luzia si el niño llegaba antes de lo previsto. Al día siguiente su grupo se iba a detener en la casa abandonada de un coronel para recoger provisiones, y luego se iban a dirigir a Taquaritinga. Allí Luzia iba a encontrar a una comadrona que la atendiera en el parto. Después de eso, su niño desaparecería realmente al ser entregado en los brazos del padre Otto.

Orejita miró a Luzia. Tenía los labios apretados. Lentamente los fue relajando, hasta que se abrieron. El hombre dejó escapar un suspiro, como si se hubiera dado cuenta de algo.

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