La costurera (33 page)

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Authors: Frances de Pontes Peebles

Tags: #GusiX, Histórico

BOOK: La costurera
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Durante los largos días sofocantes del verano, el único sonido en la casa de los Coelho provenía de la cocina. El pasillo que conducía a la parte posterior de la casa estaba sombrío y lleno de vapor. Olía a humo y ajo, a plumas de gallina mojadas y a fruta madura. Emília solía detenerse en ese corredor y cerrar los ojos sólo para inhalar los aromas, que le recordaban la cocina de tía Sofía. Pero era lo único en que se parecían. La enorme cocina de los Coelho estaba cubierta de azulejos y tenía cuanto dispositivo moderno podía existir. Pero a pesar de que el doctor Duarte insistía en la modernidad, la cocina era el ámbito de doña Dulce, la retrógrada. Sólo se utilizaba la cocina de gas para calentar agua. Todas las mañanas, la cocinera encendía lumbre debajo del fogón revestido de ladrillos, para preparar las comidas. En lugar de usar una plancha eléctrica, la criada de piel arrugada alisaba la ropa con una plancha de hierro, pesada y llena de brasas. Detrás de la cocina había un enorme depósito donde la lavandera restregaba la ropa con sus brazos curtidos y musculosos. Y en el jardín trasero había un pequeño corral de aves y una antigua tabla de cortar, ennegrecida después de años de limpiarla y limpiarla.

Los terrenos cenagosos de Madalena eran propensos a los mosquitos, las lagartijas, la lluvia, el moho y el óxido. Todos los días, doña Dulce libraba una batalla contra estas amenazas. Se deslizaba por toda la casa de los Coelho olisqueando las cortinas y las sábanas, al tiempo que sus ojos de color ámbar las recorrían con la vista, al acecho de arañas, polvo, desconchones y cualquier otro elemento indeseable. Sin levantar la voz ni fruncir el ceño, guiaba a las criadas por el sinfín de tareas habituales y les asignaba trabajos nuevos.

—Los criados son como niños —decía doña Dulce a Emília—. Pueden tener buenas intenciones, pero éstas no tienen ninguna importancia. Deben ser disciplinados para cumplir las tareas como una desea, y no de otra forma.

Por las tardes se ataba un mandil festoneado a la cintura y se dirigía a la cocina. Hija y nieta de productores de caña, se había criado en un ingenio, y creía en la necesidad del azúcar. Dentro de la despensa de los Coelho había barriles repletos, con las tapas selladas con cera y cubiertos por un trapo. Emília jamás había visto tanta cantidad de azúcar, ni siquiera en las tiendas de Taquaritinga. Doña Dulce sacaba con una cuchara kilo tras kilo, para echarlos en sus tarros de cobre destinados a guardar mermelada. Luego, con la misma destreza y eficiencia que usaba para abrir un sobre de un tajo con su abrecartas de plata, doña Dulce cortaba frutas, hacía puré de plátano y se ocupaba de cuantas tareas «limpias» fuera menester. Pero jamás se acercaba a las cacerolas humeantes, porque, a decir de doña Dulce, una dama no revolvía en las ollas.

Emília intentó mostrar interés en el manejo de la casa de doña Dulce y en la preparación de mermelada. Su suegra era de la opinión de que el decoro comenzaba dentro de casa, pero Emília quería estar fuera. Ya había limpiado y cocinado demasiado en Taquaritinga. En Recife quería ver la ciudad, asistir a almuerzos, pasear por los parques. Doña Dulce insistía en que las mujeres respetables no deambulaban por las calles de Recife solas, sin destino. Las mujeres respetables tenían agenda social. Hasta que Emília no tuviera su propia agenda, tendría que quedarse en casa.

Cansada de la cocina, la muchacha intentó ocupar su tiempo bordando en la parte sombreada del patio. Inevitablemente, terminaba dejando la labor. Las criadas arrastraban las alfombras polvorientas del pasillo al patio y las sacudían hasta que a ella le lloraban los ojos y comenzaba a estornudar. Cuando intentaba encontrar solaz en su habitación, decidían orear los colchones y sacudir las almohadas. Y si deambulaba por los pasillos, las criadas siempre estaban pisándole los talones, encerando los pisos y frotando los espejos con amoníaco.

La casa de los Coelho le fascinaba, con sus amplios pasillos y sus habitaciones abarrotadas de cosas. Había enormes mesas con las patas talladas como garras de águilas aferradas a bolas de madera. Había sillas con los respaldos tapizados con un cuero agrietado, sujeto con descoloridas tachuelas de metal. Había vitrinas de vidrio con cuencos de cristal antiguos y cálices rayados. A Emília le frustraba que doña Dulce llenara su casa con semejantes antiguallas, cuando tenía dinero de sobra para comprar objetos nuevos. Lo que más desconcertaba a Emília era la pulcritud del sitio. A veces dejaba caer pedacitos de hilo sobre los suelos; se abrazaba a un almohadón y lo volvía a poner en su lugar, pero torcido; pasaba los dedos por las vitrinas de vidrio; sacaba un libro con la cubierta de cuero de su estante y lo metía en un nuevo lugar. Cuando regresaba al día siguiente, el libro había vuelto a donde pertenecía; los almohadones habían sido mullidos; los hilos, barridos; el cristal, limpiado.

Emília paseaba por el jardín, bajo la sombra de los árboles de pitanga. Seu Tomás, el encargado del jardín, siempre estaba al acecho. Tenía órdenes estrictas de no perderla de vista, como si fuera una criatura desobediente en espera de una oportunidad para escaparse por el portón principal. Emília soportaba esta humillación, y otras. Cuando se sentaba a la mesa, sus servilletas estaban torpemente dobladas; su cucharita de café tenía a menudo manchas; sus toallas de baño jamás estaban completamente secas; los pliegues de sus vestidos habían sido planchados de mala manera.

Aunque advertía cada detalle dentro de la casa, doña Dulce no se daba cuenta de los deslices cometidos en perjuicio de Emília. O fingía no darse cuenta. La suegra no reprendía a sus criados por errores específicos, pero insistía en que trataran a la esposa de Degas «con respeto» y la obedecieran como si fuera «su doña». Cuanto más exigía doña Dulce que obedecieran a Emília, más descuidadas eran las criadas. Si su suegra hubiera sido abiertamente antipática con ella, las criadas podrían haberse compadecido de la recién casada; podrían haberla considerado como una aliada. Pero cuanto más se esforzaba doña Dulce por poner a Emília por encima de ellos, más la odiaban los criados. Después de trabajar en casa del coronel, Emília era consciente de los celos mezquinos que una doña podía provocar entre su gente, y algunas veces incluso entre su familia. Sospechaba que doña Dulce también lo sabía. Cada vez que Emília entraba en las dependencias del servicio, los criados guardaban silencio. Sólo Raimunda se dirigía a ella para preguntarle si le hacía falta algo. Emília se inventaba necesidades: una taza de agua, más hilo de bordar, un poco de tarta.

Una vez, después de salir, oyó que se burlaban:

—¡Paleta! —rió una de ellas por lo bajo—. ¡Seguramente jamás ha probado una tarta en su vida!

Degas le había contado que las criadas vivían en las casuchas construidas sobre los territorios inundables de Afogados y Mustardinha, pero habían nacido en Recife y eso bastaba para que se sintieran por encima de ella. En el interior, Emília hubiera sido considerada una excelente esposa. Sabía cómo machacar la raíz de la mandioca para obtener harina, cómo moler trigo para hacer pan, cómo plantar frijoles, cómo coser un vestido de dama y una camisa de caballero. Estas virtudes se transformaron de pronto en inconvenientes en Recife. Emília no pertenecía a ninguna familia noble: no era la hija de un coronel ni estaba emparentada con un próspero hacendado. Ella no era nadie, y las servilletas mal dobladas, las cucharas sucias y las toallas húmedas eran la forma en que las criadas se lo recordaban.

En Taquaritinga, Degas le había prometido elegantes vestidos, una fiesta de boda, un paseo en su automóvil. La única promesa que se hizo realidad fue el anuncio de la boda, unos días después de llegar a Recife. La noticia de su enlace apareció en la sección social del
Diario de Pernambuco
, sin fotografía.

El señor Degas van der Ley Feijó Coelho viajó al interior y se casó con la señorita Emília dos Santos, residente de Toritama, en una ceremonia íntima. El viaje de esponsales fue postergado por la carrera de leyes del novio, en la Universidad Federal de Pernambuco.

Se habían equivocado con su pueblo natal. Emília se ofendió, pero Degas le aseguró que ese tipo de errores era muy frecuente. La fiesta de la boda sería programada para cuando hiciera menos calor, dijo. Los vestidos, los paseos en automóvil, las cenas y los almuerzos vendrían con el tiempo. Estaba demasiado ocupado con sus estudios, dijo Degas. Ella podía comprenderlo, ¿no?

Emília asentía. Los hombres trágicos de sus fantasías infantiles desaparecieron. Los galanes mudos y sordos de las páginas de
Fon Fon
fueron reemplazados por un hombre real. Y Emília no había esperado amor o romanticismo de él: tan sólo aspiraba a que fuera su mentor, su guía. Había esperado que su esposo fuera su maestro, que la acompañara a frecuentar la sociedad de Recife, y que con el tiempo le mostrara el mundo. Pero apenas llegaron a la ciudad, Degas se encerró en sí mismo y se volvió inaccesible. Ya no tenía historias que contarle ni elogios que dispensarle. Cada día la trataba con amabilidad, retirándole la silla en el desayuno y besándole la mejilla antes de marcharse. Emília desconfiaba de su amabilidad, y consideraba que era una manera galante de tolerarla. Todas las noches, después de que Emília se metiera en la cama, Degas entraba sigilosamente en la habitación y sacaba su pijama del armario. De inmediato regresaba al cuarto de cuando era niño.

En los artículos a doble página de
Fon Fon
que mostraban casas elegantes, las habitaciones principales tenían a menudo dos camas gemelas, una para el esposo y otra para la esposa. En la casa del coronel, doña Conceição no podía tolerar los ronquidos de su esposo, así que dormían en habitaciones separadas comunicadas por una puerta. Emília podía aceptar este arreglo; le gustaba tener la cama entera para ella sola. Pero le preocupaba el cumplimiento de sus deberes conyugales. Cada dos días las criadas de los Coelho cambiaban las sábanas de Emília. Nadie las inspeccionaba. Doña Dulce y el doctor Duarte no las escudriñaban, buscando la mancha rojiza que demostraría la pureza de Emília; se convenció de que la gente de la ciudad no practicaba los mismos ritos ancestrales que la gente de campo. Tal vez la conducta de Degas fuera normal, pensó. Quizá lo que pasaba era que los caballeros se tomaban su tiempo.

—Todos los hombres son machos cabríos —le había advertido tía Sofía una vez, cuando había sorprendido a Emília admirando a un actor en
Fon Fon
—. Todos tienen necesidades. Los ricos son los peores; ¡lo hacen a escondidas!

Pero ¿qué sabía tía Sofía de los caballeros? Degas no tenía necesidades. Salvo en sus rutinarios y educados saludos, no había tocado a Emília. Ella se dio baños más largos, se roció con perfume y se deshizo del aburrido camisón con la abertura delantera, reemplazándolo por otro más sensual y una bata bordada que los Coelho le habían regalado. Degas no pareció darse cuenta de esos cambios. Su esposo, al igual que todo lo que rodeaba a Emília en sus nuevas circunstancias, le era ajeno. La ciudad y la casa de los Coelho tenían olores diferentes, sonidos diferentes, bichos y pájaros diferentes, plantas diferentes, reglas diferentes. Entonces, ¿por qué esperaba que su esposo se comportara como los granjeros entre los cuales se había criado? Abrumada por tantos cambios, Emília se encerraba en su habitación algunos ratos todos los días. Se recostaba sobre la cama, respiraba hondo y cerraba los ojos. Tal vez fuera ella la diferente, y todo lo que la rodeaba, normal. Tal vez no fuera Degas el deficiente o extraño, sino ella. Si no la había tocado, tenía que haber un motivo. ¿Sentiría Degas repugnancia por las costumbres del campo? ¿Se habría arrepentido? ¿Condenaría en silencio, al igual que las criadas de la casa, su propia elección de esposa?

Durante el rápido noviazgo, Emília se había permitido pensar sólo en los beneficios del enlace. Pensó en habitaciones que se llenaban con muebles, hornos de gas y alfombras mullidas. No pensó en los espacios vacíos: la cama con su gran extensión de sábanas blancas; la mesa del comedor con su largo mantel arrugado y los lugares que separaban a un comensal de otro; y arriba, el estrecho pasillo donde, cada noche, Degas dejaba a Emília de pie mientras se dirigía hacia el cuarto de su niñez y cerraba la puerta.

7

Había muchos pájaros salvajes en la propiedad de los Coelho. Se llamaban unos a otros desde los árboles de pitanga. Daban pequeños saltos alrededor del patio. Por encima de sus chillidos y gorjeos se imponía el canto agudo y uniforme del pájaro del doctor Duarte. Había sido un regalo de uno de los hombres de su grupo político, y llegó a la casa de los Coelho sabiéndose la melodía de la primera estrofa del himno nacional. No tenía más repertorio. El pájaro sólo variaba el ritmo. Cuando las criadas entraban en el estudio, la canción era atropellada y angustiosa. Después de engullir su ración de semillas de calabaza y agua, la canción se volvía lenta y perezosa. Cuando algunas tardes el doctor Duarte intentaba enseñarle la segunda estrofa, el pájaro se aferraba obstinadamente a la vieja melodía.

Un día, al atardecer, mientras Emília bordaba en el patio de los Coelho, la canción del pájaro se volvió entrecortada y desesperada. La puerta acristalada del despacho del doctor Duarte estaba abierta. El corrupião había sido olvidado al sol. Saltaba desesperado de un lado a otro de la jaula. Metía sus alas de color naranja en el pequeño recipiente de agua. Emília dejó de lado su labor. Entró en el estudio y arrastró el pedestal del pájaro hacia la sombra.

Un ardiente rayo de sol caía, oblicuo, sobre el macizo escritorio del doctor Duarte. A su lado, sobre un pedestal semejante al del corrupião, descansaba un busto de porcelana. La cabeza estaba dividida en grandes secciones, cada una con su rótulo: «Esperanza», «Lógica», «Amor», «Inteligencia». «Benevolencia». «Violencia».

Las paredes de la estancia estaban cubiertas de estantes. En la mayoría había libros. En otros había cráneos de distintos tamaños, ordenados del más diminuto al más grande. En el fondo, como atrapados en el rayo, había frascos de vidrio con tapas abultadas. Emília se protegió los ojos del sol. Parecían los frascos de mermelada de doña Dulce, salvo que eran más grandes. Y en lugar de contener las confituras oscuras y azucaradas, estaban llenos de un líquido color ámbar y amarillo que brillaba a la luz del sol. Emília cerró las puertas acristaladas del despacho y bajó los estores.

Fue hacia los estantes posteriores.

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