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Authors: Frances de Pontes Peebles

Tags: #GusiX, Histórico

La costurera (31 page)

BOOK: La costurera
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—Gotea sobre el suelo —dijo la mujer, señalando un cuenco de plata debajo del hielo—. No siento ninguna afición por los ventiladores modernos. Pero los tiene todo el mundo.

Llevaba un vestido largo y oscuro, con botones de perlas. Cada vez que sacudía la cabeza, el cuello de crepé del vestido hacía un extraño ruido, como si le raspara la piel. La mujer miró largamente a Emília, como si estuviera esperando una respuesta.

—La casa de doña Conceição no tenía instalación eléctrica —soltó Emília.

La mujer parecía satisfecha.

—¿Eras su costurera?

Emília asintió.

—Pobre mujer. Su hijo es tan delgado… Creo que padece una tuberculosis. El doctor Duarte le ha advertido a Degas una docena de veces de que no los visite. También me dijeron que el coronel es una bestia. Dicen que no sabe leer ni escribir. —La mujer sonrió a Emília—: Tú sabes leer y escribir, ¿no es cierto, querida?

—Sí.

—Muy bien.

Doña Dulce se acercó a Emília dando pasos cortos y medidos. Los tacones de sus zapatos apenas rozaron las baldosas.

—Este es un Franz Post original —dijo, señalando la pintura que se hallaba detrás del ventilador—. ¿Conoces su obra?

El marco dorado del cuadro resultaba demasiado grande para la tela. Había un pueblo y una iglesia, muy parecidos a Taquaritinga. Figuras negras caminaban por un sendero, con canastas sobre sus cabezas. El sol se estaba poniendo, y las pinceladas amarillas sobre el campanario le daban un deslumbrante resplandor al conjunto. Pero en una esquina había una oscuridad absoluta: se trataba de una jungla. Un grupo de animales, un caimán, un pájaro de colores intensos, un armadillo, miraban fijamente el pueblo. Emília no supo si estaban entrando o saliendo, pero envidió a aquellos animales, ocultos tras las sombras, distanciados de la vida, y no en su epicentro.

—No te preocupes, querida —dijo doña Dulce, ahorrándole a Emília una respuesta—. No esperaba que conocieras su obra. Era holandés; bastante célebre.

—Me gusta mucho —dijo Emília. La cabeza le picaba debajo del sombrero de lana.

La joven criada regresó portando una bandeja con una humeante cafetera de plata. Tenía cuatro patas de lagartija en la parte inferior, a modo de soporte. El asa tenía escamas de plata que formaban la cola de un dragón. La parte superior de la cafetera era la cabeza, con los ojos abiertos y una boca enorme.

—Este calor es agobiante —comentó doña Dulce, y luego se volvió hacia Emília—. ¿No te gustaría quitarte el sombrero?

—No, gracias —replicó Emília—. Mi pelo está completamente espachurrado.

La criada levantó la vista del café que estaba sirviendo. La dura sonrisa de doña Dulce se congeló en sus labios, pero sus ojos se agrandaron y un leve temblor sacudió sus cejas. Cogió el brazo de Emília.

—Permíteme mostrarte el patio —dijo.

La luz del sol rebotaba sobre los azulejos de la fuente. Emília tuvo que entornar los ojos. Doña Dulce se acercó aún más a Emília, agarrándose a su brazo.

—Jamás digas esa palabra —susurró—. Es vulgar.

—¿Vulgar?

—Es algo que dice la gente de campo —dijo doña Dulce, frunciendo el ceño—. Sabes a cuál me refiero. No la repetiré. Erradícala de tu vocabulario. Usa, en cambio, la palabra «despeinada». Y cuando hagas un cumplido, como lo has hecho con mi cuadro, debes decir: «Es precioso». A nadie le interesa lo que te guste o no. Eso también es vulgar.

Los ojos de Emília se adaptaron finalmente a la luz del patio. Había pequeños helechos que brotaban de las grietas entre las baldosas de la fuente. Las tocó con la punta de su zapato. En el perímetro del patio crecían flores, pero no eran como las dalias de tía Sofía. Las plantas de los Coelho eran gruesas, duras, impenetrables. Las aves del paraíso crecían en matas, y sus sépalos de color naranja se afinaban hasta terminar en una punta afilada. Flores rosadas y rojas, con forma de conos bicolores, crecían cerca de las puertas de vidrio. Emília pudo divisar el comedor de los Coelho, su estudio, los dormitorios de arriba, el salón comedor. Las estancias se enfrentaban unas a otras. Desde dentro, no era como una tarta de boda, en absoluto, sino como una serie de gigantescos recipientes de cristal. Todo era una sucesión de ventanales.

—¡Arriba el mentón! —ordenó doña Dulce.

Emília se sobresaltó, y obedeció.

—Debes aprender a ser insensible a las críticas —dijo doña Dulce—. Debes ser capaz de tolerar críticas más rigurosas que las mías. Le dije a Degas que se lo pensara bien. Que tuviera en cuenta lo que su decisión significa para ti, y para todos nosotros.

—¿Qué significa? —preguntó Emília.

Doña Dulce la miró. Examinó el rostro de Emília con la misma intensidad con la que había mirado el cuadro de Franz Post, pero la admiración había desaparecido de su mirada. Doña Dulce parecía haber encontrado un extraño insecto y estaba evaluando sus opciones, decidiendo si la criatura que tenía ante ella era una molestia inofensiva o un peligro real. Antes de hablar, doña Dulce escrutó el patio.

—Significa que ahora eres una Coelho —dijo—. No puedo saber qué intenciones tienes al venir aquí. No soy vidente. Resulta inútil e indecoroso que me ponga a imaginar lo que te preocupa. Sí sé que esto es una mejora notable con respecto a tu situación anterior. Estoy segura de que tú también lo sabías cuando te casaste con mi hijo. Lo que tal vez no sepas es la responsabilidad que acompaña a tu buena fortuna. Tendrás que estar a la altura de tu nuevo apellido. Y Degas, su padre y yo tendremos que asegurarnos de que lo hagas. Ahora es nuestra responsabilidad. Porque lo que hagas o digas de ahora en adelante nos afecta a todos. ¿Entiendes?

Emília asintió. Se quitó el sombrero y se alisó el cabello. Un oscuro objeto se escabulló rápidamente cerca de sus pies. Lanzó un grito ahogado.

—Oh, son las tortugas de mi esposo —dijo doña Dulce en voz alta, echando un vistazo a la criada que había entrado en el patio. Doña Dulce sonrió, cogió el brazo de Emília y la apartó de los animales—. No las toques, querida. Es posible que te arranquen un dedo de un mordisco.

3

A primera vista, Emília creyó que la casa de los Coelho, con su amplia escalinata de piedra y su pasillo alfombrado, era la casa principal de un otrora glorioso ingenio, una gran hacienda. Había visto en los libros de historia del padre Otto incontables acuarelas de las plantaciones, con sus majestuosas mansiones rodeadas de cultivos de caña de azúcar. Durante la comida, el doctor Duarte Coelho disipó las ideas de Emília. La casa de los Coelho sólo había sido construida hacía diez años. Era una maravilla moderna envuelta en una cascara antigua. El doctor Duarte había pensado en todo. El agua provenía de un pozo del patio trasero, donde había instalado una bomba que empleaba la fuerza del viento para llevar el agua a las cañerías. En la cocina había una serie de cilindros de gas que calentaban el agua antes de que, misteriosamente, subiera al baño. Había ventiladores y lámparas eléctricas, un tocadiscos, una radio, un refrigerador. Todos eran alimentados por cables que estaban conectados a postes de madera colocados a lo largo de la calle.

—Pagué un buen dinero para que me instalaran esos postes —dijo el doctor Duarte.

Doña Dulce sonrió con sutil desdén.

—Son míos —prosiguió el hombre, apretando un grueso dedo contra el mantel—. Yo compré la madera, contraté a los hombres. Me reuní con la empresa de Tranvías y les di un incentivo para que extendieran la red eléctrica hasta aquí. Antes de que nos diéramos cuenta, otras familias se estaban mudando a Madalena. Familias como Dios manda; nada de chusma.

Era un hombre rechoncho y bajo, con bolsas bajo los ojos y varios pliegues de papada debajo de su cuadrado mentón. A Emília le recordaba a un toro viejo, torpe pero aún amenazante.

El doctor Duarte declaró que los Coelho eran una de las primeras familias con suficiente previsión como para mudarse al barrio nuevo de Madalena. Los territorios originales de Recife estaban desbordados. Sólo las familias viejas insistían en seguir viviendo sobre la diminuta isla de Leche, o en los vecindarios de San José y Boa Vista. Las familias nuevas estaban construyendo modernas casas sobre el continente, al otro lado del puente Capunga, lejos de bullicio de las islas, el comercio del puerto y todos los elementos desagradables que lo rodeaban: los cabarets, los burdeles, los artistas y vagabundos que frecuentaban el Casino Imperial. El doctor Duarte observó a Degas. El esposo de Emília no miró a su padre, y se concentró, en cambio, en su plato medio vacío.

Degas parecía una versión diluida de su padre. Todos los rasgos de Duarte Coelho —su pecho fuerte y grueso, su nariz ganchuda, sus ojos oscuros y sus cejas gruesas y blancas— parecían más concentrados, más intensos. Pero el doctor Duarte jamás levantaba la voz ni aferraba los cubiertos tan intensamente como su hijo. Emília se preguntó si el tiempo lo había domesticado.

—Hay que reconocer que el mundo está cambiando —dijo su suegro, interrumpiendo los pensamientos de Emília. Dio pequeños golpecitos sobre el plato con su tenedor—. Debemos cambiar con él.

—Por supuesto —dijo doña Dulce clavando la mirada en Emília—. Todos debemos padecer los cambios.

Antes de entrar en el comedor, doña Dulce le había advertido a Emília que a su esposo le gustaba exponer sus opiniones. No era necesario participar en las discusiones del doctor Duarte, dijo doña Dulce, porque una dama jamás hablaba de nada que fuera importante durante las comidas. Aunque la intimidaba, Emília se sintió agradecida por la conversación de su suegro. Le permitía concentrarse en algo que no fuera la extraña comida de su plato, las filas de cubiertos misteriosos que lo rodeaban y la mirada inquebrantable de doña Dulce.

4

En Taquaritinga la gente rica tenía excusados. Los Coelho tenían un cuarto de baño. Arriba, cerca de los dormitorios, había una habitación revestida con interminables hileras de azulejos color rosa. En medio había una enorme bañera blanca, con patas que semejaban las gruesas garras de una pantera. De la superficie de la bañera salía vapor. En un rincón, pegada al suelo, había una taza de porcelana, con un depósito de agua y un cordel para descargar el sanitario. Emília tiró del cordel. La máquina gorgoteó, y luego rugió el agua. La joven retrocedió y casi deja caer el maletín de viaje. Había conservado el bolso —con el retrato de comunión escondido dentro— al lado de sus pies durante la cena y luego lo había llevado arriba cuando doña Dulce insistió en que se bañara. Emília esperó a que el agua del inodoro se aquietara. Volvió a tirar del cordel.

—¿Señorita Emília? —Era una voz de mujer. Abrió la puerta del cuarto de baño. Se trataba de Raimunda, una criada mayor, con el ceño arrugado y las mejillas ajadas. Era delgada y tenía aspecto de pájaro, pero sin la gracia de un ave. Se asemejaba más a una de las gallinas de doña Chaves, interesada por sobrevivir y no por volar. Un mechón de pelo —crespo y castaño— asomaba por debajo de su cofia de encaje. Miró la bañera y frunció el ceño.

—Si no se mete, se enfriará el agua —dijo.

—Lo sé —replicó Emília. Como la otra criada, Raimunda no la llamaba «señora». Era como si hubieran determinado al instante el estatus de Emília y hubieran decidido que no merecía ese tratamiento—. Estaba admirando el cuarto de baño —prosiguió Emília.

—Creía que ya habría visto otros parecidos —dijo Raimunda. Metió los dedos en el agua.

—Es la primera vez que veo uno. Cuando llegué, usé el baño de abajo.

La criada sacó la mano del agua.

—No debe usar ese cuarto de baño —dijo—. Es el del servicio.

Emília sintió una oleada de calor en el pecho. Antes de la cena, la joven criada la había conducido al baño que estaba al lado de la cocina. Allí había dos orinales de arcilla. Las moscas volaban en círculos a su alrededor, a la altura de las rodillas.

—Bueno, vamos —dijo Raimunda, dándose la vuelta—. No miraré.

Emília posó el bolso en el suelo. Se desabrochó la blusa. La había confeccionado ella misma, con el lino beis que había comprado con sus ahorros. Degas se había ofrecido a comprarle ropa antes de la boda, pero Emília sólo aceptó un sombrero y el maletín de viaje. Sólo una mujer de mala vida aceptaba ropa de un hombre que no era su esposo. Dio un paso para despojarse de la falda. Estaba muy arrugada y polvorienta. Doña Conceiçao le había dicho que usara un vestido viejo para el viaje y que reservara su traje y su blusa nuevos para cuando llegara a Recife. Emília no le prestó atención. Quiso marcharse a la ciudad con el mejor aspecto.

Se metió con cuidado en la bañera. El agua le provocó escozor en la piel. Raimunda rodeó la bañera y se colocó a su lado. La criada plantó la mano en el cuero cabelludo de Emília.

—Métase bajo el agua —dijo—. Vamos, no se ahogará.

Emília cerró los ojos y se sumergió. Se imaginó las frutas de las mermeladas de tía Sofía zambullidas en el agua azucarada hirviendo, hasta despojarse de sus cascaras y conservar sólo la pulpa. Cuando volvió a salir, Raimunda le enjabonó la espalda y los brazos con una esponja vegetal. Frotó con fuerza. Emília se deslizaba hacia delante y hacia atrás en la bañera resbaladiza. Se agarró con las manos a los laterales para no hundirse.

—María no debía haberla llevado a ese baño —dijo Raimunda—. No debería encargarse de recibir a la gente. Es demasiado joven. Doña Dulce se lo encarga porque es bonita, no porque trabaje bien. A doña Dulce le importan mucho las apariencias.

Raimunda puso champú en sus manos y restregó el pelo de Emília, que cerró los ojos con fuerza. Quería saber más cosas de doña Dulce, pero tenía miedo de preguntar.

—Tiene suerte de ser tan bonita —dijo la criada—. Unos dientes bonitos. Le facilitará las cosas.

—¿Qué cosas? —preguntó Emília.

—Vivir aquí. —Raimunda le frotó la cabeza con más fuerza.

—¿Por qué?

—Sumérjase —ordenó Raimunda, empujándole la cabeza antes de que Emília pudiera hablar. El agua estaba templada y turbia. Emília salió a la superficie rápidamente y se frotó los ojos.

—No creo que vivir aquí sea difícil en absoluto —dijo—. Es una casa hermosa; tan grande, tan moderna…

—Eso es obra del doctor Duarte —dijo Raimunda—. Si fuera por doña Dulce, estaríamos viviendo como las viejas familias.

—¿Y eso qué significa? Todo el mundo habla sobre las nuevas y las viejas familias. No lo comprendo.

—Ya lo entenderá, más rápido de lo que imagina. No difiere demasiado de las peleas familiares en el interior. Es del interior, ¿no?

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