—No hay que malgastar municiones —susurró el Halcón a los hombres antes de que partieran—. Estad atentos, con los rifles apuntados. Cuando acabemos, podremos descansar. Respetad a las familias. Respetad a la gente decente. Si una muchacha quiere liarse con vosotros —dijo, echando un vistazo a Zalamero—, aseguraos de que no sea demasiado joven. Y no paguéis demasiado a las furcias.
Sus instrucciones la sorprendieron. Luzia esperaba que hablase de balas y pistolas. Pero «furcias» era una palabra sórdida. Desde que se marchó de Taquaritinga, Luzia sentía una extraña afinidad con esas mujeres. Jamás había conocido a ninguna, pero imaginó que debajo del colorete y la pintura que usaban en los labios, eran muchachas sencillas. Que el Halcón las mencionase la hacía dudar de las intenciones de la incursión en Fidalga. La excitación tomaba un cariz diferente. Luzia había escuchado a los hombres por las noches, después de instalar el campamento, fanfarroneando sobre las mujeres que se les ofrecían. Sólo los soldados y los pervertidos las tomaban a la fuerza: los cangaceiros del Halcón se enorgullecían de esta diferencia. Luzia se preguntó si la razia estaba destinada realmente a vengar a Lía o a montar un espectáculo para las jóvenes de Fidalga. «Los hombres tienen sus necesidades», solía advertir tía Sofía. «Necesidades» era la palabra que empleaba. Y ése era el motivo por el cual los hombres debían ser evitados a toda costa, pontificaba tía Sofía, porque son como machos cabríos: criaturas feroces, impredecibles, que no se calman hasta satisfacer esos deseos. Antes de que Luzia pudiera repasar mentalmente las instrucciones del Halcón, Ponta Fina le cogió el brazo.
—Vamos —dijo abruptamente.
Le habían ordenado que no la perdiese de vista. Baiano condujo a la mitad de los cangaceiros al este, mientras el Halcón llevaba a la otra mitad al oeste. Ponta y ella entraron silenciosamente en Fidalga y se ocultaron en el portal oscuro de una tienda, frente a la plaza del pueblo. Luzia se agachó para que su cabeza no chocara con el grueso marco. Las puertas de la tienda estaban bien cerradas. Al otro lado de la plaza, un farol parpadeaba en una ventana. Luzia percibió el olor de fuego recién encendido. Cintas oscuras de humo salían de los techos de paja del pueblo. La mayoría de las casas era de arcilla; se levantaban, ruinosas y torcidas, alrededor de la plaza, como apoyándose unas sobre otras. En la distancia, Luzia oyó varios disparos. Sonaron uno tras otro, como los fuegos artificiales de San Juan. En la ventana, al otro lado de la plaza, el farol se apagó bruscamente.
A lo largo de la calle principal de Fidalga aparecieron sombras. Uno por uno, emergieron los cangaceiros, empujando a los capangas del coronel Machado delante de ellos.
Baiano, Branco y Cajú traían al primer grupo de hombres. Dos de ellos llevaban pijamas arrugados; al tercero le habían disparado en el hombro. Le corría la sangre sobre la pechera de la camisa, y tenía manchas en los pantalones. Orejita, Zalamero y Medialuna llevaron a dos peones más a la plaza. Vestían chalecos de cuero manchados y tenían los ojos entrecerrados. Imperdible, Presumido y Tatú entraron con el último capanga, el más joven de todos. Se sujetaba como podía la larga ropa interior. Dos mujeres con los rostros pintarrajeados y labios rojos entraron suplicando detrás de él. Una procesión con las demás mujeres de los capangas, madres, hijas, esposas, se acurrucaba fuera del límite de la plaza, con los chales acomodados a toda prisa sobre los camisones, casi todas con el pelo recogido desordenadamente sobre la cabeza.
Salió el sol. Las casas de arcilla de Fidalga se tiñeron de color naranja. En el matorral, Luzia oyó a los pájaros gorjeando alegremente, ajenos a los sucesos que tenían lugar en el pueblo. El Halcón y dos cangaceiros más aparecieron escoltando a un joven que Luzia no reconoció. Llevaba una bata de lino sobre un pijama rayado. Su rostro estaba blanco como la cera de una vela.
—Es el hijo del coronel Machado —susurró Ponta Fina.
El Halcón ordenó a los seis capangas y a su prisionero bien vestido que se arrodillaran al lado del busto de piedra de doña Fidalga.
—Buenos días —gritó, dirigiéndose a las casas tapiadas y puertas cerradas, y no a los hombres que ya estaban de rodillas. Entornaba el ojo sano a la luz del sol de la mañana. El ojo del lado cicatrizado permaneció abierto. Se lo tapó con el pañuelo.
—Soy el capitán Antonio Teixeira —anunció—. Tenemos asuntos pendientes con estos hombres. Con nadie más.
Ordenó que los cautivos se pusieran de pie. Baiano azuzó a cada uno con la culata de su Winchester. Tomás se plantó delante de ellos. Apuntó su pistola nueva con ambas manos. Luzia vio el temblor de sus muñecas.
—Quitaos la ropa —ordenó el Halcón.
Lentamente, los capangas se quitaron las camisas de dormir, los chalecos de cuero, la ropa interior larga. El pálido joven se quitó la bata y lentamente se despojó también del pijama. El hombre herido se encorvaba ligeramente, sujetándose el hombro. Su camisa empapada de sangre cayó al suelo. Parecía tener señales en el pecho. Tenía un reguero de sangre seca sobre el estómago y en la parte interior de los muslos. El pálido hijo del coronel Machado se tapó la cara con las manos, pero el resto de los hombres se irguió, altivos, con las cabezas en alto y las piernas firmes, como si estuvieran esperando una revista, una inspección.
Luzia no se escandalizó ante la desnudez de los hombres. Había visto todo tipo de cuerpos cuando tomaba medidas a los muertos, pero estos hombres estaban vivos, con las caras sudorosas, los miembros sueltos, no rígidos. Le recordaban al escarabajo de la cebolla, que invadía la casa de tía Sofía todos los veranos. Al ser atrapados y puestos boca arriba, los bichos giraban indefensos sobre su espalda, dejando a la vista unas patas flacuchas y un vientre pálido.
A su lado, Ponta Fina se rió. Alrededor de la plaza, todos los postigos de las ventanas permanecían cerrados. Había oído que el coronel Machado no permitía que sus arrendatarios portaran armas. Aun así, los cangaceiros tomaron precauciones: Chico Ataúd y Sabia se agazaparon detrás de los paquetes de pienso y apuntaron sus pistolas nuevas. Jacaré se puso de cuclillas cerca de un árbol de tronco nudoso. Jurema y Coral, con las armas amartilladas y listas para disparar, se ocultaron en los portales.
Otro grupo caminaba por la calle. Luzia entornó los ojos y distinguió a Inteligente, cuya sombra larga y delgada cruzaba el suelo; escoltaba a tres hombres más hacia la plaza. Canjica los siguió. A diferencia de a los capangas, a estos nuevos prisioneros se les había permitido cambiarse de ropa. Llevaban pantalones arrugados y toscas túnicas de arpillera. Uno de los hombres acunaba un acordeón de madera. Otro llevaba un cencerro. El tercero, un triángulo.
—¡Habrá una quadrilha
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! —gritó el Halcón, y luego se dirigió a los capangas desnudos—: Espero que les gusten las quadrilhas.
Al otro lado de la plaza, un postigo se abrió; luego, otro.
El Halcón saludó a los músicos, dándoles palmadas en la espalda. Los hombres se aferraron a sus instrumentos. Mantuvieron las cabezas gachas, mirándose los pies. El Halcón esbozó una sonrisa tan amplia que hasta el lado cicatrizado de su boca se levantó ligeramente. El lado rígido parecía irónico, como si acabara de compartir un chiste socarrón, mientras que el lado vital se estiraba salvajemente, mostrando los dientes y agrandando el ojo.
—Tocad —ordenó.
El primer músico sacudió nerviosamente su cencerro. El acordeonista siguió el ritmo de la campana, abriendo de un tirón las asas del instrumento y volviendo a cerrarlas rápidamente. El acordeón soltó una serie de jadeos espasmódicos y desvariados. El músico del triángulo se apresuró a seguirles el compás.
—Más lento —ordenó el Halcón, y luego se dirigió a los prisioneros desnudos—: A danzar, a dar vueltas. Haced la ronda.
Luzia jamás había sido aficionada a las quadrilhas. Desde pequeña odiaba tener que elegir a un compañero y seguir la voz de mando que orientaba a los bailarines para la secuencia de los pasos. Nunca pudo realizar los giros y vueltas a la velocidad que marcaba el maestro de ceremonias.
—¡Girad en círculo! —gritó el Halcón.
Los hombres desnudos inclinaron las cabezas. Arrastraron los pies lentamente, girando en círculo alrededor de la estatua de doña Fidalga. El busto de piedra parecía observarlos, con su mandíbula retraída en un gesto duro, como de reproche. Con las manos libres, los cangaceiros se daban palmadas en los muslos al son de la música.
—Haced reverencias al compañero —dijo el Halcón.
Los capangas se inclinaron, rígidos, unos frente a otros.
—¡De la mano! —gritó el Halcón.
Los hombres se buscaron torpemente las manos. El hijo del coronel dudó, porque no quería descubrirse la cara, que aún se tapaba. Zalamero le dio un latigazo con su fusta tachonada de plata. El azote dejó un verdugón rojo sobre los pálidos muslos del hombre. Se estremeció, y luego tomó rápidamente la mano de un capanga. Los hombres desnudos levantaron los brazos arriba y los bajaron sin entusiasmo. El Halcón le hizo un gesto a Baiano con la cabeza.
—Balancé —dijo Baiano, arrastrando las palabras.
Los hombres se soltaron las manos y tropezaron entre ellos, eligiendo pareja. Se cogieron con recelo. El hijo del coronel se quedó solo. Caminaba arrastrando los pies de adelante hacia atrás, sin pareja.
Uno por uno, los cangaceiros fueron dando la voz de mando de los pasos, y los demás tuvieron que girar, hacer una reverencia e inclinar la cabeza. Se oyeron risas procedentes de una ventana abierta. Algunos pobladores observaron desde sus umbrales. Otros habían perdido el miedo inicial y estaban en la calle, aplaudiendo.
El sol de la mañana había invadido el portal donde estaba Luzia, y le calentó la cara. Pero por dentro sintió un escalofrío, como si estuviera bebiendo un vaso de agua y notara cómo entraba en sus entrañas, estimulante y fría. Sintió la inquietante satisfacción de saber que aquellos hombres estaban siendo intimidados, espoleados y humillados, padeciendo lo mismo que ellos habían hecho padecer a Lía.
—Un pulgar en la boca —gritó Orejita—. ¡El otro en el culo!
Los hombres desnudos hicieron lo que se les ordenaba.
—¡Cambio de dedo! —vociferó Medialuna. Los cangaceiros estallaron en carcajadas.
El estómago de Luzia se contrajo. Cerró los ojos.
—Alto —dijo el Halcón—. Dejad de tocar.
Los músicos guardaron silencio. El acordeón se detuvo con un resuello chillón. Luzia abrió los ojos. El rostro del Halcón había cambiado, la sonrisa había desaparecido. Sus mejillas estaban sonrojadas salvo en la zona de la cicatriz, que seguía blanca y escabrosa, como un hueso que sobresale de la piel. Desenvainó el puñal.
—Arrodillaos —dijo.
La hoja de aquel cuchillo era tan larga como el cañón del fusil. Emitía destellos de luz a ambos lados de la interminable hoja. El Halcón se colocó detrás del primer capanga arrodillado. Guió a Tomás detrás del segundo.
—¿Conoces el nombre de tu madre? —preguntó el Halcón al hombre que estaba en el suelo, delante de él. Luzia lo reconoció: era el capanga mayor de pelo oscuro que la había comparado con un caballo. Estaba empapado de sudor. Su mirada era feroz.
—¡María Aparecida da Silva! —gritó el hombre.
—¿Conoces el nombre de tu padre? —preguntó el Halcón.
—Vete al diablo.
El Halcón flexionó los codos. Levantó el puñal. El cuchillo era como una larga aguja. Luzia recordó las lecciones de Ponta Fina respecto del cuchillo: aplicado en el lugar preciso, el puñal podía perforar el cuerpo de un lado a otro, atravesando el corazón, los pulmones y el estómago. Había un hoyo en la base del cuello del capanga, una cavidad natural entre la clavícula y el hombro. El Halcón presionó allí con la punta de su puñal.
—¿Para quién trabajas? —preguntó.
—Trabajo para el coronel Machado —replicó el capanga—. Un hombre de verdad, no como tú, ¡cangaceiro vagabundo!
El Halcón sonrió. Mantuvo los brazos rígidos, el cuchillo perfectamente quieto.
—¿Sabes por qué se te juzga? —preguntó.
—¡Sólo Dios podrá juzgarme! —gritó el capanga.
El Halcón enderezó los brazos. La hoja penetró en el hoyo del hombro, y luego desapareció. Un chorro delgado y oscuro se disparó hacia arriba y manchó los puños del Halcón. Éste soltó un largo suspiro, y luego se inclinó hacia delante, como si estuviera susurrando algo al oído del capanga. El hombre abrió los ojos desmesuradamente. Se tambaleó, y luego se desplomó hacia delante. Con suavidad, el Halcón sacó el puñal y se lo entregó a Tomás.
El proceso se repitió con el siguiente hombre, salvo que el hijo de Seu Chico hizo las preguntas con la voz temblorosa. El Halcón se colocó a su lado, animándolo a proceder más lentamente. El muchacho tanteó buscando el hoyo entre la clavícula y el hombro, y luego sujetó el puñal con firmeza. Un instante antes de inclinarse hacia delante, Tomás se estremeció. El puñal se desplazó del lugar adecuado. A mitad de camino, se atascó. El capanga lanzó un gemido. Tomás tiró del puñal. Ponta Fina corrió desde el umbral y le entregó al hijo de Seu Chico otro cuchillo de hoja gruesa, el mismo que usaba para cortar de un tajo la cabeza a las cabras y las lagartijas del matorral. Tomás, con el rostro perlado por el sudor, cogió el cuchillo nuevo y lo dirigió al cuello de la víctima. Luzia se tapó los ojos. Sintió el frescor del marco de arcilla de la puerta. Se desplomó contra él. Se oyó un golpe, como el ruido sordo que se escucha al cortar una calabaza por la mitad, y luego silencio. Luzia oyó una convulsión y ruido de líquido que se vertía. Se quitó las manos de la cara. El hijo del coronel Machado había vomitado. Tomás había vuelto a fallar y el capanga, ante él, seguía vivo, tambaleándose sobre las rodillas. Los ojos del hombre estaban vidriosos y la boca le temblaba; un hilo de saliva corría por su barbilla. Había un tajo profundo donde lo alcanzó el golpe impreciso de Tomás. Un pulmón, rosado y brillante, se asomó, hinchado, a través de la herida. El Halcón parecía irritado.
—Jamás cierres los ojos cuando apuntes —dijo a Tomás—. Es peor.
Cogió el puñal y se inclinó sobre el hombre herido. En manos del Halcón, el cuchillo penetró rápida y fácilmente. El capanga cayó hacia delante. Mientras se dirigían al siguiente hombre, el rostro del Halcón permanecía impasible. Dio unos pequeños golpecitos a su gran cartuchera. Le dijo a Tomás que se apresurase, que fuera eficiente.