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Authors: Frances de Pontes Peebles

Tags: #GusiX, Histórico

La costurera (32 page)

BOOK: La costurera
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—Sí.

—¿Su padre es un coronel?

—No.

—¿Un hacendado?

—No.

Raimunda guardó silencio durante un momento y luego señaló con el dedo el agua turbia.

—Lávese ahí abajo —dijo, y se dio la vuelta. Emília cogió el jabón con torpeza.

—¿Usted también es del interior? —preguntó Emília. Se impulsó con fuerza para salir de la bañera, aferrándose a los bordes.

—Sí —replicó Raimunda. Se arrodilló y secó los pies de Emília.

—¿Por qué vino a Recife?

Raimunda movió la toalla más rápidamente mientras secaba el torso de Emília.

—No debería hacerme preguntas.

—¿Por qué no?

—Porque no debería hacerlo.

—Pero usted me ha preguntado a mí.

—Y si hubiera sido sensata, no me habría respondido.

—No comprendo. —Emília sintió frío. Quería coger ella la toalla y secarse—. Pensaba que estaba siendo amable.

—Yo no soy quién para ser amable. Y usted no debería permitir que yo lo sea. —Raimunda le frotó el pelo con vigor y luego se detuvo. Se quedaron frente a frente. Raimunda parecía paciente y exasperada a la vez. Era la misma expresión de tía Sofía cuando observó que en la despensa vacía sólo quedaban harina de mandioca rancia y verduras lacias y tuvo que inventar cómo cocinarlas. Raimunda abrió un frasco de polvo de talco perfumado.

—Yo no soy quién para darle consejos —dijo—. No soy su madre. —Espolvoreó el pecho y las axilas de Emília—. Pero si estás rodeada de ranas, más vale que aprendas a saltar.

5

El lecho nupcial de Emília era antiguo y macizo. Según doña Dulce, la cama había pertenecido a la familia desde que el primer ejército holandés les había arrebatado Recife a los portugueses, tres siglos atrás. Uno de los antepasados holandeses de doña Dulce, un Van der Ley, había quedado tan enamorado de la castaña de cajú de los indígenas que mandó tallar las frutas campaniformes en la cabecera. Desde entonces, todas las novias Van der Ley habían pasado la noche de bodas en esa cama. Aunque ahora era una Coelho, Emília haría lo mismo.

La estructura maciza de la cama era muy diferente de las cuatro patas torcidas que sostenían el colchón de hierbas en Taquaritinga. ¡Y las sábanas! A Luzia le hubiera llevado meses reproducir las grecas de flores azules y blancas del cubrecama y de los bordes de las fundas. No parecía correcto arrugar esas sábanas, apoyar la cabeza sobre las almohadas perfectamente mullidas. Emília se acercó a la cama. El aire de la noche estaba húmedo y viscoso. El polvo de talco perfumado bajo sus axilas se había transformado en grumos, por el sudor.

En la otra punta del pasillo, una ronca voz femenina retumbó en el tocadiscos de los Coelho.

«Tengo prisa», decía, primero en portugués y luego en un extraño dialecto fragmentado.

—Tengo prisa —repitió Degas, y su voz resonó por el pasillo hasta llegar a su habitación.

Después de cenar, Degas había reunido un montón de discos para aprender inglés y se había encerrado en la habitación de cuando era niño.

—Debo volver a mis estudios —dijo, y besó a Emília rápidamente en la frente.

«Buenos días, señora».
Good morning, ma'am
, sonó la voz en el disco.

Good morning, maaaam
, oyó que repetía Degas.

Emília revisó su camisón. Lo había cosido ella misma, ribeteando las mangas con encaje, cortando y cosiendo la abertura vertical en una línea perfecta, justo debajo del ombligo. Este camisón, como muchos otros, había sido confeccionado originalmente para las sobrinas de doña Conceição, y había sido metido en sus baúles de ajuar. El día de la boda de Emília, doña Conceição le puso un bulto suave en las manos y le susurró:

—Para tu noche de bodas.

Emília no desenvolvió el regalo, ni siquiera lo admiró. Ya sabía lo que era. Luzia y ella habían bordado cada camisón y les habían cosido pequeñas cruces rojas encima de la abertura vertical. No habían dejado de reír mientras cosían. Tía Sofía les había ordenado que se callaran.

—Cuando llegue el momento, esa cruz será un consuelo para esas niñas —las increpó su tía—. Se acostarán de espaldas y pensarán en Dios.

«Disculpe señor», se oyó en el disco.
Excuse me, sir
, repitió Degas.

Emília se arrodilló sobre el suelo de madera de los Coelho. Entrelazó las manos como le había enseñado tía Sofía y le pidió a la Virgen misericordia y buen juicio. Pero la Virgen, pensó Emília, había tenido sus primeras relaciones con Dios. La Santa Madre no tuvo que esperar, nerviosa y sudorosa, a que su esposo terminara sus lecciones de inglés para acostarse con ella. La Santa Madre no tuvo que usar un camisón con una abertura vertical en la parte frontal. Y luego, cuando se acostó con José, ya sabía lo que tenía que hacer. Ya había tenido relaciones con Dios, así que tener relaciones con un hombre debió de parecerle simple, después de aquello. Emília se puso en pie. No podía concentrarse en la oración.

«Es urgente».
It's urgent
.

Emília abrió el enorme armario de madera que había, al lado de la cama. Estaba vacío, salvo por dos vestidos de Taquaritinga, su maletín de viaje y algunas prendas íntimas. Con cuidado, Emília sacó el retrato de comunión de su escondite bajo las enaguas. Quitó el envoltorio y miró a su hermana menor. Los ojos de Luzia estaban bien abiertos. Su brazo tullido, desnudo. El encaje que lo cubría se había caído; la cámara lo había captado en el aire. Revoloteaba por encima del suelo, como un pájaro blanco. Emília se giró para observar de nuevo su cama nupcial. ¿Qué haría Luzia en su lugar? ¿Esperar? ¿Rezar? Ninguna de las dos cosas, pensó Emília. Luzia no se hubiera casado con Degas.

Al otro lado del pasillo, el tocadiscos se apagó. Emília sintió que el corazón le latía con fuerza. Volvió a guardar el retrato cuidadosamente y corrió a la cama. El colchón era duro; las sábanas estaban tiesas por el almidón. Emília esparció su cabello con delicadeza sobre la almohada y permaneció completamente inmóvil. Cuando entró en la habitación, Degas no encendió la luz. Rápidamente se quitó la bata y se metió en la cama, al lado de ella. Emília cerró los ojos. Pensó en todas esas mujeres Van der Ley, pálidas e impertérritas, como doña Dulce. Pensó en las viejas comadres de Taquaritinga. Habían dicho de ella que era ambiciosa, inmoral, hasta desequilibrada. Pero nadie le había dicho jamás que era temerosa. Emília introdujo la mano debajo de las sábanas. Sujetó con firmeza los dedos de Degas.

—¿Emília? —dijo él, agitado.

—¿Sí? —respondió ella.

—Hemos tenido un día muy largo —comentó Degas al tiempo que le soltaba la mano—. Será mejor que durmamos.

Emília sintió que la angustia se disipaba y sobrevenía la irritación. Se había preparado para esa noche, se había preparado para cumplir con un deber y ahora Degas rehuía el suyo. Por supuesto que está cansado, pensó, se ha quedado hasta muy tarde escuchando discos.

—¿Por qué estudias inglés —preguntó Emília—, si ya lo sabes?

Degas se movió, incómodo.

—No tengo con quién practicar aquí. No quiero perder la práctica, ni la pronunciación. Si voy a Gran Bretaña, no quiero estar desentrenado.

Emília se giró hacia él. Había dicho «si voy», no «si vamos».

—¿Vas a ir a Gran Bretaña?

—Claro —suspiró Degas, como si detectara irritación en su tono. Decidió mostrarse evasivo—. Sé que debes de sentirte abrumada, Emília; te llevará un tiempo adaptarte. A mí me costó años cuando volví de Gran Bretaña. ¿Te puedes imaginar volver a este calor insoportable? ¡Y casi sin electricidad, con mi madre que seguía usando orinales, mi padre que vociferaba acerca de mediciones craneales, y esas malditas madonas por todos lados!

—No me molestan las madonas.

—Ya —dijo Degas—. Puede ser que tú sí que te sientas a gusto aquí.

—¿Acaso tú no? —preguntó Emília.

Degas miró al techo. Habló lentamente, como si estuviera rezando:

—Sucede, sencillamente, que cada vez que vuelvo tengo que volver a aprender las reglas; a nadie le gusta hacerlo.

—¿Qué tipo de reglas? —preguntó Emília, preocupada. Había tenido que seguir tantas reglas ridículas en casa de tía Sofía que albergaba la esperanza de que la vida en la ciudad no fuera tan rígida.

—El tipo de reglas del cual nadie habla —replicó Degas—. Es difícil de explicar.

—Entonces, ¿cómo es posible seguirlas?

—No creo que sea algo que te deba preocupar ahora.

Ese «ahora» quedó suspendido en el aire entre ellos, como un mosquito zumbando en los oídos de Emília. ¿Ahora no debía preocuparse por las reglas implícitas de Recife, pero más tarde sí? Emília recordó el discurso de doña Dulce en el patio.

—A tu madre no le agrado —susurró.

Degas suspiró.

—Lo que no le agrada es la situación. Debes comprenderlo, está muy apegada a la tradición. Ella quería una boda de lujo para mí. Le llevará un tiempo comprender todo esto. E incluso si no le agradaras, jamás lo demostraría. Jamás te trataría mal, Emília. Mi madre se siente orgullosa de no perder jamás la compostura. Para ella supone un cambio tener que convivir con otra dama. Aquí siempre ha sido la dueña. Y está muy bien, ¿no crees? A ti no te gustaría tener que llevar la casa, ¿verdad? Deja que sea ella quien se ocupe de eso. Tú sé mi esposa. Entonces verá que has sido una buena elección.

Degas se acercó. Emília se puso tensa. Su corazón comenzó a latir con fuerza. Ella era su esposa y tendría que cumplir con el deber más importante que conllevaba ese título. Cerró los ojos, preparada.

Degas le cogió la mano.

—Buenas noches, Emília —dijo y se volvió, dándole la espalda.

6

Una semana después de la llegada de Emília, la bomba de agua dejó de realizar sus suaves rotaciones. Los días calurosos y sin viento obligaron al doctor Duarte a apagar las fuentes. El sonido del gorgoteo del agua fue reemplazado por el zumbido de un motor diesel que cuando era necesario bombeaba el preciado líquido por las principales cañerías de la casa. La criatura mitad caballo mitad pescado situada en el centro del patio perdió su pátina brillante. Las alfombras del pasillo comenzaron a despedir un hedor rancio, como si todos los residuos que se habían acumulado accidentalmente en el tejido de sus fibras —las sucias pisadas, las bebidas derramadas, las bandejas de desayuno volcadas— se estuvieran descomponiendo bajo el calor del verano. Los helechos del patio se marchitaron; sólo las gruesas flores gomosas quedaron en pie. Las hileras de árboles de pitanga esmeradamente cuidados, que ocultaban las estancias decrépitas de los criados, se cubrieron de flores blancas. Un enjambre de abejas sobrevolaba los árboles. Degas trasladó el automóvil Chrysler Imperial de su lugar habitual frente a la casa a la sombra del jardín lateral. Hasta las tortugas del doctor Duarte evitaban el calor masticando hojas de lechuga en los escasos escondrijos sombreados del patio.

Sólo durante las mañanas, antes de que el sol se volviera demasiado caluroso, parecía cobrar vida la casa de los Coelho. Al amanecer se dibujaba en el portón principal la silueta del carro que traía el hielo. Emília se paraba al lado de la ventana de su habitación y observaba a los hombres, que llevaban guantes en las manos, cargar con gran esfuerzo los bloques humeantes de hielo sobre una carretilla y acarrearlos a la cocina. Espiaba también el carro que vendía la leche, y observaba cómo las criadas de los Coelho llevaban el preciado líquido en baldes de metal al fondo de la casa.

En el jardín lateral, el doctor Duarte realizaba su rutinaria gimnasia matinal: se tocaba los dedos de los pies, levantaba las piernas y giraba el cuerpo. La primera vez que Emília lo vio, pensó que se había vuelto loco.

—Mis ejercicios de calistenia —le gritó jovialmente cuando la sorprendió mirándolo—. ¡El ejercicio diario oxigena el cerebro!

Después de sus ejercicios, el doctor Duarte salía andando por el portón e inspeccionaba la pared de hormigón que rodeaba la casa de los Coelho, buscando grafitis y tomando nota del lugar y el tamaño de los dibujos. Una vez, mientras desayunaba, el doctor Duarte les contó excitado cómo había cogido a un niño orinando en la pared. En lugar de reprenderlo, le pidió que se acercara y le midió el cráneo.

—¿Y qué encontré? —se preguntó el doctor Duarte. Bebió un pequeño sorbo de su viscoso brebaje, que consistía en agua de limón, huevo crudo y pimienta—. ¡Orejas asimétricas!

Su suegro rara vez hablaba de su negocio de importación o de sus préstamos de dinero. Se veía a sí mismo como a un científico. Por las tardes, después de visitar los cobertizos y reunirse con su grupo político en el Club Británico, el doctor Duarte se encerraba en su despacho y estudiaba detenidamente sus publicaciones científicas. Recibía paquetes de Italia y de Estados Unidos cada pocas semanas. Una vez, la criada abrió uno de estos paquetes y Emília alcanzó a ver brevemente los periódicos que había dentro. En la portada había un dibujo del cráneo de un hombre seccionado en diferentes partes.

Emília no comprendía cabalmente las ideas de su suegro, pero asentía a cuanto decía y a menudo dejaba que se le enfriara el desayuno para poder dedicar toda su atención al doctor Duarte. No hablaba más despacio ni empleaba palabras sencillas cuando se dirigía a ella, como sí hacía doña Dulce. Y desde que había regresado a la Universidad Federal, Degas apenas le dirigía la palabra. Distraído y siempre con prisas, se marchaba todos los días después del desayuno y regresaba a última hora, para cenar. Degas explicó que pasaba las tardes en la biblioteca de la facultad y las noches discutiendo casos con Felipe y otros compañeros de estudio en San José. El doctor Duarte toleraba las largas jornadas de Degas siempre y cuando éste buscara estímulo intelectual.

—Recuerda —le advertía su padre a menudo, antes de que Degas se disculpara por no desayunar— que la borrachera inflama las pasiones y entorpece las facultades mentales y morales.

Doña Dulce se pasaba los días organizando al personal. Tenía a Raimunda y la joven criada que había recibido a Emília aquel primer día. También la corpulenta mujer que se ocupaba de lavar la ropa, y una cocinera de edad, con los tobillos gruesos e hinchados. Una mujer cuya piel era oscura y arrugada como la de una ciruela pasa era la responsable de planchar la ropa; Seu Tomás era el encargado del jardín y el chófer; y un muchacho hacía los recados, cortaba la leña y arrastraba los orinales a un misterioso vertedero todos los días.

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