Les responderé del mismo modo, descalificándolos, mintiendo, calumniando, allanándolos, encerrándolos con malhechores comunes (en fin de cuentas son lo mismo) y si se presenta la ocasión, metiéndoos garrote, fuego y cuchillo.
Siempre sostuve lo mismo. La Patria no puede tolerar el latido de 'teologías foráneas que amenazan la integridad de sus instituciones, induciendo primero a un enfrentamiento clasista, luego a la guerra civil y por último a una caótica desintegración de la nacionalidad. La anarquía permite que los extremistas fanáticamente aglutinados tomen el poder. Y esa anarquía es estimulada de maneras distintas. Mi enemigo, en realidad, es un monstruo con mil cabezas. Una de las cabezas más temibles es la juventud, porque sus actividades suelen despertar simpatías, la creen sana o, por lo menos, bienintencionada Entonces clavan hondo el puñal. Desatan manifestaciones borrascosas, estimulan las huelgas, conmueven las bases castrenses. Los comunistas la usan porque goza de cierta inmunidad. La policía suele ser duramente criticada si replica como debe. La opinión pública es neurótica: quiere paz, protesta cuando se la altera y vuelve a protestar cuando silencian al que la alteró.
A mí no me confunde esa juventud infiltrada de comunistas que se reúne en la iglesia de la Encarnación. Cuando se presente la oportunidad, limpiaré también ese foco, aunque se escandalicen la opinión pública, la prensa y el Obispo. Después me lo agradecerán, porque sacaré a relucir las pruebas, frondosas, categóricas, sensacionales. En la guerra todo vale menos darle ventaja al enemigo.
El coronel depositó el pocillo sobre el grueso cristal del escritorio.
—La iglesia de la Encarnación... y su padre Torres... —recordaba algo que no le era grato.
—¡Donato! —le llamó un coro de voces.
Donato miró hacia el grupo de muchachos tendidos en la hierba.
—¡Hola! —respondió—. ¿Qué hacen?
—Nada. Contando chistes.
—Entro. ¿Cuál es el último?
—Carlos Samuel no cree que violaste a Eloísa —dijo Hormiguita.
—¿Ése es el chiste?
—No, eso lo dijo antes. Yo creo en tu versión, Donato.
—No necesito que me creas —replicó con suficiencia.
—¡Cuéntalo de nuevo! ¡Cuéntalo! —insistió Hormiguita.
—¿Para que después vayas al baño y lo embadurnes con tu leche. —lo puso en ridículo.
Hormiguita enrojeció.
—Así no sabrás nunca lo que es una hembra. A una hembra hay que darle ¿entiendes? Hay que darle duro con todo, para que sufra y se desespere. No se trata de darle duro a la propia verga: eso debilita, idiota. En cuanto a Eloísa... Bueno... —se recostó sobre la hierba y cruzó las manos bajo la nuca, sonriente.
—¡No hables más de Eloísa! —advirtió Ricardo, que había estado crujiendo los dientes desde que vio a Donato.
—Es una puta —sentenció Donato con naturalidad.
—¡No te permito!
—Será tu prima segunda, o tercera, o no sé qué, Chueco —Donato arrancó un tallito de hierba y lo puso en su boca—. Pero es una puta.
—¡Cállate, que te haré tragar las palabras!
—No levantes tu voz. Me fastidia —hizo bailar al tallito con los dientes.
—¡Levántate!
—No quiero, Chueco.
—¡Levántate, que te doy patadas! —Ricardo parecía un tomate que estalla.
—No tengo ganas de romperte los huesos. Así que siéntate, Chueco...
—¡Retira lo dicho respecto a Eloísa!
—Chueco: eres un maricón. Yo en tu lugar en vez de sulfurarme por sus virtudes la había tirado de una vez —acompañó sus palabras con un gesto obsceno.
Ricardo se arrojó sobre Donato y empezó a descargarle puñetazos. Los cuerpos se enroscaron. Los demás se apartaron rápidamente Para ampliar el ring. Carlos Samuel intentó separarlos, pero fue rechazado como por una hélice en movimiento. Donato peleaba bien, Pero Ricardo extraía fuerzas de una indignación largamente contenida.
—Me ahogas, Chueco —gimió Donato al fin.
—¡Retira lo dicho! —exigió Ricardo, ajustando sus tenazas en la garganta del contrincante.
—No seas tonto. Chueco. ¡Suelta ya!
—¡Retira lo dicho!
—No puedo hablar... Afloja.
—¿Retiras lo dicho ?
—A...floj.
—¡Retirarás lo dicho, carajo!
—S...sí.
—¡Dilo!
—Retiro lo dicho... Déjame levantar.
Ricardo se apartó. Donato se incorporó lentamente, sacudió su ropa, se frotó el rostro, miró tranquilamente la ronda de muchachos que le contemplaban. Armándose de todas sus fuerzas, simuló indiferencia y se puso a efectuar ejercicios respiratorios. Cuando la tensión disminuyó, se acercó a Ricardo y le palmeó la espalda.
—Me agarraste desprevenido. Eso no es de machos.
Esa noche, indignado, no pudo conciliar el sueño. Su mente trataba de compensar la afrenta recibida. Decidió empezar con diez. No, mejor con veinte. Usaría un traje especial, ceñido, brilloso, destacable. Los reunirá para hablarles desde una tarima, enhiesto, sacando levemente el pecho con las piernas algo separadas, como hace su padre al reprenderlo. Desde su mano colgará un látigo. Será un símbolo de poder, su cetro. La guarida tendrá suficiente amplitud como para disponer de varias habitaciones. En una descansará él cuando regrese de una campaña. En las otras descansarán sus subordinados. El acceso deberá estar inteligentemente protegido y disimulado. Algo así como el fondo de una huerta. No será fácil sospechar que por allí se va a sus magníficos aposentos secretos. Habrá que separar hojas y arbustos hasta dar con una argolla en el suelo. Tironeándola no producirá ningún efecto. Habrá que hacerle girar: dos vueltas hacia la derecha, cinco hacia la izquierda, una hacia la derecha y dos hacia la izquierda. Tras esa combinación se hundirá suavemente el piso. La escalera será suficientemente cómoda para que todos puedan descender con rapidez en caso de persecución. Tras el último en entrar, la tapa se cerrará automáticamente de nuevo.
La sala de tortura ocupará casi la mitad de la guarida. No tendrá divisiones. Será conveniente que los prisioneros contemplen recíprocamente sus sufrimientos. Su terror será doble. Tendré mi rostro enmascarado y personalmente castigaré a los más perversos. A Ricardo y a Carlos Samuel los ataré de pies y manos, totalmente desnudos, y les arrojaré baldazos de agua hirviendo. Cuando la piel roja y ampollada adquiera el máximo de sensibilidad, entonces los azotaré con mi látigo. ¿Creen o no que me la tiré a Eloísa?, les gritaré en sus rostros desfigurados. ¡Y me creerán! Vaya si me creerán.
También lo juzgaré a papá. Lo merece. Haré traerlo inmovilizado en una silla. Lo instalarán en el centro de la sala. Aún no me habré presentado. Mirará en todas direcciones y sólo verá un montón de chicos sangrando por las heridas que les roturó mi látigo invicto. Oirá gemidos, gritos y aullidos de dolor. Pensará: ¡qué poderoso debe ser el jefe! Le sentará frío en el cuerpo. Él, que es tan fuerte, vigoroso y agresivo, tendrá miedo por primera vez en su vida. Se pondrá ansioso por conocerme. El suspenso le hará transpirar, cada minuto le parecerá un día, un año. Mis soldados, por fin, lanzarán el terrible anuncio: ¡Atención, que entra el Jefe! Mi padre abrirá grandes los ojos, se estremecerá en su silla, y se pondrán más tensas las cuerdas que lo inmovilizan. Los prisioneros callarán de golpe, como si una pelota se les hubiera metido en la garganta.
El miedo, miedo atroz, un miedo que hace volver loco, sacudirá a todos. Las paredes se iluminarán intermitentemente, como electrificadas. Sonará un clarín y, rompiendo esa inaguantable tensión, apareceré yo.
Mis pasos firmes y sonoros retumbarán en el suelo como golpes de tambor, como martillazos en la cabeza. Los ojos desorbitados de los prisioneros me seguirán hasta el estrado, donde me pararé con las Piernas abiertas. Haré que mi látigo pellizque al aire. Y una larga exclamación brotará de todos los labios ante mi figura impresionante.
—¡Quisiera ser como él! —deseará mi padre.
EPÍSTOLA
13Querida hermana:
Ayer llegué a este familiar paraje serrano. Durante el viaje pensé mucho en ti y en Carlos Samuel. Analicé las circunstancias que precedieron su nacimiento; repasé sus cualidades, tendencias y defectos, enfoqué cada una de tus preocupaciones. A medida que me iba aproximando a estas sierras e inhalaba su olor vegetal, se imponían en el centro de mi atención los recuerdos de días muy gratos vividos aquí con tu hijo. Creo que debes enviármelo, para que converse libremente con él, para que sus pensamientos se lancen al espacio como pájaros, sin ataduras o reconvenciones. Si existe una vocación latente en Carlos Samuel, tendrá que evidenciarse.
Llevaba cinco meses de embarazo. Ni el luto ni el vientre le importaron a Jacinto. Permaneció con ella en la pieza y habló hasta que la ropa negra no se diferenció de las paredes claras. No tuvo necesidad de cerrar la puerta ni correr la sucia cortina. Le tomó una mano, enseguida le rodeó el cuello y ella protestó, se resistió, no se resistió tanto, y él la besó en la cara, en la boca, en el cuello, y ella se olvidó del difunto y del hijo que le dejó en el vientre.
Jacinto se quedó a vivir con Isabel, pero la nena que nació no era suya y así lo comentó a todos. Después empezaron los abortos provocados.
Magdalena solía acompañar a su madre al hospital y escuchaba las conversaciones. Un día le previno a su madre que no levantara el fuentón cargado de ropa, porque eso la hacía sangrar. Isabel rió: Oyes muy bien el cuento que le hago a los médicos. Pero la niña no entendió hasta el día en que Jacinto inició una escena violentísima porque su madre no aceptaba intentar cierta maniobra. El vientre empezó a crecer y Jacinto se tornó sombrío. ¡No tenemos comida para otro! —le increpó. Pero su madre replicó furiosa: ¡Si trabajaras algo, alcanzaría para diez más! Jacinto no cedía: "Yo no trabajaré y tú, con esa panza, tampoco: así que nos moriremos todos de hambre".
La luz despertó a Magdalena. La comadrona se dio cuenta y la invitó a salir. El patio estaba oscuro, era plena noche. Dio unas vueltas, mareada por el sueño, sin saber qué hacer. Los gritos de su madre la asustaron. Buscó a Jacinto, pero se había ido a un bar: necesitaba tranquilizarse con un poco de vino. Caminó sola ida y vuelta por el largo corredor de tierra. Algunos vecinos encendieron la luz, otros empezaron a murmurar en la oscuridad. Nació un varoncito, su medio hermano. La comadrona miró al almanaque para fijarse en el nombre de su santo. Se llamará Santos Inoc, sentenció. Y aunque después se supo que Inoc era abreviatura de Inocentes le quedó nomás el nombre, amputado y grotesco.
Jacinto se enfureció un mes después, cuando le aclararon el equívoco, porque tampoco se dio cuenta, pero la comadrona lo consoló relatándole el caso de un pariente que nació el día de la Independencia y lo bautizaron Fiesta Cívica, apodándole Fies y otros Fis, cariñosamente. Para desgracia del chico, los malintencionados impusieron Pis como sobrenombre y ya nadie lo reconoce de otro modo.
Cada vez que Inoc se enfermaba, Jacinto reiniciaba sus reproches. Y cuando debían comprar medicamentos, los escándalos llegaban al máximo. Inoc vivía más en el hospital que en casa.
Su madre descuidaba con frecuencia su trabajo y Jacinto aumentaba sistemáticamente sus raciones de vino. Cuando Magdalena cumplió quince años, Inoc se enfermó más gravemente que nunca. Decían los médicos que se le infectó el cerebro. Isabel estaba arrepentida de no haberlo abortado. Jacinto tenía razón. Pero ya no había nada que hacer. Eso la descorazonaba. La oprimía un sentimiento de culpa. Lloraba en silencio y jamás volvió a protestar por la ociosidad ni borrachera de Jacinto. Hasta se atribuyó a ella misma la causa de su alcoholismo, porque ella quiso tener a Inoc, ella se obstinó en traer al mundo a ese pedazo de animal, mentalmente amputado como su nombre, que apenas se sostiene, habla ladrando y se caga encima. Y mientras Isabel cuidaba a Inoc en el hospital, regresó Jacinto sudando vino. Puso sus ojos inflamados en el cuerpo de Magdalena y la comenzó a perseguir. Total, no era su hija y estaba muy bien la mocosa.
Papa hubiera preferido tener menos sucursales y conservar algún mínimo rastro de la admiración que mamá le profesó en el barco, cuando en un vórtice de saltos y gañidos le refería sus hazañas guerrilleras. En el fondo, lo que añoraba era su autoridad de antes, porque no sólo le fue prohibido visitar amigotes republicanos, sino que debía olvidar su pasado y callarse la boca cuando en una reunión surgía el tema de la Guerra Civil.
Las amistades eran de nuevo cuño. No resultaba difícil amoldarse. Los temas giraban fundamentalmente en torno a los negocios o los hijos. Por ahí un empresario con sentido del humor narraba las privaciones de sus comienzos y papá se tentaba por contar sus heroicas aventuras, pero un discreto puntapié o una mirada no tan discreta le hacían recuperar el control. Se asociaron a un club, concurrían al teatro, visitaban exposiciones, ingresaron en la liga de Padres de Familia, en la Sociedad de Beneficencia y en las Cooperadoras de tres hospitales. Pero no era suficiente. Nuestros hijos estudiarán
—
decidió mamá. Lo había decidido antes que naciéramos.
Me contaron que cuando niño yo era débil y enfermizo. En una de las tantas noches que les obligué a permanecer despiertos, mamá pensó que yo debería estudiar farmacia.
—
¿Por qué?
—
preguntó mi padre.
—
Porque es más fácil, no creo que pueda seguir otra carrera.
—
¡Pero si un farmacéutico es igual a un comerciante!
—
¡Es un comerciante con título, es un universitario, no como tú.
Se preocuparon que fuera bien educado. Que saludara a las visitas, que no me hiciera rogar en treparme a una silla (que previamente debía cubrir con un papel o trapo para no ensuciarla) y recitar un versito, andar siempre limpio (para lo cual debía privarme de jugar en el suelo) y no repetir jamás una de esas palabrotas que se oyen en cualquier parte (casi me arrancaron la oreja por preguntarles inocentemente el significado de una).
No me dejaban divertir con cualquiera, excepto cuando mamá me llevaba a casa de señoras que consideraba más encumbradas y con quienes se desesperaba por estrechar amistad. Allí se conducía con estudiado fruncimiento y me empujaba maternalmente a ser como los hijos de ellas.
Me mandaron a una escuela de salesianos y a mi hermana a una de monjas, porque así estilaban sus "amigas" de la Liga de Madres Católicas. Tenía la obsesión de que fuéramos los mejores alumnos. Mensualmente iba a informarse directamente sobre nuestra conducta y aprovechaba para deslizar obsequios a maestros y directores. Aquéllos solían incidir favorablemente sobre nuestras calificaciones.