La cruz invertida (9 page)

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Authors: Marcos Aguinis

Tags: #Intriga, Relato

BOOK: La cruz invertida
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—Llegas el último, como la otra vez —advirtió Adrián—, pero querrás ser el primero.

—Lógico —repuse.

—Esta vez no, hijito. Ya no eres un "iniciado".

—Pero lo hizo menos veces que ustedes —intervino Magdalena—. Así que le toca, nomás.

—¿Qué tal? —les desafié—. Parece que la doncella tiene sus preferencias muy claritas.

—¿Vamos, Néstor? —invitó Magdalena portando dos tazas de café.

—¿Piensan tomarlo en el dormitorio?

—Si la dama desea... —les hice una higa.

Cerró la puerta.

—Tómate el café mientras me desvisto —propuso.

Se desnudó completamente y metió en el lecho. La sangre me hervía por la boca y por los ojos, parecía que sus burbujas se me escapaban.

—Desvístete también. No miro.

Me arranqué las ropas y me pegué a ella. Sentí su piel cálida y tersa a lo largo de toda mi extensión. Crucé mis piernas con las suyas, sentí con fastidio que las sábanas se enredaban entre nuestros cuerpos y las rechacé con furia. Mi deseo subía como la columna de mercurio de un termómetro puesto sobre una llama. Su cuerpo estaba listo para recibirme, sin obstáculo de ropas: era una flor que se ofrecía a la abeja rumbante y desquiciada por la ambrosía que apetece. Y en esa locura de brazos que suben y bajan y cuerpos que se revuelcan y piernas que se cruzan y descruzan sin más objetivo que el roce cilíndrico y total, sus compuertas se quebraron y quise aún terminar bien y se mojaba todo y pedí que ella me ayudara, pero estaba desinflándome como un globo pinchado y metía las manos y resbalaban y me dio asco y rabia y desesperación... Quedé inmóvil. Magdalena me abrazó.

—Permaneceremos un ratito en cama y verás que saldrá bien. No le contesté. Entonces ella dijo que a muchísimos les ocurre lo mismo la primera vez. Que no tenía importancia, porque revelaba únicamente una carga de deseos muy grande, que explotaba enseguida. Pero que después de esos fracasos, estando un poco más tranquila mi virilidad tan fuerte, lograría plena satisfacción.

Nos corrimos al borde de la cama, sobre la pared, para no sentir las sábanas humedecidas. Permanecimos abrazados. Le pregunté sobre mis amigos, a quienes ella frecuenta cada mes, aproximadamente, cuando su novio baja la guardia creyéndola aún menstruante. A él no le gusta que se acueste con los estudiantes, porque nunca pagan. Pero entre los estudiantes Magdalena encuentra, ¿cómo decirlo?..., otro tipo de trato, cierta relación familiar, como si fuera hija y madre a la vez u otra cosa..., pero muy distinto al resto de sus clientes, de los cuales ninguno le ha gustado, aunque tampoco le han causado repulsión. A lo mejor le gustaban los estudiantes porque fue impresionada por uno de ellos. Apareció de repente, en una siesta solitaria; era un muchacho joven y hermoso, casi afeminado. Miraba con ojos salvajes, mezcla de excitación y de susto, devorándola. Se desprendió la bragueta y extrajo su miembro. La sorprendió esa actitud y quizá él lo interpretó como miedo. Se envalentonó y dijo algunas frases obscenas, invitándola a tomar lo que le ofrecía. Lo vio tan tierno y desesperado que empezó a acercarse. Entonces fue él el sorprendido. No daba crédito a su reacción. La había tomado por una inocente, en realidad, no esperaba obtener respuesta. Gritó otras obscenidades, pero viendo que ella se acercaba en serio, se arregló precipitadamente la ropa y huyó despavorido... Después lo encontró en la cárcel, cuando la arrastraron en una de las tantas corridas que les hacen para decirle al pueblo que cuidan la moral. Allí se enteró que el pobre fue criado como una nena, que embarazó a su novia y que sus padres lo echaron a la calle. Andaba enloquecido, mostrando su sexo a chicas asustadizas para sentirse fuerte, capaz de aterrorizar. Encontró refugio en este barrio, aunque ya lo habían expulsado de la Universidad. Le dio mucha lástima.

Nos movimos un poco. Empecé a acariciarla otra vez y sentí que en mi cuerpo renacía el vigor.

—Lo hubiera querido acariciar, consolar. Enseñarle que no necesitaba hacer el amor a distancia, mirando y haciendo ver. Intenté acercármelo en la cárcel, pero me descubrieron esos hijos de puta y salió para el diablo, porque se desesperó más todavía. Si me hubieran visto y por lo menos se hubieran hecho los estúpidos hasta que terminara... Lo quería tocar así... suavemente... Nada más que esto, ¿te das cuenta? Rozarle el pecho con mis labios, dibujarle cosas con las yemas de mis dedos en su vientre... en sus muslos... acercarme y alejarme... Relajarlo, tranquilizarlo, acariciándolo siempre, con ternura, con la ternura que una mujer puede dar a un hombre, que el hombre pretende de la mujer.

Sus palabras se hacían susurrantes, como parte de sus caricias. Y yo sentí que me erguía y estaba lozano y fuerte. Los minutos se extraviaron mientras navegábamos hacia lo más profundo del placer, casi al unísono. Y por primera vez sentí que el gozo de una mujer acentuaba el mío y nunca imaginé que podía ser tan grande.

Continué abrazándola muchos minutos. Y le estaba tan agradecido, que la besé en una mejilla.

28

La sotana todavía se abre paso en las cárceles, aún es la aliada que adecenta sus excesos. Cuando también sea metida tras las rejas —no como excepción increíble sino con la misma frecuencia que un dirigente sindical insobornable, es decir, cuando no sea sino denuncia, cuando abandone las doradas ornamentaciones de Caifás y se vista con las sucias pieles de Bautista—, entonces los guardias aguzarán sus ojos y harán oír sus armas. Entonces la sotana no entrará y saldrá de las mazmorras con tanta holgura.

Carlos Samuel Torres siguió al uniformado por una oscura galería que amplificaba el ruido de sus pasos. Entraron en una sala amplia que comunicaba con numerosas celdas. Se produjo un murmullo de voces, como una ola que adquiere volumen y luego se desinfla sobre la playa. Sonaron los metales y el guardia abrió la puerta, permaneciendo con su espalda apoyada sobre los goznes, para dar paso al cura.

—Déjenos solos, por favor —pidió el sacerdote.

El guardia cerró la puerta, hizo gemir los cerrojos y se alejó con paso quieto e igual, sordo desde hacía años a las infinitas variaciones de voces, interjecciones, silbidos e insultos que le descargaban como metralla desde todas las rejas. Se supo cuando había abandonado el recinto, porque la brutal gritería se contrajo a su primitivo murmullo.

El doctor Bello se incorporó al reconocerlo. Torres avanzó y se estrecharon las manos.

—Hace un par de horas que me enteré de su arresto. Me contó Olga.

—Casi ni le reconozco con sotana.

—Conservo una para ocasiones como ésta.

—Es usted previsor... ¿Por qué no se sienta? —recorrió con la cabeza el estrecho calabozo—. No tengo muchas comodidades. Usted disculpará.

—Le queda humor, por lo visto.

—Para un comunista la cárcel es como un segundo hogar. Esta vez me trajeron hace... dos días y tres noches. Cuando llegaron a casa Olga leía en mi estudio y yo estaba acostado. Sonó el timbre. Apenas ella entreabrió la puerta, penetró casi una docena de policías. Se infiltraron por toda la casa con una rapidez propia de tiempos de guerra. Me hicieron saltar del lecho. Uno palpó mi pijama buscando armas... ¡hay que ser! Otro metía un atado de folletos debajo del colchón. Cuando entró el oficial que adrede se entretuvo en otras habitaciones, dos policías empezaron a deshacer febrilmente mi cama, como perros que han olfateado su presa. Levantaron el colchón y "descubrieron" los folletos. Por cierto que de nada valió que yo hubiera visto la maniobra. Tampoco sé para qué tenían que justificar mi arresto con ese montaje histriónico. Quizá para autoconvencerse de los cargos "concretos" levantados contra mí. Bueno, aquí me tiene, en este miserable ergástulo sin saber por cuánto tiempo.

—Vengo a devolverle su visita, doctor. Pero, fundamentalmente, a ofrecerle mi ayuda.

—Gracias. Temo que no pueda hacer nada importante. Como religioso no lo necesito. Y en cuanto a gestionar mi liberación, no le harán caso.

—¿Le harán más caso al abogado de su partido?

—¡Por supuesto! Si usted ya no estuviera marcado como un cura... digamos "peculiar", tendría peso en alguna oficina del gobierno. En el mejor de los casos le prometerían clemencia, buena comida y cierto trato especial, como "cristiana concesión" a su "cristiana súplica", pero no mi libertad, que se calcula con metros políticos.

—Le admiro el pesimismo.

—Se llama experiencia o... serenidad.

—Las cárceles están repletas. A usted le dieron una individual. ¡Tiene suerte! —bromeó el cura.

—Porque es más chica. ¿Cree que entran dos?

—Sí. Otro bajo el catre.

Bello se inclinó, miró bajo su precario lecho y asintió, simulando asombro.

—El coronel Pérez debería pedirle asesoramiento ¡caramba!

Torres se rió. Bello quedó pensativo. Sus ideas se reflejaban en la creciente gravedad de su semblante.

—Ese hombre precipitará la crisis —dijo—. Ha encerrado a centenares de personas.

—Usted es uno de ellos. La prensa habla de "la noche blanca".

—¿Sí? —se extrañó Bello—. Curioso apodo.

—"Blanca" por lo de limpiar, purificar.

—Comprendo —se pasó los dedos por los ojos, tratando de excluir algunos pensamientos y dejar pasar otros nuevos—. En la celda de la derecha, enfrente, están apiñadas por lo menos veinte mujeres. Seguramente que las han maltratado porque llegaron sosteniéndose de las paredes o de los hombros de los guardianes.

—¿Son prostitutas?

—Estimo que sí.

—¡Pérez es diabólicamente inteligente! —murmuró cabizbajo.

—¡Ya lo creo! —coincidió Bello—. Su "blanqueo" es un magnífico disfraz para encerrar a todos los comunistas. Persigue delincuentes: prostitutas, usureros. Para él es lo mismo.

—Sí, persigue a las prostitutas y usureros de baja monta, no a las hetairas de los ejecutivos, ni a los estafadores millonarios. Está bien orientado. Nadie se ocupará en defender a estos miserables. Al contrario: la sociedad entera contará loas a su mano fuerte, que la limpia de molestas llagas.

—Es la táctica de la contaminación —precisó el abogado—. Usa la propaganda política moderna que aconseja mezclar elementos heterogéneos, para ensuciar al verdadero enemigo con el muladar de fobias tradicionales. Se odiará al comunista porque yace junto al usurero.

—No es tan moderno el método —observó Torres—. Los romanos ya lo aplicaban muy bien.

Bello lo miró curioso.

—El molesto y rebelde Jesús —le recordó— fue crucificado entre dos bandidos. Era una manera de hacerlo bandido también a Él.

29

HECHOS

Torres salió de la celda y esperó hasta que el carcelero asegurara el cerrojo. Un fuerte clamor se encendió en el vacío recinto, cuyas paredes eran rejas de otros innumerables calabozos. El guardia, con una inclinación de cabeza, lo invitó a seguirlo, despreciando los gritos. Avanzaron lentamente sobre un embaldosado que retumbaría si el aire no estuviera tan cargado de voces.

El sacerdote miró hacia donde mantenían encerradas a las prostitutas. Vio en ese abigarrado y denso conjunto puños que se estiraban amenazándole. Giró hacia ellas. Se les aproximó. Algunos puños desaparecieron y otros se transformaron en manos nerviosas que hacían la cruz invertida, gestos obscenos. Distinguió algunas voces, como si se estuviera junto a uno de los parlantes de un aparato estereofónico. Oía insultos, terminachos y blasfemias.

El doctor Bello se acercó a los barrotes de su celda y se apoyó con ambas manos. Viendo los gestos de esas prostitutas, podía entender qué decían. Torres no parecía sentirse el destinatario de las injurias y siguió avanzando cachazudamente.

Llegó a escasos centímetros de las manos impúdicas. Si su marcha simuló indiferencia, su rostro delataba amargura. El guardia, a su lado, agitó el manojo de llaves; era la costumbre de todos los cancerberos. Le daba superioridad y arrogancia, lucía el símbolo del poder. Las mujeres, detenidas por los barrotes, se aplastaron entre ellas intentando alcanzar a esos hombres y despedazarlos como si fueran los únicos culpables de su desgracia.

Carlos Samuel contempló la jauría de rostros desencajados y sucios que se contorsionaban histéricamente. Por un instante creyó hallarse en la caverna de una pesadilla. Las cabezas se movían mezclándose las greñas de una con los ojos de otra. De pronto, una de las mujeres más robustas empujó a sus vecinas para inspirar profundamente y se desgarró la blusa. Con sus manos abiertas alzó los voluminosos pechos y los proyectó descaradamente hacia el cura.

—¡Toma! ¡Agarra! —aulló.

Un hachazo de perplejidad suprimió la vocinglería. La mujer, con furia salvaje, rompió su vestido y empezó a quitarse la ropa interior. Una exclamación cóncava empezó a inflarse. Todos los presos se amontonaron sobre sus rejas para poder gozar el insólito espectáculo. Torres le asió una mano. Ella intentó liberarse, la sacudió, pellizcó con la otra, asomó un puntapié. Pero él no la soltó. Se mantuvo firme como un poste. El guardia, boquiabierto, sostenía en el aire su gigantesco llavero inmóvil. Carlos Samuel le cogió la otra mano. Como respuesta, la mujer le lanzó un espeso gargajo a pleno rostro. Otras prostitutas se abalanzaron sobre él. Lo tenían pegado a las rejas y podían golpearlo, rasguñarle y morderle. Empezó a brotar sangre de las escoriaciones que le produjeron sobre el dorso de su mano. El salivazo se alargaba como un gota por su mejilla. Lo zangoloteaban ya como si el poste se hubiera aflojado en su base. Pero las tenazas de sus dedos no se rendían.

El doctor Bello no entendía la escena. Vio cómo Torres se aproximaba desafiando las amenazas y se adhirió estúpidamente a esos barrotes, como una mosca a la sustancia venenosa que la destruirá. Quiso intervenir, presentía que esa tempestad de puntapiés y puñetazos lo iban a demoler. Le gritó al guardia que hiciera algo. El carcelero vacilaba desde antes, miró los presos que le insultaban y, cediendo a las imposiciones de su orgullo, llevó el silbato a la boca y sopló pidiendo ayuda.

La enorme mujer, llamada a la realidad por los inexorables grillos de Torres que estrangulaban sus muñecas, empezó a transformar sus gritos en llanto. El cura aflojó sus manos y ella apoyó su cara sobre las escoriaciones sangrantes. Su obeso cuerpo se iba descontracturando. Y empezaron a doblársele las rodillas. Los insultos amainaron.

Se oía con más estridencia el silbato del guardia. Llegaron varios policías a la carrera, con sus armas desenfundadas. Rodearon en hemiciclo a Torres, nerviosamente, dispuestos a enfrentarse con el peor amotinamiento.

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