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Authors: Marcos Aguinis

Tags: #Intriga, Relato

La cruz invertida (13 page)

BOOK: La cruz invertida
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—La humildad de "espíritu" es la humildad que aprecia el Señor —prosiguió el Obispo.

En el barrio elegante Carlos Samuel no tendrá sindicatos con los cuales embrollarse. Ponerlo bajo las órdenes de un viejo cura, fosilizado y rústico, era una manera de evidenciarle cuánto había perdido con su aventura en San José.

—Cuando usted regresó de Europa —añadió monseñor Tardini—, pecó por soberbia, despreciando a los sectores cultos de nuestra comunidad. Su actitud fue un verdadero insulto. Ahora, para recuperar su legítima humildad de Seminario, deberá ir a vivir con los ricos y predicar a los ilustrados. No le será tan fácil como en San José. Deberá hacer un real esfuerzo para deslumbrar a quienes no son analfabetos...

Carlos Samuel comprendía que para su obispo "humildad" era en esta circunstancia sinónimo de "humillación".

—¿Sabía que ha llegado usted al borde de la herejía maniquea, creyendo que todos los ricos son malos y los pobres buenos? Ve en los pobres a Ormuz y en los ricos a Arimán.

¿Maniqueo? ¿Mazdeísta? ¿Qué extrañas combinaciones hacía este hombre con indiscutible vocación cenobita? Monseñor Tardini era el maniqueo que veía al mundo en pecado y por consiguiente quería aislarse de él, combatirlo, para obtener una recompensa en el otro.

—Nunca se me hubiera ocurrido tal cosa —balbuceó Carlos Samuel.

—Tendrá que aprender a descubrir en todas partes a gentes buenas y gentes malas. El mundo no está compuesto por clases sociales, sino por individuos que pecan menos y pecan más. Los hombres, todos los hombres, son ovejas y nosotros sus pastores. Una oveja no es mala porque viva en el corral ni otra buena porque paste en un prado edénico.

La entrevista había concluido.

Monseñor José Tardini, el otrora seminarista predilecto del padre espiritual que recibía agradecido las sobras de sus platos, en el fondo vacilaba.

37

Esa noche Magdalena quería regresar a su casa contrariamente a lo acostumbrado, pues dormía con Víctor hasta el día siguiente. A él lo quería más que a nadie y lo manifestaba sin cortapisas. Su corazón tenía capacidad para amar a su rufián, a Víctor y aun a mí. Su poliandria era natural, casi un derecho conquistado. Se veía libre en el amor, más libre que las mujeres atadas a un solo hombre por temor al qué dirán. Esa libertad de acostarse con muchos por dinero y sin dinero, era un motivo de orgullo y superioridad. Le daba suficiente distancia como para mofarse del matrimonio, de los hombres y mujeres sojuzgadas por el tirano y exclusivista cónyuge, de todos aquellos que no conocían más que una piel y una sola forma de abrazo. Su libertad de amar la hacia sentirse libre en una sociedad que reprime al amor. Ella estaba liberada del trabajo, había logrado desprenderse de las cadenas que engrillan a todos los hombres en el aparato productivo de hacer siempre las mismas cosas durante las mismas horas. No trabajaba y cuando quería hacerlo era sólo por gusto: limpiaba la casa de Víctor y cocinaba para los estudiantes porque le placía y no porque alguien se lo impusiera. Además, ganaba dinero con relativa facilidad, mucho más que cualquier doméstica, empleada e incluso mujeres calificadas como maestras o enfermeras. Que sus ingresos se los tragara su rufián era un asunto aparte. ¿Acaso no hay maestras y enfermeras que mantienen a sus maridos? ¿Por qué esto sería aceptable y lo otro no?

Magdalena intervino en nuestro diálogo sobre la posibilidad de provocar una huelga que pusiera en movimiento una cadena de levantamientos en otras partes del país y fuera apoyada por ciertos sectores obreros. Ella dijo que era tanto o más rebelde que nosotros, que estaba liberada de un montón de ataduras que nosotros no pudimos aún romper, y si no, que miráramos la pulcritud de nuestra ropa, la disciplina de nuestra asistencia a clases y prácticas, el respeto a nuestros padres. Ella, en cambio, era una espina atravesada en la garganta de su familia, con ¡a que estaba en guerra hacia ya mucho. Víctor aceptó que ella era el mentís a la gran moral predicada desde pulpitos y tribunas; su comercio era un rechazo a hacer de su cuerpo un instrumento de producción en vez de un instrumento de placer; sus relaciones con hombres de apariencia impoluta, una denuncia contra la hipocresía y una demostración de las frustraciones que reprimen diariamente, Magdalena, cuyo lenguaje era limitado y ríspido, no entendía todo, pero aceptaba aprobatoriamente su sentido.

La profesión de Magdalena era tan vieja como las sociedades basadas en la represión —me explicó Víctor en otra oportunidad—, el síntoma que se manifiesta sin cesar, a lo largo de toda la historia, como una fiebre que no quiere cesar mientras dure la infección. Las minorías dominantes han pretendido suprimir la prostitución como un médico pretende combatir la fiebre: sin curar el mal de fondo. La fiebre es el grito de auxilio que lanza un cuerpo enfermo. Ella no es el mal sino su denuncia. La fiebre podrá descender durante algunas horas gracias al efecto de oportunos medicamentos —oportunas persecuciones en la sociedad—, pero volverá a remontarse apenas se baje la guardia.

El concepto de Magdalena respecto a nuestra rebeldía estaba muy simplificado. Ella creía que deseábamos en primer lugar desquitarnos del Rector y de algunos profesores por cuestiones personales. Si quería mirar más lejos, impresionada por nuestras ilusiones de provocar un gran movimiento que arrastrara a todo el país, veía como objetivo de nuestra lucha moler a palos ese gran hijo de puta: el Presidente de la República.

No podía abstraer sociedad de persona. En cada caso veía un objetivo individual. Su oído tenía una escala cuya base asentaba en lo visible e inmediato; de tener que proceder a hacer correr sangre, lo haría con el almacenero de su esquina, que nunca le quiso vender al fiado, o con algunas familias de su barrio que le profesaban un odio animal porque sus hombres lograron puestos "decentes" y querían, los muy cochinos, olvidar viejas y penosas historias comunes.

La llevé a su casa en el auto del viejo. Se apoltronó en el asiento queriendo gozar su fresco contacto.

Doblé en calle Colón y pronto empezó la bajada: penetrábamos en el sórdido San José. Ella estaba adormilándose. Las calles solitarias se iluminaron con el resplandor de los faros. Irregulares se sucedían las casucas, algunas simplemente chozas, hundidas en el fondo de baldíos.

Magdalena me indicó dónde frenar.

38

El padre Agustín Buenaventura lo llevó a su pequeño estudio. Caminaba adelante bamboleando ligeramente su obeso cuerpo. Carlos Samuel estudió rápidamente a su superior, calva brillante, oscura nuca rolliza y hombros anchos.

Se sentó plegando sotana y pantalones a la altura de las rodillas. Su dilatado abdomen comprimía al tórax. Respiró con dificultad hasta encontrar la posición óptima. Con una mano se dilató la golilla y con la otra golpeó el almohadón vecino del sofá, invitándole a tomar asiento.

—Ya me han informado sobre usted —empezó con voz gruesa y burbujeante.

Carlos Samuel encontró simpática su figura de cacique.

—Primer promedio —continuó—. Viaje a Europa: Roma, Innsbruck, Lovaina. Doctorado en la Universidad Gregoriana... ¡Parroquia de San José! Dicen que es una hermosa parábola —trazó una curva en el aire con su índice, corto y grueso—. Aquí, a la izquierda, bajito, está el Seminario. Luego usted sube, sube, sube... ¿Dónde ubicar a San José? ¿Aquí, a la derecha, otra vez abajo? ¡No! —descargó su manaza sobre el hombro de Carlos Samuel; éste se sobresaltó—. San José está a la derecha, sí, pero arriba. Más alto que Innsbruck, que Lovaina, que la Universidad Gregoriana. Su trayectoria es la de una flecha que aún asciende, que todavía no llegó siquiera a la joroba de una parábola.

Carlos Samuel se apartó un tanto para contemplarlo mejor. ¿Qué insinuaba el hombre?

—Yo esperaba una persona como usted —prosiguió el viejo—. Los años pesan y este maldito derecho a comer cuanto mi salvaje estómago exige, me está hundiendo. Durante muchos años pasé hambre. ¿Entiende lo que es hambre? No se trata del alegre cosquilleo que produce el apetito, sino de una voracidad insatisfecha que produce dolor y angustia. Sufrí en silencio esa hambre con resignación. Aquí, donde sobran los alimentos, mi aparato digestivo pretende saciarse de las brutales privaciones a que lo sometí. Ya me ve: estoy quintuplicando la gordura que tenía antes de viajar a Villa del Milagro.

—¿Cómo fue aquello? —preguntó cautelosamente Carlos Samuel.

—¿Villa del Milagro? Primero una prisión. Luego un paraíso. Pero demasiado breve. Cuando lo empezaba a disfrutar, me trasladaron aquí. En eso tenemos mucho en común. No todo, es claro, porque a San José usted solicitó ir, y a Villa del Milagro me enviaron. Pero allí, en esos sitios de privación, de analfabetismo, de pecado, usted y yo, sufriendo también, empezamos a gozar de la auténtica alegría cristiana de servir cristianamente a los demás. Cuando nuestra obra se tornaba peligrosa, exageradamente audaz, entonces nos quitaron las herramientas y nos trasladaron aquí.

La boca de Carlos Samuel se abrió para decir algo, pero no emitió sonidos. La mano izquierda del padre Buenaventura se posó amistosamente sobre la rodilla del joven.

—Me trasladaron aquí porque defraudé a monseñor Constanzo en Villa del Milagro... —confesó mohínamente—. Metiéndome aquí entre gente adinerada, culta, de modales refinados, me inhiben y me torturan. Estoy obligado a pulirme ahora, a esta edad, después de pasarme lustros hundido entre salvajes. Fíjese: a poco de llegar, una familia me invitó a comer. Yo tomo la sopa como puedo y también tenía derecho a comentar que le faltaba sal. Un muchacho burlón me replicó: "No le falta sal: le falta ensayo". Tardé en comprender que hacía referencia a mi sonoridad de sorbo, pero apenas capté su burla, levanté el plato dispuesto a transformarlo en su careta. Fui detenido en el aire, el muchacho expulsado de la mesa, yo inundado de disculpas, pero..., no me invitaron más. ¿Qué hacía ahora? Esperaba. Sabía que aquí aterrizaría otro parecido a mí. Debemos hacer un brindis.

Buenaventura se incorporó ayudándose con las manos, resoplando. Se aproximó a una puertecilla en un rincón de la biblioteca, sacó una botella de vino y dos copas.

—Esta iglesia se llena de ricachos los domingos y los sábados se casan las parejas de gran sociedad; el resto de la semana concurren mis queridas gordas. No sé qué atractivo tengo para las gordas, pero vienen, se me arraciman y me proveen de todo, este vino, vajilla, dinero. Son el pilar financiero de la parroquia —llenó las copas y le extendió una a Carlos Samuel—. ¡Por nuestro futuro!

—¡Por sus gordas! —respondió sonriente, elevando la mano.

—¡Por mis gordas! —asintió Buenaventura.

39

El coronel Pérez descendió rápidamente por la escalera para dar la bienvenida al Obispo, que acababa de llegar en su automóvil.

Monseñor Tardini, sonriente, le tendió ambas manos. El jefe de Policía, luego de estrechárselas, le invitó a entrar. Caminaron juntos, con esa lentitud que inventaron los reyes para hacer creer que dominan al tiempo y a sus conciencias. A ambos lados del trayecto les hacían guardia de honor. El coronel hablaba, como lo recomienda el protocolo, orientando la mirada del Obispo hacia uno u otro detalle intrascendente. No tenía mucho que decir, pero sí la necesidad de captarse su afecto.

Penetraron en el amplio salón dorado que meses atrás fue escenario de la asunción a la Jefatura del coronel Pérez. Tomaron asiento en los sillones centrales. Podían contemplar la vasta platea, integrada por oficiales de la repartición, que hacían los últimos movimientos para acomodar sus cuerpos, antes que empezara el solemne acto.

Monseñor Tardini contempló la decoración rococó de la sala, tan poco armónica con las funciones viriles de la Policía. Era quizás una manera de humanizar a la fuerza o de embellecer a la represión. "El león pacerá con el cordero." Los opuestos suelen convenir, se ayudan mutuamente para acercarse al punto medio que ensalzó el Estagirita.

El locutor invitó a ponerse de pie para entonar el Himno Nacional. El coronel Donato Francisco Pérez adoptó una magnífica actitud marcial; sus músculos se contrajeron con reciedumbre, sabiéndose observado por centenares de subordinados. Era el jefe admirado y temido. Monseñor Tardini, a su diestra, alcanzaba a percibir la imponencia del hombre.

Hablaron varios oradores. Le correspondió por último al coronel Pérez. Se acercó al micrófono y leyó su discurso.

Señaló las nuevas formas de la delincuencia, destacando su característica preponderantemente juvenil, el aprovechamiento de los avances científicos y tecnológicos y su provisión anticipada de la defensa legal. Estos tres factores tornaban difícil combatirla con los métodos tradicionales. Para ello era necesario aplicar una nueva estrategia que se basara en una acendrada capacitación profesional, adecuados equipos en materias de comunicaciones y movilidad y un armamento moderno que pueda enfrentar con éxito a los renovados procedimientos delictivos. Pero sobre todo —enfatizó el coronel Pérez—, es necesario clarificar nuestros objetivos, atacar todas las formas de delincuencia aunque se encubran tras móviles políticos y no detenernos tras barreras convencionales o trasnochadamente románticas, ofreciéndoles a los enemigos de la sociedad las ventajas de la iniciativa.

Luego el jefe de Policía señaló las misiones que corresponden a cada Dirección, al Estado Mayor y Consejo de Directores, explicando cómo deberán actuar en el futuro de acuerdo con las instrucciones emanadas directamente del Comando General. La Policía —concluyó— ha iniciado una nueva y gloriosa etapa en la historia de la Patria.

Monseñor Tardini se levantó para felicitarlo. Pérez, iluminado intermitentemente por los relámpagos de los flashes, abrazó al Obispo. La confraternidad entre los guardianes de la moral era un hecho en el país. Ambos, sonrientes, volvieron a ubicarse en sus sillones.

El locutor invitó al público a visitar la exposición de los nuevos equipos adquiridos. El jefe de Policía se puso de pie y lo imitaron todos. Hizo pasar delante al Obispo: era una gentileza, equivalía a decir "primero las damas". Caminaron hacia el amplio patio, seguidos por el brillante cortejo de oficiales uniformados.

En fila, impecablemente ordenados según jerarquías estratégicas, fueron apareciendo los gendarmes con armas nuevas, ametralladoras livianas, máscaras para gases lacrimógenos, carros de asalto, camiones Neptuno, vehículos blindados, equipos móviles. Los policías asignados a cada arma o vehículo posaban enhiestos, como niños a quienes se ha confiado un nuevo juguete.

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