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Authors: Marcos Aguinis

Tags: #Intriga, Relato

La cruz invertida (12 page)

BOOK: La cruz invertida
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INTERTESTAMENTARIO

Me arrastraron hacia lo alto de la pirámide, mientras infructuosamente intentaba trabar mis pies en los peldaños. Sabía que iba a la muerte, que abrirían mi pecho y arrancarían el corazón palpitante. El gran sacerdote, con los brazos extendidos aferrando el puñal, se asomaba en la cumbre como un triángulo, cuyo vértice era la hoja de acero escintilante. El mundo dependía de mi sacrificio. Las tinieblas amenazaban con la destrucción cósmica. Era necesario el "chal-chiuatl", la sangre chorreante de mi corazón desgarrado para que renaciera el sol y volviera la vida. Mi vida por la vida de ¡os demás, del mundo, del universo. Y las manos de esos esbirros comprimían mis brazos y mi garganta y mi cintura y me obligaban a subir hacia ese altar sangriento porque una vez el más pequeño de los dioses se arrojó a un mar de fuego y salió transformado en el sol, caliente, luminoso, fértil, pero inmóvil, sin fuerza para desplazarse, débil, exangüe y por el cual los demás dioses reunidos en Teotihuacán donaron sus vidas para que él bebiera la sangre rutilante y pegajosa de todos. Así el sol adquirió ruedas, expulsó las tinieblas, derritió las escarchas y doró los maizales.

Cada día necesitaba la sangre de un hombre y otro hombre al día siguiente. Por eso yo era izado, pero no quería morir aunque todo muriera, porque es mejor morir con todos que morir solo, siempre se muere solo aunque sea por el universo, aunque el corazón que a uno le arrancan tenga la dignidad de lo divino, siempre se muere solo, muy solo y es mejor no morir aunque la vida se extinga por doquier. En lo alto está la pira, el altar o el cadalso, no tiene sentido morir para vivir, es mejor seguir viviendo sin morir. Dios le dijo que debía sacrificarme y él está dispuesto a hacerlo. En su mano sostiene el puñal, su mano tiembla y el puñal oscila locamente, ojalá que yerre el golpe, ojalá que aparezca pronto el carnero con sus astas enredadas en los arbustos y Dios le diga "Abraham, Abraham". Sentí frío en mis espaldas y dolor en mis extremidades, firmemente amarradas. Abraham lloraba y sus lágrimas resbalaban por sus mejillas, por su espesa y larga barba y esas lágrimas con sal y dolor golpeaban sobre mi cara y Abraham, desesperado, apuntó el puñal contra su propio pecho y se lo clavó. Entonces supe que yo era el hijo de Dios, que no podía morir, que era inmortal, que tal vez creían que me habían muerto y yo no sentí nada. Estaba contento, era como si todo fuera una simulación teatral. Mi nombre es Jesús, así me decían todos. Esperaba que les hablara en su favor. Entonces dije: "Padre, perdónalos". Pero este altar no es como el Gólgota. ¡Caramba! Comprendí que no era Jesús, sino Haoma, hijo de Dios también, como lo aceptó Zoroastro. Estaba metamorfoseado en una planta y el sacerdote me colocó respetuosamente dentro de un mortero. Empezó a molerme, pero yo no sentía nada, reposaba tranquilamente. El mortero era confortable. El sacerdote hacia bien su trabajo. De mi cuerpo vegetal empezó a brotar jugo, me empapaba la piel, como la sangre de una herida que nos embadurna y ese jugo fue bebido por el sacerdote y por los fieles para que todos me tuvieran a mí en ellos y de ese modo están ellos en mí y en mi Padre. Y mi jugo era vino porque la planta da vino pero era mi líquido vital, cuya ausencia me anemiza y embota.

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CRÓNICAS

—Hemos puesto nuestra esperanza en usted —empezó, gravemente, monseñor Tardini.

Carlos Samuel juntó sus manos.

—El rector del Seminario eligió los mejores promedios entre los teólogos más disciplinados —le recordó.

Buen promedio, excelente disciplina. Objetivo máximo. Lo alcanzó aunque para ello tuvo que narcotizarse. Le llevó cuatro años decidirse. Cuatro años de llantos, protestas y sufrimientos. A las burlas de sus condiscípulos había respondido con burlas. Y fue castigado. Después, enfurecido a estallar, replicó con un puñetazo en plena nariz al primero que se mofó de ese castigo. No le expulsaron por intervención de su tío, pero le hundieron las calificaciones, le suprimieron todas las salidas y fijaron tareas denigrantes. Poco a poco entendió. Entonces se decidió con firmeza. Se propuso obrar un sortilegio y transformarse en una persona de metal. Hizo de esta elección un motivo de vida o muerte. No oyó más las burlas, no tenía nada que preguntar, todo estaba bien. Se envolvió con una impermeable capa de resignación. Con voluntad terca clausuró sus sentimientos, adquiriendo una pasividad impertérrita. Se dejó llevar como un autómata. Adquirió un nuevo estado y entre las obligaciones de ese nuevo estado figuraba estudiar intensamente, de memoria. Así lo hizo, fijando páginas de los manuales con rapidez y servilismo. Quiso ser lo que ellos querían. Lo consiguió. Sus calificaciones empezaron a subir. Y sus méritos a trascender. El nuevo Carlos Samuel irrumpió en las aulas como un ser ferozmente aplicado al estudio, indiferente a sus compañeros y a sí mismo, de obediencia incondicional a sus superiores, que corría como loco en los recreos, porque así se lo mandaban y se detenía de súbito cuando el prefecto empezaba a esbozar otra indicación. Disciplina: "excelente". Promedio: "diez puntos". Resultado: felicitaciones efusivas del Rector, del Vicerrector, del Padre Espiritual, del Ecónomo, del Prefecto de Estudios, del cuerpo docente, de su tío, de su madre. Consecuencia: viaje a Europa. Secuela: "esperanzas" de su Obispo, ahora.

—Su permanencia en Europa ha sido fructífera, según los informes que le precedieron, aunque hubo cierta medida disciplinaria menor —añadió monseñor Tardini.

Fue cuando empezaron a caer los cerrojos de su alma, cuando volvió a formularse preguntas. En la Universidad Gregoriana conoció una masa abigarrada e internacional de estudiantes, porque ella era el compendio del mundo, ese mundo ancho, infinito, variadísimo que el Seminario le había escatimado con terquedad. Se acercó por primera vez a la gente que no usaba sotana, enterándose de sus dificultades y conflictos. Roma no era sólo la Universidad... Tampoco Italia. Llegó hasta la católica Austria y sintió que la piel se le erizaba al contacto con el nuevo cierzo que soplaba en la Iglesia. Aprendió —con dificultades— a dialogar, esto es, a oír, no escandalizarse por nadie ni por nada, sino respetar, respetar, con los oídos alerta, los ojos muy abiertos y la mente serena, desprovista de prejuicios. Profundizó los estudios bíblicos, se acercó con seriedad a la filosofía. Y después de tantos años, sus labios endurecidos volvieron a sonreír.

—Aquí necesitamos gente como usted —el Obispo cerró el entrecejo para hundir su mirada en el rostro de Carlos Samuel—. Los católicos cultos necesitan pastores ilustrados. La cultura que bebió usted en Europa no debería malograrse en una parroquia de barrio. Para eso no necesitaba doctorarse en Sociología, ni haberse pasado cuatro años en Italia. Austria, Bélgica.

Un sacerdote no adquiría un nivel superior si no se acercaba a las fuentes del Viejo Mundo. Allí, en el centro del cristianismo, vivía su Pentecostés personal, recibiendo un copioso baño de sabiduría. Y esa sabiduría era esperada con las bocas abiertas.

—Por lo tanto, he decidido trasladarlo a la iglesia de la Encarnación.

Estaba en el barrio elegante de la ciudad. Allí concurrían los "católicos cultos'", es decir, los ricos. El Obispo calló entonces, esperando la reacción del padre Torres. Carlos Samuel bajó los ojos, cavilando, indeciso. En ese silencio flotaban palabras que no se querían pronunciar. El Obispo se reclinó en su sillón, apoyando las yemas de los dedos de una mano contra las otras. El silencio se prolongaba. Era una invitación para que Carlos Samuel dijera algo.

—¿Qué pensó para la parroquia de San José? —preguntó al fin.

A ella lo asignaron apenas regresó de Europa, atendiendo su solicitud. No se la podían denegar, porque venía avalado con títulos y honores de Roma. Quería completar su formación entrando en contacto con los sacerdotes humildes de la comunidad. Hizo sus primeras armas con alegría, con entusiasmo. Ansiaba evangelizar, mejorar, ayudar. Pero sobre todo, quería saciar su curiosidad sobre el pueblo pobre de Latinoamérica, del cual tuvo noticias por primera vez a miles de kilómetros de distancia, en debates y conferencias.

Le conmovieron las pinturas sobre una miseria que él ignoraba, empezó a leer publicaciones sociológicas y económicas, descubrió el mundo del subdesarrollo. Y a medida que se enteraba, más crecía su interés por ese pueblo postergado, que era el tema del mundo entero y que él no conocía.

Llegó a la parroquia de San José, ubicada en una hondonada geográfica, como el pozo de la ciudad, donde el "estar abajo" tenía todas las significaciones directas o indirectas que se pueden lucubrar. En ese pozo intentó llegar al pueblo, un pueblo que, si bien no lo rechazaba, tampoco tenía interés en seguirlo ni escucharle. Mejoró la iglesia, trató de formar un Consejo de laicos, armó un botiquín para distribuir medicamentos gratuitos, se metió en todos los hogares, siendo recibido con desconfianza y hasta temor. Se impuso la difícil tarea de ayudar pecuniariamente a los necesitados, recaudando fondos en los barrios ricos. Los ricos no le negaron sus dádivas, especialmente cuando las solicitaba en reuniones elegantes, tras ser presentado con los títulos que recibió en Europa. Y en San José se aglomeraban los indigentes, peleándose entre ellos para arrebatarse los donativos. Venían los grandes y los chicos, a veces dos o tres veces, pretendiendo confundir al cura. Eran pecadores, vivían en el pecado, sólo se le acercaban para obtener ventajas materiales, no concurrían a misa ni se confesaban.

Pero Carlos Samuel no cedió, más por amor propio que por convicción. No conseguía una franca respuesta del pueblo. El pueblo no accedía en venir hacia él como lo hubiera deseado: abiertamente, entusiastamente, confiadamente, masivamente. Y Carlos Samuel no se percató del proceso a la inversa, pues él era el que se acercaba a ese pueblo, primero con curiosidad, como un niño a los animales del zoológico, y luego con tolerancia, mucha tolerancia, cada vez más tolerancia, intentando comprenderlo y comprendiéndolo después muchas veces, más de las que hubiera podido calcular en un principio. El proceso no se detenía ya y era irreversible.

Carlos Samuel aconsejaba menos y escuchaba más, la lengua cedió prioridad al oído, el dedo admonitor se encogió tras su corazón más palpitante. Carlos Samuel apareció en una reunión sindical el mismo domingo que en su sermón condenó la violencia. Fue a disuadirla y terminó bendiciendo la huelga. El Obispo le recriminó su falta de prudencia y Carlos Samuel, quizá arrepentido, contestó que ellos le explicaron que sus demandas eran justas, elementales. Pero se reconoció culpable y aceptó la admonición de su Obispo, porque se había identificado con los pecadores, con esa gente ignorante y blasfema. Prometió condenar a los huelguistas que sólo saben exigir ventajas, que no respetan ni siquiera a Dios. Pero no advirtió que era más difícil condenar las demandas de los réprobos que enfrentar a su exigente superior. El domingo siguiente los obreros de su parroquia concurrieron a la iglesia masivamente, entusiastamente y confiadamente como lo deseó desde un principio. Eran ovejas que reconocían a su pastor, acudían a recibir protección y abrigo.

La imagen de José Tardini y su regio despacho desde donde formulaba sus reprimendas, se oscureció tras el resplandor de esos rostros bronceados, simples y atentos. Carlos Samuel dijo entonces que Cristo vino para servir y no para ser servido, vino para ser útil, para ayudar, apoyar y consolar. Nuevos cerrojos caían de su alma, antes eran los de la disciplina de acero, de la indiferencia, del servilismo, ahora eran los del intelecto, los de la cosmovisión.

Sus estudios y lecturas adquirían corporalidad, claridad y significado. Los publicanos y las rameras, los ladrones y los enfermos acudían a Cristo. Carlos Samuel, como su representante, tenía que recibirlos, darles la bienvenida, brindarles su amistad y protegerlos de quienes autotitulándose impolutos, querían lapidarles... Ese pueblo pobre, sucio, enfermo, lábil, era el mismo que recibió el mensaje de Cristo, era el mismo que le siguió y le abandonó, le ovacionó y le negó. Por ese pueblo Cristo dio su vida. En un hombre como cualquiera de ésos —que deben trabajar para comer— se encarnó. Su madre no fue la esposa de un ministro, ni su padre el dueño de un palacio, con carrozas y sirvientes. La Encarnación de Dios es la piedra angular del cristianismo. El hombre tiene un cuerpo que fue del mismo Dios. Ese cuerpo, digno hasta el infinito como Dios, no puede ser postergado. Las empresas están después y no antes que él.

—He designado a su sucesor ya —respondió el Obispo—. San José continuará funcionando.

San José no seguirá funcionando como antes, presintió Carlos Samuel. El Obispo se habrá esmerado en la elección del nuevo párroco, prefiriendo uno con menos cultura y más docilidad. Bastantes complicaciones le produjeron sus iniciativas de audacia creciente obligándole a meterse en terrenos ingratos. La feligresía debe encontrar en la iglesia un alimento para su devoción, no una bandera política, le advirtió una vez. Ahora no advertía: comunicaba resoluciones. Su paciencia se había agotado llamando continuamente la atención de Carlos Samuel, que se despeñaba: ¡No se meta con el sindicato! ¡No apoye otra huelga! ¡No vaya a la cárcel, porque los detenidos son comunistas! ¡Cuidado: no manche sus sermones con marxismo!

—Entiendo que la iglesia de la Encarnación ya tiene párroco... —insinuó Carlos Samuel.

—En efecto —asintió el Obispo—. Allí fue traído el padre Agustín Buenaventura. Mi antecesor, monseñor Constanzo, murió poco después de su fatigosa peregrinación a Villa del Milagro. Entre sus últimos deseos figuraba relevar a Buenaventura. Dispuse traerlo entonces a la iglesia de la Encarnación. Está viejo y allí no hay mucho que hacer. Usted será su ayudante.

Carlos Samuel alzó la frente, conturbado.

—Es un ejercicio de humildad... el que le impongo —sonrió maliciosamente monseñor Tardini.

El cura comprimió sus manos y bajó los ojos. El Obispo sabía castigar con ironía sutil. Buenaventura era un viejo sacerdote de campaña traído a un centro civilizado para terminar sus días. Silvestre reliquia encastrada como cuerpo extraño en el barrio elegante de la capital, vaya a saber por qué designios del Obispo... o de Dios. Para Buenaventura era seguramente un premio y para Carlos Samuel una penitencia. Lo separaban de su parroquia cuando al fin había logrado asumirla. No podían sancionarle abiertamente por su complicidad en las huelgas, debido a sus antecedentes europeos. Entonces lo metían en una cárcel de oro.

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