Authors: Gonzalo Giner
Honorio era consciente de que se estaba viviendo una auténtica fiebre en todo Occidente por la posesión y explotación de cualquier objeto santo. Las ciudades rivalizaban por hacerse con las más valiosas, pues aquellas que las conseguían llenaban sus arcas con rapidez merced al tránsito de peregrinos que, llenos de fervor, acudían desde lejanos lugares atraídos por ellas, llenando las posadas, inundando de generosos donativos a las iglesias y dando trabajo a muchos talleres de artesanía que no paraban, día y noche, de fabricar réplicas.
El Papa, tras haberlo meditado con toda serenidad y pasar muchas horas delante del sagrario de su capilla privada, había dejado escrita su firme y definitiva decisión. Cerca de mil doscientos años atrás, unos cristianos habían estado en el mismo trance que él, forzados a tomar una decisión sobre el destino de aquella extraordinaria reliquia. Decidieron esconder los pendientes junto al cuerpo de san Juan, discípulo predilecto de Cristo y protector de la Virgen tras la ascensión de su Hijo. Él haría lo mismo, pero los separaría: uno de ellos se enviaría a la basílica de San Juan y el otro a la basílica del Santo Sepulcro de Jerusalén, por ser los lugares donde habían sido enterrados su Hijo y su discípulo.
Inocencio era el único que conocía la existencia de ese diario. De hecho, no lo catalogó en su momento y decidió mantenerlo oculto —entre sus documentos personales y hasta comprobar la veracidad de sus revelaciones— antes de sacarlo a la luz pública.
—Cario, ¿qué tal te has levantado hoy? ¿Se te han pasado esos desarreglos digestivos que te traían ayer a males?
Inocencio acababa de sentarse en un banco corrido, frente a la única mesa que había en el comedor del barco, con la intención de desayunar en su sexta jornada de travesía hacia Constantinopla.
—Bueno, esta noche he dormido de un tirón y no he necesitado levantarme para aliviar los retortijones de estos pasados dos días. Aunque no me encuentro bien del todo.
El marinero que hacía las funciones de cocinero se les acercó para ofrecerles el desayuno. Desde la primera noche a bordo, los dos estaban de acuerdo en que Paulino de Módena, que así dijo que se llamaba, además de servicial, era muy bueno guisando.
—Señores, esta mañana puedo ofrecerles un suculento plato de huevos pasados por agua con salchichas piamontesas bañadas en una deliciosa, aunque un punto picante, salsa de carne. De acompañamiento, he preparado unos boniatos al estilo de Módena, receta de mi tierra. ¿Se lo traigo junto con una jarrita de vino y una pieza de pan negro?
A cario se le torció el gesto al imaginar el efecto que podría producir toda esa comida en su frágil estómago y pidió sólo el pan, con una jarra de leche caliente.
Inocencio le observaba con lástima. Sus ojeras habían duplicado su tamaño y su piel lucía un preocupante tono grisáceo. Además, y aunque su secretario era de por sí delgado, tras esos dos días se estaba quedando en los huesos.
El sí pidió una buena ración al cocinero. No recordaba haber comido nunca de la manera que lo estaba haciendo en ese viaje. La comida en Letrán era muy diferente a la de ese barco. Como en Roma siempre tenía compromisos a mediodía, casi nunca podía comer solo y a su elección. Lo más habitual era que los menús vinieran confeccionados de antemano y los platos a los que se enfrentaba eran unas veces excesivamente elaborados: en ellos se mezclaban tantos sabores que acababan sin tener uno propio.
No estaba habituado a una comida tan sencilla y sabrosa como la que estaba disfrutando esos días. En lugar de finos manteles de hilo bordado, vasos de cristal de Bohemia y cerámicas de Limoges, ahora lo hacía en una mesa de tosca madera, sin mantel, con platos de barro cocido y vasos de grueso cristal. Pero no sólo no le importaba nada, sino que además estaba encantado.
El, Sinibaldo de Fieschi, había nacido en el seno de una familia muy rica y muy amiga de la del emperador Federico —contra el que estaba enfrentado en la actualidad— y, por tanto, nunca había conocido ambientes tan modestos. Lógicamente, la comida de esos marineros debía ser más sólida y nutritiva que la de Letrán, ya que debían enfrentarse diariamente a un intenso y duro trabajo a bordo.
Todo le sabía a gloria. Los guisos de cerdo, las judías estofadas con carne o los
tagliatelli
con setas eran algunos de los platos que había comido durante esos días, lejos del refinamiento y el boato al que estaba acostumbrado.
Ninguno de aquellos rudos y malhablados marineros podía imaginar que estaban compartiendo mesa nada menos que con el Papa de Roma. De haberlo sabido, seguramente no habrían blasfemado como acostumbraban ni se habrían atrevido a contar con todo lujo de detalles sus conquistas femeninas.
Durante las comidas se reían ostensiblemente, recordando sus hazañas con las mujeres que frecuentaban en los puertos donde amarraban, siempre deseosas de rebajar el peso de sus bolsas.
Para Inocencio, el viaje estaba resultando una oportunidad excepcional para conocer el mundo real de una forma directa, sin que nadie se lo filtrase, tal y como ocurría habitualmente. Pasados unos días, empezó, incluso, a participar en las conversaciones con la tripulación, disfrutando enormemente de ellas y opinando sobre cualquiera de los asuntos que iban surgiendo. Aquellos hombres, con su evidente falta de formación y cultura, le sorprendían, sobre todo, por su permeabilidad y apertura de miras. ¡Cuántas veces Inocencio había tratado de hacer apostolado con hombres mucho más inteligentes y formados que ésos, viendo cómo sus mensajes no eran capaces de penetrar en sus duros corazones! Y sin embargo, con aquellos sencillos marineros, durante esos días y desde su falsa condición de comerciante, estaba consiguiendo entender cómo funcionaba su corazón, cuáles eran sus anhelos y qué era lo que les importaba, de verdad, en la vida, cuáles sus creencias y cuán grande era su nobleza. Entendía que su Señor Jesucristo hubiese buscado a sus discípulos entre esa noble gente de mar. Lo que había llegado a aprender del interior del hombre durante esos días no había conseguido captarlo en los muchos años que llevaba viviendo en Letrán.
Una tarde, los dos hombres, paseando por la cubierta de la galera acompañados de una suave brisa, repasaban sus planes más inmediatos.
—Cario, ¿te ha dicho el capitán a qué hora estima que lleguemos a Constantinopla mañana?
—Dice que si no se nos presenta ninguna complicación, podremos arribar a puerto antes del mediodía. ¿Habéis pensado qué haremos dos días en la capital del imperio, Santidad?
—¡Cario, te recuerdo que tienes terminantemente prohibido llamarme de esa manera! Cualquier día, se te escapará delante de alguien y echarás a perder la misión.
Cario se disculpó y prometió una vez más que trataría de evitarlo.
—Quiero visitar la basílica de Santa Irene, donde parece que está el original de nuestro mosaico de San Pablo Extramuros, y, por encima de todo, la catedral de Santa Sofía. Cario, tendremos la oportunidad de conocer la más espectacular iglesia que se haya levantado nunca, la más grande de toda la cristiandad y la más bella de todas las que hayas visto. Desde hace años soñaba con pisar su suelo y contemplar como un peregrino más los magníficos mosaicos que decoran sus cúpulas, realizados con millones de teselas de cristal que, dependiendo de la cantidad y dirección en que inciden los rayos de luz sobre ellas, producen unos espectaculares destellos de colores y unas impresionantes series de brillos que resultan grandiosos, según me han relatado los afortunados que la han visto. Aprovecharemos el tiempo para hacer una discreta, pero intensa, visita cultural. Después de la toma de la ciudad por nuestros cruzados en 1203, muchos de los monumentos fueron quemados o destruidos, y algunas estatuas fueron llevadas a ciudades francas, aunque la mayor parte, junto con infinidad de reliquias, acabaron en Venecia. Pero aun así, restan una infinidad de magníficos lugares muy dignos de ver. Cario, ¡te gustará! Eso sí, espero que para mañana estés totalmente recuperado, porque de no ser así, tendrás que quedarte en el barco.
A la mañana siguiente y a primera hora, la galera había atravesado el estrecho de los Dardanelos y enfilaba su proa en dirección nordeste, para llegar hasta el inicio del estrecho del Bósforo, donde se encontraba la grandiosa Constantinopla, deslizándose por el mar de Mármara.
A medio día, con el sol completamente perpendicular a ellos, y tras bordear la orilla izquierda del pacífico mar, apareció majestuosa ante todos la mágica ciudad de Constantinopla, con sus siete colinas y su serpenteante muralla, jalonada por más de trescientas torres.
Toda la tripulación se dispuso a admirar en silencio, una vez más, aquella imagen de la ciudad. Se decía que, desde el mar, y justo desde el punto donde estaban, se tenía la vista más bella. Por eso, y aunque la habían admirado en multitud de ocasiones, nunca llegaban a cansarse de contemplar la soberbia imagen de las cúpulas de la catedral de Santa Sofía, destacando entre las de otras muchas iglesias, brillando entre bellos edificios y palacios.
Cario, al igual que el resto de la tripulación de
Il Leone,
contemplaba el fantástico perfil de la ciudad que contrastaba con el fondo azulado, resultado de la casi indistinguible unión entre el celeste firmamento y un reposado y espléndido mar.
Cario escuchaba las explicaciones que Inocencio daba sobre la ciudad, que en su momento había sido la capital del mundo y que incluso, y de boca del propio emperador Constantino —al que debió su nombre—, fue llamada «la nueva Roma».
—La ciudad fue fundada en tiempos del rey David, unos mil años antes de Cristo, y conquistada por los romanos unos doscientos años antes también de Cristo. Pero no sería hasta el año 330 cuando fue nuevamente liberada por el emperador Constantino, que ordenó levantar una ciudad de nueva planta destinada a ser capital de su imperio. Tomó mucho más protagonismo cuando los visigodos invadieron Roma. Entonces Constantinopla pasó a ser, verdaderamente, la nueva Roma. Su máximo esplendor llegó con el emperador Justiniano, hacia principios del siglo VI. Él hizo levantar la catedral de Santa Sofía para reforzar la imagen de la ciudad como centro de cristiandad para todo el mundo oriental. Pero eso ya lo veremos más tarde. ¿Te encuentras ya bien?
—¡Perfectamente, mi señor! Creo que ya se han vuelto a colocar en su sitio todas las tripas y puedo hacer vida normal.
—¡Cario, me alegra poder contar contigo, ya que nuestra aventura comienza ahora! Aunque en Roma no contábamos con esta escala, la aprovecharemos para investigar sobre aquel icono que nos llegó desde Constantinopla, y que recordarás que coloqué en una de las capillas de San Pablo Extramuros.
Pasada apenas una hora, el barco alcanzaba uno de los muelles del abarrotado puerto de Constantinopla, en pleno Cuerno de Oro. Con maestría, el capitán atracaba
Il Leone
entre dos barcos de menor calado, uno de ellos con bandera de la Corona de Aragón y otro con la genovesa.
A preguntas de los dos romanos, y a punto de abandonar la galera para conocer la ciudad, el capitán les dijo que hasta la mañana siguiente no les podría dar todos los detalles sobre la travesía final hasta Esmirna. Sólo les informó de que saldrían a primera hora de la mañana, antes de la salida del sol.
Una vez solo, el rudo capitán comenzó a dar a la tripulación las instrucciones precisas para que iniciaran con rapidez la descarga de toda la mercancía, que ocupaba más de la mitad de las bodegas del barco.
Carlo e Inocencio se dirigieron hacia el interior de la ciudad, atravesando primero unas callejuelas estrechas, repletas de pequeños comercios —la mayor parte pescaderías, a modo de pequeños tenderetes de lona y madera—, que apenas dejaban espacio libre para circular. A base de muchos empujones y a duras penas, iban ganando terreno, Inocencio primero y Cario detrás, ante la imposibilidad de ir los dos juntos, debido a la cantidad de gente que abarrotaba las calles. Avanzaban embutidos en una masa humana, buscando la plaza que tenía que situarles en la entrada principal de la iglesia de Santa Irene, cerca de la catedral de Santa Sofía, tal y como les habían indicado en el puerto.
Habían avanzado un buen trecho, y aunque iban separados, cario, que guardaba una distancia mínima de seguridad con el Papa, consiguió evitar que Su Santidad fuera robado, propinando con todas sus ganas una patada a la espinilla de un sucio jovenzuelo, tras descubrirle en el preciso instante en que estaba introduciendo una mano entre sus ropas para hacerse con la bolsa donde el Papa llevaba todo el dinero.
—¡Vaya granuja!, se me había pegado como una lapa y, en un primer momento, no he visto su intención. ¡Gracias, Cario! Eres como mi ángel de la guarda. Me habían advertido que tuviésemos cuidado con los ladrones, pues la ciudad está infestada de ellos. Pero me he descuidado. El paseo por esta sorprendente ciudad ha anulado completamente mis sentidos. Recuerdo que dos cardenales italianos de visita en Roma me contaron que habían llegado a sentirse totalmente embriagados callejeando por Constantinopla, hasta el punto de perder casi por entero la conciencia. Y te digo, cario, que una vez aquí reconozco que me he sentido igual. La suma de sus colores, sus sonidos y sobre todo sus olores son como una borrachera para los sentidos. Al principio, pensé que nunca me iba a abandonar el penetrante olor a pescado que nos acompañó desde que dejamos el puerto y en las primeras calles; pero desde que cruzamos esa plaza, donde estaban los vendedores de cestos, cada calle me ha cautivado con un aroma diferente.
Constantinopla reunía en sus callejuelas todos los perfumes del mundo. Habían atravesado una pequeña ronda abarrotada de puestecillos que vendían esencias, donde al principio dominaba un dulce aroma a jacinto, que más adelante se mezclaba con olor a sándalo, y que terminaba con una fragancia de rosas. Los cálidos rayos del sol cosquilleaban los millones de jazmines que trepaban por muros y paredes de casas o mansiones, que, ante su cálido efecto, devolvían su tributo al ambiente con un generoso aroma que reconfortaba el alma de cualquier transeúnte. Sin haberse sobrepuesto a tan variada exposición a sus sentidos, en otras calles volvieron a recibir nuevos impactos provenientes de otros puestos, que mostraban cientos de cestas multicolores con especias traídas desde los más remotos lugares de Oriente: nuez moscada, pimienta negra, clavo o vainilla. Aquellos condimentos combatían entre ellos por ocupar su particular espacio en el aire que respiraban, y que casi los aturdían.