Authors: Gonzalo Giner
Lucía se preguntaba qué razones motivaban a esa mujer a desvelarle tan abiertamente aquellos misterios que habían mantenido ocultos durante siglos y siglos. ¿Por qué le contaba todo aquello precisamente a ella? Parecía como si todo estuviese previsto de antemano y que a ella le tocase desempeñar un papel en esa extraordinaria sucesión de acontecimientos atendiendo a un designio superior.
—¿Por qué me has elegido a mí? No lo entiendo. Me hablas con una total claridad de asuntos verdaderamente serios y sin apenas conocerme.
—Estoy segura de que mi respuesta no va a resultarte sensata desde tu punto de vista racional. ¡Me ha sido revelado por la fuente de toda luz! Él me ha señalado tu persona para que se alcance nuestro destino. ¡Ha sido así y así debe seguir!
Aunque Lucía pensaba que aquella mujer parecía desvariar, se reconocía empujada por una fuerza insalvable hacia aquel designio.
—Lo que me estás contando me parece extraordinario. ¡De verdad, Raquel! Ahora entiendo mejor vuestra participación durante la Edad Media y vuestros deseos de recuperar el brazalete, y también la trascendencia tanto del pendiente como del medallón. ¡De acuerdo, Raquel! Voy asumiendo que ahora esté todo en mi poder. Pero ¿qué puedo hacer yo para que conmigo funcione lo que han intentado antes los demás? —Se notaba completamente decidida a llegar hasta el final.
—¡Falta algo más...! —Raquel le clavó su limpia mirada—. ¡Siempre ha faltado una cosa más y sé que sólo tú puedes encontrarla! Lucía, sólo tú puedes reunir todo y desencadenar la cuarta alianza: la de la luz. ¡Esa cuarta alianza está en tus manos!
Lucía no sabía muy bien por qué, pero algo muy puro que emanaba de aquella mujer le hacía verse obligada a atender su voluntad. Ahora deseaba por encima de todo llevar a cabo su promesa y creía saber lo que faltaba para completar los tres símbolos. Raquel le estaba leyendo el pensamiento.
—¿A que sabes muy bien dónde debes encontrar lo que siempre ha faltado para completar las tres alianzas?
—¡Creo que sí! En la tumba de los Luengo, ¿verdad?
—Allí debe estar el otro pendiente, Lucía —afirmó con rotundidad Raquel—. Honorio III recibió los pendientes y los separó, mandando cada uno a lugares muy distantes: a Éfeso uno, oculto dentro de un relicario, y el otro a la Vera Cruz, seguramente oculto también en otro relicario. Sabíamos que su sucesor, Inocencio IV, trató de recuperarlos, pero sólo tuvo suerte con el de Éfeso, aunque luego lo tuviera muy poco tiempo en sus manos. El otro permaneció siempre oculto, hasta que los plateros Luengo restauraron el relicario en el siglo XVII. Por algún motivo particular, creemos que prefirieron llevarse su secreto a la tumba. —Bebió un poco de agua para aclararse la garganta y luego siguió—. Cuando tengas todos los símbolos en tu poder, y en la fecha que te he señalado, debes juntarlos en una cámara oculta que encontrarás girando una pequeña piedra redonda, que está en el vestíbulo de la tercera cámara, la superior del edículo de la Vera Cruz. Entonces rodará una piedra que abre un espacio santo recubierto de oro en la cámara más alta. Allí debes dejar los tres símbolos. Es el sanctasanctórum de nuestro nuevo templo, el templo de los esenios. Luego debes recitar una oración que te dejaré por escrito y esperar a la aparición de los tres signos. Para ello, no debes estar sola. Tiene que estar contigo al menos una persona más, que será la única que debe saber lo que hemos estado hablando. Si después de hacer todo esto, ves que no ocurre nada, quedas libre de tu juramento y nunca más deberás volver a intentarlo.
—De acuerdo, Raquel. ¡Lo haré! Lo he jurado delante de ti, y lo haré. —Lucía sentía una extraña presión interior que le estaba como ahogando—. Me siento muy confundida por todo lo que me estás pidiendo que haga. ¡Es una locura! Yo había venido sólo a contrastar contigo las dudas que me habían surgido al leer el papiro y no sé cómo pero has terminado haciéndome partícipe de vuestras prácticas apocalípticas. ¡Nunca lo hubiera pensado de mí! Siento que algo ha penetrado dentro de mi interior y está revolviéndolo todo, sin dejarme capacidad para decidir sobre ello. —Lucía la sujetó de los hombros, queriendo escuchar de la mujer una respuesta sincera a lo que le iba a preguntar—. Concretamente, ¿qué esperáis que ocurra, si se llega a iniciar vuestra esperada nueva alianza?
Raquel estaba incomodísima con las esposas. Al notarlo, Lucía llamó a la vigilante y le dio la orden de que se las retirara para el resto de la visita. En cuanto volvieron a quedarse solas, Raquel respondió a la pregunta que se había quedado en el aire.
—Tus sensaciones se deben a que ya ha entrado en ti la luz. Ya no serás nunca la de antes. —Se frotaba las muñecas con alivio—. Gracias por tu consideración hacia mí. Desgraciadamente, ni yo ni nadie sabría contestar a tu pregunta. Hay unas fuerzas del mal que mueven este mundo. Sabemos que pueden producirse cosas muy serias por ellas, pero también contra ellas. Los hijos de la luz irán derrotando a esas fuerzas malignas, pero, insisto, no sabemos cómo ocurrirá. Sólo sé que, llegado ese momento, seguro que nos daremos cuenta de su significado.
Lucía miraba con cierta lástima a aquella colega que, por extrañas circunstancias de su vida, en vez de estar en una universidad enseñando historia como hubiera sido lo normal, iba a pasarse unos cuantos años en una fría y dura cárcel. Sintió un fuerte deseo por saber algo más sobre ella.
—Raquel, hasta ahora no me has hablado nada de ti, de tu vida. ¿Cómo has llegado hasta aquí? ¿Cómo entraste en contacto con esas comunidades de las que tan poco se conoce?
—Llegué a ellas desde la investigación. Nací en Hebrón, tierra donde se conservan las tumbas de los grandes patriarcas. Allí viví mi infancia, rodeada de pasado por cada una de sus esquinas. Creo que de jugar tanto entre ruinas, algunas de más de tres mil años, me aficioné a conocerlas y así decidí estudiar historia, especializándome en Antigua. Investigué las comunidades esenias que vivieron en Qumram y otros muchos emplazamientos. Durante mi doctorado conocí a un profesor que, finalmente, fue el que me introdujo en mi actual fe. Luego, lo demás ha pasado a tanta velocidad... Las primeras prácticas en comunidad, las enseñanzas, una prolongada ascesis interior, mi venida a España. Lo último, el capítulo de mi vida que tú ya conoces. ¡Ya ves! Al final, tras esperar ser yo la llave que abriera nuestra esperada gran guerra, aquí estoy viendo pasar los días a través de unas rejas, incapaz ya de hacer nada, como una simple delincuente. —Hizo una emocionada pausa, para secarse las lágrimas que habían empezado a brotar de sus ojos.
Lucía encontraba en Raquel una inusual incoherencia. Irradiaba bondad y sensibilidad, aunque también parecía perfectamente capacitada para infligir el daño que fuera necesario a los demás. Se acordaba del joven mutilado al que habían dejado en estado crítico después de haberle sacado los ojos.
—Por lo demás —prosiguió Raquel—, como esenia he tratado de vivir en completa comunidad de bienes con mis hermanos, practicando la oración durante un tercio de mi día, viviendo en castidad absoluta y purificándome por entero con agua tres veces al día. Pero ahora hablemos también de ti, Lucía. Yo he sido la encargada de seguirte durante estos últimos meses. Y lo he tenido que hacer tan de cerca, que creo haber empezado a conocerte un poco.
A Lucía le resultó de lo más amargo volver a saber que había sido vigilada. Pero se le ocurrió que, al menos, podía ser interesante conocer su opinión sobre ella.
—He visto en ti a una mujer especial, madura e inteligente, con una capacidad profesional notable y llena de vida. Creo que estás atravesado una temporada llena de inquietudes y ansiedad. Una época de cambio que te hace estar, digamos, un poco más rara. El otro día, cuando nos detuvieron, vi que te llevabas muy bien con Fernando Luengo. ¿Estás enamorada de él?
—Sí, más o menos. —Raquel no dejaba de sorprenderle. Ahora le hablaba sobre su vida como si fueran íntimas amigas. Sin entenderlo, deseaba contarle cosas que habitualmente no compartía con nadie—. La época rara a la que te refieres tiene mucho que ver con él. Como parece que sabes casi todo sobre mí, el dolor que me produjo verme tan pronto viuda hizo que los hombres dejaran de interesarme durante un tiempo, hasta que apareció Fernando. Con él he vuelto a sentirme mujer. ¡No sé cómo puedes vivir tú sin compartir el amor con un hombre! Él no acaba de aclarar sus sentimientos y de momento está navegando sin rumbo entre Mónica y yo. ¡Eso es todo lo que me pasa!
Llamaron a la puerta para avisar de que debían terminar. Se levantaron y se despidieron con dos besos. Raquel le pidió que volviera a verla cuando descubriera lo que contenía la tumba de los Luengo. Lucía se lo prometió.
Esperó a que le pusieran nuevamente las esposas y a que se la llevaran, y salió de la prisión con una rara sensación interior. No conseguía entender por qué tenía que ser ella la llave para desencadenar aquellos extraños acontecimientos profetizados por Jeremías, más de seiscientos años antes de Jesucristo. Decidió que tenía que ver a Fernando para contárselo todo con pelos y señales. Le llamó al móvil para tratar de verse ese mismo día, pues desde la cárcel tenía que pasar por Madrid para regresar a Segovia. Además, deseaba volver a verle.
No le cogía el teléfono.
Decidió ir a la joyería directamente. ¡Le daría una doble sorpresa!
Era la primera vez que entraba en ella y tuvo que preguntar por él a la única empleada que se encontraba en esos momentos en el interior de la tienda. Le señaló la puerta de su despacho, indicándole que estaba dentro.
Lucía entró sin llamar, dispuesta a repetir uno de sus ya clásicos y directos saludos con Fernando. Ansiaba volver a besarle.
No esperaba encontrarse a Mónica con él y menos en la actitud en la que estaban. De golpe, se enfrentó a toda una escena de pasión que se estaba produciendo entre ambos: unidos sus labios en un estrecho contacto, con las manos de Mónica recorriéndole el pecho descubierto, y él con las suyas ocupadas en recorrer alguna parte de su anatomía que no quiso ni precisar. Si para ella el resultado de su presencia no fue nada agradable, para los dos sorprendidos amantes lo fue menos.
—Por lo que veo, Mónica, ya pareces bastante recuperada, y no pierdes el tiempo. —Su mirada reflejaba todo menos alegría por la recobrada salud de su rival—. Tranquilos, no os molesto. Sólo venía a saludarte un momento, Fernando. Vosotros seguid con lo vuestro.
Cerró la puerta sin darles tiempo a reaccionar.
A los tres minutos, sonaba en su móvil una llamada de Fernando.
—Siento que hayas tenido que presenciar esa situación, tan violenta para todos. —Fernando no sabía cómo explicarse.
Lucía apenas conseguía tragarse la rabia ni contener las lágrimas.
—Fernando, no me he encontrado con nada de lo que tú no me hubieras prevenido. La culpa es mía por haber sido tan tonta de creerme que podía cambiar tus sentimientos. Prefiero no hablar ahora. ¡Ya lo haremos en otro momento!
Iglesia de la Vera Cruz. Segovia. Junio de 2002
Un cartel plastificado sobre la puerta principal de la iglesia de la Vera Cruz de Segovia rezaba que, por motivos de restauración, el templo permanecería cerrado al público hasta mediados de julio.
El equipo de investigación dirigido por la doctora Lucía Herrera trabajaba en su interior tratando de encontrar las respuestas a ciertos enigmas íntimamente unidos a su historia que, tras haber sido extensamente analizada, les había llevado a sospechar que aún podía seguir atesorando ciertos misterios que habrían permanecido ocultos muchos siglos después de su construcción.
Había conseguido los permisos para empezar la investigación el 10 de junio, pero unos días antes un último problema con el ayuntamiento de Zamarramala retrasó cinco jornadas su inicio.
Lucía se decidió a llamar a Fernando pasada una semana de la entrevista con Raquel en la cárcel y de presenciar la escena de pasión con Mónica en la joyería. Había necesitado cierto tiempo para digerir el amargo trago que le había dejado su inoportuna presencia en aquel despacho; aunque, sobre todo, se veía impelida a transmitirle las muchas cosas que había descubierto con aquella enigmática historiadora esenia, tanto sobre los objetos requisados el día de su detención, como del cambio interior que se había operado en ella una vez que se había comprometido a llevar a término la profecía. Durante los días anteriores había decidido no atender a las reiteradas llamadas de Fernando, que se sucedían casi cada día, hasta que no se viera con las fuerzas suficientes para hablar con él.
El día que hablaron, cuando Lucía hubo terminado su explicación y tras haber dejado pasar unos minutos para que Fernando asimilara aquellas sorprendentes revelaciones, quiso compartir con él la tremenda presión que sentía al saberse ahora responsable de que se cumpliera una profecía escrita hacía más de veintiséis siglos, y ser la custodia de los símbolos de las tres más sagradas alianzas de Yahvé, a la vez que su sensación de que la empujaba una fuerza desconocida, ajena a cualquier explicación racional y en clara oposición a su proceder habitual.
A Fernando le costaba retomar esas cuestiones. Había tratado de centrarse en su trabajo, estaba volcado en su relación con Mónica y pensaba que todo aquel asunto ya les había dado bastantes problemas. Por eso, al escuchar a Lucía le costaba captar el alcance de la nueva situación y entender la decisión que había tomado tras aquella entrevista. Se sentía responsable de haberla metido en aquella intriga, y eso le empujó a comprometerse con ella hasta donde fuera necesario. De ahora en adelante tenía muy claro que se iba a mantener siempre a su lado, para que no se sintiera sola ante la incierta evolución de los acontecimientos.
Como consecuencia de la trascendencia de aquellos hechos, y para evitar riesgos innecesarios a los demás, decidieron mantener en secreto lo último que habían conocido acerca de los símbolos y no poner al corriente ni a Paula ni a Mónica. El siguiente paso que debían dar era desvelar de una vez por todas lo que contenían las tumbas de los Luengo.
Lucía organizó los preparativos para levantar las pesadas losas y disponer la presencia de todos en la tercera semana de junio, sin concretar el día exacto. Contaba con la asistencia de Lorenzo Ramírez, que era quien podía tener más dificultades con su agenda.
A lo largo de aquella prolongada conversación en ningún momento quiso Lucía parecer que mostraba interés por su situación sentimental con Mónica, aunque varias veces se había mordido los labios para no hacerlo. Había tomado la determinación de enfocar su atracción por él sin reparar en los obstáculos, como el que se enfrenta a una gran piedra en medio de una carretera y, sin parar, la evita para continuar su ruta, pero sabiendo que la piedra está ahí. Tampoco pensó que fuera oportuno darle por teléfono la noticia de la verdadera autoría de la muerte de su mujer. Esperaría a tener una oportunidad, un poco más de intimidad, para contarle lo sucedido y darle apoyo y consuelo por su previsible reacción.