La cuarta alianza (58 page)

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Authors: Gonzalo Giner

BOOK: La cuarta alianza
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«Ayer se produjo un eclipse completo de sol —pensaba a solas—, que pudo verse en Oriente Próximo y parte de Asia central y hoy, este terremoto. Resultan dos significativas coincidencias con los mismos signos señalados en la profecía», y siguió escuchando al presentador del telediario.

En su casa de Segovia también Lucía escuchaba sobrecogida las consecuencias del terremoto. Aunque había estado trabajando hasta bastante tarde en el archivo, no había podido dejar de pensar en la noticia del eclipse del día anterior. Cuando apagó el televisor y se acostó en la cama hubiera deseado tener a Fernando a su lado para aliviar o compartir sus temores. Por más que se repetía que aquellos dos sucesos no tenían que ver con la profecía, no conseguía convencerse, y empezaba a temer haber desencadenado un proceso de consecuencias impredecibles.

Al día siguiente, tres días después de haber estado en la Vera Cruz, Lucía llamó muy alterada a Fernando.

—¿Estás viendo la televisión? ¡Acaban de dar una noticia que creo que coincide con el tercer signo de la profecía! Han anunciado que en La Coruña, en la madrugada del 10 de noviembre, ha nacido un niño a partir de una inseminación artificial, completamente ciego, sordo y creen que mudo. Sus padres están acusando a los médicos que han controlado el embarazo de una posible negligencia médica. Yo creo que se está cumpliendo la profecía, Fernando. Estoy muy asustada. Ayer fue el terremoto y antes de ayer el eclipse.

—¡Me voy a verte a Segovia esta misma tarde! Necesitamos estar juntos. De todos modos, piensa que podría tratarse de una triste coincidencia. Tal vez estemos viendo cosas que, aun siendo similares a las que esperábamos, no sean las que estaban descritas. De momento, debemos mantenernos tranquilos. Si de verdad hemos desatado algo, ya no lo podremos parar.

Aquella noche volvieron a saborear su amor mientras sus cuerpos se unían con una intensa pasión. Además del deseo, les empujaba una fuerza especial por saberse en un solo cuerpo. En una íntima unidad que resucitaba aquella percepción que habían sentido en el monte Nebo, donde habían visto con toda claridad que ya no podrían vivir el uno sin el otro.

Al día siguiente, una bella mujer, presa en la cárcel de Alcalá de Henares, contemplaba tan atónita como el resto de las internas las impresionantes imágenes de un incendio devastador que asolaba gran parte del valle del Jordán. Según comentaba el enviado especial, a pleno día hasta los satélites llegaban a recoger una gran columna de humo desde Israel, y por la noche las colosales llamaradas de fuego iluminaban el cielo y podían distinguirse desde gran parte de la nación.

En medio de los intrascendentes comentarios de las demás reclusas, la mujer se levantó con los brazos en alto ante los rostros de sorpresa del resto y gritó, primero en hebreo y luego en español:

—¡La profecía se ha cumplido! ¡Se ha establecido una nueva alianza! —Cruzó los brazos sobre su pecho y se arrodilló ante el asombrado público—. ¡Ya ha comenzado la guerra de los hijos de la luz contra los hijos de las tinieblas! ¡Arrepentíos, pues ya ha llegado la hora de vuestro juicio!

Durante las semanas siguientes los periódicos y cadenas de televisión de todo el mundo dieron, con creciente preocupación, la noticia de los sorprendentes efectos de un fulminante cambio climático que estaba aconteciendo en la práctica totalidad del planeta. Las temperaturas de aquel final de otoño habían experimentado un inusitado ascenso, con ejemplos como los de Moscú o Toronto, con medias diarias de más de cuarenta y cinco grados centígrados. La comunidad científica estaba alarmada al comprobar por los satélites un ensanchamiento espectacular del agujero de ozono de la Antártida y otro casi igual en el Polo Norte que se había producido misteriosamente y en pocos días. Los hielos de ambos extremos de la Tierra se estaban fundiendo a velocidades nunca conocidas, lo que estaba provocando un aumento del nivel del mar en muchas zonas costeras y causando inundaciones graves en las costas del hemisferio sur.

Muchos políticos de los países menos civilizados acusaban violentamente a los más ricos de haber generado ese problema, por no atender las recomendaciones sobre el control de la contaminación y el riesgo climático.

Fernando y Lucía asistían, horrorizados, a la gravedad de aquellas noticias que sólo ellos interpretaban como las posibles consecuencias de la cuarta alianza. No podían creer que fueran los responsables involuntarios de aquel desastre, ni tampoco que Dios estableciese una nueva alianza con el hombre en esos términos apocalípticos. Se buscaban en el amor cada día con una ciega intensidad, tal vez inducidos por el instinto de contrarrestar aquellos efectos negativos que nunca hubieran imaginado que iban a provocar.

Ante aquellos hechos, Lucía decidió visitar a Raquel en la cárcel para encontrar alguna respuesta sobre lo que estaba pasando.

Una radiante sonrisa acompañaba a la mujer cuando se sentó frente a Lucía al otro lado de una deteriorada mesa de madera, en un locutorio de la prisión de Alcalá. Lucía no compartía su manifiesta alegría y mostraba un rictus cargado de tensión y angustia cuando Raquel empezó a hablar:

—Imagino que vienes a saber qué está pasando, o qué tiene que pasar de ahora en adelante, ¿estoy en lo cierto?

—Por supuesto que quiero saberlo, aunque mi arrepentimiento por haber seguido tu voluntad no encuentre ningún consuelo. Me siento abrumada y destrozada por lo que está sucediendo, y sé que sólo tú puedes darle un sentido a todo esto, si es que lo tiene. —Lucía se frotaba las muñecas.

—Necesitas entender lo que has desencadenado y te lo explicaré. Hablaremos de la cuarta alianza, la última de las alianzas entre Yahvé y la humanidad, pues tú, Lucía, has sido el instrumento de su manifestación. Las tres grandes alianzas, si lo piensas, se producen cuando la humanidad, representada por un hombre determinado, accede a cumplir y a seguir la voluntad de Yahvé. A Abraham le pidió que se fuera de su tierra, que se alejara de su familia y de la casa de su padre y que marchara a otro país. Al cumplir sus deseos, le concedió la descendencia que tanto había deseado, Isaac, su hijo, y en general, toda la humanidad. A Moisés le ordenó que sacara de Egipto a su pueblo de Israel, y le dio en premio la ley, una tierra fértil donde Él habitará y su protección frente al enemigo. La tercera alianza, con Jesucristo, se inició con las palabras de María, su madre, cuando se le anunció que iba a engendrar un niño que llamaría Jesús y ella respondió: «Hágase en mí según tu palabra». El propio Jesús manifestó también en sus últimas palabras la obediencia a la voluntad de su Padre durante el calvario en la cruz, diciendo: «Todo está cumplido».

»Pero siempre que Yahvé ha visto que el hombre no ha querido seguirle, su mano ha caído con firmeza sobre él. La destrucción de Sodoma y Gomorra o el diluvio universal fueron dos ejemplos de ello.

»Con las tres primeras alianzas Yahvé dio al hombre la oportunidad de seguir Su voluntad. La cuarta alianza será sellada sólo para los hijos de la luz, para los que le han obedecido.

»Desde nuestros orígenes, los esenios hemos deseado que este tiempo llegase, pues con él retornaríamos de nuestra diáspora en el desierto a Jerusalén, para reunificar al pueblo de Yahvé en su Casa, y obtener su misericordia. Así fue profetizado que ocurriría en algún momento. Volveremos a la tierra prometida y nos uniremos a la voluntad de Yahvé, a la fuente de la Luz, para nunca más alejarnos de Él. Por eso no debes lamentarte por lo que has hecho. No ha sido sólo obra de tus manos sino del destino, escrito desde el principio de los tiempos. ¡Es lo que Yahvé ha querido! ¡Al final el bien derrotará definitivamente al mal!

—Raquel, si vosotros deseáis el triunfo del bien sobre el mal, ¿dónde podéis ver ese bien en la destrucción de todo lo que vemos en la tierra, en el horror de la muerte, en la degradación de la naturaleza y de la propia vida?

Los ojos de Lucía estaban enrojecidos por el dolor que sentía y las lágrimas se deslizaban sin remedio por su rostro. A través de sus preguntas, Lucía ansiaba encontrar alguna explicación razonable, deseaba creer que lo que estaba escuchando era una dislocada interpretación de la realidad por parte de una trastornada por sus creencias.

—Lucía, vamos a asistir a la destrucción del mundo conocido que dará paso a una nueva era. Una gran parte de la humanidad está viviendo de espaldas a Dios. Ésta es la era del hombre, presidida por un impresionante progreso y desarrollo, pero envuelta en las tinieblas de su propio orgullo. Sé que has leído nuestro texto de la guerra de los hijos de la luz contra los hijos de las tinieblas. En él, se dice: «... será el tiempo de la salvación del pueblo de Dios, el tiempo señalado para que asuman el dominio todos cuantos pertenecen a Dios y para la aniquilación eterna de todos los que pertenecen a Belial, a los hijos de las tinieblas. La verdad y la rectitud alumbrarán todos los confines del mundo». El texto de la guerra describe en detalle el proceder que debería seguirse para la derrota del mal: los servicios religiosos, los planes de campaña, los reglamentos, la formación necesaria para la batalla, las maniobras y el desarrollo del combate. Realmente, y de una forma figurada, lo que predice es el advenimiento de esta cuarta alianza, la del final de los tiempos, pero también el inicio de una nueva era, la era de la Luz, la era de Dios. Y por eso, nuestro retorno, en un nuevo éxodo, no se producirá a la Ciudad Santa de Jerusalén, sino a la Jerusalén celestial, a la contemplación de la Luz ¡Ése es el auténtico triunfo de la batalla contra los hijos de las tinieblas! —Raquel reflejaba un brillo radiante en los ojos, que parecían reunir los de cientos de generaciones de esenios.

Afectada en extremo por la crítica situación, Lucía no había escondido en ningún momento la expresión de sus sentimientos más profundos. De hecho, desde la aparición de los proféticos signos, su rostro había acusado paulatinamente el peso de una responsabilidad que se le hacía insoportable, y ahora se mostraba mucho más envejecido y pálido. Su pelo también había perdido vida por la súbita aparición de cientos de canas, y sus ojos parecían nublados y oscuros, presos de una íntima y desconsolada tristeza.

Frente a ella tenía a la mujer que le había inducido a realizar aquella ceremonia de reunificación de los símbolos, sin imaginar en su momento que daba algo más que un paso en la fantástica aventura a la que había sido invitada por su ahora amante Fernando. Encerrada en sus más íntimos pensamientos, apenas escuchaba ya las palabras de Raquel. En su mente estaba empezando a librarse una batalla diferente, donde las consecuencias apocalípticas que le habían acompañado durante los últimos días y que había vuelto a escuchar de boca de Raquel empezaban por primera vez a verse contrarrestadas con otro pensamiento que había surgido de forma natural hacía varios días y que le había ido dominando, al descubrir que podía tomar una decisión que pusiese fin a toda aquella locura. Desde sus propias tinieblas había visto una pequeña luz, como un faro en la lejanía, que se hizo más evidente a medida que fue dirigiéndose en busca de su destello. Y así fue como vio que todas las piezas que habían permanecido sueltas terminaban por fin de encajar en su interior. Ella había sido el comienzo de aquel desastre y ahora sabía cómo podía intervenir en su final; eso le daba una agradable sensación de serenidad. Sólo cuando pensaba en su recién estrenado amor, un lacerante dolor le atravesaba el corazón sin apenas dejarle respirar.

De forma imprevista, Lucía, con una iluminada sonrisa, reflejo de una nueva paz interior, se levantó de su silla y miró fijamente a los ojos de una aturdida Raquel, momentos antes de abandonar aquella sala.

—Raquel, ahora veo todo con plena claridad. Si es verdad que Yahvé ha sellado una nueva alianza con el hombre y yo he sido el instrumento involuntario para que se cumpliera Su deseo, sólo se me ocurre una solución. Si desaparece el instrumento, no puede haber pacto ni alianza posible. Por eso, voy a dar mi vida en sacrificio, después de haber separado los tres símbolos de las anteriores alianzas que ahora permanecen juntos. Creo que así, a través de mi muerte, la vida seguirá tal y como la conocemos. He visto que debo engendrar la nueva vida con el abono de mi propia muerte. Y eso es lo que va a pasar.

Lucía cerró la puerta del locutorio, ahogando el sonido de un desesperado grito de Raquel, decidida a emprender con valentía su nuevo destino.

Dos semanas después, una lluvia fina que había aliviado por primera vez el asfixiante calor que había acompañado al mundo durante varias semanas, caía sobre el rostro de Fernando Luengo formando ríos de dolor con sus lágrimas, cuando asistía, completamente destrozado, al entierro de su amada Lucía. Su cuerpo sin vida había sido encontrado en un vehículo sumergido en el pantano de Manzanares el Real, en las proximidades de Madrid.

Unos días antes del fatal accidente, la había ayudado a recoger y destruir de la iglesia de la Vera Cruz los tres objetos sagrados. Lucía no quería que nadie intentara volver a reunidos jamás. Le había asegurado que de esa manera conseguirían detener los efectos apocalípticos que habían desencadenado al cumplirse la profecía esenia. Parecía tan convencida de ello que no pudo más que secundarla en sus deseos.

Después de la ceremonia religiosa, Fernando se quedó a solas delante de la tumba donde reposaban los restos del cuerpo de Lucía. Su mirada recorría una y otra vez, con incredulidad, las letras doradas que identificaban la húmeda losa de granito con aquel nombre que había supuesto tanto para él, y que en tan poco tiempo había perdido. La fresca agua de lluvia que salpicaba y rellenaba, a modo de pequeños charcos, algunos de sus números y letras, parecía también querer besarla en una agradecida despedida y en forma de pago y tributo a su propia existencia. Lucía había muerto sin ni siquiera haber sabido que los desastres climatológicos de las últimas semanas habían cedido casi de forma instantánea, dando paso a unas temperaturas y condiciones más acordes con la normalidad.

Fernando se arrodilló delante de su amada y se tumbó abrazando la piedra, con el deseo de fundirse con el agua en su mismo húmedo beso. En su interior, sabía que Lucía se había convertido en ofrenda para devolver la vida al mundo, aunque nada le había dicho.

El mismo día de su fallecimiento se había despedido de él con un beso que no olvidaría jamás, pues le pareció el más tierno de todos los que pudo disfrutar de ella. En sus ojos pudo ver el amor más puro, más definitivo. Pero, sobre todo, Fernando recordaría para siempre sus postreras palabras, mientras ella le acariciaba con ternura y por última vez su rostro.

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