Read La cultura popular en la Edad Media y el Renacimiento Online
Authors: Mijail Bajtin
Examinemos ahora el episodio de Janotus. Éste entra en escena después que el joven Gargantúa ha robado las enormes campanas de la iglesia de Notre-Dame.
Rabelais ha tomado el tema de las
Grandes Crónicas,
ampliándolo y modificándolo. Gargantúa roba a fin de fabricar
campanillas
para el cuello de su burra gigante, a la que quiere enviar de regreso a casa de sus padres cargada de quesos y arenques.
Las campanas son destronadas,
rebajadas al nivel de
simples campanillas para jumento:
típico género carnavalesco degradante, que unifica el destronamiento y la destrucción con la renovación y el renacimiento en un nuevo plano material y corporal.
Las campanillas o cencerros (colgados casi siempre del cuello de las vacas) son unos accesorios indispensables de la fiesta carnavalesca en los documentos más antiguos que poseemos. Nunca faltan en las imágenes míticas del «ejército salvaje» o de la «caza salvaje» que, desde la Antigüedad, acompañaban a las representaciones y procesiones del carnaval.
Los cencerros de las vacas figuran en la descripción de las algazaras del siglo
XIV
en la
Novela de Fauvel.
Es conocido el papel de los cascabeles que los bufones ataban a sus ropas, bonete, bastón y cetro. Los escuchamos tintinear todavía hoy en Rusia, atados a los caballos durante las carnestolendas o con motivo de las bodas.
Campanillas y cascabeles también aparecen en la descripción que hace Rabelais de la «diablura» puesta en escena por Francois Villon:
«Sus diablos estaban caparazonados con pieles de lobo, de vaca y de carnero, adornados con cabezas de carnero, cuernos de buey y grandes asañores, y ceñidos con fuertes corazas de las que pedían cencerros de vacas y mulas que hacían un ruido horrible.»
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Los relatos de descolgamientos de campanas se presentan, además, muy a menudo en el libro de Rabelais.
En el episodio de la quema de los 660 caballeros, Pantagruel exclama en medio del festín y mientras mueve sin cesar sus mandíbulas:
«Si Dios hubiera dispuesto que cada uno de nosotros tuviera debajo de la barba dos pares de campanillas del santísimo sacramento y yo, bajo la mía, las
grandes campanas
de Rennes, Poitiers y la torre de Chambray, vaya campanario que armarían nuestras mandíbulas.»
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Las campanas y campanillas de la iglesia no cuelgan del cuello de vacas o mulas, sino bajo la barbilla de los alegres convidados: el tintineo serviría para marcar el ritmo de la masticación. Sería difícil encontrar una imagen más precisa y concreta, aunque vulgar, para describir la lógica misma del juego de las degradaciones rabelesianas: la lógica del destronamiento-destrucción y de la renovación-resurrección. Las campanas de Poitiers, Rennes, Tours y Cambray, derribadas de su elevado sitial, adquieren vida súbitamente en el plano del banquete y comienzan a repicar, ritmando el movimiento de las mandíbulas.
Agregamos que este nuevo empleo de las campanas resulta tan imprevisto, que su imagen parece adquirir una vida nueva. Surge ante nuestros ojos como algo absolutamente inédito, en un ambiente nuevo, insólito, donde nunca se las puede ver. El plano en que se efectúa este
renacimiento de la imagen
es el
principio material y corporal
representado en este caso por el banquete. Destaquemos una vez más el carácter literal, la topografía precisa de la degradación: las campanas colgadas en lo alto, en su campanario, descendidas y colocadas bajo las mandíbulas que mastican.
Esta pintoresca resurrección de las campanas está evidentemente alejada del acto animal de la absorción de alimento y del banquete ordinario y privado. Es el «gran festín» del popular gigante y de sus compañeros de armas, ante el hogar histórico donde ha sido reducido a cenizas el mundo antiguo de la cultura feudal y caballeresca.
Volviendo al punto de partida, el robo de campanas, se comprende perfectamente ahora por qué Gargantúa quiere convertir las campanas de Notre-Dame en cencerros para su burra. En lo sucesivo campanas y campanillas estarán siempre asociadas a escenas de banquetes y carnaval. También el comendador del jamón de San Antonio, hubiese querido tener esas campanas para hacerse escuchar a lo lejos y hacer temblar el tocino en la fiambrera (el comendador del jamón tenía derecho a pedir tocino y jamón a la población).
En la arenga que Janotus de Bragmardo dirige a Gargantúa para recuperar las campanas, el principal argumento invocado es que el sonido de éstas tiene una influencia benéfica en el rendimiento de los viñedos de la región parisina; en segundo lugar dice que si acepta le dará las salchichas y las calzas prometidas. Por lo visto, las campanas tañen siempre en una atmósfera de carnaval y festín.
¿Y
quién es este famoso Janotus de Bragmardo? Según Rabelais es una lumbrera de la Sorbona, guardián de la justa fe y de la inconmovible verdad divina que regía el pensamiento y las obras religiosas. Se sabe que la Sorbona había condenado y prohibido los libros de Rabelais a medida que fueron apareciendo; por fortuna, ya no estaba en el poder en aquella época. Así pues, Janotus es un representante de esa honorable facultad. Por razones de prudencia (no se podía bromear con la Sorbona), Rabelais suprimió todos los indicios que permitiesen deducir que ese personaje pertenecía a la Universidad de París.
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Janotus de Bragmardo tiene la misión, mediante una arenga sabia y elocuente, de convencer a Gargantúa para que devuelva las campanas robadas. En recompensa se le ha prometido un aliciente «carnavalesco»: calzas, salchichas y buen vino.
Cuando Janotus llega al lugar donde se encuentra Gargantúa, con una seriedad divertida y vestido con un tocado de profesor de la Sorbona, Pornócrates lo confunde al principio con un enmascarado:
«El maestro Janotus, rapado a la cesariana, tocado con un chaperón a la antigua y bien antidotado el estómago con carne de membrillo y agua bendita de la bodega, llegó a la habitación de Gargantúa llevando consigo a tres bedeles de jetas rojas, y cinco o seis doctores rígidos, bien recortados, y elegidos
a
propósito para el caso.
»Cuando entraban, los encontró Pornócrates, y sintió miedo, pues al verlos disfrazados de aquel modo creyó fueran locos enmascarados. Después, un poco repuesto, preguntó a uno de los doctores rígidos qué es lo que pretendía esa mascarada. Y le contestaron que pedían la devolución de las campanas.»
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Todos los
atributos carnavalescos
(incluso la «jeta colorada») son destacados a propósito en las personas del profesor de la Sorbona y sus compañeros, que son transformados en
bufones de carnaval,
en procesión cómica. «El agua bendita de la bodega» era una fórmula corriente que designaba el vino.
Al enterarse de qué se trata, Gargantúa y sus amigos deciden hacer una farsa (una mistificación) a Janotus. Comienzan por hacerle beber «teológicamente», mientras a espaldas suyas se restituyen las campanas a las personalidades de la ciudad que han acudido en esa ocasión. De forma que el infortunado Janotus no puede evitar pronunciar su arenga, para gran regocijo de la asamblea. Lo hace con toda gravedad y seriedad, e insiste en la devolución de las campanas, sin comprender que el asunto ya ha sido arreglado y que en realidad está desempeñando el papel de bufón de feria.
Esta manifestación acentúa aún más el carácter carnavalesco del «sorbonista», que, apartado un instante del transcurso normal de la vida, se convierte en un muñeco que hace reír, lo que no impide que siga desempeñando su papel con la mayor seriedad, sin observar que a su alrededor la gente hace esfuerzos para no estallar en carcajadas.
La arenga de Janotus es una admirable parodia de la elocuencia de los «sorbonistas», de su sistema de argumentación y sus latines; esta arenga sería digna de figurar al lado de las
Cartas de personas oscuras.
En toda la extensión de la misma vemos aparecer la imagen de la vejez. Su «estenograma» está lleno de imitaciones de sonidos destinados a expresar todos los matices de toses, carraspeos, sofocamientos y gangosidades. El discurso está lleno de reservas, lapsus e interrupciones, pausas y combate con un pensamiento que se evade y búsquedas desesperadas de las palabras adecuadas. Además, Janotus se queja amargamente de su vejez. La imagen biológica del viejo decrépito se une a la caducidad del sorbonista que ya ha pasado por todas las pruebas en los diversos campos sociales, ideológicos y lingüísticos. Es el año y el invierno viejos, el rey viejo, que se ha convertido en bufón. Y todos se burlan alegremente de él, hasta que él mismo empieza a reír con los demás.
Si bien el fantoche de la Sorbona es ridiculizado, se le da lo que necesita y él es el primero en reconocer que no precisa demasiado: «... lo único que necesito ahora es buen vino, buena casa, la espalda caliente, buena mesa y una escudilla grande.»
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Es lo único real que subsiste de las pretensiones del sorbonista, y Gargantúa le hace grandes regalos. Sin embargo, ha sido ridiculizado y destruido por completo.
Los episodios y figuras estudiados hasta ahora, las escenas de batallas, peleas, golpes, ridiculizaciones, destronamientos, tanto de hombres (los representantes del viejo poder y de la concepción antigua) como de cosas (las campanas), están tratados y estilizados dentro del espíritu de la fiesta popular y el carnaval. Son también ambivalentes: la destrucción y el destronamiento están asociados al renacimiento y a la renovación, la muerte de lo antiguo está ligada al nacimiento de lo nuevo; las imágenes se concentran en la unidad contradictoria del mundo agonizante y renaciente. Todo el libro, no sólo estos episodios, está imbuido de una atmósfera carnavalesca. Hay incluso numerosos episodios y escenas importantes que describen fiestas y típicos temas festivos.
Para nosotros, la palabra «carnavalesco» tiene una acepción muy vasta. Como fenómeno perfectamente determinado, el carnaval ha sobrevivido hasta la actualidad, mientras que otros elementos de las fiestas populares que estaban relacionados con él por su carácter y estilo (y por su origen) han desaparecido hace tiempo o han degenerado hasta el punto de ser irreconocibles. Es bien sabida la historia del carnaval, descrita varias veces en el curso de los siglos. Hasta hace muy poco, en los siglos
XVIII
y
XIX
, el carnaval conservaba claramente algunos de sus rasgos característicos de fiesta popular, aunque muy empobrecidos.
Representa el elemento más antiguo de la fiesta popular, y podemos asegurar, sin riesgo de equivocarnos, que es el fragmento mejor conservado de ese mundo inmenso y rico. Esto nos permite utilizar el adjetivo «carnavalesco» en una acepción más amplia que incluye no sólo las formas del carnaval en el sentido estricto y preciso del término, sino también la vida rica y variada de la fiesta popular en el curso de los siglos y bajo el Renacimiento, a través de sus rasgos específicos representados por el carnaval en los siglos siguientes, cuando la mayoría de las formas restantes habían ya desaparecido o degenerado.
Pero incluso en el sentido estricto de la palabra, el carnaval está muy lejos de ser un fenómeno simple y de sentido unívoco. Esta palabra unificaba en un mismo concepto un conjunto de regocijos de origen diverso y de distintas épocas, pero que poseían rasgos comunes. Este proceso de reunión de fenómenos locales heterogéneos, bajo el concepto de «carnaval», correspondía a un proceso real: en efecto, al desaparecer y degenerar las diferentes formas de la fiesta popular legaron al carnaval algunos de sus elementos: ritos, atributos, efigies y máscaras. De este modo, el carnaval se convirtió en el depósito adonde iban a parar las formas que habían dejado de tener existencia propia.
Este proceso se desarrolló en forma particular, en diferentes épocas y países distintos, e incluso en ciudades diferentes. Se manifestó primero en su forma más clara y clásica en Italia, y sobre todo en Roma (y también en las demás ciudades italianas, aunque de manera más confusa), y después en Francia, en París; en Alemania, en Nuremberg y Colonia, de modo más o menos clásico (aunque más tarde). En Rusia, las cosas ocurrieron de otro modo, las diversas formas de celebraciones populares, tanto las generales como las locales (carnestolendas, día de los santos, Pascuas, ferias, etc.) mantuvieron su carácter fragmentario sin producir una forma preponderante, similar al carnaval de Europa Occidental. Se sabe que Pedro el Grande había tratado de implantar en Rusia las fiestas de los locos (la elección del «papa universal de los bufones»), los «peces de abril», etc., pero estas costumbres no arraigaron y fueron incapaces de reorganizar las tradiciones locales. En cambio, en los lugares donde este proceso se desarrolló en forma más o menos clásica (Roma, París, Nuremberg, Colonia), estuvo basado en las formas de celebraciones locales que poseían una génesis y evolución diferentes. En épocas posteriores, su ceremonial se enriqueció en detrimento de las diversas formas locales en decadencia. Debe destacarse que muchas de las fiestas populares que transmitieron numerosos rasgos al carnaval (los rasgos más importantes, en general), siguieron subsistiendo lentamente. Tal es, por ejemplo, el caso de la cencerrada, en Francia, que transmitió la mayoría de sus formas al carnaval y sobrevivió hasta la actualidad (ridiculización de los matrimonios contra natura o conciertos de gatos bajo las ventanas). Más tarde, estas formas de las celebraciones populares, que representaban la segunda mitad pública, no oficial, de cada fiesta religiosa o nacional, coexistieron con el carnaval en forma independiente, a pesar de contener numerosos rasgos comunes con él, como por ejemplo la elección de reyes y reinas efímeras, la fiesta de los reyes, San Valentín, etc.
Estos rasgos comunes provienen del lazo que vincula a dichas formas con el
tiempo,
que se convierte en el verdadero héroe en el sentido popular y público de la fiesta, al proceder al derrocamiento de lo viejo y al coronamiento de lo nuevo.
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Todas estas formas siguieron gravitando en torno a las fiestas religiosas, por supuesto. Cada una de las ferias (que coincidían en general con la consagración de una iglesia o la celebración de la primera misa) conservaba un carácter carnavalesco más o menos marcado. Por último, las fiestas privadas: bodas, bautismos, cenas fúnebres, todavía conservan ciertos rasgos del carnaval, como también ocurre con las diversas fiestas agrícolas: vendimia, matanzas de las reses (fiestas descritas por Rabelais),
etc.
Ya hemos visto el ambiente carnavalesco que reina en las «bodas a puñetazos», un rito nupcial especial.